Los centauros empezaron a llegar al ágora poco después de la puesta del sol. No se oían gritos ni risas, música ni juegos. No era ocasión para la alegría, teniendo a los muertos entre ellos.
La compañía de Nemeredes el Joven estaba compuesta por más de cincuenta guerreros. Los centauros habían recobrado casi treinta cuerpos. Ahora, los cadáveres yacían sobre las piras, con las armas dispuestas a su lado. Los que habían sufrido las heridas más espantosas estaban cubiertos con mantas de lana.
Los allegados de los guerreros muertos se reunían junto a las piras, muchos llorando abiertamente. Quemaban grasa de ciervo, derramaban vino en el suelo y dejaban presentes —joyas de bronce y plata, coronas de laurel y hojas de roble— junto a los cuerpos. Ya fuera un padre, una hermana, un marido, una hija, un amante o un amigo, casi todos habían perdido a alguien querido.
La pira de Nemeredes el Joven estaba dentro del círculo de megalitos. Sus hermanos estaban junto a él. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, con el grueso garrote que sostenía cuando murió. La expresión del rostro era tranquila; podría haber estado durmiendo, de no ser por la palidez de la piel y las heridas que las lanzas de sus enemigos le habían abierto en la carne.
Dezra, Caramon y Borlos estaban en las inmediaciones. Aunque no hubieran conocido a Nemeredes, Caramon creyó oportuno dejar tres flechas de su carcaj en la pira, una por cada uno de ellos. Trephas y Gyrtomon se lo agradecieron con los ojos brillantes.
El sol desapareció tras las montañas y salieron las estrellas. El Bosque Oscuro desapareció en la noche y empezaron los lamentos de los centauros.
Al principio apenas eran perceptibles pero enseguida fueron creciendo en toda el ágora. Los sementales plañían con voz grave y las yeguas gemían en respuesta. Lentamente, aumentó el tono y el fervor, hasta convertirse en un rechinante y desapacible clamor. Los centauros se mesaban las barbas y las crines, se golpeaban el pecho y pateaban el suelo con los cascos. Algunos estrellaban jarras de vino y pulverizaban luego los pedazos. Muchos cayeron de hinojos, gritando al tiempo que amenazaban al cielo con los puños. Otros se ponían de manos y separaban los brazos. Los humanos se taparon los oídos. El mismo aire parecía estremecerse con el dolor de los centauros.
Luego, tan bruscamente como habían empezado, se acallaron los lamentos. El viento nocturno silbó entre los árboles. Se oyeron los grillos y desde el perímetro del ágora se oyó una lenta trápala de cascos.
La multitud se volvió hacia allí y empezó a apartarse. Cuatro estandartes avanzaron por el pasillo gualdrapeando al viento: un frondoso sauce verde, un río azul, un par de herraduras grises y una larga espada negra. El Círculo estaba allí. Sus componentes iban tras los portaestandartes, con las espaldas muy rectas y las colas en alto. Sobre la cabeza, llevaban máscaras de plata grabadas con imágenes de animales. Pleuron era un oso; Nemeredes el Viejo, un halcón; Eucleia, un lobo. Menelachos, con la máscara de un ciervo con una gran cornamenta, avanzaba con Olinia, la rapsoda, que apoyaba la mano en su hombro. Las máscaras representaban animales destrozados por el infortunio, con lágrimas corriéndoles por las mejillas.
La procesión se detuvo en el círculo de piedras, con la mirada fija en el cadáver que había sobre la pira.
—Familiares del asesinado —salmodió Menelachos—, adelantaos.
Obedientemente, Gyrtomon rodeó el cuerpo de su hermano para presentarse ante el Círculo. Trephas lo seguía.
—Gyrtomon, hijo de Nemeredes el Viejo —declaró Menelachos—, venimos a lamentar la muerte de tu hermano.
Gyrtomon se estremeció pero hizo un esfuerzo por contenerse.
—¿Qué tributo le traéis?
—Nada traemos —dijo Nemeredes el Viejo—, excepto nuestras lágrimas y la sangre de nuestras venas. —Sus hombros se agitaron al hablar.
Agachando la cabeza, Gyrtomon y Trephas se hicieron a un lado.
—Con eso basta —dijo Gyrtomon—. Sed bienvenidos.
Lentamente, los jefes se acercaron hasta la pira. Nemeredes el Viejo lloraba y sus sollozos reverberaban en el interior de la máscara. Trephas y Gyrtomon estaban a su lado, y le apoyaban la mano en el hombro. Menelachos levantó los brazos y sostuvo las manos sobre el cadáver del centauro.
—Una vez más nuestros jóvenes han muerto antes de tiempo —dijo con la voz tomada por el dolor—. Desde hace ya diez años, perdemos a nuestros seres queridos por la ira de lord Chrethon. Así hemos perdido a Nemeredes, hijo de Nemeredes, y a aquellos que lo acompañaban. Lord Chrethon cree que matando a los seres que amamos, conseguirá doblegarnos.
»Se equivoca. Con cada centauro que mata o que entrega al árbol demonio, nuestra resolución aumenta, y lo mismo ha ocurrido con el joven Nemeredes y sus compañeros. Su recuerdo nos da fuerzas para seguir luchando. Cuando la carne se les convierta en cenizas, sus espíritus lucharán también a nuestro lado.
»Damos nuestra sangre a los muertos —declaró— y rogamos que mantengan nuestros recuerdos cuando galopen más allá de las estrellas. En nombre de Chislev.
Con un movimiento rápido, se arañó la palma de la mano con la daga. Manó la sangre y apretó los dedos dejando que se acumulara. Envainó de nuevo la daga y, ladeando la mano, dejó caer la sangre sobre el cuerpo de Nemeredes el Joven.
Uno tras otro, todos los jefes repitieron el ritual, manchando con su sangre el pelaje castaño del centauro. Nemeredes el Viejo fue el último y la mano le temblaba al hendirse la daga en ella. Tras los componentes del Círculo, Gyrtomon y Trephas hicieron lo propio. En toda el ágora, los dolientes lavaban con sangre a sus muertos. Cuando la última daga fue envainada, todos se volvieron hacia el jefe supremo.
—Nemeredes el Joven ha vivido una vida de provecho —declaró Menelachos—. Ha muerto defendiendo a su pueblo. No debemos alargar el duelo por aquellos que han muerto cumpliendo su propósito en la vida. Pongamos fin al duelo.
—Que así sea —murmuraron los reunidos.
Los cuatro jefes levantaron el brazo a la vez para quitarse la máscara. Sus solemnes rostros brillaban de sudor en la fría noche. Menelachos levantó la voz, dando un grito.
—¡Prended las antorchas!
Toda el ágora se iluminó con las teas que encendieron y levantaron en el aire los dolientes. Los centauros una vez más volvieron la mirada hacia el Círculo. Menelachos, con la antorcha en alto, se dirigió a Nemeredes el Viejo.
—Amigo mío —dijo—, era vuestro hijo. Os corresponde ser el primero.
Nemeredes miró al jefe supremo con los ojos abiertos como dos heridas y asintió. Se agachó a besar la frente de su hijo muerto y luego, con lágrimas corriéndole por las mejillas, puso su antorcha en la pira. Las llamas saltaron rodeando el cuerpo del centauro. El resto de los componentes del Círculo acercaron sus teas y lo mismo hicieron Gyrtomon y Trephas. Los centauros que rodeaban las otras piras los imitaron y pronto el ágora estaba iluminada por la luz dorada de las hogueras. Las pavesas se elevaban hacia el cielo.
Mientras las piras ardían, Olinia se adelantó. Puso los dedos en las cuerdas de la lira y elevó su voz en una canción:
Del cielo, la lluvia,
la lluvia besa la tierra.
De la tierra, el árbol,
el árbol da su fruto.
El fruto alimenta al hombre,
el hombre vive y muere,
yace entre las llamas,
que se elevan al cielo.
Del cielo, la lluvia…
Una y otra vez cantó las estrofas, repitiendo el ciclo. Los otros centauros se le unieron, recitando con ella los versos mientras miraban las llamas.
Borlos tocó a Caramon en el hombro.
—Ya hemos visto todo lo que podía verse —dijo—. Y todavía tenemos que atender al pobre Uwen.
Caramon parpadeó y sacudió la cabeza. El canto de los centauros lo había hecho entrar en una especie de trance.
—Está bien —dijo—. Vamos, Dezra. Tenemos que…
Se interrumpió y miró en torno. Su hija se había ido.
***
Los centauros habían asignado una cabaña a sus invitados humanos para que durmieran mientras estuvieron en Ithax. Era una construcción sencilla, con el techo alto, las paredes de ramas atadas y el techo cubierto de trozos de corteza viejos cubiertos de musgo. Caramon había pedido una manta para cubrir el vano de la puerta a fin de que no entrara el viento. Ahora lo apartó para escudriñar el interior.
El suelo era de tierra batida, con lechos de esteras de paja tejida. Había dos grandes cántaros de barro —uno lleno de agua y el otro, de vino— y una palangana de bronce para lavarse. Aparte de eso, y de una mesa basta, no había más muebles. Dada su constitución, los centauros no necesitaban taburetes ni sillas. Tampoco había ningún armario ni baúl en el que los humanos pudieran guardar sus cosas, así que las tenían amontonadas contra la pared del fondo.
Caramon sintió cierto alivio al ver tres montones. Entre su armadura y sus armas, y los zurrones de Borlos, sobre los que había una lira sencilla, regalo de Olinia, estaban los bultos y la espada de Dezra.
—Sus cosas están aquí —le dijo a Borlos, que estaba a su lado—. Por un momento he creído que se había marchado.
—Yo también —convino el bardo—. ¿Nada más?
Caramon negó con la cabeza.
Siguieron andando, internándose en las sombras de la ciudad de los centauros. Los cantos y la luz de las piras fueron desvaneciéndose a sus espaldas. Finalmente, cuando se acercaba a la empalizada del sur, llegaron a otra explanada de hierba y árboles. Era un área reducida en comparación con el ágora pero lo bastante grande para que la sombría forma de la pira de Uwen Gondil pareciera pequeña desde donde la veían Caramon y Borlos.
—Allí está —dijo el bardo.
Caramon entrecerró los ojos y vio la silueta de una mujer junto a la pira. Dezra, de espaldas a ellos, no daba señales de oírlos acercarse.
Cruzaron el parque sin dejar de observarla. Cuando estuvieron a veinte pasos de ella, Caramon tocó a Borlos en el brazo y le hizo un gesto de que se parara. El bardo lo miró preguntándole el porqué con los ojos y Caramon señaló a su hija con la barbilla. Borlos miró hacia allí y vio lo que el padre había advertido. Tenía los hombros encogidos y se estremecía con la mirada fija en el cuerpo del granjero.
—Adelántate tú —dijo el bardo—. Yo os espero aquí.
Caramon sonrió, le dio una palmada en el hombro y avanzó solo. Se detuvo detrás de su hija y tosió débilmente.
—Podemos volvernos si quieres.
—No —dijo mirándolo por encima del hombro y dejándole ver sus ojos enrojecidos—, hay que acabar con esto. ¿Has traído una antorcha?
Caramon llevaba una colgada del talabarte. Se adelantó para unirse a su hija junto a la pira. Miró el rostro de Uwen y observó las mejillas hundidas y la piel cerosa. Pensó en lo que tendría que decir a la familia cuando volviera a casa.
—¡Qué pena! —murmuró Dezra.
Los dos se quedaron un momento en silencio y luego Dezra se llevó la mano al cinturón. Sacó la daga y se arañó la carne de la palma, tal como habían hecho los centauros. La sangre goteó en el rostro de Uwen y corrió hasta su pelo rubio y despeinado.
Dezra apretó el puño y le ofreció la daga a su padre, que la miró un instante antes de asentir y cogerla. Añadió su sangre a la de su hija y le devolvió el arma.
—Tienes la sonrisa de tu tía, ¿sabías? —dijo en un susurro.
—¿Qué? —Dezra lo miraba con los ojos entrecerrados.
—La sonrisa de Kitiara. Era igual que la tuya —dijo—. Torcida y con una comisura más alta que la otra. Siempre era señal de que tramaba algo. Recuerdo una vez, cuando Tanis y Sturm estaban…
—Ahórratelo —le espetó Dezra de pronto y sacudió la cabeza—. Por una vez, guárdate tus malditas anécdotas sobre Tanis y Sturm y Kitiara.
—Dezra… —masculló al fin Caramon, ruborizado.
—Entiéndelo de una vez, padre —siguió ella—. No me importa. Puede que hayas sido un héroe tan grande, en tu día, como dices, pero de eso hace mucho tiempo. Ahora te miro y lo único que veo es a un viejo que vive en el pasado.
Caramon sintió que algo se desataba en su interior.
—¡Cierra la boca! —gritó levantando la mano.
Dezra se encogió, pero al instante levantó la barbilla y le ofreció la cara en silencio. Caramon se sonrojó avergonzado y dejó caer el brazo. Nunca en su vida había levantado la mano a uno de sus hijos. Eso lo dejaba para otros hombres… hombres débiles. Se quedaron en silencio unos instantes y luego Dezra se encogió de hombros.
—¡Bueno! —dijo y, dándose la vuelta, se marchó.
El ánimo de Caramon se desplomó. Borlos se acercó a preguntarle:
—¿Estás bien, grandullón?
—Ayúdame a encender esta antorcha —dijo Caramon.
Borlos estudió el rostro de Caramon y luego asintió y se puso a buscar acero y pedernal en el zurrón.
—Enseguida, grandullón.
Tuvieron que frotar unas cuantas veces antes de que una chispa prendiera en la tea. Cuando la antorcha estuvo bien encendida, Caramon se volvió hacia el cuerpo de Uwen. Sabía que debía decir algo pero todo lo que se le ocurría era la idea que daba vueltas en su cabeza desde que lo mató la flecha: «Nunca debería haberte dejado venir».
Borlos se aclaró la garganta y cantó imitando a los centauros reunidos en el ágora.
Del cielo, la lluvia,
la lluvia besa la tierra. De la tierra, el árbol,
el árbol da su fruto…
Con un suspiro, Caramon acercó la llameante antorcha a la pira y agachó la cabeza con un gesto de cansancio mientras prendía la pira.