La silueta de lord Chrethon, de pie en un risco desde el que se veía toda Sangelior, se recortaba contra la luna menguante. Hacia un viento helado pero a lord Chrethon no le preocupaba el frio. Ladeó la cabeza y su boca sin labios se torció en una desagradable sonrisa.
A sus pies, la ciudad bullía de actividad. Entre las tiendas de piel de los skorenoi brillaban las hogueras y hasta allí se elevaba una cacofonía de ruidos bestiales, como carcajadas, aullidos y gritos, acompañados de músicas disonantes y horrísonas: liras, tambores y flautas que no hacían ningún esfuerzo por tocar al unísono o para seguir una melodía. Era el sonido de las almas condenadas.
Chrethon no se volvió al oír acercarse a Leodippos. El skorenoi de cabeza de caballo se detuvo detrás de él e hizo tintinear sus guarniciones.
—Una hermosa vista —declaro Leodippos—. Hace que la sangre cante en mis venas.
La sonrisa de Chrethon se tornó un gesto ceñudo.
—¿Qué quieres, Leodippos?
Leodippos, en otro tiempo el igual de Chrethon en el Círculo, hizo una deferente reverencia.
—Thenidor y su compañía han regresado —dijo—. Trae prisioneros, señor.
—¿Dónde están? —preguntó Chrethon volviéndose finalmente.
—Abajo. Le he ordenado esperar mientras os venía a buscar.
La mirada de Chrethon permaneció un momento fija en Sangelior y luego se dio la vuelta.
—Está bien —dijo—. Llévame junto a él.
***
El puño de Chrethon le hizo saltar sangre al golpear a Thenidor en la mandíbula. Aunque su cuerpo estuviera consumido, el señor de los skorenoi no tenía ningún punto débil; el robusto guerrero se echó atrás trastabillando y sacudió la cabeza.
—¿Esto? —aulló Chrethon señalando detrás de Thenidor, hacia donde una docena de centauros encadenados esperaban bajo la mirada atenta de los guerreros del enorme bayo—. Hace una semana que os marchasteis y ¿todo lo que tenéis que enseñarme es esto?
Thenidor bajó los ojos.
—Ya los tenía, señor —declaró—. A Trephas y a los humanos a los que fue a buscar. Matamos a uno…
—¿A uno? —aulló de nuevo Chrethon—. Os ordené, al enviaros al Pico del Orador, que me trajerais a Trephas o a su cabeza y ¿qué es lo que me presentáis? ¡Doce simples guerreros!
—Pensé que…
Chrethon sacudió la cabeza haciéndolo callar.
—Me habéis fallado, Thenidor.
El fornido bayo se sonrojó pero le devolvió valientemente la mirada.
—Entonces, matadme, si es vuestra voluntad.
Chrethon se llevó la mano a la espada que pendía de su talabarte pero se detuvo.
—No —dijo—. Me habéis servido bien en el pasado, Thenidor. No estoy tan decepcionado como para privarme de uno de mis mejores guerreros.
—Os lo agradezco, señor —dijo Thenidor haciendo una reverencia. Empezaba a formarse una marca oscura en el lugar donde le había golpeado su señor.
Pero Chrethon no había acabado. Hizo un gesto y dos skorenoi se adelantaron y cogieron a Thenidor por los brazos. Mientras el robusto bayo se debatía, Chrethon sacó la daga y se la hundió en el rostro, una y otra vez, rajándole las dos mejillas. Thenidor jadeó de dolor, apretándose las sangrantes heridas.
—Que las cicatrices sean vuestra vergüenza —dijo Chrethon—. La próxima vez los cortes serán mucho peores.
Thenidor asintió intentando cortar el flujo de sangre.
—No os volveré a fallar, señor —balbució.
—Así lo espero —concedió Chrethon—. Y ahora, veamos a vuestros cautivos. Traedlos al valle.
***
Los prisioneros de Thenidor aullaron durante largo rato. Tendidos en la base del tronco de Leño Terrible, bien sujetos por las raíces prensiles del roble, sus cuerpos se retorcían a medida que el árbol demonio los transformaba lentamente en skorenoi.
Cuatro de ellos murieron antes de que acabaran los gritos. No todos conseguían sobrevivir al «cruce». Otros dos quedaron tan deformes que Leodippos tuvo que matarlos a golpes de garrote. Tuvieron suerte. Los seis restantes sobrevivieron con los cuerpos hinchados y contrahechos. Los huesos se les rompieron y torcieron. Los músculos se les desgarraron y volvieron a unir adoptando nuevas formas. La carne se les deshacía como si fuera cera caliente. Se les cayeron los dientes y en su lugar les salieron colmillos. Los centauros aullaban y gemían, con las mentes destrozadas. Fue casi una gracia cuando finalmente sus ojos se ennegrecieron convirtiéndose en huecos vacíos.
Luego, la tierra se abrió bajo sus cuerpos contrahechos y las raíces los arrastraron bajo tierra. Leño Terrible cogió también a los muertos, para alimentarse con sus cuerpos. La arboleda quedó en silencio.
A una palabra de lord Chrethon, Thenidor, Leodippos y los otros skorenoi abandonaron el valle en dirección a Sangelior. Chrethon se quedó solo frente a las ramas murmurantes de Leño Terrible, mirando al suelo. Allí abajo, Leño Terrible se ocupaba de la última parte del «cruce», la más terrible. El cuerpo y la mente de los centauros habían cambiado; ahora, en las profundidades de la tierra, Leño Terrible les devoraba el alma. Cuando los soltara, los nuevos skorenoi serían como potros recién nacidos: pálidos, temblorosos. La boca les gemiría sin emitir sonido alguno. Les cortaría la cola y a partir de ese momento, le pertenecerían a él y a Leño Terrible.
Sonriendo de satisfacción, Chrethon miró hacia Leño Terrible. El tronco del roble palpitaba a medida que se nutría. Avanzó hacia él, le apretó con afecto la corteza retorcida y cerró los ojos.
Sus fuerzas ya superaban las de los leales al Círculo. Pronto, Menelachos y los otros jefes estarían muertos o serían skorenoi. Lo más importante, sin embargo, era que tenía al Señor del Bosque, indefensa en su jaula de espinos. Sus fuerzas habían atacado la arboleda sagrada, la misma en la que el Círculo lo había mutilado antes de exiliarlo, y él mismo había derrotado al unicornio, la había atado con cadenas y le había puesto el bozal para que no hablara. La había traído hasta allí, al valle del árbol demonio, y la había encerrado entre los espinos.
La había torturado sin piedad desde aquel día, hasta reducirla a un pellejo macilento. La había hecho pasar hambre, la había privado de agua y de sueño. La había despellejado, quemado, cortado, azotado hasta tener la mano demasiado dolorida para sostener el garrote. Ni así había conseguido matarla. Y ése era el problema. Mientras viviera el Señor del Bosque, el Bosque Oscuro nunca pertenecería a Leño Terrible. El poder del unicornio, aun ahora, era demasiado para que el árbol demonio lo superara enteramente. En tanto no consiguiera doblegarla, Chrethon no obtendría la venganza que deseaba.
Haciendo una mueca, se dio la vuelta y se internó en las sombras. Echó a andar por el bosque deforme hacia el lindero del claro donde estaba el zarzal, deseoso de observar la vida que se marchitaba encerrada en su interior. El Señor del Bosque se agitó débilmente; sus costados se movían al compás de su trabajosa respiración.
Chrethon entró en el claro y, al momento, algo se movió hacia él desde todas direcciones. Cinco figuras oscuras surgieron de entre las sombras blandiendo espadas y cuchillos de bronce. Corrieron hacia él con desgarbada velocidad, saltando con sus patas de cabra. Cuernos retorcidos adornaban sus testas, y, antes de que hubiera dado tres pasos hacia el unicornio, los sombríos sátiros ya lo rodeaban con las armas en ristre.
Miró al que tenía delante: una criatura jorobada de carnes blandas. Tenía el rostro cubierto de cerdas negras y roto uno de los cuernos. Sus ojos estaban tan vacíos como los de los skorenoi.
—Bien hecho, Hurach —le dijo Chrethon.
—Tal como ordenasteis —dijo el sátiro asintiendo—. Nadie ha intentado entrar en el claro desde la última vez que vinisteis.
—¿Y si lo hubieran intentado? —preguntó Chrethon con una media sonrisa.
La mueca sedienta de sangre del sátiro dejó ver sus dientes blancos entre la barba enmarañada a modo de respuesta.
—Bien —dijo Chrethon—. Ahora coged las armas y seguid vigilando.
Hurach agachó la cabeza e impartió órdenes con sequedad al resto de hombres-cabra, que volvieron a desaparecer entre las sombras. El gusto de los sátiros por la oscuridad era una cualidad de incalculable valor. Su habilidad para esconderse y el sigilo con el que se movían hacía que el puñado de hombres-cabra que habían sobrevivido al «cruce» fueran muy útiles.
Los zarzales se agitaron inquietos a su llegada. Adelantó un brazo, como si quisiera clavarse las espinas, y las ramas se apartaron con un ruido seco, semejante al entrechocar de huesos viejos. Lo conocían. El árbol demonio les había prohibido herir a Chrethon y, hasta el momento, habían obedecido.
Hundió el brazo y las apartó de la cabeza y el cuello del Señor del Bosque. Observó cómo las espinas salían de su carne haciendo manar la sangre. El unicornio gruñó estremecido.
—Estaos quieta, mi señora —murmuró Chrethon—. Si quisierais, todo esto acabaría muy pronto.
El unicornio lo miró con los ojos muy abiertos, unos ojos luminosos que rogaban desafiantes. Era una mirada que rompía el corazón pero a Chrethon no le quedaba corazón que romper. La cogió por el bozal. Más espinas se clavaron en su carne cuando le levantó la barbilla dejando el cuello expuesto.
La carne era una malla de cicatrices que se entrecruzaban en la piel marchita. Sonrió pasando el pulgar por encima. El Señor del Bosque gimió. Sabía lo que venía a continuación ya que había pasado por ello muchas veces.
Sosteniendo la cabeza del unicornio hacia atrás, Chrethon desenvainó una espada corta y ancha que brilló a la luz de las estrellas cuando se la llevó a los labios y besó la hoja. Luego colocó el filo contra la garganta del unicornio. Se la hundió en la carne apenas lo suficiente para que una perla de sangre le corriera pecho abajo.
Con fría precisión y rapidez, cortó el cuello del Señor del Bosque, que jadeó y se ahogó, mientras la sangre manaba de la herida, primero a borbotones y progresivamente más débilmente. En pocos momentos, el unicornio se desangró hasta morir ante sus ojos.
No era nada nuevo. Chrethon lo había hecho antes, más veces de las que podía recordar, y todas con el mismo resultado. En cuanto dejaba de sangrar, la herida empezaba a curarse hasta dejar una nueva cicatriz. Entonces, volvía a respirar y ya lo hacía con normalidad. Los ojos siguieron mirándolo implorantes y su cuerno brillaba a la luz de la luna con un leve fulgor.
Barbotando una maldición, Chrethon limpió su espada y la guardó en la vaina. Era el cuerno lo que impedía que el Señor del Bosque muriera; la matara como la matase, el cuerno sanaba las heridas. La misma magia era lo que impedía que Leño Terrible corrompiera por completo el Bosque Oscuro.
La respuesta era evidente: si conseguía quitarle el cuerno, el Señor del Bosque moriría. Hasta el momento, sin embargo, no había habido manera de arrancárselo. Lo había intentado a golpes de machete, con sierras y con escarpa y martillo, pero todo fue en vano. Había llegado a intentar quemarlo con una barra de hierro candente pero ni siquiera le había dejado una marca.
Se quedó mirándolo, furioso, mientras el brillo se apagaba.
—Os lo quitaré —murmuró—. Oídme bien, mi señora. Hay alguna manera de hacerlo y yo la encontraré.
El Señor del Bosque no contestó. Se limitó a mirarlo con esos ojos que suplicaban y desafiaban a un tiempo. Esa mirada inquietaba a Chrethon más de lo que hubiera podido hacerlo ningún discurso.
Con un gruñido inarticulado, apartó la mano del espino.
Las zarzas se cerraron en torno al unicornio y las terribles espinas se le hundieron en la carne. Chrethon vio manar la sangre cuando la perforaron. Hacía un momento, no tenía ni para sangrar por la garganta abierta. El cuerno refulgió a la luz de las estrellas.
Chrethon giró en redondo y se alejó a grandes pasos. Al llegar al lindero del bosque, se detuvo.
—¡Hurach! —llamó con voz de trueno.
El sátiro surgió entre las sombras e hizo una reverencia.
—Mi señor —susurró—. ¿Qué deseáis?
—¿Conocéis el camino a Ithax?
—Así es, señor.
—¿Y si partís esta noche, podríais estar allí mañana de madrugada?
—Sí, si hago todo el camino corriendo.
—Id, entonces —le ordenó Chrethon levantando una mano—. Por orden del Círculo, el hijo de Nemeredes lleva unos humanos a Ithax. Quiero saber por qué.
—Vuestros deseos serán cumplidos, mi señor —respondió Hurach inclinándose de nuevo.
—Bien —repuso Chrethon despidiéndolo con la mano.
El sátiro desapareció en un instante, fundiéndose con las sombras. Asintiendo con la cabeza para sí mismo, Chrethon miró el zarzal y la atormentada forma encerrada en su interior.
—Os lo quitaré —murmuró de nuevo y, dándose la vuelta, salió al galope por el torturado bosque.