Se reunieron al anochecer, bajó el cielo teñido de color ciruela. El claro, en el corazón del Bosque Oscuro, resplandecía con los rayos rojizos del último sol. Los árboles proyectaban sombras densas. La brisa agitaba los helechos y el murmullo de sus hojas semejaba el zumbido de los insectos en verano.
El claro estaba en una depresión entre las colinas, rodeado de robles con barbas de musgo. La tierra estaba cubierta de una alfombra aterciopelada, moteada de fragantes flores silvestres. Un afloramiento de roca clara, salpicado de líquenes, se elevaba por encima del claro sagrado. El Círculo de los Siete se había congregado frente a él y en todos los semblantes se leía la preocupación.
En el Bosque Oscuro vivían siete tribus. Sus jefes formaban el Círculo, que gobernaba con sabiduría y ecuanimidad. Cuatro veces al año, en los cambios de estación, celebraban una asamblea frente al peñasco consagrado a Chislev, diosa de los animales salvajes. El Jefe Supremo escuchaba las nuevas de todas las tribus y mediaba en las disputas. En ocasiones aparecía el Señor del Bosque, el unicornio que reinaba en el Bosque Oscuro y que, a pesar de lo que pudiera sugerir su nombre, era una hembra.
Aquel día, sin embargo, el ritmo de las estaciones se había roto. Sólo hacía tres semanas del solsticio de verano y faltaban meses para el equinoccio. De vez en cuando, las circunstancias hacían necesarias esas reuniones pero no se había producido una emergencia así en décadas. Los jefes de tribu reunidos tenían el corazón henchido de preocupación.
Nemeredes el Viejo, señor de la tribu de las Altas Crines, fue el primero en salir trotando del bosque. Su larga y plateada crin y la canosa y trenzada barba de su rostro avejentado flotaban al viento. Su pelaje castaño estaba entreverado de blanco pero él seguía tan fuerte como un joven semental. Lo acompañaban sus dos hijos mayores, Nemeredes el Joven y Gyrtomon, ambos con las crines de color rubio ceniza recogidas detrás y armados con lanzas envueltas en hiedra. Se arrodillaron con su padre frente al peñasco y luego se levantaron y esperaron en silencio.
Después llegó Pleuron el Gordo, en otro tiempo llamado la Sombra por la absoluta negrura de su piel, pelaje y crin. Su abultado vientre se bamboleaba mientras trotaba hacia el peñasco. Él también llevaba escolta: guerreros de su tribu, porque sus hijos aún no tenían edad. Pleuron, jefe de la tribu del Sauce Verde, saludó a Nemeredes con un gesto de cabeza, se arrodilló frente al peñasco y ocupó su puesto.
El resto llegó poco después. Leodippos del Ciervo Saltarín era el más joven, con una barba negra que apenas era más que pelusa en las mejillas. Sus patas recubiertas de pelaje marrón se agitaban inquietas por la espera. Thymmiar del Arroyo Alegre resultaba el más extravagante con su pelaje compuesto de retazos negros y blancos. Llevaba la cabeza toda rapada, a excepción de una estrecha banda de pelo que le bajaba por el medio. Los otros jefes lo miraban preocupados, no por su apariencia sino por su actitud. A pesar de ser un centauro de sonrisa fácil, aquella noche Thymmiar estaba extrañamente solemne.
Eucleia de los Cascos de Hierro, de pelaje gris y crin color acero, era una excepción entre los centauros. Aunque las yeguas cazaban y luchaban junto a los caballos, el puesto de jefe pasaba de padres a hijos: que una yegua fuera jefe de tribu era algo insólito. Tenía unos andares arrogantes que desafiaban a quien la mirara con récelo. Con la severidad pintada en su rostro de fuerte mandíbula, se inclinó ante el peñasco.
Por último, con las cicatrices de la cara marcadas por la preocupación, llegó Menelachos de la Lanza de Ébano. Alto y robusto, con el pelaje bayo y la crin negra, entró en el claro sin escolta. Eso y la torques de oro tachonada de zafiros que le rodeaba el cuello lo señalaba como el primero entre los Siete, el Jefe Supremo de los centauros. Los otros jefes le hicieron una reverencia y él les respondió asintiendo con la cabeza, de manera que la poblada barba chocó contra el musculoso pecho. Se adelantó hasta el peñasco, se arrodilló y besó la piedra fría y blanquecina. Los otros cinco jefes bajaron la cabeza en señal de respeto.
—Bendita Chislev, Señora de la Naturaleza —murmuró Menelachos—. Acudimos a vos en busca de consejo.
De inmediato, los lanceros desliaron la hiedra enroscada en sus armas y las lanzaron de manera que se clavaran a los pies del monolito.
—Es un asunto terrible el que nos trae aquí —dijo, y su profunda voz se extendió por el claro—. Os agradezco que hayáis acudido en tan breve tiempo.
Los otros jefes se miraron unos a otros, perplejos.
—¿Qué hemos venido a hacer? —preguntó Eucleia, desafiante—. Algunos estábamos atendiendo asuntos de importancia cuando recibimos el aviso.
Nemeredes dio un bufido de enojo y Eucleia respondió con una mirada de acero. Menelachos se apresuró a intervenir.
—Os comprendo, Dama de los Cascos de Hierro, pero son tiempos terribles. Los seguidores de Takhisis no esperarán al otoño.
El Jefe Supremo exhaló con lentitud. En el silencio, hasta los pájaros detuvieron sus gorjeos.
—Hay una razón que explica que sólo seamos seis —dijo lentamente—. El Círculo se ha roto. Uno de los nuestros se ha vuelto contra nosotros.
El joven Leodippos murmuró algo para sus adentros y Menelachos levantó una mano.
—¡No digáis su nombre! —exclamó—. No debe pronunciarse hasta que no sea acusado.
Los otros cinco jefes parpadearon sorprendidos, al tiempo que piafaban con los cascos delanteros.
—¿Está aquí? —preguntó Pleuron levantando las cejas.
—En efecto —respondió Menelachos mirando al otro extremo del claro—. Ahora responderá de sus acciones. ¡Rhedogar!
Las sombras del lindero del claro se movieron y apareció un guerrero de pelaje plateado y entrecano; ni la lanza ni los arreos de guerra eran piezas ceremoniales, sino real armamento de batalla. Los jefes y sus escoltas se volvieron a mirarlo y él avanzó haciendo resonar los cascos contra el suelo hasta situarse a una distancia prudente del peñasco, desde donde hizo una reverencia.
—Os aguarda, señor —declaró.
—Traedlo —dijo Menelachos.
Rhedogar hizo un ademán en dirección a los árboles y aparecieron varios guerreros más. Dos de ellos tiraban de unas cadenas de hierro. Siguieron halando y, finalmente, otra figura entró trastabillando procedente de la oscuridad del bosque: un centauro enorme, todo él de color blanco excepto sus ojos, negros y brillantes. Tenía manchas de sangre en el rostro y los costados, y feas magulladuras que resaltaban sobre la piel clara. Llevaba una collera de hierro alrededor del cuello que enlazaba con las cadenas de hierro. Le habían atado los nervudos brazos con cuerdas de arco, y tenía las patas derechas unidas con maniotas. Avanzaba cojeando pero, aun así, había un cierto desafío en sus andares. Su mirada altanera se fijó en Menelachos cuando los guerreros tiraron de las cadenas obligándolo a detenerse.
—Mi señor —dijo con voz fría.
—Chrethon del Viento Penetrante —replicó Menelachos, y respondiendo al orgullo con orgullo, lo miró levantando la nariz—. ¿Realmente me consideráis vuestro señor después de todo lo que habéis hecho?
El centauro blanco entrecerró los ojos y se encogió de hombros.
Menelachos asintió con la cabeza.
—Los cargos contra vos…
—Los conozco —lo interrumpió Chrethon mirando desafiante a los jefes—. Se me acusa de enfrentarme al mal en lugar de esconderme como un cobarde.
Varios de los jefes se sonrojaron y Nemeredes cogió aire dispuesto a replicar pero Menelachos se le adelantó.
—Sabias palabras —replicó— a las que no falta cierta parte de verdad, pero plantando un grano de verdad puede obtenerse una cosecha de mentiras, como dicen los juglares.
Contestadme, lord Chrethon: ¿estabais en este claro, no hace todavía un mes, cuando apareció el Señor del Bosque y nos pidió que no emprendiéramos acción alguna contra los Caballeros de Takhisis?
—Así es —respondió Chrethon echando fuego por los ojos.
—Y —continuó Menelachos— ¿jurasteis seguir su consejo, por vuestra sangre y la de vuestra tribu?
El centauro blanco no respondió.
—¿Lo jurasteis?
Chrethon vaciló ante la furia del Jefe Supremo y luego asintió con una mueca de desprecio.
—Y por último —concluyó Menelachos—, ¿tendieron una emboscada y asesinaron vuestros hombres a dos veintenas de esos mismos Caballeros hace tres noches?
—Así es, por orden mía —replicó Chrethon—. Y volvería a ordenárselo de llegar el caso.
—Que llegará —gruñó Nemeredes—. Los Caballeros enviarán a otro contingente de los suyos para vengar la escabechina. Gracias a vos, la guerra entrará en nuestra casa.
—¡Que entre! —repuso Chrethon. Un día u otro tenía que llegar.
Al otro lado de Menelachos, Eucleia y Leodippos asintieron. Viéndolo, el Jefe Supremo se encogió de hombros.
—Pudiera ser —declaró—. Pero el Señor del Bosque no desea que interfiramos en la guerra que tiene lugar más allá de estos bosques. ¿Realmente os creéis más sabio que ella?
Se hizo un denso silencio. Chrethon se irguió en su puesto.
—Así es —dijo, y extendió los brazos—. ¡Mirad a vuestro alrededor, Menelachos! ¡Nadie ha visto al Señor del Bosque desde aquella noche! ¿Dónde está ahora que tenemos la oscuridad y la guerra a las puertas de nuestro bosque?
—Está aquí.
Los centauros se sobresaltaron. Chrethon abrió desmesuradamente los ojos elevándolos hacia el origen de la profunda voz. Menelachos y los demás se volvieron siguiendo su mirada y suspiraron maravillados.
El unicornio estaba en la cima del peñasco, silueteado contra los últimos rayos de luz. El sol teñía su pelaje plateado de tonos dorados; su cuerno de marfil refulgía. Era tanta su belleza que los centauros desviaron la vista y cayeron de hinojos, todos menos Chrethon. El centauro blanco miró al Señor del Bosque con desdén.
—¿Tan dolido estáis conmigo, hijo mío? —preguntó el Señor del Bosque en un tono severo y amable a un tiempo.
—No me inclinaré ante vos, señora —replicó Chrethon.
El unicornio sacudió la hermosa cabeza.
—Entiendo —dijo con tristeza—. Veis el mal a vuestro alrededor y sentís anhelos de combatirlo. Pero eso es precisamente lo que no debemos hacer.
—¿Qué debemos hacer, entonces? —preguntó Chrethon—. ¿Rendirnos?
—Si es preciso.
Los otros jefes levantaron la vista. Chrethon corcoveó como si el Señor del Bosque lo hubiera golpeado.
—Señora… —empezó a decir Menelachos, atónito ante la respuesta.
—No puedo explicarlo —lo interrumpió el Señor del Bosque—. Es la voluntad de Chislev. Sólo puedo deciros que en esta guerra, la oscuridad debe triunfar.
Los centauros permanecieron en silencio mientras los árboles crujían, lamentándose, al viento.
—No me dejáis elección, Señor del Bosque —declaró Chrethon—. Reniego de vos.
El unicornio se echó hacia atrás arañando la roca con las pezuñas.
—¿Qué habéis dicho?
—¡Reniego de vos! —aulló Chrethon y su voz resonó en todo el claro—. Si no estáis dispuesta a luchar contra el mal, lo haré yo solo. Y al Abismo con todos vosotros.
El Señor del Bosque bajó la cabeza. El cuerno destellaba mientras iba mirando a cada uno de los otros jefes.
—También veo la duda en vuestros ojos —les dijo—. No os culpo pero os ruego que me otorguéis vuestra confianza. ¿Me seguiréis?
—Sí, señora —se apresuró a contestar Nemeredes—. Aunque me duela, mantendré el pacto. Mi honor y el amor que os tengo así lo imponen.
Los otros centauros murmuraron viéndolo arrodillarse frente a la roca sagrada. Al cabo de un momento, Thymmiar y Pleuron lo imitaron, y por último, no sin renuencia, lo hicieron Leodippos y Eucleia. Cuando la mirada del unicornio se volvió hacia el Jefe Supremo, sólo él y Chrethon permanecían en pie.
—¿Y vos, Menelachos? —preguntó el Señor del Bosque—. ¿Cuento con vuestra lealtad?
Sin decir una palabra, se arrodilló e hizo una reverencia tan profunda que tocó con la frente la hierba del suelo.
El Señor del Bosque agitó la cabeza y sus crines se levantaron al viento.
—Chrethon, ¿deseáis retractaros?
—No —contestó con firmeza—. No pondré en peligro a mi pueblo en vuestro nombre.
—Está bien. —La voz del unicornio era un pozo de tristeza—. El Círculo de los Siete ha dejado de existir: el Círculo de los Seis reinará en su lugar. Por lo que se refiere a lord Chrethon… —Vaciló y su mirada buscó a Menelachos—. Dejo su destino en vuestras manos.
Al momento siguiente ya no estaba. Había girado sobre sí misma y desaparecido dejando atrás un remolino plateado. Los centauros se quedaron mirando el peñasco sin que ninguno sintiera deseos de ser el primero en romper el silencio. Sin embargo, Menelachos al fin se volvió hacia Chrethon.
—Os habéis hecho culpable de algo muy grave —proclamó con dureza—. Nunca en toda nuestra historia se había roto el Círculo. Y ahora, esta traición…
—No lo llaméis así, Menelachos —protestó Chrethon—. Sólo quiero proteger el bosque de aquellos que desean su mal.
—Puede ser —dijo Menelachos frunciendo los labios—, pero una traición es una traición, por muy nobles que sean los motivos. No podemos dejarnos cegar por vuestras buenas intenciones.
Los ojos de Chrethon refulgieron de rabia. Sus guardianes se pusieron en guardia, apretando nerviosamente las lanzas. No obstante, al cabo de un momento, bajó la cabeza.
—Que así sea —murmuró—. Haced lo que debáis.
Menelachos asintió con un gesto lento de la cabeza.
—Debemos discutirlo —dijo a los otros jefes e hizo un gesto a los guardas—. Lleváoslo de aquí para que podamos debatir libremente. Cuando llegue el momento, ya lo llamaremos.
Los guardas hicieron una reverencia y, dándose la vuelta, trotaron hacia el lindero del claro. Chrethon se mantuvo inmóvil, mirando airado el peñasco sagrado. Si la mirada pudiera quebrar la roca, el peñasco se habría derrumbado. Las cadenas se tensaron y se dio la vuelta rápidamente, pues sus guardianes lo arrastraban.
***
Chrethon y sus guardianes esperaron más de una hora mientras el Círculo discutía su destino. Varios guerreros se enzarzaron en una partida de dados, discutiendo y riendo entre tiradas. Los otros se mantuvieron cerca, manteniendo tensas las cadenas cuando se esforzaba en oír lo que se decía en el claro sagrado.
—¡… no podemos permitir que vuelva a ocurrir! —tronaba Nemeredes—. Debemos dejar bien claro que no toleraremos…
—¿Qué es lo que debemos dejar bien claro? —lo interrumpió Eucleia—. Sólo conseguiremos debilitarnos si somos innecesariamente severos con los seguidores de Chrethon, por no decir…
Chrethon aguzó el oído pero no pudo captar nada más. Eucleia había bajado la voz por debajo de su capacidad auditiva. Miró a su alrededor. Los jugadores de dados estaban absortos en el juego: las apuestas habían subido y uno de los jugadores acababa de apostar cinco cabras contra los brazaletes de plata de su oponente. Por si fuera poco, Rhedogar no estaba por allí; el centauro plateado se había internado en el bosque, probablemente a orinar. Sólo quedaban tres guerreros vigilándolo: los dos que sujetaban las cadenas y un joven bayo que lo miraba fijamente.
No tenía muchas probabilidades de salir airoso, pero tampoco era imposible. Aunque el bayo podía ser un problema, no era probable que tuviera una mejor oportunidad de escapar.
Decidido, Chrethon respiró hondo y tensó los músculos preparándose para salir corriendo. En ese momento, sin embargo, el bayo miró a su alrededor y echó a andar hacia él.
Chrethon aguantó la respiración sin saber bien a qué carta quedarse.
—Mi señor —lo saludó vacilante el bayo con un susurro—, ¿es verdad? ¿Luchasteis contra los Caballeros de Takhisis?
—Así es —contestó Chrethon con cautela—. ¿Qué tenéis que decir?
—¿Cómo fue?
Chrethon miró a su alrededor, inseguro. Los guardas que sujetaban las cadenas no parecían estar escuchando y la curiosidad del bayo parecía ser sincera. Se encogió de hombros.
—Los atacamos por sorpresa —dijo en voz baja— mientras dormían en su campamento. Los arqueros mataron a los vigías; a todos menos a uno, que dio la alarma antes de que un lancero acabara con él. Pero ya era demasiado tarde: eran menos que nosotros y no estaban preparados. Los matamos a todos, sin dejar uno. Fue glorioso.
—¿Y os van a castigar por eso?
—Ya habéis oído al Señor del Bosque —declaró Chrethon—. Quiere que nos mantengamos al margen de esta guerra.
El bayo abrió la boca, la cerró y la volvió a abrir para hablar. Las palabras salieron en torrente.
—Entonces, creo que estáis en lo justo al renegar de ella.
Chrethon se quedó un momento callado, pensando.
—¿Cómo os llamáis, muchacho?
—Thenidor, señor —contestó el bayo.
Chrethon frunció el ceño; había que pensar rápido.
—¿Y creéis que vuestros amigos pensarán igual que vos?
—Así es, señor —dijo Thenidor con entusiasmo—. Estoy seguro.
—Bien —dijo Chrethon sonriendo—. Entonces, cuando volváis a casa, contadles lo que he hecho y lo que el Círculo me ha hecho. ¿Haréis eso por mí?
—Sí, señor.
—¿Qué es esto? —preguntó una voz áspera. Thenidor se sobresaltó con aire culpable. El viejo Rhedogar avanzaba a grandes pasos hacia ellos—. ¡Apartaos del prisionero, so memo! ¡Y vosotros, dejad ya ese maldito juego! ¡Si os viera lord Menelachos, ya podía irme despidiendo de mi cabeza!
Los guardas se dispersaron después de ir recogiendo apresuradamente sus ganancias. Thenidor miró a Chrethon mientras se alejaba y asintió con la cabeza. Sí, decía el gesto, lo recordaré.
Las voces procedentes del claro habían cesado. Chrethon apretó los puños sintiéndose impotente. Durante casi un minuto, reinó un silencio absoluto, sólo roto por los crujidos de las ramas sobre sus cabezas. Luego se oyó la voz de Menelachos, que gritaba:
—¡Traed al prisionero!
De hecho, fue Chrethon quien arrastró a los guardas. Echó a andar tan rápido que tuvieron que tirar de las cadenas para mantenerlo a raya. Sin embargo, cuando entró en el claro y vio a los seis alineados frente al peñasco, se detuvo en seco.
—Acercaos, Chrethon —le ordenó Menelachos asintiendo con la cabeza—. Ha llegado la hora de que os enfrentéis a vuestro destino.
Con la cabeza gacha, Chrethon avanzó hacia la roca sagrada. Los guardas lo obligaron a detenerse en el lugar donde había estado antes. Escrutó los rostros de los jefes. Ni Nemeredes ni Eucleia parecían satisfechos, así que supuso que, finalmente, Menelachos les había impuesto una solución intermedia. Nada más se traslucía de los rostros de los demás.
—Chrethon del Viento Penetrante —salmodió Menelachos—, habéis traicionado al Círculo y a Chislev. Os habéis negado a arrepentiros, aun a petición del Señor del Bosque. ¿Deseáis decir algo antes de que se dicte sentencia?
Lentamente, Chrethon negó con la cabeza.
—Está bien. Sabed que algunos entre nosotros —el Jefe Supremo dirigió la vista hacia Nemeredes el Viejo— abogaban por la pena máxima.
Chrethon tragó saliva. Según las leyes de los centauros, el peor castigo era ser castrado, conducido por el Bosque Oscuro para suplicar perdón a cada una de las tribus y, finalmente, decapitado. Se había impuesto en otras ocasiones, pero hacía ya muchos años que no se aplicaba.
—Pero —continuó Menelachos— otros han pedido clemencia, para vos y para vuestra tribu. Hemos escuchado a unos y a otros y hemos tomado una decisión aceptable para todos.
Detrás del Jefe Supremo, Eucleia bufó y Nemeredes piafó, pero Menelachos no les hizo caso.
—No habrá ejecución ni castración —declaró— pero tampoco seremos indulgentes. Seréis castigado, Chrethon, al igual que vuestra gente por ayudaros en la traición. La tribu del Viento Penetrante es expulsada del Círculo. Vos y los vuestros podréis permanecer en el Bosque Oscuro pero deberéis vivir apartados del resto y no volveréis a pisar los lugares sagrados. Ningún centauro os prestará su ayuda o colaboración. Además —continuó Menelachos—, seréis marcado por vuestras obras, lord Chrethon. Se os condena al daicheiron, el cercenamiento de la cola.
Chrethon abrió la boca y se llevó las manos, que tenía atadas, a la cabeza. Debilitado por la impresión, no se resistió cuando los guardas le cogieron los brazos y las patas para inmovilizarlo. Detrás de él, Rhedogar desenvainó una espada corta y ancha y avanzó hacia Chrethon.
—Esperad —dijo Eucleia de los Cascos de Hierro levantando una mano.
Todos —Chrethon, los guardas, los jefes— se volvieron hacia ella.
—Es demasiado tarde para oponerse —le advirtió Menelachos—. Ya habéis dado vuestro consentimiento al castigo.
—Es cierto —concedió— pero me niego a presenciar su ejecución. Pido vuestra venia para retirarme.
Menelachos hizo un gesto de disgusto pero Eucleia no se echó atrás. Finalmente, el Jefe Supremo la despidió con un gesto de la mano. Eucleia se dio la vuelta y salió a medio galope hacia el bosque con sus guardas detrás. Menelachos miró con los ojos brillantes a los otros cuatro jefes.
—Si alguno desea seguirla, ahora es el momento —dijo.
Inmediatamente, Leodippos giró sobre sí mismo y se alejó al trote detrás de Eucleia. Mientras desaparecía en el bosque, Pleuron murmuró una excusa y los siguió. Menelachos miró a Nemeredes y Thymmiar, que asintieron y permanecieron en su puesto. Satisfecho, se volvió hacia Chrethon.
—Proceded —ordenó a Rhedogar.
Se dice que los enanos de Krynn tienen en tanta estima sus barbas que antes se desprenderían del precio de toda una vida de trabajo en acero que afeitarse. Los elfos se muestran igual de celosos respecto a sus orejas puntiagudas, que son un preciado trofeo para los goblins y otras razas de la misma calaña. La cola es la parte de su cuerpo en la que los centauros ponen mayor orgullo; una cola cortada es un signo permanente de deshonra. Incluso el aguerrido Rhedogar vaciló en el momento de coger la blanca y flotante cola de Chrethon. La tensó y colocó la hoja entre la grupa y el corto segmento de carne. Apretó los dientes y asestó el golpe con rapidez.
La hoja atravesó la carne haciendo brotar un chorro de sangre brillante. Chrethon lanzó un grito de angustia y dolor, y se revolvió con fuerza contra sus guardianes, que aguantaron el embate hasta que volvió a quedarse quieto.
—Ya está hecho —murmuró Menelachos—. Soltadle las ataduras.
Obedientemente, Rhedogar cortó las cuerdas que le ataban los brazos y las patas. A Chrethon le fallaban las rodillas y apenas se sostenía en pie mientras los guardas le retiraban la collera. Miró con franco odio a los jefes que permanecían en el claro. Thymmiar bajó la vista y Nemeredes le devolvió una mirada fría.
—Y ahora —dijo Menelachos—, id a vuestro exilio.
Chrethon parpadeó y luego rió entre dientes. Ladeó la cabeza haciendo que las crines volaran al viento a medida que la risa aumentaba de volumen hasta convertirse en carcajada. Los jefes se miraron entre ellos, incómodos, preguntándose si los otros también habrían visto la leve chispa de locura que asomaba a los ojos del centauro blanco.
—Me voy —dijo Chrethon—, pero sabed que algún día volveré. Y cuando lo haga, será para desgracia de todos vosotros. —Levantó la vista hacia el peñasco y añadió—: De todos vosotros.
Buscó en el suelo con la vista, se agachó y cogió la masa de pelo sangriento que había sido su cola. La levantó por encima de la cabeza y salió al galope hacia las profundidades del Bosque Oscuro.