21

La bota estaba manchada de sangre; no mucho, pero lo suficiente para que a Dezra se le acelerara el corazón. Miró a su alrededor sosteniendo la antorcha en alto. El bosque estaba oscuro y reinaba el silencio, sólo roto por el rumor de las hojas movidas por el viento.

—¡Maldita sea, Borlos! ¿Dónde estás? —musitó.

Se había despertado de un sueño que olvidó inmediatamente y se encontró con que el bardo había desaparecido y Trephas dormía. Había intentado despertar al otro centauro, Arhedion, e incluso a su padre, pero por mucho que los zarandeó, gritó y abofeteó, no hubo manera de que abrieran los ojos. Finalmente, se dio por vencida y, cogiendo su espada y una antorcha, se fue a buscarlo sola.

El rastro de Borlos había sido fácil de encontrar. Había seguido plantas chafadas y ramas rotas hasta que algo captó su atención. Ese algo era la bota que ahora tenía a sus pies.

—¡Bor! —siseó—. ¿Me oyes?

Nada.

Entonces vio pisadas marcadas en la tierra humedecida por la lluvia. Se alejaban hacia el interior del bosque: un pie descalzo y otro calzado. Las siguió y al poco se tropezaba con la segunda bota del bardo. A partir de allí empezó a encontrarse prendas de ropa: la armadura de cuero arrojada de cualquier manera, el jubón enganchado en unos zarzales, los calzones hechos un rebujo debajo de un álamo. Las pisadas continuaban.

Por último, a cierta distancia del campamento, el rastro desaparecía frente a un enorme roble negro. Sus ramas crujían al viento mientras Dezra se acercaba con sigilo. En la base del robusto tronco, había un taparrabos de hombre y, al lado, una antorcha consumida.

—¿Borlos? —llamó con voz temblorosa.

—«Dzr…».

La voz le llegaba apagada y débil. Dio un paso atrás y agitó la antorcha.

—¿Bor? ¿Dónde estás?

Algo se movió en el tronco, a media altura. Al principio creyó que era un animal: una ardilla listada, quizás, o una marta. Luego lo vio con claridad y se quedó con la mandíbula colgando. Era una mano que sobresalía del árbol.

Contempló con horrorizada fascinación cómo los dedos del bardo arañaban débilmente la corteza. Con cautela, dio la vuelta al tronco intentando averiguar qué ocurría. El roble parecía muy normal… aparte de la mano.

Se oyó un ruido amortiguado, a medio camino entre un grito y un gemido, procedente del interior del árbol. Adelantó el brazo y tocó los inquietos dedos. La mano hizo ademán de asirla, ella se apartó con un chillido, y se cerró en un puño tembloroso. Volvió a oír la voz de Borlos.

—… y… d-rogaba… S… c… m… d… quí.

Dezra clavó la espada en el suelo y puso la oreja contra la corteza.

—¿Bor? —llamó.

—Dría… da.

—¿Has dejado que te trajera aquí? —preguntó frunciendo el ceño.

—Sí, soy imbécil —le espetó—. Pero ¡sácame de aquí!

—Sí, claro. ¿Cómo?

La mano quedó colgando y Borlos suspiró.

—No sé. Piensa en algo.

Con cuidado, tocó la corteza en torno a la muñeca de Borlos. Era gruesa y retorcida, y no cedía al presionarla. Clavó la daga e hizo saltar un trocito. Debajo, la madera era maciza y dura y, sin embargo, no consiguió más que arañarla.

Se echó atrás y miró a su alrededor hasta detener la vista en el taparrabos que había en el suelo y preguntó:

—Borlos, ¿estás desnudo?

—No —gruñó él—. Llevo un maldito árbol puesto. ¿No lo habías notado?

Sus ojos se fijaron en la antorcha consumida que había al lado. Apretó los labios, envainó la daga y volvió a acercarse al árbol.

—Tengo una idea —dijo—. No te vayas.

—Oh. Ja, ja.

Con una sonrisa torcida, cogió la antorcha de Borlos y la encendió con la suya. Cuando prendió la llama, respiró hondo y la sostuvo contra el roble.

Al cabo de un momento, el trozo de corteza junto a la mano de Borlos empezó a chamuscarse. Todo el árbol se estremeció, desde las raíces hasta las ramas más altas. Le empezaron a caer encima hojas y ramitas pero mantuvo la antorcha en el mismo lugar, dejando que quemara la corteza y chamuscara la madera que había debajo.

—Vamos —murmuró—. Suéltalo.

La corteza empezó a abrirse en torno a la muñeca de Borlos. Dejó caer la tea que había traído ella, mientras sostenía la antorcha de Borlos junto a la madera, y lo cogió de la mano. Estiró y el brazo empezó a salir. Apoyándose con los pies contra el tronco, tiró con todas sus fuerzas.

—¡Au! —gruñó Borlos. La madera se había abierto lo suficiente para que Dezra le viera la cara cubierta de savia—. Dez, está aquí conmigo y no me suelta…

Dezra oyó un débil silbido procedente de las alturas. Levantó la cabeza y vio descender una rama. Apenas le dio tiempo a girar la cara antes de que la golpeara haciéndola tambalearse. El embate le hizo soltar la mano de Borlos y cayó al suelo con fuerza. Los oídos le pitaban.

Cuando recuperó el aliento, se volvió a mirar al árbol. Había conseguido sacar a Borlos un buen trozo. Ahora tenía un brazo, la cabeza y parte del pecho fuera, aunque el resto seguía atrapado en el interior.

—Bueno, parece que no ha dado resultado —comentó él con amargura.

—Espera —dijo, levantando la antorcha—. Quizá si vuelvo a probar…

Descendió otra rama. Dezra notó el viento que movieron las hojas al azotar el aire junto a su cara y se paró en seco.

—O mejor no —musitó.

Se echó hacia atrás frotándose la frente. Borlos hizo una mueca al notar que la dríade empezaba a tirar de él hacia dentro. Entonces se oyó otra voz, procedente de detrás.

—¡Dezra! —llamaba—. ¡Borlos! ¿Dónde estáis?

Giró en redondo.

—¿Trephas? —gritó—. ¡Estamos aquí! ¡Corre!

Esperaron, oyendo el ruido de los cascos que se acercaban. Finalmente, Trephas surgió de la oscuridad armado con una antorcha y una lanza. Detrás de él iba Arhedion y a la cola, sofocado y jadeante, corría Caramon.

—¿Qué demonios está ocurriendo? —preguntó Caramon trastabillando hacia Dezra. De pronto se paró y abrió la boca al ver a Borlos. Ahora ya sólo sobresalían del tronco la cara y el hombro.

—Hola, grandullón —dijo Borlos—. ¿Por casualidad, no habrás traído un hacha?

—¡No! —gritó Trephas—. No hagáis daño al árbol. Sólo serviría para empeorar las cosas.

—Ajá —musitó Dezra.

—Lo intuía —gruñó el centauro mirándola con severidad—. Sólo el dolor podía haber roto el hechizo de sueño en que la dríade nos había sumido. ¿Qué le habéis hecho?

—Lo he quemado un poco —contestó Dezra bajando la antorcha.

—Espero que no la hayáis malherido —repuso Trephas con una mueca de dolor y, dejando caer la lanza, se acercó al árbol. Una rama fue a azotarlo pero él la detuvo cogiéndola con la mano—. Tranquilízate, Pallidice. Soy yo, Trephas.

La rama se liberó enderezándose hacia las alturas. Trephas puso una mano sobre la corteza del árbol.

—Doncella del roble —llamó quedamente—. El humano no es tuyo, no puedes quedártelo. Suéltalo.

Del árbol salió una voz cantarina.

—¡No! —resopló—. Le quiero y él quiere estar conmigo.

—¡No quiero! —protestó Borlos.

—¿Ves? —dijo Trephas—. ¿Lo has oído? Suéltalo, Pallidice, y sal del árbol.

—Oh… bueno.

El árbol se abrió y Borlos cayó al suelo, desnudo y brillante. Arhedion se apresuró a ayudarlo a levantarse y alejarse del árbol, cojeando. Dezra le arrojó el taparrabos y mientras se vestía, ruborizado hasta la raíz del pelo, la dríade surgió del roble.

Se acercó a Trephas con el pelo verde brillando a la luz de las antorchas. Él se arrodilló y ella le echó los brazos al cuello, dándole repetidos besos.

—¡Trephas! —exclamó—. ¡Qué sorpresa! Mi árbol ha adquirido muchos anillos desde la última vez que te vi.

—Parece que os recuerda muy bien —comentó Arhedion riendo con ganas.

—Eso parece —dijo Trephas con una risita. Sonrojado, cogió a la dríade por los hombros y la separó—. Pallidice, necesito que me ayudes.

—¿De verdad? —preguntó mirándolo con los ojos muy abiertos.

—De verdad.

La dríade dio un gritito de placer y giró sobre sí misma, haciendo que su larga melena volara y descubriera su hermoso cuerpo oscuro. Luego se detuvo, se puso las manos en las caderas y sonrió mirando a Trephas.

—Dime —lo instó—. ¿Qué quieres de mí?

***

—Bueno y ¿por qué no habéis acudido directamente a mí en lugar de merodear en la oscuridad? —preguntó Pallidice cuando Trephas acabó su explicación—. Nos habríamos ahorrado bastantes molestias.

—Pensábamos ir a verte mañana —replicó Trephas con paciencia—. Has sido tú quien nos ha hecho dormir y lo ha atraído hasta tu árbol. —Señaló con la barbilla a Borlos y éste miró hacia otro lado. Ya estaba vestido pero seguía muy callado.

—No me eches a mí la culpa —dijo Pallidice encogiéndose de hombros—. Habéis acampado demasiado cerca de mi árbol. ¿Le echarías en cara a una araña si se comiera la polilla atrapada en su telaraña?

—Nadie echa la culpa a nadie —dijo Trephas—. Necesitamos tu ayuda. ¿Nos llevarás adonde esté Guithern?

El rostro de la dríade se puso serio. Era un cambio sorprendente después de ver su expresión infantil.

—¿Dices que el mismo bosque está amenazado por ese… Leño Terrible?

—Así es —repuso Trephas—. Y si lord Chrethon triunfa, nada estará a salvo. Ni siquiera tu árbol, Pallidice.

La dríade miró de reojo al gran roble y la determinación se pintó en su rostro.

—Está bien, Trephas. Te ayudaré. Pero entiéndelo bien: lo hago sólo por salvar mi árbol. Los caminos por los que viaja mi pueblo no están abiertos a los mortales.

—Lo entiendo —dijo Trephas—. No te lo pediría de no ser tan grande la necesidad.

—Hay un problema, sin embargo —dijo la dríade frunciendo el ceño—. Sólo puedo entrar con un hombre en el árbol. Pero no te preocupes —añadió viendo el desencanto del centauro—. Si me dejáis volver al árbol, iré a buscar ayuda. Volved al campamento y dormid un poco más. Mis hermanas y yo os iremos a buscar allí por la mañana.

—¿Hermanas? —barbotó Borlos, alarmado.

—¡Claro, amor mío! —se rió Pallidice—. Estos bosques están llenos de dríades y ¡lo contentas que se pondrán al verte!

A pesar de estar agotado, cuando volvieron al campamento Borlos no pudo pegar ojo.

***

—Hay quien —le dijo el bardo a Caramon— lo consideraría un signo de que está a punto de entrar en el paraíso.

Caramon se rió. Delante de ellos tenían a cuatro dríades. La belleza de Pallidice era aún más luminosa a la luz del día. La melena le brillaba como si fuera de esmeraldas y los ojos, como amatistas. La piel, sobre la que seguía sin llevar ni un centímetro de ropa, no tenía una sola impureza. Sus tres compañeras era igualmente bellas, cada una a su manera.

—No me extraña —repuso Caramon, melancólico—. Si hubiera encontrado a estas mozas cuando era joven, puede que todavía viviera en uno de sus árboles.

—Es para ponerse enferma —gruñó Dezra.

Trephas, que había estado hablando con Arhedion, se volvió a mirar a las dríades.

—Doncellas de los robles —las saludó con una reverencia—. Es un gran honor; sé bien que no soléis mostraros en grupo.

Dos de las dríades se dieron un codazo entre risas, mientras echaban rápidas ojeadas a Borlos. Pallidice asintió y dijo:

—¿Qué otra cosa podíamos hacer cuando nuestros árboles están en peligro? Ahora, venid. Gamaia te llevará a su árbol, Trephas. Tessonda se llevará al viejo y Elirope se encargará de la chica. Y a ti —añadió mirando a Borlos—, te reservo para mí.

—Oh —dijo el bardo con una sonrisa forzada—. ¡Qué amable!

Trephas se despidió de Arhedion dándole una palmada en la espalda y luego siguió a su dríade, Gamaia, al interior del bosque. Caramon se fue en otra dirección. La cara se le puso roja como una ciruela en verano cuando Tessonda lo cogió de la mano para llevárselo. Dezra se fue la última, siguiendo a Elirope. Cuando los otros se hubieron ido, Arhedion se despidió y se internó en el bosque en dirección sur, corriendo a medio galope.

Pallidice miró a Borlos a través de las espesas pestañas verdes.

—¡Querido, por fin solos!

—Ah, bien —tartamudeó el bardo—. Esto… yo…

—¡Ven a mí, amor mío! —lo llamó abriendo los brazos.

—Bueno —dijo Borlos.

La abrazó y le buscó los labios. El placer que sintió al unirse sus bocas rayaba en el dolor. Cuando se separaron —no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado pero todavía era de mañana—, la condujo entre risas hacia el árbol, que se abrió descubriendo un angosto pasaje de madera viva. Borlos la siguió con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios. Era perfectamente consciente de que lo había hechizado al besarlo, pero ¿qué más daba?

La savia fluía a su alrededor. Ella lo abrazó y volvieron a besarse. Como la noche anterior, el árbol se cerró en torno a ellos pero esta vez ni siquiera pensó en huir. Se cerró la madera, luego la corteza y todo quedó a oscuras.

—Y ahora… ¿qué pasa? —preguntó entre besos.

—Esto —dijo Pallidice.

El suelo se abrió bajo sus pies y se los tragó.