Ithax era una mezcolanza de edificios construidos sin ningún orden. No había verdaderas calles, sino senderos tortuosos que pasaban por aquí o por allá. Entre las cabañas —muy simples, hechas de zarzas y barro— crecían altos robles. Ninguna tenía más de un piso de alto, ya que los centauros no eran muy amigos de las escaleras, y muy pocas se asentaban sobre cimientos. También había tiendas de cuero, pintadas con espirales y cenefas. Muchas edificaciones eran simples estructuras abiertas que sostenían techumbres de paja o corteza. Había postes con antorchas encendidas y las hogueras crepitaban bajo el cielo.
Además, por supuesto, había centauros, tan variados como los caballos o los hombres. Algunos eran de color ébano, otros castaños o grises, y aun otros, bayos. Algunos tenían pelajes de varios colores, como era el caso de Arhedion, y todos tenían alguna zona, por pequeña que fuera, de color distinto del resto: una cerneja blanca, una línea negra que cruzaba el rostro. Llevaban las crines y la barba largas, aunque algunos se las trenzaban y otros se rapaban alguna parte de la cabeza. Ninguno, sin embargo, se ataba la cola. Se la dejaban suelta, bien limpia y peinada.
Por todas partes se observaban señales de la guerra. La mayoría de los centauros cargaban armas en el arnés de guerra; arco y flechas, espadas o lanzas. Muchos tenían cicatrices y a algunos les faltaba un brazo o una mano. Al paso de Trephas y Gyrtomon, asentían expresando su reconocimiento, pero a Caramon, Borlos y Dezra los observaban con recelo.
—¿Dónde están las mujeres? —preguntó Caramon.
—La mayoría debe de estar preparándose para el funeral —dijo Trephas en voz baja—. Aunque hay algunas por aquí. —Señaló con la barbilla—. ¿Veis? Allí hay una potra, encima de aquel promontorio.
Caramon miró y la vio. No era sorprendente que no hubiera notado la presencia de otras hembras. A primera vista, la cara lampiña era lo único que la diferenciaba de los sementales. Tenía buenos músculos y las largas crines castañas le caían por los hombros tapándole los pechos desnudos. Llevaba un arco a la espalda y tenía el mismo aspecto aguerrido que los machos. Las hembras de centauro eran guerreras y luchaban junto a sus congéneres de sexo masculino.
Las cabañas fueron haciéndose más grandes y suntuosas a medida que el grupo avanzó hacia el centro de Ithax. Algunas tenían los muros adornados con cuernos y cráneos de anímales; otras, con móviles de hueso y madera que tintineaban al viento, o alegres tapices de lana tejida. Unas cuantas estaban oscuras y vacías, sin fuegos que ardieran ni dentro ni fuera, y en los dinteles habían clavado un manojo de hojas.
—Ésas son las casas de los guerreros muertos —explicó Trephas—. Nuestro hermano, al parecer, no ha sido el único asesinado. Sus despojos descansan en el interior y los ramilletes de laurel —añadió señalando los manojos de hojas— los protegen del mal. Mañana serán arrancados y quemados por los caídos.
—Silencio —ordenó Gyrtomon—. Casi hemos llegado al ágora.
En la cima de la colina sobre la que estaba levantada la ciudad había un amplio prado. En todo el perímetro había antorchas encendidas que iluminaban la fragante hierba verde. El ágora era lo suficientemente espaciosa para albergar a cientos de centauros pero en ese momento estaba casi vacía. En medio, casi perdidos en la oscuridad, había un pequeño grupo de centauros, que levantaron la cabeza, miraron hacia Gyrtomon y Trephas, y luego siguieron hablando entre murmullos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Caramon en un susurro.
—Esperaremos a que el Círculo nos haga llamar —repuso Trephas—. Luego tomaremos hierba y nos presentaremos ante ellos.
—¿Tomaremos? —repitió Borlos con los ojos muy abiertos—. ¿Comeremos?
—Así es —dijo Trephas—. Ésa es la costumbre.
—No sé si sabías —dijo Dezra— que los humanos no comemos hierba.
Trephas frunció el ceño pero Gyrtomon asintió.
—Lo entendemos —dijo—. No es necesario que observéis el rito.
—No —dijo Caramon—. Seguiremos la costumbre.
Dezra y Borlos lo miraron.
—Pero… —empezó a decir Dezra.
—Seguiremos la costumbre.
—Y pasaremos el resto de la noche vomitando ritualmente la cena —musitó Borlos.
—Ahí viene Rhedogar —dijo Trephas mirando al otro lado del ágora.
El centauro de pelaje plateado cruzó la pradera al trote. Arhedion lo acompañaba. Se pararon ante ellos e hicieron una reverencia.
—El Círculo de los Cuatro os da la bienvenida —declaró Rhedogar—. Ruegan a los hijos de Nemeredes y los humanos que coman y se adelanten.
Solemnemente, Gyrtomon y Trephas se arrodillaron, arrancaron sendos puñados de hierba del suelo y se los metieron en la boca. Caramon los imitó cogiendo unas pocas hojas que masticó y tragó haciendo un esfuerzo. Encogiéndose de hombros, Dezra hizo lo propio. Borlos fue el último en comer y fue haciendo muecas de asco mientras cruzaban el ágora en dirección al Círculo. El resto de la compañía se quedó detrás, con Rhedogar y Arhedion.
En medio del ágora había un círculo de megalitos, gastados por el tiempo. Dentro, un brasero de bronce proyectaba una débil luz rojiza. Alrededor, tres centauros observaban con el rostro en penumbra cómo el cuarto echaba algo en los carbones encendidos. Se oyó un chisporroteo al tiempo que se elevaba un poco de humo. El olor de grasa quemada recibió a los compañeros.
El estómago de Caramon rugió como un ogro en plena batalla.
—Dioses, qué bien huele eso —suspiró.
—Eso es un sacrificio —le espetó Gyrtomon—. La grasa de venado es alimento de dioses, no de mortales.
—Sacrificios, libaciones —dijo Dezra—. Ya sabéis que los dioses se han ido, ¿verdad?
—Ya se habían ido otras veces —dijo Gyrtomon con voz calmosa—. Cuando vuestra raza hizo caer la implacable montaña. Igual que entonces volvieron, volverán ahora.
Dezra abrió la boca para discutir pero vio cómo la miraba Caramon y decidió callarse.
Ya casi habían llegado al círculo de menhires y podían distinguir las facciones de los centauros reunidos en torno al brasero. Uno de ellos era del color del carbón e inmensamente gordo, hasta el punto de dejar a Caramon en ridículo. Su brazo derecho acababa en un muñón a la altura del codo. Junto a él había una yegua gris, con las crines de color acero recogidas en un moño prieto y en los ojos un brillo helado. A su lado, había un alto semental bayo, casi de la edad de Caramon pero todavía con la forma física de un guerrero y unos músculos fuertes y nervudos. Del rostro marcado de cicatrices pendía una larga barba trenzada. Ante ellos, arrodillado junto al brasero, estaba el cuarto miembro del Círculo. Era bastante viejo y tenía el pelaje castaño cubierto de canas. Su rostro arrugado estaba bañado en lágrimas. Sin notar que alguien se acercaba, cogió otra porción de grasa de venado y la dejó caer en el brasero. El humo lo envolvió y por un momento desapareció de su vista.
—¿Vuestro padre? —preguntó Borlos.
Trephas hizo un leve gesto de asentimiento y dijo:
—Los otros jefes están con él: Pleuron el Gordo, la dama Eucleia, y el jefe supremo, Menelachos.
Se detuvieron en el borde del círculo de piedras. Trephas y Gyrtomon se postraron y extendieron la pata delantera derecha. Al verlos, Caramon se arrodilló y Borlos hizo lo propio. La única que siguió de pie, con las manos en las caderas, fue Dezra.
—Vosotros —dijo— debéis de ser el Círculo.
Los jefes la miraron con frialdad pero Dezra no se amilanó y al cabo de un momento, el bayo musculoso alzó la mano. Llevaba brillantes muñequeras de bronce, a juego con una torques incrustada de zafiros en torno al cuello.
—Levantaos —ordenó con voz de trueno—. Sed bienvenidos: el Círculo os acoge.
Obedecieron. Caramon hizo una mueca al oír crujir sus rodillas. Los jefes los observaban en silencio. Nemeredes el Viejo se levantó vacilante de detrás del brasero y sonrió tristemente al ver a sus hijos.
—Gyrtomon, Trephas —llamó con voz temblorosa y se adelantó a abrazarlos—. Veros alegra mi compungido corazón. Luego compartiremos vino. ¿Os han contado lo ocurrido a vuestro hermano?
Los dos hermanos asintieron.
—Rhedogar nos lo ha dicho —repuso Gyrtomon—, pero no nos ha contado cómo ocurrió.
—¿Qué puede esperarse en estos días tan negros? —dijo Nemeredes con un triste suspiro—. Ayer por la mañana los vigías avisaron de la presencia de un destacamento de skorenoi a menos de cinco leguas de este lugar. Vuestro hermano reunió una compañía con guerreros suficientes, pensó, para acabar con ellos sin tardanza.
—Pero no fue así —dijo Trephas.
—No —repuso Nemeredes sacudiendo la cabeza—. Era una trampa. Vuestro hermano llevó a su compañía directamente a la muerte.
—¿Los mataron a todos? —preguntó Gyrtomon agachando la cabeza.
—No a todos. Los skorenoi cogieron cautivos a una veintena de los guerreros de vuestro hermano y se los llevaron a Sangelior —contestó Nemeredes. Todos los centauros se quedaron compungidos—. Vuestro hermano, gracias a Chislev, no era uno de ellos. Murió con el corazón atravesado por una lanza. Fue rápido… No sufrió… —Se interrumpió, con la voz ahogada por las lágrimas.
Pleuron se adelantó moviendo el vientre y apoyó la mano izquierda en el hombro de Nemeredes. Trephas y Gyrtomon cogieron una mano de su padre, intentando consolarlo.
También Caramon se puso a llorar. Había perdido dos hijos y conocía el sufrimiento que embargaba al viejo jefe. Levantó la vista al cielo nublado, parpadeando para disimular las lágrimas.
—Siguiendo su costumbre, los skorenoi dejaron un superviviente para que contara lo sucedido —dijo Pleuron, y los ojos le refulgían de rabia—. Hoy he ido hasta el lugar del ataque, con una compañía mucho más nutrida, a recoger los cuerpos. Vuestro hermano yace en su cabaña, con las heridas lavadas y las armas tendidas junto a él.
Gyrtomon levantó la vista y su rostro estaba húmedo.
—Os lo agradezco, Pleuron —dijo con tristeza—. Lo veremos esta noche.
Dezra había presenciado la lacrimosa escena con creciente inquietud y, en ese punto, se aclaró la garganta de manera que todos la oyeran.
—Perdonad —dijo.
Todo el mundo se volvió a mirarla. Los centauros, furibundos, separaron las aletas de la nariz.
—Cállate —gruñó Caramon.
—No —dijo Menelachos—, la joven tiene razón. No deberíamos descuidar a nuestros invitados por muy sentida que sea nuestra pérdida. —Miró de arriba abajo a los humanos y preguntó—: ¿Son éstos los humanos que han venido con vos, Trephas?
Enjugándose los ojos, Trephas se apartó de su padre para presentarse ante el jefe supremo.
—Así es, mi señor —dijo—. Había un cuarto, un joven, pero fue asesinado de camino aquí. Mi hermano no ha sido el único en caer en la trampa de los skorenoi. Thenidor y sus secuaces nos rodearon en las orillas del Agua Oscura.
Menelachos frunció sus pobladas cejas.
—Entonces es doble la deuda que tenemos con los skorenoi por sus fechorías. Pero ahora, por favor, presentadme a nuestros invitados.
—Enseguida, mi señor —repuso Trephas y, moviendo la mano de uno a otro, dijo—: Éste es Borlos, un bardo de Solace, y ellos son Caramon y Dezra Majere.
—¿Caramon? —repitió Menelachos, y sus ojos de halcón lo estudiaron con detalle—. ¿El mismo Caramon Majere que conoció al Señor del Bosque y combatió a los ejércitos de dragones?
—Ése soy yo —dijo Caramon con el rostro encendido—. Me apena oír lo que le ha ocurrido al Señor del Bosque y quiero ayudar.
Los labios de Eucleia se curvaron en una mueca de desdén al observar a los humanos.
—¿Esto es lo mejor que has podido traer, Trephas? ¿Una chica maleducada, un bardo y un viejo?
Dezra miró con odio a la yegua de ojos de acero. Pero Menelachos intervino antes de que pudiera contestar.
—Dama Eucleia —dijo—, estos humanos son nuestros invitados y se les debe mostrar respeto. Ordenamos a Trephas que fuera en busca de un Majere y ha traído dos. Ellos son nuestra esperanza de sobrevivir a la guerra con Chrethon… y de salvar al Señor del Bosque.
—Entonces estamos perdidos —repuso la yegua y, ladeando la cabeza, miró de frente a Trephas.
Caramon tuvo bastante.
—Perdonadme, señora —dijo—, pero hemos venido desde muy lejos sin saber exactamente para qué, y uno de los nuestros ya ha muerto. Si esperáis que oiga tranquilamente cómo me insultáis, os podéis ir al Abismo.
En el ágora se hizo el silencio, sólo roto por el chasquido de la grasa sagrada sobre los carbones. Al cabo de un momento, Eucleia esbozó una sonrisa forzada.
—Os he juzgado mal, Majere —dijo—. Había creído que erais un hombre al que ya no quedaba fuego en la sangre. Al parecer, me he equivocado. Os pido perdón.
—Oh, bueno. Está bien —repuso Caramon, calmado. No había esperado salir vencedor tan fácilmente.
Dezra sacudió la cabeza.
—Yo no quiero tus disculpas. No he venido aquí por vosotros ni por el Señor del Bosque, sino por la promesa de pagarme en acero.
El Círculo en bloque miró a Trephas.
—¿Es eso cierto? —preguntó Menelachos.
Renuente, el joven centauro asintió y dijo:
—Era la única manera de convencerla para que viniera.
—Está bien, muchacha —dijo el jefe supremo mirando a Dezra con dureza y voz desdeñosa—. Los centauros cumplimos nuestras promesas. Os pagaremos… y luego sabréis por qué os hemos pedido que vinierais.