—No esperaba eso de ti —dijo Caramon, indignado—. Mira que pedirles dinero en pleno duelo. Los centauros los habían dejado solos en el ágora. Trephas y Gyrtomon se habían ido con su padre para velar el cuerpo de su hermano, y el resto del Círculo se había retirado a deliberar. Varios potros jóvenes les trajeron venado asado frío y vino —su sorpresa cuando Caramon les pidió agua fue casi cómica—, y luego se retiraron.
—¿Me estás escuchando? —preguntó Caramon.
—¿Cuándo se suponía que tenía que sacar el tema? —repuso Dezra levantando las cejas—. Tal como parece que va esta guerra, no debe de haber un solo momento en que no estén de duelo.
—¿Por qué no os calláis los dos? —les espetó Borlos.
Caramon y Dezra se sobresaltaron. El bardo había estado tan silencioso, saboreando frasco tras frasco de vino centauro, que se habían olvidado de que estaba allí. Ahora los miraba enfadado, tambaleándose ligeramente.
—¿Nunca os cansáis de discutir? —preguntó—. ¡He conocido a ogros más afables! Esa maldita manía de pelearse es lo que mató a Uwen en el Agua Oscura. ¿Quién será la próxima vez? ¿Trephas? ¿Yo? ¿Todos nosotros?
—Si quieres, puedes irte —le sugirió Dezra sin dejarse conmover.
—No —dijo Borlos—. En este bosque ocurren grandes cosas y, pase lo que pase, quedará una historia que contar. Soy el único bardo que puede presenciarlas y no voy a perdérmelas, pero vosotros dos haríais bien en dejar de ser tan testarudos.
Nadie dijo nada después de eso. Seguían callados, media hora más tarde, cuando se oyó un ruido de cascos que se acercaba. Levantaron la vista y vieron que los componentes del Círculo se aproximaban junto con Gyrtomon y Trephas. Los semblantes de los dos hermanos estaban deformados por la pena. Los centauros se detuvieron frente a los humanos, que se apresuraron a ponerse en pie, y lord Menelachos dejó caer un saco tintineante a los pies de Dezra.
—Tal como acordasteis —declaró—. Trescientas monedas de acero.
Dezra asintió al tiempo que empujaba el saco con el pie.
—Gracias.
—Ahora, si no estáis demasiado cansados para escuchar —prosiguió Menelachos con una inclinación de cabeza—, os diremos lo que necesitamos de vosotros.
Caramon miró a Dezra y a Borlos, y luego asintió.
—Adelante —dijo.
—Mi hijo dice que ya os ha hablado de la guerra y de los enemigos con los que nos enfrentamos —dijo Nemeredes el Viejo dando un paso al frente—: no sólo con Chrethon y los skorenoi, sino con el árbol demonio. También os ha hablado del Señor del Bosque.
—¿Se trata de eso? —preguntó Caramon—. ¿Queréis que la rescatemos?
—No —dijo Menelachos sacudiendo la cabeza—. Eso ya lo intentamos y perdimos muchos buenos guerreros. Si nuestros campeones no lo consiguieron, vosotros tampoco saldríais victoriosos. Necesitamos vuestra ayuda para destruir a Leño Terrible.
En el ágora se hizo el silencio, sólo roto por el crepitar de las antorchas.
—El poder de Chrethon procede del árbol demonio —dijo Nemeredes—. Si queremos ponerle freno, tenemos que cortar el árbol de raíz. Leño Terrible debe morir.
—Pero ¿cómo? —preguntó Caramon—. Si el árbol es tan poderoso como decís, ¿qué haremos para destruirlo?
—Nos ha costado algún tiempo encontrar respuesta a esa pregunta —admitió Eucleia—, pero finalmente atinamos con ella: Hiendealmas.
Los hijos de Nemeredes la miraron con la turbación pintada en el rostro, mientras que los humanos fruncían el ceño desconcertados.
—¿Quién? —preguntó Dezra.
—No se trata de quién —la corrigió Menelachos—, sino de qué. ¿No habéis oído hablar de Hiendealmas?
Dezra y Caramon negaron con la cabeza y luego miraron a Borlos, que extendió las manos enseñando las palmas vacías. Los componentes del Círculo intercambiaron miradas.
—Ya veo —dijo Menelachos—. Serán necesarias más explicaciones de las que había previsto. —Dio unas palmadas y un potro cruzó el ágora al galope hasta donde estaban—. ¡Ve a buscar a Olinia! —ordenó. El mensajero partió de un salto y Menelachos se volvió hacia los humanos—. He enviado a buscar a una narradora. Ella os explicará la historia de Hiendealmas.
Al poco, el enviado volvió andando junto a una yegua joven. Era preciosa, con la piel y el pelaje de color marfil. Su cabellera dorada le caía en cascada sobre la cruz y el rostro, de pómulos altos y nariz aquilina, hubiera sido un modelo perfecto para una estatua de mármol. Llevaba una lira delicadamente tallada bajo el brazo y apoyaba la otra mano en el hombro del mensajero. Al cabo de un momento, los humanos se dieron cuenta de que era ciega.
—Señores —se dirigió al Círculo con una voz dulce como la miel y la mirada perdida en la distancia—, ¿me habéis hecho llamar?
—Así es, Olinia —dijo Menelachos—. Es necesario que nuestros invitados oigan la historia de Hiendealmas.
—Ah, una de nuestras historias más antiguas —dijo, y la sonrisa le iluminó el rostro—. Con gusto os la relataré. Concededme tan sólo un momento para afinar la lira.
Dicho esto, se puso a tañer las cuerdas del instrumento y los dulces sonidos inundaron el ágora. Mientras se preparaba, Dezra dio un codazo a su padre.
—Mira a Borlos —dijo.
Caramon lo hizo y sonrió divertido. El bardo miraba arrobado a la narradora, con una sonrisa beatífica en el rostro.
—Alguien se ha enamorado —dijo Caramon riendo entre dientes.
Olinia acabó de afinar el arpa y dejó correr los dedos por las cuerdas arrancándoles una cascada de notas, tras lo cual inició el relato acompañándose de la música.
—Los centauros utilizamos muchas armas en la batalla —dijo Olinia—: lanzas, garrotes, espadas y guadañas, pero hay una que ninguno de nosotros empuña, ni nadie ha empuñado durante cientos de generaciones. Desde la juventud de nuestra especie, ningún centauro ha blandido un hacha en la guerra. Este relato explica la razón de este particular.
»Nuestra especie surgió del Caos. Hace mucho tiempo, cuando la Gema Gris quedó en libertad de recorrer la tierra, nadie que la mirara quedó inalterado. Los trolls, los goblins, los minotauros, e incluso los enanos y los kenders son fruto de su magia. Cambiaba a las gentes según fuera su naturaleza, de manera que cuando encontró tribus de bárbaros a caballo, unió en un mismo ser al jinete y a la montura. Así nació nuestra especie.
»El tiempo de la Gema Gris fue también un tiempo dominado por el miedo. Aquellos a los que no había tocado insultaban a los otros por miedo a sus diferencias. El odio que nos profesaban los hombres los llevó a expulsarnos, así que nos hicimos nómadas y vagabundeamos por la faz de Ansalon. Los diseminados clanes se unieron en siete grandes tribus: Lanza de Ébano, Arroyo Alegre, Cascos de Hierro, Sauce Verde, Altas Crines, Ciervo Saltarín y Viento Penetrante.
»No encontrábamos la paz. Nos instalábamos en una u otra tierra, a veces durante años, pero al final siempre nos veíamos forzados a abandonarla.
»Había algunos entre nosotros —continuó Olinia, en tono crecientemente siniestro— que abogaban por la lucha como medio para obtener un lugar donde instalarnos de una vez por todas. Uno de ellos era Peldarin, de la tribu de la Lanza de Ébano; un valiente guerrero. Ante los temibles ataques de nuestros enemigos, Peldarin era el último en retirarse. Luchaba con gran habilidad y sin asomo de piedad, asesinando a cientos con su hacha de guerra Hiendealmas.
»Nadie sabe con certeza de dónde provenía Hiendealmas. Algunos dicen que era de factura enana y que el pueblo de las montañas se la dio a Peldarin del mismo modo que más adelante obsequiaría a Huma Dragonbane con el Mazo de Kharas. Otros aventuran que la forjó el mismo Peldarin a partir de las cenizas de una estrella caída, y aun otros, que la encontró en un antiguo templo derruido. Fuera como fuese, Hiendealmas era muy poderosa. Atravesaba las armaduras como si no existieran y podía quebrar una piedra de un solo golpe. Algunas leyendas aseguran que Peldarin podía partir montañas con el hacha; uno de los relatos dice que fue él quien hizo la hendidura del Pico del Orador.
»A falta de Peldarin y su hacha Hiendealmas para defenderla, la raza de los centauros bien pudo haber desaparecido. Sin duda, nuestro número habría sido mucho más reducido cuando por fin encontramos el Bosque Oscuro. Por fin, aquí estábamos a salvo; por entonces, eran pocos los humanos que vivían en Abanasinia. Lord Hyrtamos, el jefe supremo en tiempos de Peldarin, selló nuestra amistad con los sátiros y otras criaturas fantásticas que habitaban en el bosque y juró fidelidad al Señor del Bosque y a Chislev. Al fin, después de años de vida errante, teníamos un hogar.
»Pero no todos estuvieron contentos con la paz. Peldarin ansiaba ponerse a la cabeza de partidas de guerra para hacer incursiones a tierras humanas y vengarse de los que habían intentado destruirnos. Cuando pidió permiso al Círculo de los Siete, no obstante, el jefe supremo se lo negó.
»Eso debería haber puesto fin a la iniciativa, pues entonces, igual que ahora, la palabra del Círculo era ley, pero Peldarin no se conformó y decidió actuar por su cuenta. En secreto, organizó grupos de bandidos con los que recorría el sur de Ergoth y los pueblos que en el futuro serían Xak Tsaroth y otras grandes ciudades de la zona, dando muerte a muchos humanos en sus correrías.
»Cuidaron de que nadie los siguiera hasta el Bosque Oscuro pero, aun así, les fue imposible ocultar sus actividades a los ojos del Círculo. Hyrtamos empezó a sospechar y lo interpeló en repetidas ocasiones, en las que Peldarin siempre negó haber hecho nada incorrecto. Pero un día cometió un error imposible de ocultar. Volvió de una correría con Hiendealmas todavía manchada de sangre humana.
»Hyrtamos debería haberlo llevado ante el Círculo en cuanto lo supo, pero cometió la imprudencia de acusarlo en privado, con la esperanza de hacerlo entrar en razón. En cambio, discutieron amargamente y el jefe supremo amenazó a Peldarin con hacerle cortar la cola, tras lo cual le dio la espalda para marcharse.
»Aunque era un gran jefe, Hyrtamos también cometía errores y ése fue, con mucho, el más grave. Cegado de rabia, Peldarin lo abatió. La magia de Hiendealmas era tal que el hacha cortó a Hyrtamos en dos, separando su parte humana de la porción equina. Así murió el primer Jefe Supremo del Bosque Oscuro, a manos de su mejor guerrero.
»Entre nosotros, el castigo por asesinar a un jefe es la castración y la muerte. Sabiendo cuál sería su destino, Peldarin volvió a blandir el hacha hacia su propio cuello y se cortó la cabeza. Cuando los guardas del jefe supremo descubrieron los cadáveres, tuvieron que romperle los dedos a Peldarin para que soltara a Hiendealmas.
»El Círculo, ahora en posesión del hacha, decidió destruirla, pero no consiguió romperla. Si la machacaban con piedras, en lugar de mellarse la hoja se rompían las piedras, y de los fuegos más candentes salía intacta, hasta que al fin determinaron que, ya que no podían quebrarla, la esconderían donde ningún otro centauro pudiera utilizarla para dar rienda suelta a su ira.
»Pero no podían sacarla del Bosque Oscuro; temían que, de hacerlo, los humanos la encontraran y por ello se derivaran grandes males. En cambio, la escondieron en un lugar que ningún centauro ni humano había pisado jamás. Se dirigieron al barón de los duendes, el jefe de las criaturas fantásticas, y le rogaron que la guardara en su reino escondido, al que sólo tenían acceso su pueblo y las dríades. También le pidieron que hiciera un juramento: que su pueblo no permitiera jamás que el hacha saliera del reino en manos de un centauro. Así fue como Hiendealmas abandonó este mundo.
»Desde entonces —concluyó Olinia, tañendo un acorde final—, nunca un centauro ha blandido un hacha en la guerra.
***
Las últimas sonoras notas que la narradora arrancó a la lira se desvanecieron en el silencio.
—Ya es tarde —dijo Menelachos—. Podéis retiraros, Olinia.
—Mi señor —murmuró la narradora tras hacer una reverencia, y dejándose guiar por el mensajero, desapareció en la oscuridad.
Cuando se hubo marchado, Caramon se aclaró la garganta.
—¿Así que creéis que Hiendealmas podría destruir a Leño Terrible?
—Estamos seguros —declaró, orgullosa, Eucleia.
—No es que demos crédito a los que dicen que Peldarin esculpió el Pico del Orador —dijo Pleuron riendo—, pero si la mitad de lo que cuentan es verdad, ningún árbol puede resistírsele… ni aunque esté corrompido por el Caos.
—Os necesitamos —dijo Menelachos— para viajar al reino de las criaturas fantásticas y recoger el hacha de manos del barón Guithern, gobernador de los duendes.
Dezra frunció el ceño y señaló con el pulgar hacia el lugar por donde se había ido la narradora.
—¿No acaba de decir que nadie puede ir allí?
—No —repuso Menelachos—, sólo que ninguno de nosotros ha ido nunca. Podríamos ir nosotros mismos pero los duendes tienen prohibido entregarnos a Hiendealmas.
—¿Y cómo iremos? —preguntó Caramon.
Nemeredes tomó la palabra:
—¿Habéis oído hablar de las dríades?
Caramon y Dezra negaron con la cabeza pero Borlos asintió.
—Claro. Son espíritus de los robles. Atraen a los hombres al interior de los árboles para matarlos.
Varios centauros resoplaron divertidos.
—Típica ignorancia humana —dijo Eucleia, desdeñosa.
Pleuron habló anticipándose a los demás.
—Lo que la dama Eucleia quiere decir, con su encantador estilo —dijo—, es que los relatos parecen haber sido… alterados… por vuestro pueblo.
—¿Cómo? —preguntó Dezra levantando una ceja—. ¿Queréis decir que no todas las historias de los bardos son verdaderas?
Borlos le dedicó una mirada capaz de fulminar al más pintado. Sin embargo, Caramon y los centauros se rieron, y sólo la severa Eucleia no sonrió.
—Eso es —dijo Menelachos—. Lo cierto es que las dríades, las doncellas de los robles, no son espíritus sino seres de carne y hueso. Y aunque es verdad que atraen a los hombres a sus árboles, no es para darse un festín.
—No en el sentido de comérselos, por lo menos, —añadió Pleuron—. En general, se aparean con los sátiros pero no les gusta mucho, de manera que a veces seducen a algún hombre. Muchos de esos pobres tipos no salen del árbol más que al cabo de los años.
—¿Años? —repitió Caramon tragando saliva.
—Si es que salen —confirmó Pleuron.
—Los árboles de las dríades son puertas —explicó Menelachos—, todas ellas conectadas, por lo menos las del Bosque Oscuro, y también comunican con el reino de los duendes. Conocemos a una que os podría llevar allí.
—Pero, de la misma manera, podríais encargar a uno de los duendes que pida a ese barón Guithern que os dé el hacha —dijo Caramon.
—Así es. Podríamos —concedió Pleuron—, pero los duendes no han salido de su reino desde el Segundo Cataclismo. Y las dríades y los sátiros… Bueno, para ser sinceros, no confiamos en ellos. Pueden ser muy inconstantes.
—Si lo he entendido bien —dijo Dezra mirando fijamente a Menelachos—, queréis que busquemos a esa dríade, que utilicemos su árbol para entrar en el reino de las hadas, convenzamos a ese barón como-se-llame de que nos entregue el hacha y os la devolvamos.
—Eso es —dijo Menelachos—. El funeral será mañana. Partiréis al día siguiente y Trephas os acompañará.
—Pagadme otras mil monedas de acero —dijo Dezra después de reflexionar un momento— y yo lo haré.
—Lo haremos —la corrigió Caramon al punto.
Dezra lo miró con dureza pero no dijo nada.
***
Hurach no se atrevió a moverse hasta que el Círculo y los humanos se hubieron marchado. Sólo entonces el sátiro se arrastró lentamente por el ágora, sin que sus pezuñas hendidas hicieran ruido alguno sobre la hierba alta. Iba de sombra en sombra, buscando refugio en la oscuridad siempre que podía. Se detuvo en el perímetro del ágora, jadeando atemorizado. Un grupo de centauros pasaron junto a las sombras en las que se ocultaba. Cantaban y bebían vino de pesadas jarras. Esperó a que le dieran la espalda y cruzó Ithax a todo correr.
Vio pasar las cabañas por su lado como una imagen difusa y al poco estaba de nuevo en la empalizada. Se detuvo a la sombra de la pared y aguzó el oído. Al momento siguiente gruñía satisfecho: nadie lo perseguía ni se oían gritos de alarma. No lo habían visto.
Se encaramó con facilidad a la empalizada, subiendo por la superficie lisa con la velocidad y la seguridad de una araña. Apoyado en sus musculosos y peludos brazos, se hizo sobre las troneras… y se quedó helado, viendo delante de sus ojos el asta de una lanza de centauro.
—Mira qué tenemos aquí… —dijo el hombre-caballo levantándole la barbilla con la cara ancha de la lanza—. ¿Quién sois? Un hombre-cabra… y un espía. Lo veo en vuestros ojos. —Y escupió.
Hurach llevaba un cuchillo en el taparrabos, sólo que ahora no estaba allí, sino en el pecho del centauro, clavado hasta la empuñadura. Tanto el centauro como el sátiro lo miraron incrédulos. Hurach no recordaba haberlo sacado y mucho menos, arrojado. Al instante siguiente, el centauro se derrumbaba, con la misma expresión de pasmo petrificada en la cara.
Hurach miró a su alrededor. Todavía no lo habían visto pero eso cambiaría enseguida si no se apresuraba a moverse. Dio un salto al otro lado de la empalizada.
El desnivel era grande y al caer se quedó sin aliento. Tendido en el suelo, jadeando, se maravilló de no haberse roto nada. Aturdido, se levantó como pudo y se alejó de la ciudad, siempre entre las sombras. Mientras corría, se iba riendo entre dientes.
Lo había oído todo: el relato de la narradora, el trato entre los centauros y los humanos y el plan para recuperar Hiendealmas. Se internó en las profundidades del Bosque Oscuro calculando que llegaría a Sangelior antes del anochecer del día siguiente. Estaba seguro de que cuando llegara, lord Chrethon estaría interesado en escuchar lo que tenía que contarle.