2

Eran fechas muy tempranas para que hiciera tanto calor pero la población de Solace no se quejaba. Había sido un crudo invierno, con vientos que helaban los huesos y nevadas que cubrían los troncos de los robustos vallenwoods hasta media altura, no muy lejos de las casas instaladas entre las ramas. Hacía un mes, una tormenta había cubierto los fornidos árboles de una capa de hielo brillante. La mayoría de los puentes que unían las casas de los árboles habían cedido bajo el peso del hielo y algunos de los vallenwoods más viejos habían estallado y de ellos no quedaba más que una montaña de astillas.

La ausencia de los dioses no hacía sino empeorar las cosas. Si a alguien se le congelaban los dedos debía resignarse a perderlos, cuando antes la plegaria de un clérigo habría bastado para sanárselos. Enfermedades que antaño se remediaban con una palabra ahora eran causa de muerte o mutilaciones. La población de Solace, sin embargo, se había acostumbrado a vivir sin la ayuda divina; ya habían pasado diez años desde el Segundo Cataclismo, cuando los dioses abandonaron el mundo para siempre. Fueron muchos los que se desesperaron pero no el pueblo de Solace que, acostumbrado a resistir, resolvía los problemas cuya solución estaba en su mano y los que no, los soportaba.

Así, Solace había sobrevivido al invierno más terrible desde el Verano del Caos. Enterraron a los muertos y cuidaron a enfermos y a heridos con hierbas y ungüentos en lugar de magia. Reconstruyeron los puentes, acogieron a los que habían perdido su casa y planificaron la construcción de nuevas viviendas.

Quince días antes, el frío había cesado y ahora empezaban a revivir los vallenwoods. Las yemas de color verde amarillento se preparaban para abrirse en hojas y las ramas estaban salpicadas de fragantes capullos. Los pájaros canoros, ausentes desde el otoño, revoloteaban por entre las casas, alegrando el ambiente con su música. Las musarañas, las ardillas voladoras y los lirones se perseguían entre las ramas. Los niños jugaban al aire libre y las parejas de jóvenes buscaban tiempo para estar juntos en secreto. Al parecer, todo el mundo se alegraba con la llegada de la primavera.

Caramon Majere, sin embargo, pasaba por uno de sus períodos de melancolía.

Tika, casada con Caramon desde hacía más de cuarenta años, estaba junto a la puerta del dormitorio observando al bulto que era su marido. Estaba tumbado de costado, mirando el sol que entraba por la ventana, con las mantas enredadas entre las piernas. Tika suspiró sacudiendo la cabeza. Quería a Caramon con todo su corazón pero ya no era el hombre que había sido. Aquel invierno había cumplido sesenta y siete, y pocos de los años vividos habían sido de vida regalada. Su larga melena se había vuelto gris, había perdido fuerza y, en algunas zonas, había desaparecido. Su gordura, que había mantenido a raya durante toda la vida, ahora le había ganado la batalla, a pesar de los muchos años trabajando duro en la posada El Último Hogar. Con el paso del tiempo, poco a poco los músculos habían cedido terreno a la grasa. Apenas pasaba un día sin que se quejara de algún nuevo dolor o molestia.

Tika lo entendía. Era seis años más joven y, aunque su cara pecosa tenía pocas arrugas para una mujer de su edad, su cabellera, antaño pelirroja, ahora era blanca, y no recordaba haber estado nunca tan rechoncha. Formaba parte del envejecimiento; los años no pasaban en vano.

No era el cuerpo de su marido lo que preocupaba a Tika, sino su espíritu. Cada vez era más propenso a caer en períodos de intensa melancolía. Iba de un lado para otro sin hacer nada, comía muy poco y dormía demasiado. No había vuelto a echar mano del aguardiente enano, como había hecho en su juventud, pero sospechaba que podría llegar el día en que lo haría si no ocurría algo que lo impidiera.

¡Por los dioses desaparecidos, si pudiera saber qué podía ser lo que lo impidiera!

—Caramon —dijo—, levántate.

Caramon se dio la vuelta gruñendo y la cama chirrió.

—Laura ha servido el desayuno abajo —insistió—. Todavía quedan huevos y salchichas si tienes hambre.

En otro tiempo, la mención de la comida lo habría hecho saltar de la cama como a un poseso. En cambio, levantó la cabeza, la miró y volvió a dejarla caer.

—No tengo hambre —musitó.

Las botas de Caramon estaban junto a la puerta. Tika cogió una, la sopesó y se la lanzó. Le alcanzó en el costado con un sonoro topetazo.

—¡Au! —exclamó sentándose en la cama. Tika intentó pasar por alto la flacidez de sus carnes, en otro tiempo duras como la piedra—. ¡Por los dientes de Huma, Tika, me has hecho daño!

—Tengo otra bota aquí al lado —repuso Tika tocándola con el pie—. Levántate.

—¿Para qué? —rezongó dejándose caer.

—¿Para qué? —El rostro de Tika se estaba poniendo rojo—. ¡Es Albor Primaveral, pedazo de buey! La feria empieza a mediodía y antes tienes que espitar los barriles de primavera.

—Que lo haga Laura —dijo Caramon. Laura era su hija mayor, la que en un futuro se haría cargo de la posada.

Tika sacudió la cabeza.

—Laura no puede subir los barriles desde la bodega. Y yo tampoco. Caramon, ¿qué demonios te pasa?

—¿Quieres saberlo? —replicó sorprendiéndola con el súbito acceso de ira—. Bien, pues que estoy harto de ver morir gente.

Tika se quedó un momento en silencio y luego preguntó:

—¿Es por la vieja Dezra?

Dezra Sepadin había trabajado en la posada desde antes incluso que Tika. Había sido una buena amiga de los dos y su hija menor llevaba su nombre. Dezra también era comadrona. Durante la pasada helada, salió por la noche a ayudar a la mujer del tejedor a dar a luz a su segundo hijo y cogió un terrible resfriado. Poco después moría con Tika y Caramon a su lado.

—En parte —dijo Caramon encogiéndose de hombros—. Los añoro a todos, Tika. A mis viejos amigos, a mi hermano, a nuestros hijos.

Tika se mordió el labio y miró hacia otro lado. Ir perdiendo a los seres queridos también era natural a su edad pero el destino se había ensañado un poco con Caramon en ese aspecto. No quedaba ninguno de sus amigos íntimos, los seis con los que de joven había salido a la aventura. Sturm Brightblade y Flint Fireforge habían muerto durante la Guerra de la Lanza; su hermanastra Kitiara sucumbió poco después en un intento fallido de conquistar el señorío de Palanthas. Su hermano gemelo, Raistlin, con el que tenía vínculos que Tika nunca llegó a entender, había sido confinado al Abismo después de fracasar en la misión de expulsar a Takhisis, la Reina de la Oscuridad; había vuelto hacía diez años, durante la Guerra de Caos, pero luego tuvo que acompañar a los dioses cuando abandonaron Krynn. Esa misma guerra se había llevado las vidas de Tanis el Semielfo y Tasslehoff Burrfoot, así como las de los hijos mayores de Caramon y Tika, Tanin y Sturm. Las tumbas de los chicos estaban bajo un vallenwood cercano a la posada.

No acabaron allí las muertes. Luego llegó la de Riverwind de Que-shu y su hija Amanecer Resplandeciente… Gunthar uth Wistan… y ahora, la vieja Dezra. Caramon había perdido muchos amigos, en eso tenía razón.

—No todos estamos muertos —le dijo Tika—. Me tienes a mí, para empezar. Goldmoon y Laurana están por aquí. Y todavía tienes tres hijos ¿recuerdas?, por no hablar de tus dos nietos.

Tika notó que a Caramon se le alegraba la cara al pensar en ellos. No veían a Palin, el único hijo que les quedaba, tanto como les hubiera gustado, ya que casi siempre estaba en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, buscando nuevas formas de magia que reemplazaran a la que había desaparecido al marchar los dioses. Seguía visitando Solace varias veces al año, y él y su mujer Usha siempre traían a sus propios hijos, Ulin y Linsha, a visitar a sus abuelos. Y no había que olvidar a Laura, indispensable en la posada. Y Dezra, la pequeña, que…, bueno, que era peor que un dolor de muelas, pero eso era tema aparte.

Caramon parecía estar menos triste pero no se había movido. Tika se agachó a coger la otra bota.

—Está bien —dijo riendo bajito—. Tranquila, que ya me levanto. —Apartó las mantas dándoles una patada y saltó de la cama, haciendo una mueca al oír el sonoro crujido de las rodillas—. Ve bajando. Yo voy ahora mismo.

Tika se lo quedó mirando y luego agitó la bota sin poder evitar que se le escapara la sonrisa.

—Más te vale. Si tengo que volver a subir, encontraré algo más contundente que tirarte.

—Lo creo —dijo él.

Tika dejó caer la bota y se fue.

Caramon se quedó de pie junto a la cama, en silencio, escuchando los pasos que se alejaban escaleras abajo. Suspiró y empezó a llenar de agua la palangana.

***

—¡Hora de cerrar! —gritó Caramon haciendo bocina con las manos—. ¡Que todo el mundo se acabe la bebida!

Si la parroquia que llenaba la posada con motivo de la apertura de los barriles de primavera lo había oído, no lo demostró. Reían y gritaban, echándose al gollete largos tragos de espumosa cerveza dorada. Era una buena cerveza la de aquel año, con un ligero sabor a tierra, obtenido del musgo que crecía en las ramas más altas de los vallenwoods. Muchos viajeros de Abanasinia se desviaban de su camino a fin de pasar por Solace y probar la cerveza de Caramon.

El primero en probar la añada había sido Borlos el Juglar, casi un mueble más de la posada durante muchos años. Él y sus amigos, Clemen y Osler, se habían presentado al alba para asegurarse de que les correspondía ese honor. Borlos la había saboreado atentamente y se había quedado pensando.

—No está mal —declaró al fin—, aunque tiene un regusto agrio.

El rostro de Caramon reflejó un profundo desencanto y Borlos sonrió.

—Estaba bromeando, hombretón —dijo levantando la jarra—. Es una de las mejores cervezas que has hecho nunca, por mi honor de bardo.

Caramon llenó una segunda jarra y la vació sobre la cabeza de Borlos, para regocijo de la parroquia.

Desde ese momento no había tenido un respiro, ocupado en servir jarras y dárselas a Tika y a Laura, que se las llevaban a los sedientos clientes y volvían con las vacías para que las volviera a llenar. Otik Sandhal, el anterior dueño de la posada, siempre se había asegurado de que se vaciara el primer barril de la cerveza de primavera antes de cerrar y marchar a la feria de Albor Primaveral. Cincuenta años más tarde, la población de Solace no estaba dispuesta a que tan bonita tradición se rompiera. Caramon había llenado jarra tras jarra hasta que no quedó ni una gota en el tonel.

Ahora venía lo más difícil.

—¡Vamos! —volvió a gritar Caramon Majere dando un fuerte puñetazo en el mostrador—. ¡Se acabó! ¡Todo el mundo a la feria!

La única respuesta de la clientela fue subir el volumen. Al fondo, aunque Caramon no veía exactamente dónde, unos jovenzuelos tocaban la gaita y el tambor, y la mayoría de los bebedores los acompañaban cantando. Borlos se había sumado durante un rato con su laúd pero luego había preferido unirse a sus amigos Clemen y Osler en su mesa de costumbre, junto a la cocina, para beber y jugar a las cartas.

Dándose cuenta de que nadie lo escuchaba, Caramon levantó los brazos en un gesto de desesperación. En ese momento se oyó un nuevo sonido procedente de la cocina: golpes metálicos tan estridentes que se habría dicho que dos Caballeros de Solamnia vestidos con armadura se aporreaban con grandes mazas. Junto a la puerta, Borlos y sus camaradas se taparon los oídos e hicieron una mueca de dolor. Los parroquianos se callaron al momento y Caramon sonrió aliviado. Una mujer empujó las puertas con una sartén de hierro en cada mano y las facciones contraídas en una expresión terrible. Se plantó en medio de la sala y volvió a golpear las dos sartenes produciendo un ruido infernal. La posada El Último Hogar no necesitaba los servicios de ningún forzudo: tenía a Tika Waylan Majere.

Al igual que su marido, Tika había luchado contra los Señores de los Dragones en la Guerra de la Lanza, cuarenta años atrás, pero, contrariamente a Caramon, nunca tuvo una formación guerrera, por lo que confió siempre en su capacidad para derrumbar al oponente con el primer objeto contundente que encontrara a mano, una habilidad que le había sido muy útil después de la guerra. Cualquier alborotador cambiaba de actitud en cuanto veía a Tika blandir una de sus sartenes, si es que quería seguir conservando todos los dientes.

—¿No habéis oído a mi marido? —preguntó—. Está cerrado.

Con una precisión que habría dejado admirado a un Caballero de Takhisis, la clientela dejó las jarras sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta. Al poco, sólo quedaban Caramon, Tika y los jugadores de cartas.

—Cuatro de llamas —dijo Borlos echando una carta en la mesa. Arrastró una pequeña pila de monedas hacia su lado mientras Clemen y Osler refunfuñaban—. Ésta es mía.

Tika los miró con cara de malas pulgas.

—Contaré hasta diez —declaró—. Uno, dos…

—Ya nos íbamos —dijo Borlos.

Tika siguió contando mientras los jugadores recogían las apuestas y salían corriendo por la puerta.

—¡Siete! —vociferó la posadera siguiéndolos hasta la terraza—. ¡Ocho!

Se oyeron pisadas que se alejaban a toda prisa en el exterior hasta perderse en la distancia. Tika volvió a entrar y dejó las sartenes en el mostrador.

—Todavía soy capaz de vaciar una taberna, ¿eh? —dijo, y los ojos verdes le hacían chiribitas.

Riendo, Caramon salió de detrás del mostrador y, sin decir una palabra, la cogió entre sus brazos y acercó los labios a los de ella. Tika dejó escapar un leve murmullo de sorpresa y luego se abandonó al beso. Tenía la cara roja cuando Caramon retiró su boca.

—¿A cuento de qué viene esto? —preguntó Tika.

—Por lo de esta mañana —dijo Caramon—. Perdona que sea tan memo.

—Ya está olvidado —replicó Tika. Sonriendo, Caramon fue a alejarse pero ella lo cogió por el mandil y lo atrajo hacia sí—. ¡Vuelve aquí!

Volvieron a besarse al tiempo que se abrazaban y no oyeron los pasos procedentes de la cocina ni el crujido de la puerta al abrirse.

Laura Majere entró en la sala con una olla de barro humeante.

—Las alubias aromatizadas ya están listas para la feria. ¿Dónde las…?

Sonrojándose, Tika y Caramon se separaron. Caramon dirigió a su hija una sonrisa un poco más amplia de la cuenta.

—¡Laura! —exclamó precipitadamente—. ¡Qué bien huele eso! ¿Les has puesto bastante salvia? Ahora debería meter yo las patatas especiadas. ¿Se conserva caliente el horno?

Riendo, Laura dejó la cazuela en una mesa y se apartó los largos y rizados mechones rojizos.

—No te preocupes de las patatas —dijo—. Ya me ocupo yo. Vosotros dos id a divertiros a la feria. —Les guiñó un ojo—. O a donde queráis.

—Creo que lo hemos conseguido —dijo Caramon a Tika con el ancho pecho henchido de orgullo y las mejillas rojas como tomates—: hemos criado a la hija perfecta.

Tika se rió y empezó a desatarse el delantal. Al cabo de un momento, sin embargo, entrecerró los ojos y miró a su alrededor con aire de sospecha.

—¿Dónde está tu hermana?

Laura desvió la vista y se aclaró la garganta.

—Oh, anda por aquí… en algún sitio. Eh… creo que ha ido al aljibe a buscar agua.

Sus padres intercambiaron miradas perspicaces.

—Esta chica no sabe mentir —dijo Caramon.

—Eso lo ha heredado de ti —replicó Tika.

Laura se fue hacia la cocina diciendo:

—Será mejor que me ocupe de las patatas.

—No te vayas tan rápido —la detuvo Caramon en tono severo—. ¿Dónde está Dezra?

—No lo sé —contestó Laura encogiéndose de hombros impotente—. Se ha ido esta mañana pero no me ha querido decir adonde.

—Típico —dijo Tika sacudiendo la cabeza—. Una hija perfecta y una perfecta sinvergüenza. Esa chica se está buscando problemas y os aseguró que se los va a encontrar.

Caramon suspiró. Aunque Dezra era sólo un año menor que Laura, las hermanas no habrían podido ser más distintas. Mientras que Laura trabajaba con ahínco en la posada, Dezra siempre estaba en la calle y pocas veces con algún buen propósito. Bebía, blasfemaba y se buscaba las peores compañías. Que se fuera sin decir una palabra, incluso en un día como era la feria del Albor Primaveral, no era demasiado sorprendente.

—Estará bien —dijo Laura—. No dejéis que os estropee el día.

Tika frunció el ceño pero luego separó las manos y se fue hacia Caramon, que le ofreció el brazo.

—No te quedes hasta muy tarde —reconvino a Laura—. Tú también has de disfrutar de la feria. Y si ves a tu hermana…

—Le digo que la estás buscando —acabó Laura.

Cogidos del brazo, Caramon y Tika salieron. Laura se quedó escuchando cómo se alejaban sus pasos y luego se puso a secar jarras.

—Por los dioses, Dez —murmuró—, espero que sepas qué estás haciendo.