12

—¡Ei, grandullón!

Era la voz de Borlos. Caramon se tapó la cara con las dos manos y se apretó los ojos con las palmas.

—Vete —gimió—. Déjame dormir.

—No —dijo el bardo sacudiéndole el hombro—. Será mejor que te levantes.

Mascullando maldiciones, Caramon se irguió y abrió los ojos. La luz del día lo cegó y por un momento no percibió lo dolorido que tenía el cuerpo. ¿Cuánto hacía que no había dormido en el suelo?

Hacía poco que había amanecido y el cielo estaba cubierto de nubecillas doradas. A su izquierda, se elevaba el inquietante Bosque Oscuro y, a su derecha, Uwen apagaba las brasas a pisotones. Detrás de él, estaban los caballos, bien atados y pastando alegremente. Caramon se giró hacia el otro lado, con el consiguiente crujido de articulaciones. Al momento siguiente, se envaraba y siseaba entre dientes.

—¿Dónde está Trephas? —preguntó—. ¿Y Dezra? Bor, ¿dónde está mi hija?

—Bueno —empezó a decir Borlos separando los brazos, mientras Caramon se ponía de pie—. Ya lo ves, grandullón… Se han ido.

—¿No eras tú el que hacía la última guardia, pedazo de memo? —lo interpeló Caramon—. ¿Qué ha pasado?

—Lo siento —contestó el bardo sonrojándose—. Yo, eh… creo que me he dormido.

Caramon soltó otra maldición y apretó los puños. Borlos dio un paso atrás, atemorizado.

—Tranquilo, grandullón. Rompiéndome los dientes no arreglarás nada. Mira —dijo tendiéndole un trozo de pergamino arrugado—. Dezra ha dejado esto.

Caramon le arrancó el pergamino de las manos y lo desdobló. Era un anuncio de la pasada fiesta de Albor Primaveral en Solace.

—¡Qué…! —empezó a decir.

—Dale la vuelta.

Lo hizo y en el envés del pergamino había unas palabras escritas precipitadamente con un trozo de carbón:

Padre. Ayer hicimos un trato. Yo he cumplido mi parte; ahora ya sabes lo que pasa en el Bosque Oscuro y para qué quieren mi ayuda los centauros. Ahora tienes que cumplir tú la tuya.

Vete a casa y llévate contigo a Bor y a Uwen. Ninguno de vosotros tiene nada que hacer aquí. No necesito ni quiero vuestra ayuda.

Despídete de Laura de mi parte.

D.

—¡Escupitajo de goblin! —barbotó Caramon y apretó el puño, arrugando el mensaje.

Uwen se acercó, vestido con la armadura y con el hacha en la mano. Sus ojos azules brillaban de determinación.

—Vamos tras ella, ¿verdad? —preguntó.

—¡So! —dijo Borlos levantando la mano. Su armadura estaba junto al petate, allí donde había dormido—. Espera un poco, muchacho. Dez tiene algo de razón; ése no es un bosque cualquiera. —Y lo señaló con el pulgar—. ¿De verdad quieres meterte de cabeza en una guerra, con centauros deformes y árboles demonio y todo eso? Porque yo no.

—Yo voy tras ella —repuso Uwen con la cara impávida.

—¿Y qué piensas hacer? —lo interpeló Borlos—. ¿Cómo vas a encontrarla allí dentro? No hay caminos que puedas seguir y yo no tengo ni idea de cómo seguir un rastro. —Se volvió hacia Caramon—. ¿Tú qué dices, grandullón? ¿Crees que podrías seguirle el rastro?

Caramon sacudió la cabeza. En los buenos tiempos, eran Tanis y Riverwind los que poseían ese tipo de habilidades.

—¿Lo ves? ¿Cómo quieres…? —dijo Borlos separando los brazos.

—Yo sé cómo seguirle el rastro —dijo Uwen.

—¿… y encontrarla en medio de… eh? —preguntó Borlos—. ¿Tú sabes?

—Mi padre tiene ovejas en la granja —dijo Uwen asintiendo con la cabeza—. Hace un par de años tuvimos problemas con los lobos y me enseñó a moverme en el bosque para perseguirlos y cazarlos.

—Oh. Bien, entonces —gruñó Borlos—. Así «todo» está mejor.

—Yo pienso seguirla —declaró Uwen—. Vosotros volved a Solace si queréis.

Borlos miró al cielo en actitud de súplica y luego se volvió hacia Caramon.

—¿Quieres intentar hacerlo entrar en razón?

Caramon miró con severidad a Uwen, que le devolvió una mirada honestamente retadora, visto lo cual dio un bufido y se fue hacia su caballo dando grandes zancadas.

—¿Lo ves? —preguntó Borlos—. El grandullón tiene el buen sentido de no ir a vagabundear por… —Se interrumpió y miró sorprendido a Caramon, que había empezado a soltar los arreos de su yegua—. ¿Qué estás haciendo?

—¿Tú qué crees? —replicó Caramon. La yegua sacudió la cabeza cuando le sacó las bridas—. La estoy dejando marchar, ya que no me puede hacer ningún servicio allí donde voy.

Sonriendo, Uwen corrió hacia su caballo y empezó a hacer lo mismo.

—Si te preocupan, puedes volver con ellos —le dijo al bardo.

Borlos vaciló un momento y luego negó con la cabeza.

—Ni hablar. Yo también voy.

Caramon lo miró divertido.

—¿Qué quieres que te diga? —dijo Borlos, encogiéndose de hombros al tiempo que se dirigía hacia su yegua—. ¡Prefiero enfrentarme a ese árbol demonio que vérmelas con Tika si vuelvo sin ti o sin Dez!

Quitaron los arreos a las monturas y luego las desataron. Ya habían levantado la mano para darles una palmada en la grupa cuando los tres caballos se dieron la vuelta y salieron al trote colina arriba, hacia el camino. Atónitos, Caramon, Uwen y Borlos los vieron trepar por la empinada subida, girar hacia el norte y perderse de vista.

—¡Guau! —exclamó Borlos mientras el repiqueteo de los cascos disminuía con la distancia—. Si no conociera a los caballos, diría que saben adónde van.

Caramon se quedó pensativo. Tenía el presentimiento de que regresaban a casa, y se le pasó por la cabeza que Trephas les había dicho que lo hicieran. Se preguntó qué pensaría Tika cuando los viera aparecer sin jinete en la posada.

Suspiró apartando la idea de su mente y fue a recoger su impedimenta.

—Vámonos —dijo—. Ya nos llevan bastante ventaja.

***

Quedaban muy pocos bosques vírgenes en Ansalon. Incluso los que habitaban los elfos y los kenders, aunque eran lugares tranquilos e idílicos, habían sido cuidadosamente conformados a la medida de sus selváticos habitantes. Aunque los enanos y los humanos no quisieran reconocerlo, eran parajes civilizados.

El Bosque Oscuro, en cambio, seguía siendo un lugar salvaje, profundamente indómito. Los robles negros crecían muy juntos, de manera que las ramas se entrelazaban y formaban un manto de ramas y hojas que se extendía por encima cubriendo muchos kilómetros. El suelo del bosque estaba siempre en penumbra. Aparte de los ocasionales rayos de brillante luz que atravesaban la espesura, la única luz era un suave reflejo verdoso. Parecía el fondo del mar. A pesar de la oscuridad, el suelo no estaba baldío. Entre los troncos cubiertos de musgo de los robles, crecían helechos, arbustos y setas, y las abejas zumbaban entre las flores blancas y azules.

También había animales. Docenas de pájaros distintos revoloteaban entre las ramas. Los machos de alegre plumaje gorjeaban y sacaban pecho para atraer a las hembras de su especie. Corriendo y saltando entre los troncos se veían ardillas de pelo rojizo, y en el suelo se veían las entradas de las madrigueras de tejones y erizos, más activos durante la noche. Entre las sombras, se movían los ciervos, con las colas blancas en alto; en algunos árboles, se veían manchas de sangre, donde algún joven venado se había arrancado la piel aterciopelada de los cuernos recién salidos.

Sin embargo no eran ni tejones ni ciervos lo que preocupaba a Dezra, sino el enorme oso pardo que tenía enfrente.

Ya había visto osos antes. En el valle de Solace abundaban, pero eran negros y pequeños, y nunca se habían acercado tanto como ahora. Dezra percibía el olor a salmón en el aliento del formidable animal. Era, decidió, una experiencia de la que habría podido prescindir.

Ella y Trephas habían recorrido varias leguas en silencio. Había mirado un momento hacia atrás y cuando quiso reemprender la marcha, el oso había salido de entre las sombras y se había sentado delante. De eso hacía unos minutos y desde entonces, ni el oso ni ella se habían movido.

Trephas la miró perplejo.

—¿Qué os ocurre? ¿Por qué os habéis parado?

—Bromeas, ¿verdad? —preguntó Dezra sin separar los labios.

Trephas siguió la dirección de su mirada, vio al oso y se echó a reír.

—Ah —dijo, y para ser una palabra tan corta, sonó notablemente desdeñosa—. Claro. Había olvidado que los de vuestra especie temen a nuestras criaturas del bosque. Quedad tranquila, la bestia no os molestará mientras no la molestéis.

—Oh —dijo Dezra—. Estupendo.

El oso bostezó enseñando dos hileras de temibles dientes. Trephas estaba a su alcance. Si le hubiera dado un zarpazo, lo habría dejado tendido en el suelo hecho jirones. Aun así, dio la espalda al oso y se volvió hacia ella.

—Vamos. No podemos quedarnos aquí todo el día.

—Mierda —masculló Dezra tragando saliva y echó a andar, nerviosa y dando un gran rodeo. Tardó lo suyo, pero finalmente consiguió pasar el tramo donde estaba el animal. Se volvió hacia atrás y vio que la miraba por encima del hombro con la lengua fuera.

—¿Lo veis? —le dijo Trephas, y su potente voz la sobresaltó—. Nunca antes había visto a un ejemplar de vuestra especie… sólo de la mía y de las otras del bosque. No nos tiene miedo.

—Encantador —dijo Dezra—. ¿Y qué habría pasado si por casualidad ése no fuera un viejo oso amigable? ¿Y si hubiera… «cruzado»… como los skorenoi?

—Me habría dado cuenta —dijo Trephas en tono condescendiente—. No temáis.

Dezra alzó los ojos hacia las ramas poniendo cara de amargura. Sobre sus cabezas, una pareja de arrendajos saltaban de rama en rama, lanzando chillidos. Siguieron andando. Dezra también iba a pie. Ninguno de los dos había disfrutado de la forma de viajar del día anterior y ya no tenían tanta prisa. Trephas le había asegurado antes de emprender el camino que no encontrarían más peligros. Irían hasta el Agua Oscura y luego seguirían su curso hasta llegar a Ithax, a dos días de camino.

Hacia el mediodía —era difícil saber la hora con el sol oculto por el manto de hojas—, oyó otro ruido delante de ellos: el borboteo de una corriente de agua. Miró a Trephas, que dijo:

—El Agua Oscura. Si lo deseáis, podemos hacer una parada y descansar.

—No me hace falta descansar —dijo Dezra con dureza. No es que la idea de un descanso no le resultara agradable, pero la actitud de Trephas, que parecía decir que si se detenían sería para que «ella» descansara, la irritaba—. Puedo seguir.

Él la miró, frunció el ceño y se encogió de hombros.

—Aun así, deberíamos detenernos para comer. Y no iría mal llenar de agua los pellejos.

—Como quieras.

Los robles negros dieron paso a dorados sauces. El Agua Oscura serpenteaba entre ellos, arropado entre sus ramas colgantes. Su sombra le hacía merecedor del nombre, aunque una catarata cubriera la corriente de espuma blanca un poco más arriba. Sobre la superficie planeaban libélulas verdes y azules, y las aguas se animaban con los movimientos bruscos de los peces. Dezra se arrodilló en la orilla para llenar su pellejo y luego se sentó en la hierba a comer lo que había robado en la feria. Entre bocado y bocado, daba algún tiento al frasco de aguardiente enano.

Sonrió notando la tibieza del licor en el estómago y miró a Trephas. El centauro se había arrodillado unos metros más abajo. Observándolo, vio que arrancaba un puñado de hierba y se lo llevaba a la boca. Dejó escapar una súbita carcajada y miró hacia otro lado, tapándose la boca. Ya sabía que era mitad caballo pero no esperaba que pastara como los animales.

Lo vio comer otras cosas, no obstante: un poco de queso tierno que sacó del morral, más unas hojas aterciopeladas de un arbusto que crecía junto a uno de los sauces. Había otro arbusto igual cerca de donde estaba Dezra y, asegurándose de que Trephas no miraba, cogió una hoja y se la metió en la boca, pero la escupió al punto con una mueca de asco y bebió un largo trago de aguardiente para quitarse el sabor agrio de la boca.

De pronto, Trephas se puso de pie y se volvió hacia el bosque, mirando en la dirección de la que venían. Abriendo mucho las ventanas de la nariz, levantó el arco y lo tendió.

Dezra se irguió y buscó su espada.

—¿Qué pasa? —murmuró—. ¿No me has dicho que aquí no había peligro?

—No debería haberlo —respondió él, lacónico—. Me ha parecido oír… —Levantó la mano sin acabar la frase—. Esperadme aquí. Voy a echar una ojeada.

Se alejó moviéndose entre los árboles con inusitado sigilo. Dezra enseguida lo perdió de vista entre las sombras. Ni siquiera pensó en seguirlo; iba demasiado rápido. Se agazapó bajo un sauce, desenvainó la espada y esperó.

Oyó romperse una rama a su derecha. No podía haber sido más lejos de treinta pasos río arriba. Por un momento le pareció vislumbrar algo que se movía entre los árboles pero estaba demasiado oscuro para ver más. Miró a su alrededor buscando a Trephas mientras mascullaba maldiciones pero el centauro no estaba a la vista.

Había un desnivel entre el margen herboso y el agua. Con la espada en la mano, se deslizó hasta la corriente del Agua Oscura. Los bordes estaban cubiertos de limo resbaladizo pero consiguió mantenerse de pie. Se agachó y avanzó silenciosamente hacia el ruido. Con suma cautela, asomó la cabeza por encima del terraplén y miró hacia el bosque. En efecto, allí había algo, aunque no había podido distinguir qué era. Lo que fuera no había percibido su presencia.

No lo pensó dos veces. Trepó a la orilla, le dio la vuelta a la espada y le atizó con el pomo en el costado. Cayó al suelo dando un gruñido e inmediatamente se le tiró encima y le puso el filo contra la garganta. Jadeando y con el corazón desbocado, hizo un movimiento brusco con la cabeza para quitarse el pelo de los ojos y miró con fiereza… la cara de bobo de Uwen Gondil.

—Tranquila, Dez —dijo una voz entre las sombras.

Miró hacia allí y vio a Borlos de pie bajo un sauce. Detrás de él, había una figura más voluminosa, con un casco adornado con alas de dragón. Bajó la cabeza y apartó el cuchillo del cuello de Uwen.

—¡Maldita sea! —barbotó levantándose.

—Habíamos hecho un trato —dijo Dezra. Estaba de pie en la orilla, con las manos en las caderas y miraba con rabia a su padre. Caramon le devolvió una mirada desafiante. Borlos y Uwen se habían apartado, y Trephas aún no había vuelto—. Tenías que haber vuelto a casa —insistió—. Ése era el trato.

—Entonces, lo he roto —replicó Caramon—. Pero no me dirás que tu parte consistía en escabullirte antes del amanecer…

—Me he ido así —dijo poniendo los ojos en blanco—, porque sabía que querrías venir conmigo. No tenía ganas de pasarme la mañana discutiendo contigo. Y ahora tampoco me apetece. Vete. —Señaló a Borlos y a Uwen y añadió—: Y llévatelos de aquí antes de que maten a alguno.

—No voy a ninguna parte.

—Mira…-empezó a decir Dezra levantando las manos.

Caramon negó con la cabeza.

—Dez, escucha. A pesar de lo que tú creas, no sólo se trata de ti. No voy a Ithax por ti. Voy por el Señor del Bosque. Hace muchos años, nos ayudó, a mí y a mis amigos, a encontrar a los dioses. Puede que a ti eso no te importe, pero a mí sí. Tengo una deuda de gratitud.

—¿Y qué me dices de Bor y del chaval? —preguntó mirándolo de soslayo—. ¿Te han querido acompañar en tu pequeña cruzada o has decidido arrastrarlos contigo?

—No tan rápido —intervino Borlos—. Aquí nadie ha venido arrastrado. Nosotros hemos querido acompañarlo.

—Entonces, es que sois aún más tontos que él.

Uwen dio un paso adelante; la expresión de su rostro era de una honestidad tal que atacaba los nervios.

—Yo no he venido por el Señor del Bosque —dijo—. He venido por ti, Dezra. Deja que tu padre se ocupe de los problemas. Tú puedes volverte a Solace conmigo.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Dezra.

Se adelantó hacia Uwen, lo cogió por la pechera y se lo acercó de un tirón. Él tropezó y gruñó sorprendido, y ella echó la cabeza hacia atrás y lo besó con fiereza en los labios. En el primer momento el muchacho se debatió abriendo mucho los ojos pero luego se dejó ir y la besó a su vez. Cuando Dezra se apartó, Uwen tuvo la sensación de que el rostro se le encendía literalmente de vergüenza.

—¡Ahí tienes! —voceó ella con los ojos brillantes y una sonrisa torcida y desdeñosa. Lo separó de un empujón y añadió—: Un beso de la dama de la feria. ¿No era eso lo que querías? Te daría más, pero mi padre está mirando. A lo mejor esta noche.

—¡Dezra! —aulló Caramon—. ¡Ya está bien!

—No te metas más con él, Dez —intervino Borlos haciendo un gesto hacia Uwen—. El chico está colado por ti, bueno ¿y qué pasa?

Dezra le clavó tal mirada de odio que lo hizo callar.

—Que es idiota —sentenció—. Igual que vosotros dos. ¿De verdad creíais…?

Dezra se calló de pronto, con la voz tomada. Su mirada, hasta entonces fija en el avergonzado granjero, fue captada por algo que se movía entre las sombras del bosque. Había visto algo… un brillo metálico. Ya no estaba pero ahora percibía un leve sonido: el lento y suave crujir de la madera tensada por una cuerda. Nadie más parecía haberlo oído, pero era inconfundible.

—Cuidado —empezó a decir.

Demasiado tarde. La flecha silbó en el aire y se clavó en la espalda de Uwen, atravesando la armadura. La sorpresa que animaba sus ojos se hizo más pronunciada. Luego éstos se quedaron vacíos y el muchacho cayó encima de Dezra con los labios ensangrentados. Ella perdió el equilibrio al recibir el peso y los dos se precipitaron al agua.