11

El sátiro se lanzó a la carrera por el bosque sabiendo que no era lo bastante rápido. Sus patas de cabra eran buenas para escalar y saltar pero no tanto para correr. El final de la persecución era ineludible pero Hurach corría de todos modos.

La testarudez estaba muy arraigada entre su gente. Su clan se había negado a abandonar el pueblo donde vivía aun cuando el bosque y sus alrededores empezaban a cambiar. Los robles, en otro tiempo altos y rectos, se habían retorcido y contrahecho, exudaban una sabia amarga y estaban rodeados de enjambres de insectos blanquecinos. En los prados en los que los hombres-cabra solían tocar los caramillos a la luz de la luna dejó de crecer la hierba. Por los arroyos corrían aguas marrones y salobres. A pesar de todo eso, los empecinados sátiros se habían quedado.

Ese día, sin embargo, habían aparecido los skorenoi.

Los hombres-cabra estaban durmiendo, tal como solían hacer cuando el sol estaba en lo más alto. Hurach se había despertado entre gritos, humo y sangre. La mitad del pueblo estaba en llamas, con él suelo cubierto de cadáveres. Los skorenoi estaban por todas partes. Observó cómo asesinaban a sus congéneres, disparándoles flechas con sus grandes arcos o atravesándolos con lanzas. No los habían matado a todos, sin embargo; algunos centauros deformes tendieron enormes redes para atrapar a los hombres-cabra. Los gritos de los sátiros que caían en las redes eran más desgarradores incluso que los de los moribundos.

Hurach había huido, vadeando el turbio arroyo que corría junto a su cabaña, pero al poco oyó ruido de cascos que se aproximaban por detrás. No veía a nadie entre los árboles enfermos pero la presencia de sus perseguidores era innegable. La persecución había durado muchas horas, hasta más allá del atardecer. Ahora ya estaba oscuro. Pronto acabaría.

Tropezó con una roca y torció el gesto al notar la punzada de dolor que le recorrió el cuerpo desde la pata hasta la columna vertebral. Trastabilló y cayó contra un árbol. Una flecha emplumada de negro se clavó en la corteza a pocos centímetros de él, haciendo brotar un chorro de savia rancia. Gimiendo, reemprendió la carrera. El ruido de cascos estaba ya muy cerca.

—¡Dulce Chislev! —sollozó—. ¡Ayúdame…!

Hurach oyó otro ruido delante de él: el fragor de agua corriendo entre rocas. Un poco más allá había un río, crecido por las aguas del deshielo en las montañas. Apretó el paso. Si conseguía llegar a la orilla, podría lavarse las heridas, quitarse el olor a sangre y esconderse. Notó que una oleada de esperanza le inundaba el pecho.

Casi había alcanzado el río cuando media docena de formas sombrías aparecieron ante él moviéndose con una terrible gracia y fluidez para impedirle el paso.

Dando un grito, Hurach giró en redondo y salió corriendo en sentido contrario. Frente a él había más skorenoi con los arcos tendidos. Dos de ellos dispararon y sus flechas fueron a clavarse en el suelo delante de él. Desesperado, miró a su alrededor. Los skorenoi situados entre él y el río se acercaban desplegando las redes.

—¡No! —gritó—. ¡Si es una cacería, hacedlo como es debido! ¡Matadme!

Uno de los arqueros bajó el arma. Tenía el cuerpo distinto de los otros, casi normal para un centauro. La cabeza, sin embargo, era una monstruosidad; grotescamente alargada, combinaba rasgos de hombre y de caballo. Lo miró y bufó desdeñoso.

—Leodippos —dijo Hurach reconociéndolo.

El skorenoi ladeó la horrible cabeza.

—¡Has encabezado una divertida persecución, cabrito! —gruñó—. Pero ahora ya se ha acabado.

Los que llevaban la red casi lo habían alcanzado. Dando balidos desesperados, se lanzó a coger las flechas que los centauros habían disparado al suelo.

—¡Detenedlo! —gritó Leodippos haciendo señas con los brazos.

Hurach cayó junto a las flechas y cogió una. Los skorenoi salieron disparados en el momento en que apretaba la punta de la flecha contra el pecho y dirigía el astil hacia el suelo. Sólo tenía que dejarse caer.

Entonces, de pronto, se elevó por el aire, izado por una de las redes que lo había atrapado por detrás y lo apartaba del suelo. Chilló y pataleó mientras los skorenoi lo envolvían en la malla. Al momento siguiente, Leodippos estaba a su lado. Había dejado el arco y ahora llevaba un pesado garrote. Lo miró y sonrió fríamente.

—¡Duerme, cabrito! —dijo—. Así será todo más fácil.

Leodippos levantó la maza y la dejó caer. A Hurach se le nubló la vista de dolor y luego perdió el conocimiento.

***

Era noche cerrada cuando su mente emergió de entre las umbrías profundidades. Tenía un ojo tan hinchado que no podía abrirlo y todo ese lado de la cara dolorido y tumefacto, pero consiguió despegar el otro párpado y mirar a su alrededor.

Estaba en algún lugar de las montañas, cerca de Sangelior si no se engañaba. El valle donde lo habían dejado era angosto y rodeado de paredes escarpadas, cuyos picos impedían la vista de las estrellas en todas direcciones. Los árboles estaban terriblemente deformados, con la corteza agrietada y pegajosa de savia. Aunque no hacía viento, no paraban de moverse, retorciendo las ramas y enroscando las raíces bajo tierra. Había algo más: una presencia en el valle que le ponía los pelos de punta. No podía verla desde donde estaba pero sí percibirla; era una negrura palpitante y hambrienta que acechaba en los aledaños.

—Éste es el que intentó escapar, señor —dijo Leodippos a su espalda.

Hurach se revolvió intentando verlo y estuvo en un tris de volver a perder el sentido. Jadeó y notó el sabor de la bilis en la boca.

—Todavía le quedan ganas de pelea por lo que veo —dijo otra voz, átona y seca como un pergamino viejo—. Levantadlo.

Oyó que se acercaban. Entre la oscuridad surgió amenazante el rostro equino de Leodippos, que lo pinchaba con una lanza.

—¡Arriba, cabrito! —dijo desdeñosa—. El señor del Bosque Oscuro lo ordena.

Hurach se irguió con un gemido. El valle pareció girar a su alrededor por un momento y luego se detuvo de golpe. Miró más allá de Leodippos, hacia la otra voz y luego deseó fervientemente no haberlo hecho.

Que aquella criatura hubiera sido un centauro en otro tiempo era casi impensable. Ahora era un esqueleto; estaba demacrado, con las extremidades consumidas y los huesos protuberantes. Su carne no tenía color, salvo el serpenteante azul de las venas debajo de la piel. No tenía pelo en ninguna parte del cuerpo, ya fuera de caballo o de hombre. Sus ojos negros y hundidos miraban a Hurach sin asomo de piedad.

—Bien —dijo lord Chrethon, y los labios al separarse dejaron ver unos dientes pequeños y afilados—. Quizá podamos usar éste. Llevadlo al árbol.

***

El roble estaba agazapado en la oscuridad como una hormiga león en su guarida, esperando a su presa. Era enorme; se elevaba por encima de cualquiera de los árboles centenarios que lo rodeaban. Su corteza, negra como la pez, estaba abarquillada e infestada de hongos y de musgo rojizo. Las colosales raíces se retorcían por el suelo y las ramas se elevaban semejantes a brazos esqueléticos. Sus hojas, de bordes dentados, eran un centenar de voces murmurantes. Hurach se tapó los oídos con las manos, intentando no oírlas, pero fue en vano. No era de extrañar que los skorenoi estuvieran enajenados; ¿quién podría soportar ese murmullo durante mucho tiempo sin caer en la demencia?

Lord Chrethon se echó a reír y su risa era un ruido duro, exento de alegría y brillante como el filo de un cuchillo. Hizo un gesto y Leodippos empujó a Hurach y lo tiró al suelo.

—Esperaremos aquí —dijo Chrethon señalando con la barbilla hacia el árbol demonio—. Aún no ha acabado de alimentarse.

Hurach no quería mirar pero no pudo evitarlo. Había una forma pequeña y oscura agachada en el suelo, estremeciéndose, a medio camino entre ellos y el árbol demonio. Era otro sátiro, un sátiro de su especie. Hurach vio la curva de los cuernos del hombre-cabra, la línea blanca en el negro de las peludas patas y supo su nombre: Druthed. El rumor de las hojas no lo dejaba oírlo pero Hurach creyó adivinar que lloraba.

—Esperad —murmuró lord Chrethon con el rostro iluminado—. Esperad…

Se oyó un leve crujido procedente del árbol, tan sutil que fue casi un murmullo. Hurach observó atónito cómo Leño Terrible empezaba a moverse. Las ramas se doblaron lentamente, retorciéndose hacia abajo, en dirección al acobardado sátiro, mientras las puntas se enroscaban como si fueran ganas. Hurach intentó desviar la mirada pero Leodippos lo cogió con fuerza y lo obligó a mirar mientras el roble cubría a Druthed con sus hojas.

Ocurrió tan súbitamente que Leodippos gruñó sorprendido y apretó con fuerza los hombros de Hurach. Con un potente ruido de desgarro, la tierra se abrió debajo de la forma sollozante de Druthed y del suelo surgieron unas raíces blanquecinas que olían a tierra. Se enroscaron alrededor de las muñecas, los tobillos, los hombros e incluso el cuello del hombre-cabra. Lo acunaron durante un instante y Druthed se estremeció como un recién nacido. Luego, lentamente, empezaron a estirar.

Druthed aulló.

Los gritos agónicos del sátiro eran el sonido más terrible que Hurach había oído en su vida. Hurach cerró los ojos pero no pudo evitar oír los agudos lamentos ni el horripilante ruido que los acompañaba: un crujido húmedo que le recordó el descoyuntamiento de las patas de un cordero. Luego cesaron los lamentos tan abruptamente como habían empezado. Los terribles crujidos continuaron durante un rato, junto con unos sorbetones que daban ganas de vomitar. Finalmente, también éstos cesaron y sólo se oyó el crujir de las extremidades de Leño Terrible.

Hurach se preparó para lo que pudiera ver al abrir los ojos pero no le fue de ninguna ayuda. Diseminados por el claro estaban los trozos de Druthed, sin gota de sangre. Las raíces, ahora rojizas, se apartaban para hundirse de nuevo en la tierra, que se cerró tras ellas. Poco a poco, las ramas de Leño Terrible recuperaron la forma anterior.

Hurach se estremeció viendo la carne desgarrada. «Pronto eso es todo lo que quedará de mí —pensó—. Sangre para saciar la sed de un árbol».

Sin dejar de sonreír, lord Chrethon levantó uno de sus huesudos brazos.

—¡Leño Terrible! —llamó—. ¡Quisiera hablar con vos!

El roble se agitó levemente y se oyó un profundo rumor procedente de la tierra. Hurach distinguió palabras en aquel ruido. Las hojas murmurantes las repetían a medida que Leño Terrible hablaba.

—¿Otro? —atronó la voz sepulcral—. ¿Me habéis traído otra ofrenda?

«… nda», murmuraron las hojas.

—Si es vuestro deseo… —contestó Chrethon, solícito—. Creo, sin embargo, que a éste podríamos darle mejor uso.

Sin previo aviso, Leño Terrible se introdujo en la mente de Hurach, que tuvo la sensación de que una lanza oxidada le hendía el cráneo. Cogió aire para gritar pero la terrible presencia ya había desaparecido.

—¡Acercadle! —ordenó el árbol.

«… adle», repitieron las hojas.

Superado el pánico, Hurach se sentía casi sereno cuando Leodippos lo empujó hacia el árbol. Chrethon avanzó con él y se detuvieron entre los restos de Druthed. Ahora que estaba más cerca, Hurach notó que el tronco de Leño Terrible palpitaba, hinchándose y hundiéndose como un gran corazón de ritmo lento. Sintiendo una tranquila fascinación, se dijo que ahora caerían las ramas sobre él, se abriría el suelo y sentiría la insoportable presión de las ramas cuando lo desmembraran…

—Sí —dijo el árbol—. Este bastará.

«… bastará», repitieron las hojas.

Hurach se obligó a retirar la mirada del palpitante tronco y se volvió hacia Chrethon. El demacrado centauro asentía con la cabeza.

—¿Lo tomaréis ahora?

—¡No! —repuso Leño Terrible—. Que contemple antes el trofeo.

«… trofeo…».

Chrethon hizo una reverencia y un gesto en dirección a Leodippos, que contestó del mismo modo. La sonrisa exagerada de Chrethon se hizo aún más amplia.

Leodippos dio otro empujón a Hurach. El sátiro tropezó, estuvo a punto de caer y siguió a Chrethon, que pasó junto a Leño Terrible, y siguió adelante, internándose en el bosque.

—¿Adónde vamos? —preguntó mirando a su alrededor.

—No tengas miedo, cabrito —se burló Leodippos—. No está lejos.

A menos de cien pasos de Leño Terrible se abría un claro en el bosque y, en medio, había un enorme espino muy denso que se elevaba incluso por encima de la cabeza de los skorenoi. Las zarzas se movían, retorciéndose sin cesar, erizadas de crueles espinas curvas del tamaño de cuchillos.

—Adelántate —le ordenó Chrethon—. Mira en el interior.

Contra su voluntad, Hurach se encontró avanzando hasta situarse frente al espino y mirando sus demenciales y atormentadas profundidades. Había algo en el centro, casi invisible entre las zarzas, algo de forma blanca, delicada y exangüe. Hurach dejó escapar un grito al verla.

Era el Señor del Bosque.

Sólo había visto una vez al unicornio, en la peregrinación que hizo a su arboleda cuando ya tuvo edad. Entonces era muy bella, una criatura llena de gracia que resplandecía con tonos argénteos. Al verla, había llorado de alegría; ahora volvió a llorar, pero de pena. Estaba tan flaca como Chrethon, con las costillas bien marcadas bajo la piel. Tenía el pelaje mate y sarnoso, salpicado de manchas rojizas de sangre seca allí donde los crueles pinchos habían penetrado en la carne. La cola y las crines estaban enmarañadas y sucias, llenas de erizos enredados. Le cubría el rostro, excepto los ojos, un bozal de cuero y acero, y sólo el cuerno, que brillaba como las perlas a la luz de la luna, conservaba algo de su esplendor de antaño.

Hurach cayó de hinojos en el suelo yermo, sollozando.

—Señora —dijo con voz ahogada—. Oh, señora… ¿qué os han hecho?

—Nada, comparado con lo que todavía le espera —dijo Chrethon con una risa cruel—. Y ahora, levántate, hombre-cabra. Leño Terrible te espera.

Hurach no se movió. No podía apartar la vista del cuerpo torturado del Señor del Bosque, atrapado en el serpenteante zarzal. Finalmente, Leodippos se adelantó haciendo tintinear sus guarniciones y lo cogió del brazo. El sátiro sabía que debía luchar, debatirse, intentar liberarse, pero no hizo nada. Tenía la languidez de un cadáver cuando Leodippos lo puso en pie de un tirón y lo arrastró hasta la presencia de Leño Terrible.

Cuando volvían a estar cerca del árbol demonio, Leodippos lo tiró al suelo y Hurach no hizo ningún esfuerzo por levantarse, lo que al parecer satisfizo a Leño Terrible.

—Bien —dijo con voz atronadora—. Ya está preparado. Podéis marcharos, Chrethon. Os llamaré cuando haya acabado.

«… acabado».

Hurach oyó retirarse a los skorenoi pero no se volvió a mirarlos. Se oyó un potente chasquido en las alturas y las sombras impidieron el paso de la luz de la luna cuando Leño Terrible dobló las ramas hacia abajo. Se abrió la tierra a sus pies, pero no se acobardó ni cuando surgieron las raíces y apresaron sus patas, brazos y cintura. Un tendón le rodeó el cuello, dificultándole la respiración. Esperó el dolor. Había llegado el momento en que el árbol lo despedazaría, había llegado su fin.

Pero no fue eso lo que ocurrió. Leño Terrible lo arrastró hacia abajo y la tierra esponjosa, húmeda, lo rodeó apretándose contra él, envolviéndolo. El rumor átono de la voz de Leño Terrible empezó a hablar directamente a su mente. Le habló durante mucho tiempo. El sátiro lloró angustiado y luego quedó inconsciente.

Mientras dormía, Hurach empezó a cambiar.