Dezra se despertó y oyó fuertes ronquidos. Palpó buscando su frasco de aguardiente enano, bebió un sorbo, se levantó y en silencio reunió su impedimenta. Con cautela, se deslizó hasta la puerta y a punto estuvo de tropezar con el cuerpo de Borlos dormido. Pasó por encima de él y salió de la cabaña, a la luz de la alborada.
El cielo estaba encapotado y amenazaba lluvia. Sobre la tierra había jirones de niebla y la brisa era fría y húmeda. Se tapó bien con la capa para defenderse del relente.
—¿Vas a algún sitio?
Dejó caer el equipaje y giró en redondo con la daga en la mano.
Caramon estaba sentado en un tronco caído junto a la cabaña, con la armadura y el casco con las alas de dragón puestos. Al parecer, llevaba allí un tiempo.
—Imaginaba que intentarías escabullirte —dijo—. ¿Te importaría guardar el cuchillo? Si es que no piensas utilizarlo, claro.
Con un golpe de muñeca le dio la vuelta al arma y la lanzó. Se clavó en el tronco, a cuatro dedos de la pierna de Caramon, que lo miró, se agachó y lo arrancó.
—Debes de haberlo hecho para demostrar algo, supongo.
—Te lo podría haber hundido en la garganta con la misma facilidad —dijo Dezra, altanera—. Puedo cuidarme sola.
—Sí, ¿eh? —Le lanzó la daga con el puño por delante y ella la cogió con facilidad—. ¿Y qué me dices de lo que ha pasado hace un momento? Me ha parecido que te cogía por sorpresa. Si hubiera querido hacerte daño, a estas horas ya estaría limpiando de sangre la espada.
—Vaya uno ha ido a hablar. Vi en qué estado quedaste después de la escaramuza junto al Agua Oscura.
—Algo de razón tienes. No, lo admito —dijo viéndola fruncir el ceño—. Si me embarco en esta aventura, es muy probable que no vuelva, sobre todo si hay muchas más batallas, pero igualmente voy a ir. Se lo debo al Señor del Bosque. Además, si ese árbol demonio corrompe el Bosque Oscuro, no tardará mucho en atacar Solace.
Ella se encogió de hombros y empezó a recoger sus cosas.
—Ve a despertar a Borlos —le dijo. El bardo seguía roncando en el interior—. No me iré sin vosotros. Lejos de mi intención está impedir que te hagas matar.
Dicho esto, se alejó a paso ligero. Caramon se quedó mirándola y luego entró en la cabaña.
***
Eran cinco cuando salieron: los tres humanos, Trephas y el explorador, Arhedion. El joven y salvaje pinto galopaba delante, abriendo camino. Avanzaron en dirección sur hasta el mediodía, luego rodearon las estribaciones de una montaña y siguieron hacia el norte. Se puso a llover; gruesas gotas tamborileaban sobre las hojas que los cubrían.
—¿Hemos de ir muy lejos? —preguntó Borlos poniéndose la capucha. Había estado tañendo la lira con aire ausente mientras caminaba y ahora la llevaba tapada bajo la capa para impedir que se mojaran las cuerdas.
—Las dríades que hablan con los de mi especie son muy pocas —dijo Trephas agitando su crin húmeda— pero no te preocupes pues hay una a la que conozco bien. Llegaremos a su árbol antes de que oscurezca.
El tiempo empeoró. La lluvia cada vez era más recia y todos estaban cansados. Al poco, llevaban la ropa empapada y las botas o las cernejas llenas de barro. Empezó a hacerse de noche y la lluvia persistía. Finalmente, cuando el bosque se sumía en la oscuridad, dieron alcance a Arhedion. El joven explorador se había detenido en un claro angosto y escrutaba los árboles con una flecha preparada en el arco.
—¿Nos paramos? —preguntó Borlos, esperanzado.
Trephas intercambió unas palabras con Arhedion y luego asintió.
—Aquí estaremos a salvo. No sería prudente avanzar más esta noche. El árbol de la dríade está cerca pero no es conveniente buscarla de noche. Iremos a su encuentro mañana por la mañana… Un poco más tarde de lo previsto pero no importa.
Arhedion no se había quedado cruzado de brazos mientras los esperaba. Había construido una tosca cabaña de ramas y hojas, y había cazado dos conejos, que asaron en un pequeño fuego. Comieron bajo el improvisado refugio y la lluvia disminuyó hasta convertirse en llovizna antes de parar completamente. El cielo cubierto de nubes estaba muy oscuro cuando acabaron de comer, se chuparon los dedos para limpiárselos y se enjuagaron la boca con agua o vino.
Encendieron unas antorchas en las brasas y se dividieron en dos turnos de vigilancia. Agotados por la larga marcha y el tiempo desapacible, Borlos y Trephas, a los que había tocado el segundo turno, se durmieron casi al instante.
Cuando Dezra los despertó, poco después de la medianoche, Caramon y Arhedion ya se habían dormido y ella tenía tanto sueño que apenas lograba pensar. Murmurando, se tendió en el suelo y apoyó la cabeza en su equipaje. Antes de poder taparse con la manta, el cuello dejó de sostenerle la cabeza y se puso a roncar.
Trephas, que la había estado observando, se acercó sigilosamente, se agachó, le quitó la manta de las manos y le cubrió el pecho, que se movía lentamente con la respiración. Se quedó un momento mirándola y luego le acarició la mejilla antes de volver a erguirse. Miró a su alrededor y vio a Borlos sentado en un tocón, tañendo la lira con aire ausente, pero con una sonrisa suspicaz en los labios.
—Ajá —dijo el bardo guiñándole un ojo.
Trephas le dedicó una mirada que habría prendido en un pedazo de yesca. Borlos dejó de tocar y levantó las manos en señal de inocencia.
—Tranquilo, amigo. Era broma. Me lo puedes contar si quieres. Te hace tilín, ¿verdad?
—¿Ti… lín?
—Sí, ya sabes, que si estás amartelado, que si te hace tilín. No te preocupes, añadió viendo que el rostro del centauro se encendía. No le diré nada. Tengo la sensación de que a ella también le gustas, aunque se muestre tan testaruda contigo como con su padre.
Trephas, azarado, se pasó el carcaj por la cabeza, haciendo entrechocar las flechas.
—Yo vigilaré la zona norte del claro —dijo en tono seco, piafando—. Vos vigilad el sur. Despertaremos a los otros al amanecer.
Borlos lo miró alejarse con una sonrisa de oreja a oreja. No andaba muy equivocado, de esto estaba seguro. Luego, el bardo volvió a mirar a Dezra. Su cara expresaba desasosiego incluso durmiendo. Borlos, riendo entre dientes, se levantó del tocón y se arrastró hasta una roca situada en el extremo sur del claro. Trepó hasta colocarse encima, se desperezó y se sentó. Clavó la antorcha en una grieta y volvió a tañer la lira mientras escrutaba la negrura del bosque.
De pronto se detuvo y apoyó la palma de la mano en las cuerdas para detener la vibración. Estaba seguro de haber oído algo en el bosque. Lo oyó de nuevo, esta vez con más claridad: un leve arrastrar de pies. El estómago se le contrajo hasta hacérsele tan duro y pequeño como una nuez. Lentamente, soltó la maza del cinturón.
—¿Quién va? —susurró.
El arrastrar de pies sonó por tercera vez. Dejó a un lado la lira y miró por encima del hombro.
—¡Trephas! —siseó—. Aquí hay algo que… oh.
El centauro estaba de pie pero tenía los hombros caídos, la cabeza colgando y el arco, que se le había deslizado de las manos, en el suelo, no dejaban lugar a dudas: Trephas se había quedado dormido.
Borlos abrió la boca, perplejo. Luego, con un sobresalto, se dio cuenta de que estaba dando la espalda a lo que fuera que hacía ese ruido en la oscuridad. Se giró y se quedó quieto, escuchando, pero el rumor no volvió a producirse. Se bajó de la roca, corrió hacia el fuego y sacudió a Caramon por los hombros.
—Grandullón —lo llamó—, despierta.
—Mngue —gruñó Caramon dándose la vuelta—. Gorogo.
—No, por favor —suplicó Borlos agitándolo—. Vamos, necesito que…
—¡Mur fuz! —farfulló y con el brazo dio un empujón al bardo.
Borlos tropezó y cayó de espaldas. Miró a Dezra y a Arhedion que estaban dormidos tan profundamente como Caramon. A regañadientes, se dirigió de nuevo hacia la oscuridad. Volvió a oír unos pies que se arrastraban, más cerca que antes.
—Bien —dijo con voz grave.
Con la antorcha en una mano y la maza en la otra, se arrastró hasta la roca y luego se internó sigilosamente en el bosque.
—Vosotros, seguidme —dijo en voz alta—. Quienesquiera que sean, los diez acabaremos en un periquete con todos ellos.
El rumor cesó y en su lugar se oyó un leve gruñido. Se quedó paralizado. Estaba a unos diez pasos delante de él, doce con un poco de suerte. Levantó la antorcha. Su luz trémula resultaba ridícula en la oscuridad reinante.
—Ho… hola —murmuró.
De pronto, las sombras cobraron vida. Algo saltó de entre ellas lanzándose hacia él con un gañido. Dio un salto atrás, tropezó y al caer soltó la maza, que salió volando. Mientras caía vislumbró una piel espinosa y unos grandes ojos negros, notó que algo le mordía el talón izquierdo y luego oyó que lo que fuera cambiaba de dirección y volvía a desaparecer entre los arbustos. Lo vio por detrás cuando huía: era del tamaño de un perro pequeño que se moviera con el vientre tocando el suelo y movimientos rápidos y convulsos. Tenía la cola cubierta de gruesas púas blancas.
Era un puerco espín y no constituía ninguna amenaza. Cerró los ojos y se echó a reír.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó una voz justo encima de él.
Borlos dejó de reír tan súbitamente que por poco no se atraganta. Se echó hacia atrás con los ojos muy abiertos y levantó la antorcha. El fulgor rojizo iluminó la figura esbelta de una mujer.
Su primer pensamiento fue que Dezra lo había seguido pero nada más lejos de la verdad. Para empezar, a la figura le faltaba altura. Dezra era alta; debía de medir casi metro ochenta, mientras que ésta apenas mediría metro cincuenta. Era delicada y ágil como una elfa y el rostro de rasgos exquisitos no desmerecía del cuerpo. Tenía la piel de color azabache, y la larga y sedosa melena, del verde claro de las hojas en primavera. Y estaba totalmente desnuda.
—¿Quién…? —empezó a preguntar, pero la voz se le quebró y tuvo que volver a empezar—. ¿Quién eres?
Sus grandes ojos color violeta brillaron maliciosos.
—Soy Pallidice —contestó—. ¿Qué tipo de hombre eres tú que caza puerco espines en la oscuridad de la noche y luego se ríe cuando los espanta?
Borlos se había enamorado. El amor había descendido sobre él con la suavidad de una plácida brisa veraniega. Se sentía atraído por la mirada de aquella extraña mujer y abría y cerraba la boca sin decir nada. La mujer dejó escapar una risa cantarina.
—No importa —dijo, mientras sus ojos inspeccionaban su cuerpo tembloroso, hasta detenerse en el talón, donde el puerco espín le había agujereado la bota.
»Oh, estás herido. Yo te curaré.
Se arrodilló —él retuvo la respiración al ver la piel suave y flexible que dejó ver la melena al apartarse— y le quitó la bota. Turbado, intentó levantarse, pero ella lo retuvo con su mano diminuta.
—Estate quieto —le dijo muy seria y, agachándose, le aplicó los labios en la herida del pie.
El estremecimiento de Borlos no fue de dolor. Ella le besó el talón durante un rato y luego se dejó llevar, subiendo por su cuerpo. Al poco, tenía la cara frente a la suya y sonreía. Separó los labios y acercó la boca a la del bardo. Él respondió haciendo lo mismo y todo su cuerpo se envaró cuando se unieron sus bocas. Aquella mujer sabía a flores silvestres.
Después de besarlo, Pallidice se enderezó con una gracia conmovedora y se quedó mirándolo desde arriba, poniéndole morritos.
—¿Me deseas? —preguntó.
—Yo… eh… tú… sí… —dijo encallándose—. Por los dioses que sí. Claro que te deseo.
—¡Entonces, cógeme! —lo incitó ella riendo.
Dicho esto, salió a la carrera, moviéndose a increíble velocidad por el bosque. Borlos se levantó como pudo y se precipitó detrás, moviendo la antorcha de un lado a otro mientras la perseguía. De vez en cuando vislumbraba retazos de piel negra y pelo verde, pero ella enseguida volvía a desaparecer, obligándolo a internarse cada vez más en el bosque. Él avanzaba siguiendo su risa de arroyo claro.
A media carrera se dio cuenta de que llevaba descalzo uno de los pies: se había dejado la bota en el claro. Para ir más equilibrado, se quitó la otra. Luego, sin saber muy bien qué hacía, se fue quitando el resto de la ropa. Primero se desprendió de la armadura, que lanzó a las sombras de la noche, y luego el jubón. De algún modo consiguió quitarse también los calzones mientras corría. Sólo le quedaba el taparrabos encima cuando consiguió alcanzar a Pallidice.
Se había detenido delante de un alto y viejo roble, con la espalda apoyada en la retorcida corteza. Sus pequeños pechos se movían con los estremecimientos del miedo simulado.
—¡No! —jadeó riendo—. ¿Qué puedo hacer? Me has atrapado.
Con una risa llena de deseo, Borlos avanzó hacia ella. Ella bajó el brazo y le quitó el taparrabos, lo dejó caer y lo arrulló entre sus brazos. Sus bocas se encontraron y sus extremidades se entrelazaron. Ella se retorció de placer cuando Borlos la apretó contra el roble añoso.
Al principio, Borlos no se dio cuenta de que pasara nada anormal. Tenía los ojos cerrados, de manera que no vio cómo la corteza del árbol se abría para dar paso a Pallidice. Estaba tan entregado a la pasión que le embargaba, que no notó que la madera cedía. Sólo cuando lo rodeó el olor de la savia fresca y dulce se dio cuenta de que algo no iba bien, pero entonces ya era demasiado tarde. Estaban dentro del árbol.
—No —rogó, intentando buscar la salida con la mano—. Por favor… déjame salir…
Pero la dríade se limitó a reír haciéndole llegar la calidez de su aliento mientras el árbol se cerraba a su alrededor.