—¡Moscas y mosquitos! —exclamó la melodiosa voz—. Ronca tan fuerte que parece que se vaya a acabar el mundo. —Caramon gruñó. Intentaba evitarlo pero lenta, inevitablemente, iba recobrando la conciencia.
—¡Cállate, majadero! —dijo una segunda voz, ésta femenina, con el mismo extraño acento gorjeador que la otra. Estaba muy cerca—. Y por Branchala, apártate de su boca. ¿Quieres que te succione o, qué?
—Fuera —murmuró Caramon dándose la vuelta. Las voces se callaron. Oyó una especie de aleteo que se alejaba. Resopló, suspiró y siguió despertándose. El aleteo volvió a acercarse y algo muy suave le tocó la mejilla.
—Ya lo has conseguido, Fanuin —dijo la mujer en tono de reproche—. Antes me he dicho; verás cómo despierta al gigante…
—¡Bah! —replicó el hombre—. Has sido tú quien le ha rozado la nariz, Ellianthe. Ha ido de un tris que no estornudara y nos matase…
A Caramon se le acabó la paciencia.
—¡Callaos los dos! —gruñó apretando los párpados.
Intentó desesperadamente volver al agradable sueño que tenía, con Tika y un cordero asado, pero ya no había vuelta atrás. Dándose por vencido, abrió los ojos y se encontró mirando dos pequeños rostros muy peculiares. Flotando a la distancia de un brazo de su nariz había dos personillas, de unos sesenta centímetros de alto y delgadas como juncos. Los rasgos del rostro, enmarcados en un pelo rizado de color cobrizo, recordaban los de los elfos. Iban vestidos de colores vivos —él de verde y oro, y ella, escarlata y azul cielo—, y los dos llevaban un diminuto puñal colgado del cinturón. El aleteo procedía de las alas plateadas que tenían en la espalda.
«¿Kenders con alas? —pensó Caramon—. Misericordiosos dioses desaparecidos, que no sea más que una pesadilla».
—¡Buen día! —lo saludó el hombre, sonriente, volando hacia su cara—. Me llamo Fanuin. Encantado de conocerte…
Caramon se encogió dando un grito y manoteando en el aire. Las criaturas aladas gritaron, revolotearon a su alrededor y luego se marcharon zumbando. Caramon se quedó mirándolas aturdido.
—¡Vaya una manera de despertar! —gruñó. Con movimientos rígidos y entre crujidos de articulaciones, se incorporó hasta sentarse y miró a su alrededor. Estaba solo en una pequeña caverna de piedra gris. Su hija y los otros no estaban con él. El corazón le latía con fuerza: ¿qué había sido de ellos?
Se relajó un poco al ver que la caverna tenía una puerta: un portón bajo y estrecho de roble tachonado de bronce. La cueva era de una austeridad espartana, pero estaba bien iluminada con globos de luz. El lecho estaba hecho de cañas y ramas de cedro trenzadas. No muy lejos habían dejado unas pequeñas jarras y una palangana de agua cristalina. Las bastas paredes y el techo abovedado estaban desnudos. Quienquiera que lo hubiera llevado allí tenía aun menos gusto por la decoración que los centauros. Enseguida vio con alivio que le habían dejado sus cosas: los fardos, el escudo e incluso la espada estaban en un montón junto a la pared, así como la armadura y la ropa; sólo entonces se dio cuenta de que estaba desnudo.
Se puso de pie y el techo bajo lo obligó a encorvarse. Arrastrando los pies, se fue hacia la ropa y la recogió. Estaba limpia e incluso remendada. Se quitó las legañas de los ojos y se puso el taparrabos y los calzones. Se metió el jubón por la cabeza, se lo quitó y se lo volvió a poner, esta vez del derecho. Destapó una de las jarras y descubrió contento que estaba llena de agua y no de vino. Bebió un largo trago y se detuvo al notar una incómoda presión en la vejiga. Dejó la jarra en el suelo y buscó algo que pudiera utilizar de bacinilla. Al no encontrar nada, se fue hacia la puerta y la abrió.
La gran caverna que había al otro lado de la puerta estaba iluminada con infinidad de globos de luz. Levantó el brazo mientras sus ojos se acostumbraban a tanta claridad. Volvió a oír el aleteo, pero esta vez eran muchos pares de alas y no sólo dos. Poco a poco, bajó el brazo y miró.
Estaba rodeado por una docena de personillas aladas que revoloteaban a su alrededor. Iban vestidos con ropas de colores muy vivos y la mayoría sostenían minúsculos arcos con pequeñas flechas dispuestas y dirigidas hacia él. En medio había una criatura de más edad, con el pelo de color mercurio y un jubón morado sobre las calzas blancas. Blandía una pequeña espada que refulgía a la luz de los globos. Detrás de él revoloteaban los dos que le habían interrumpido el sueño.
—¡Quieto ahí! —dijo el de la espada, y los ojos negros le brillaban—. Si te mueves, mis hombres te dispararán.
Caramon se quedó inmóvil, más por la sorpresa que por el miedo. A pesar de las flechas, no podía tomarse en serio a aquellas criaturas aladas. Era como haber caído en una emboscada de ardillas.
—¡Es él, pa! —exclamó Fanuin señalando a Caramon—. Él es el que ha intentado matarnos.
—¿Qué? —barbotó Caramon viendo que el del pelo de mercurio fruncía el ceño—. Yo no…
—¡Es verdad! —insistió Ellianthe sonrojándose hasta la punta de sus largas y puntiagudas orejas—. Ha intentado aplastarnos en el aire como si fuéramos mosquitos.
—Tranquila, chica —dijo el del pelo cano—. Es humano y probablemente no había visto nunca a nadie de nuestra especie.
—¿Qué especie? —preguntó Caramon—. ¿Qué sois?
—¡Pero bueno, somos duendes, por supuesto! —replicó Fanuin—. Como había empezado a decirte antes de que empezaras a dar manotazos, me llamo Fanuin y ésta es mi hermana Ellianthe. —Su compañera hizo una reverencia—. Somos el hijo y la hija del barón Guithern, gobernador de las criaturas fantásticas.
—A vuestro servicio —dijo el duende del pelo de mercurio, quitándose la gorra adornada con plumas—. Y ahora que nos conocemos todos, Caramon Majere, ¿por qué no me dices por qué has intentado matar a mis hijos?
Caramon parpadeó, confuso.
—No pretendía matarlos. Me han sobresaltado, eso es todo. —Señaló con la barbilla a Fanuin—. Venía volando directamente hacia mi cara.
Guithern miró por encima del hombro a su hijo.
—¿Es eso verdad? —preguntó severo—. Ya te lo dije, muchacho, cuando los trajimos aquí: si vuelas sobre la nariz de alguno, es fácil que acabes despachurrado.
—Sí, pa —gruñó Fanuin. Se quedó mirando atentamente sus zapatos acabados en punta y no dijo nada más.
—Lo siento en el alma, amigo —dijo Guithern volviéndose hacia Caramon al tiempo que envainaba la espada—. Fanuin no tiene mala intención pero a veces es un poco torpe. ¿Sin rencores?
Entonces se dio cuenta: aquella pequeña criatura era la que el Círculo les había encargado que encontraran, el que guardaba el hacha Hiendealmas. Suspiró aliviado.
—Sin rencores —dijo extendiendo su enorme mano hacia el rey de los duendes.
Se oyó un sonido extraño, semejante al tañido de una cuerda de arpa, y notó un agudo dolor en las nalgas, como si le hubiera picado una avispa.
—¡Au! —exclamó tocándose donde le dolía.
Para su sorpresa, encontró algo clavado en la carne. Con una mueca, se lo arrancó y lo sostuvo delante de sus ojos. Era una flecha diminuta, del tamaño de un alfiler.
Guithern se adelantó y arrancó la flecha de entre los dedos de Caramon. Los ojos le brillaban de rabia mientras miraba a los arqueros que rodeaban al viejo tabernero.
—¿Quién ha disparado esto? —rugió el rey de los duendes.
Uno de los arqueros se encogió. Estaba buscando otra flecha en su carcaj cuando oyó al rey; lo dejó y se puso a tartamudear.
—Lo… lo siento, ma… majestad —dijo—, pero habíais ordenado disparar si se movía.
—¿No has visto cómo envainaba la espada, memo? —lo increpó Guithern—. ¿Qué tienes en las orejas? ¿Algodón?
—No os preocupéis —intervino Caramon. No era más que un rasguño, aunque notaba un escozor de mil demonios—. No es nada.
El barón lo miró con cara rara.
—Ojalá fuera así —dijo—. Será mejor que te recuestes, Majere. Así no caerás desde tan alto.
—¿Eh? ¿Qué queréis decir? —preguntó Caramon.
Guithern le mostró una flecha. En la punta había algo oscuro y pegajoso. Caramon tardó un momento en entenderlo: era veneno. De pronto, las rodillas le temblaron y la mente se le nubló.
—¿Qu…? —murmuró con unos labios que ya no parecían formar parte de su cara—. ¡Mn…!
—¡Cuidado, que cae! —gritó Ellianthe.
Los duendes se dispersaron al ver que se le doblaban las rodillas y caía hacia adelante. Para cuando golpeó el suelo ya estaba dormido.
Durante un rato, Caramon volvió a soñar con Tika y el cordero asado.
***
—Veo que… has conocido a los duendes.
Volvía a estar en la cueva, echado boca abajo. Con la vista todavía borrosa, miró hacia atrás y vio a Dezra arrodillada a su lado. Sonreía con la boca torcida, aplicándole una tela contra las nalgas.
¿Otra vez desnudo?
—¡Ah! —gritó incorporándose para subirse los calzones, enrollados a la altura de las rodillas.
Borlos estaba sentado al lado, tañendo la lira. La dejó a un lado y aplaudió.
—Me has dejado impresionado, grandullón —dijo guiñándole el ojo—. Ahora entiendo lo que Tika ve en ti.
Rojo como la grana, Caramon estiró del cordón que le sujetaba los calzones y miró a Dezra, enfadado. Su hija apretaba los labios haciendo un esfuerzo por no reír.
—¿Qué demonios estabais haciendo? —preguntó Caramon.
—Curarte la urticaria que te ha salido en el culo —contestó con una risita—. La sustancia con la que los duendes untan las flechas te ha hecho salir un buen sarpullido. Alguien tenía que curártelo, y sólo estábamos Bor y yo.
—Y sin ánimo de ofender, grandullón —añadió el bardo, sonriendo—, pero yo… ni por todo el acero del mundo.
—No puedo creer que me envenenaran —dijo sonrojándose aun más.
—Dos veces —dijo Dezra—, aunque la segunda fue un accidente. No han dejado de repetirnos lo mucho que lo sentían… sobre todo cuando han visto la inflamación. Guithern nos ha dado un bálsamo para el sarpullido, y luego se ha ido a hablar con Trephas.
—Nos han dicho que nos quedáramos aquí —añadió Borlos.
—¿Dónde estabais antes? —preguntó Caramon.
—Cada uno en su cueva —respondió el bardo—. La primera dosis de droga nos dejó a todos fuera de combate durante un tiempo: dos días, según he oído. Podría haber sido más si los duendes no nos hubieran despertado después de dispararte.
—¿Dos días? —repitió Caramon, pasmado—. ¿Y cuánto he dormido la segunda vez?
—Desde ayer —dijo Dezra—. Has tenido suerte. Los duendes nos han hablado de los venenos que utilizan y el que te durmió es uno de los más suaves. Con la mayoría de los otros, no te habrías vuelto a despertar.
Caramon tragó saliva. Se tocó las hinchadas y doloridas nalgas e hizo una mueca.
—¿Y vosotros dos habéis estado aquí conmigo desde entonces?
—Sólo Dez —contestó Borlos y volviendo a coger la lira, pasó los dedos por las cuerdas—. Yo he estado entrando y saliendo. Entre los duendes, hay más de un buen músico. Me han enseñado algunas baladas que dicen que no ha oído ningún humano antes. ¿Te imaginas lo que dirán en Solace cuando se las cante? Mira, ésta es una…
—Ahora no —lo interrumpió Caramon levantando una mano—. Tendríamos que ir a ver a ese Guithern. Ya hemos perdido demasiado tiempo. —Y se fue hacia la puerta.
Dezra le cortó el paso.
—¡So! —dijo—. Trephas se ocupa de eso. Ha dicho que enviaría a buscarnos en cuanto estuviera todo arreglado. Hasta entonces, tenemos que quedarnos en las cavernas. No te engañes, padre. Además de huéspedes, somos sus prisioneros, por lo menos hasta que Trephas aclare las cosas.
Justo entonces se abrió la puerta. Trephas entró en la cueva agachándose al pasar por la puerta. Lo acompañaban Fanuin, Ellianthe y un puñado de duendes más, todos vestidos con ropas de colorines. El centauro estaba pálido y tenía ojeras.
—Venid conmigo —dijo piafando—. Rápido… No hay tiempo que perder. Puede que ya sea demasiado tarde.
—Sólo hemos estado aquí tres días —replicó Dezra entrecerrando los ojos—. ¿Qué puede haber pasado en tan poco tiempo?
—De todo —contestó Trephas.
A su lado, Fanuin se aclaró la garganta.
—Disculpad, pero creo que hay algo que deberíais saber de este lugar. Me temo que aquí el río del tiempo fluye más rápido de lo que estáis acostumbrados. Creo que tenéis leyendas que lo explican.
—Es cierto —dijo Borlos—. Una cuenta lo que le sucedió a Jeston el Rimador, que se durmió en un círculo de setas y fue raptado por los duendes. Sólo pasó un año con ellos, o eso creyó él, pero cuando volvió a casa, descubrió que había estado treinta años fuera. Pero nunca he creído en esos cuentos —acabó, frunciendo el ceño—. Siempre había pensado que eran metáforas para expresar lo rápido que transcurre el tiempo cuando estás a gusto.
Los duendes sacudieron la cabeza.
—Me temo que no era una metáfora —dijo Ellianthe—. Tu cuento es bastante exacto, ya que cada día de aquí equivale a un mes en el mundo exterior.
—¡Un mes! —exclamó Caramon, atónito—. ¿Quiere decir eso que llevamos aquí una estación entera?
—Así es —contestó Trephas—. Por eso mismo no podemos entretenernos un segundo más. Debemos presentarnos ante el barón Guithern ahora mismo o dará lo mismo que recuperemos el hacha Hiendealmas: el Bosque Oscuro puede haber sucumbido ya.