20

Kara coronó la sinuosa duna… y se encontró frente a una nueva pesadilla.

En la distancia, guerreros con armaduras negras golpeaban las puertas de Lut Gholein al tiempo que prorrumpían en aullidos con un asesino regocijo casi inhumano. Desde lo alto de las murallas, los defensores les lanzaban una continua lluvia de flechas, pero, curiosamente, no tenía el menor efecto sobre ellos, al menos que Kara pudiera ver, como si de alguna manera los invasores hubiesen logrado volverse invulnerables a las armas normales. A juzgar por lo que estaba viendo, estaba bastante segura de que las puertas no tardarían en ceder para que el salvaje ejército penetrara en la ciudad.

Sin embargo, la terrible batalla palidecía en comparación con el duelo que estaba teniendo lugar no muy lejos, a su derecha. Había vuelto a encontrar a Norrec, sólo que esta vez no sólo el demonio estaba con él, sino también una figura embutida en una armadura idéntica a la de los hombres que estaban atacando Lut Gholein… idéntica, claro está, salvo por el yelmo escarlata.

La nigromante reconoció al instante el yelmo de Bartuc. Ahora todo tenía sentido. La armadura del caudillo pretendía reunirse, pero había dos portadores y sólo uno podía hacerse con el premio. Por desgracia para Norrec, se arriesgaba a perderlo todo fuera cual fuese el resultado del combate. Si acababa con su enemigo se convertiría en el títere de la armadura; si perdía el combate moriría a los pies del nuevo Caudillo de la Sangre.

Kara contempló al trío durante unos momentos mientras trataba de decidir lo que debía hacer. Incapaz de dar con una respuesta satisfactoria, se volvió hacia sus pútridos compañeros.

—¡Están peleando y el demonio se encuentra apenas unos metros por detrás! ¿Qué vais a…?

Le hablaba al aire. Sadun Tryst y Fauztin se habían esfumado por completo y la arena no revelaba el menor rastro de su paso. Era como si simplemente hubieran levantado el vuelo y hubieran desaparecido.

Por desgracia, esto dejaba la decisión en manos de la nigromante y el tiempo parecía estarse acabando rápidamente. Norrec había conseguido equilibrar la batalla de nuevo, pero, mientras Kara observaba, la demoníaca mantis empezó a avanzar hacia los combatientes. Kara sólo podía pensar en una razón para que lo hiciera en aquel momento.

Sabiendo que no le quedaba otra opción, la maga echó a correr hacia la espalda del demonio. Si podía acercarse lo bastante, tendría una oportunidad.

La mantis alzó por encima de su cabeza una de las crueles guadañas, esperando el momento idóneo para golpear…

Kara se dio cuenta de que no lo conseguiría… a menos, claro está, que hiciese una apuesta desesperada. En su mano descansaba la daga ceremonial que Sadun Tryst había sugerido que podía utilizar. Hasta ahora, el miedo a perderla de nuevo había impedido que Kara considerara siquiera la posibilidad de hacerlo. El arma era una parte de su vocación, una parte de su mismo ser.

Y lo único que tal vez pudiera salvar a Norrec.

Sin vacilar, apuntó a la funesta criatura…

* * *

¡Ahora!, pensó Xazak. ¡Ahora!

Pero mientras la mantis se decidía a atacar, estalló un fuego en su interior y se extendió por todo su cuerpo a asombrosa velocidad. El monstruoso insecto se tambaleó y estuvo a punto de desplomarse sobre los dos combatientes. Volvió la cabeza para ver qué le causaba aquella agonía y descubrió en su espalda una daga hecha de algo que no era metal. Reconoció al instante las runas de la empuñadura y supo entonces cómo era posible que un arma tan minúscula pudiera causarle tanto daño. La daga ceremonial de un nigromante… pero al único nigromante con el que se había cruzado lo había asesinado rápidamente, así que no podía ser. Mas allí estaba la mujer, corriendo hacia él a pesar de que debería haber estado muerta. La mantis lo había sabido en el momento mismo de golpearla, había sabido que ningún ser humano hubiera podido sobrevivir a aquel golpe, ni siquiera uno que, como ella, trataba con la vida y la muerte.

—¡No puedes ser tú! —le gritó, mientras una sensación de pavor se iba formando rápidamente en su interior. A pesar de que se originaban del caos, los demonios eran muy conscientes del orden de las cosas. Los humanos eran frágiles; si los cortabas, atravesabas, desgarrabas o partías de formas determinadas, morían. Una vez muertos, seguían muertos a menos que fueran invocados en forma de espectrales sirvientes. Aquella hembra desafiaba las reglas—. ¡Muerta estabas y muerta deberías seguir!

—El equilibrio dicta los términos de la vida y la muerte, demonio, no tú. —Levantó el puño derecho y lo blandió en su dirección.

* * *

Una debilidad increíble se extendió por todo el cuerpo del demonio. Xazak se balanceó y luego se recobró. El hechizo de la nigromante no debiera de haberlo afectado tanto, pero con su daga clavada era mucho más susceptible a cualquier cosa que ella conjurase.

No podía permitir que aquella situación continuara.

Reuniendo todas las fuerzas que le quedaban, la mantis utilizó los apéndices superiores para remover la arena y luego se la arrojó a la cara a la bruja. Mientras ella trataba de recuperar la vista, los miembros intermedios de Xazak se doblaron en un ángulo casi imposible y buscaron a tientas la maldita daga.

Quemaba, quemaba terriblemente, pero se obligó a sujetar la empuñadura y trató de arrancársela. Mientras tiraba de ella, el demonio rugió, tan terrible era el dolor.

La reduciría a pedazos sanguinolentos por aquel acto abominable. La clavaría al suelo y luego le arrancaría, una por una, cada capa de piel, y uno por uno cada músculo del cuerpo. Y todo ello mientras su corazón siguiera latiendo.

Pero justo cuando el monstruoso insecto sentía que la hoja empezaba a ceder, la nigromante pronunció su hechizo final.

Y frente a los ojos de Xazak se materializó un ser de luz tan gloriosa que su mera presencia le quemaba los ojos a la demoníaca mantis. Tenía aspecto de hombre, pero un hombre desprovisto de toda imperfección. Sus cabellos eran dorados y la belleza de su semblante afectó incluso al demonio. Sin embargo, aun abrumado por la presencia de aquella figura ataviada con túnica, Xazak no dejó de advertir la majestuosa y llameante espada que la visión empuñaba con elegancia experta…

¡Ángel!

Xazak sabía que lo que estaba viendo tenía que ser una alucinación. Los nigromantes tenían la reputación de ser capaces de invocar directamente tan terroríficas ilusiones en las mentes de sus enemigos. Pero ni siquiera esa certeza impidió que un terror elemental inundara los sentidos del demonio. Al final, Xazak sólo sabía que uno de los imperiosos guerreros del Cielo venía a buscarlo a él.

Con un grito inhumano, la acobardada mantis le dio la espalda a Kara y huyó. Mientras lo hacía, la daga resbaló por su herida y cayó al suelo, haciendo que el demonio dejase en su fuga un rastro de negro icor sobre la arena.

Kara Sombra Nocturna observó cómo desaparecía su adversario hacia la desolación de Aranoch. Hubiera preferido una conclusión definitiva a su encuentro con la mantis, pero teniendo en cuenta su estado, aquella conclusión bien hubiese podido resolverse a favor del demonio. El hechizo lo mantendría alejado durante algún tiempo, el suficiente al menos, o eso esperaba Kara, para poder ocuparse de la impía amenaza de la armadura.

Recogió la daga y se volvió hacia el lugar en el que Norrec y su enemigo continuaban su lucha. La nigromante frunció el ceño. Si ganaba el desconocido del yelmo, su deber era evidente. La daga pondría rápido fin al segundo advenimiento del Caudillo de la Sangre.

Pero, ¿y si ganaba Norrec?

Kara tampoco tendría elección en ese caso. Privada de un anfitrión humano, la armadura no podría hacer más daño. Tendría pues que asegurarse de que el vencedor no vivía lo suficiente para respirar otra vez.

* * *

Ni Norrec ni su adversario repararon en el enfrentamiento que estaba tenido lugar detrás de ellos, tan desesperada se había tornado su propia lucha. Los guanteletes de ambos despedían destellos una vez tras otra mientras las oscuras brujerías cobraban vida e inmediatamente morían. Aunque Malevolyn no llevaba la armadura de Bartuc, el yelmo solo le proporcionaba una fuerza y un poder que rivalizaban con los que Norrec había decidido por fin aceptar. Por eso la lucha seguía igualada, aunque ambos hombres sabían que acabaría por decantarse a favor de uno u otro.

—¡Estoy destinado a ocupar su lugar! —gruñó Augustus Malevolyn—. ¡No soy sólo de su misma sangre! ¡Soy su alma gemela, su voluntad renacida! ¡Soy el propio Bartuc, que ha regresado al plano mortal para reclamar el lugar que le corresponde por derecho!

—Tú no eres su sucesor más que yo —respondió Norrec sin darse cuenta de que su expresión era idéntica a la del arrogante comandante—. ¡Su sangre también es mía! ¡La armadura me eligió a mí! ¡Quizá deberías pensar en eso!

—¡Nadie me arrebatará lo que es mío! —el general deslizó una bota por debajo de la pierna del soldado y le hizo perder el equilibrio.

Cayeron al suelo, Malevolyn encima. La arena amortiguó ligeramente el golpe cuando la cabeza de Norrec chocó contra el suelo, pero a pesar de ello el veterano guerrero quedó un instante aturdido. Aprovechando la situación, el general Malevolyn alargó una mano hacia el semblante de su rival.

—Te arrancaré la cara, toda la cara —siseó a Norrec—. Veremos entonces a quién encuentra la armadura más digno…

El guantelete rojo y negro del general se encendió con salvaje magia. Los dedos de Malevolyn se encontraban apenas a cinco centímetros de cumplir su amenaza. Con una mano inmovilizada por la de enemigo y la otra atrapada entre las armaduras de ambos, tenía pocas esperanzas de impedir que el sádico general hiciera lo que deseaba…

En aquel momento, sin embargo, Norrec sintió un movimiento a su espalda, como si una tercera persona se hubiera unido a la refriega. Malevolyn levantó la mirada hacia el recién llegado… y la triunfante sonrisa de su rostro se trocó por una expresión de completa perplejidad.

—Tú… —logró balbucir.

Algo en el interior de Norrec lo conminó a aprovecharse de la distracción. Soltó su mano de la del general e inmediatamente le propinó un fuerte puñetazo en la mandíbula. Un breve estallido de energía mágica pura acompañó al golpe de Norrec y la figura tocada con el yelmo salió despedida como si hubieran tirado de ella con una cuerda atada a su cabeza. Algunos metros más allá, Malevolyn cayó sobre la arena con un sonido sordo y fuerte, y durante unos instantes quedó demasiado aturdido como para levantarse.

Concentrado ahora sólo en la victoria, el veterano guerrero se puso en pie y corrió hacia su enemigo caído. Con la creciente certeza de que había estado predestinado al triunfo desde el principio, Norrec estuvo a punto de arrojarse sobre el general… una acción que le hubiera costado la vida.

En la mano de Malevolyn se materializó una de las negras espadas. Norrec tuvo a duras penas tiempo de apartarse de su mortal alcance. Y cayó sobre la arena junto al otro guerrero. El general Malevolyn se apartó rodando de él y se detuvo en cuclillas. Mantuvo la espada tendida entre ambos, con una expresión burlona en el rostro que podía verse incluso a pesar del rojizo yelmo.

—¡Ahora sí que te tengo!

Con un salto adelante, lanzó una estocada.

La punta de la espada de ébano se hundió profundamente… en el pecho del general Augustus Malevolyn.

Al ver que el general invocaba su espada encantada, Norrec había recordado al instante que también él podía hacerlo. En su apresuramiento por terminar de una vez con el mercenario, era evidente que Malevolyn había olvidado esto último. Mientas su espada caía sobre Norrec, éste rodó hacia delante al tiempo que llamaba en su mente a su propia espada demoníaca.

La estocada de Malevolyn había estado a punto de partir el cráneo de Norrec por la mitad.

La espada de Norrec se había materializado dentro del torso de su adversario.

Malevolyn miró boquiabierto la herida. La hoja había salido tan deprisa que su cuerpo no había comprendido todavía que la muerte se cernía sobre él. El general soltó su propia espada, que al instante desapareció.

En batallas pasadas, Norrec Vizharan no había encontrado ningún regocijo en las muertes de sus enemigos. Le habían pagado por realizar una tarea y la había realizado, pero la guerra nunca había sido un placer para él. Ahora, sin embargo, sintió un estremecimiento que recorría su espina dorsal de arriba abajo, un estremecimiento que despertó sus sentidos, que hizo que deseara continuar con el baño de sangre…

Se puso en pie y caminó hasta el perplejo general, que ahora había caído de rodillas.

—Ya no necesitas esto, primo.

Con gran fuerza, Norrec le arrancó a Augustus Malevolyn el yelmo de la cabeza. El general gritó, pero no a causa del dolor físico. Norrec comprendía lo que angustiaba al hombre más todavía que la letal herida, lo comprendía porque en aquel momento se hubiera sentido igual si alguien hubiera tratado de arrancarle la armadura del cuerpo. El poder inherente a la armadura de Bartuc los seducía a ambos, pero, en el caso de Malevolyn, había perdido el duelo y, por tanto, todo derecho a reclamar ese poder.

Tras dejar el yelmo a un lado, Norrec sujetó la empuñadura de su espada. De un leve tirón la arrancó y entonces inspeccionó la hoja. No estaba manchada de sangre. En verdad una maravilla. Lo había servido bien, tan bien como lo hiciera en Viz-jun…

Una mano cubierta por un guantelete se aferró a él. El general Malevolyn, con una mirada de maníaco en el rostro, trataba todavía de resistirse.

Norrec se lo sacudió de encima y sonrió.

—La guerra ha terminado, general —preparó la espada—. Es hora de retirarse.

Con un golpe rápido, la cabeza del general Augustus Malevolyn cayó rodando sobre la arena. El cuerpo decapitado se reunió con ella un momento más tarde.

Mientras extendía el brazo hacia el suelo para recoger el yelmo, una voz femenina llamó al exhausto, pero extasiado veterano.

—¿Norrec? ¿Estás bien?

Se volvió para mirar a Kara, complacido en más de un aspecto por su inesperada resurrección. En el poco tiempo transcurrido desde que se habían conocido, le había demostrado su lealtad sacrificando su vida, la vida de un ser inferior, por la suya. Si hubiera permanecido muerta, Norrec habría honrado su memoria, pero ahora que había logrado de alguna manera engañar al golpe asesino de Xazak, consideró la posibilidad de darle otros usos. La nigromante había demostrado cierta habilidad y, sin la menor duda, más sentido común que la traicionera Galeona. Su rostro, en absoluto desprovisto de belleza, y su cuerpo, le hicieron también considerarla como una posible candidata para ocupar el puesto de consorte… ¿Y qué mujer en su sano juicio desdeñaría la oferta de convertirse en la consorte del Caudillo de la Sangre?

—Estoy bien, Kara Sombra Nocturna… ¡Muy bien! —abrió la mano y dejó que la mágica espada cayera al suelo. Mientras se desvanecía, Norrec tomó el yelmo con ambas manos y lo alzó por encima de su cabeza—. ¡De hecho, estoy mucho mejor que bien!

—¡Espera! —la mujer de negras trenzas se le acercó corriendo. Sus ojos almendrados estaban llenos de preocupación. Unos ojos bonitos, decidió el caudillo, ojos que le recordaban a una mujer que había conocido por breve tiempo durante su aprendizaje en Kehjistan—. El yelmo…

—Sí… es mío al fin… ahora estoy completo.

Ella se le acercó y colocó una mano sobre la coraza. Sus ojos parecían implorar.

—¿De verdad es esto lo que quieres, Norrec? Después de todo lo que hablamos antes, ¿de verdad quieres ponerte el yelmo, entregarte al fantasma de Bartuc?

—¿Entregarme? Mujer, ¿es que no sabes quién soy? ¡Soy sangre de su sangre! La sangre llama a la sangre, ¿recuerdas? ¡En cierto sentido, ya soy Bartuc! Es sólo que no lo sabía. ¿Quién mejor que yo? ¿Quién mejor para ostentar el título, el legado?

—¿La propia sombra de Bartuc? —replicó ella—. Ya no existirá Norrec Vizharan, ni en mente ni en alma… y si la armadura puede lograrlo, me atrevo a decir que incluso en cuerpo empezarás a parecerte a tu predecesor. Será Bartuc el que lleve la armadura. Será Bartuc el que reclame su herencia. Será Bartuc el que asesine a más inocentes, al igual que fue él, y no tú, el que asesinó a tus amigos…

Amigos… Las horribles imágenes de los cuerpos mutilados y empapados de sangre de Sadun Tryst y Fauztin volvieron a florecer en la mente asediada de Norrec. Habían sido brutalmente asesinados y él había sufrido terribles remordimientos por aquellas muertes al despertar de cada día transcurrido desde entonces. Recordaba de forma sucinta la manera en que la armadura había matado a cada uno de ellos… y ahora Kara hablaba de otras muertes que vendrían.

Bajó el yelmo ligeramente. Luchaba consigo mismo.

—No, no puedo dejar que eso ocurra… no puedo…

Pero de pronto, sus brazos volvieron a elevarse y sostuvieron el yelmo justo por encima de su cabeza.

¡No! —rugió Norrec con una cólera que se dirigía ahora a la armadura encantada—. ¡Ella tiene razón, maldita sea! No formaré parte de tu sangrienta campaña…

Pero qué estupidez… susurró en su mente una voz muy semejante a la suya. El poder te pertenece… puedes hacer con él lo que desees… un mundo de orden, donde ningún reino vaya a la guerra… donde nadie sea pobre… éste es el verdadero legado… eso es lo que Bartuc deseaba…

Sonaba muy bien. Con sólo colocarse el yelmo en la cabeza, Norrec podría cambiar el mundo para convertirlo en lo que debería ser. Incluso los demonios, cuyas voluntades se plegarían al poder del caudillo, contribuirían a aquella obra monumental. Crearía un reino perfecto, tan perfecto que hasta el Cielo lo envidiaría.

Y lo único que tenía que hacer era ponerse el yelmo, aceptar su destino.

De pronto sintió que Kara se movía…

Una mano abandonó el yelmo y sujetó la de la nigromante con una presa de hierro que hizo jadear a Kara. La mano de la mujer soltó una resplandeciente daga que parecía hecha de hueso o marfil.

Había estado a punto de utilizarla contra él.

Estúpida mujer… —dijo con brusquedad, sin darse cuenta de que su voz parecía de pronto diferente. La arrojó sobre la arena—. ¡Quédate ahí! ¡Me ocuparé de ti dentro de un momento!

A pesar de su advertencia, la maga trató de levantarse, pero brotaron brazos de arena a ambos lados de ella y la inmovilizaron en el suelo. Más arena fluyó para taparle la boca e impedir que utilizara sus hechizos.

Con los ojos brillantes de impaciencia, Norrec volvió a tomar el yelmo con ambas manos… y se lo puso en la cabeza.

Un mundo que nunca había conocido yacía ahora abierto ante él. Vio el poder que domeñaba, las legiones que podía comandar. El destino que le habían arrebatado de las manos sus hermanos Vijzerei podía de nuevo ser suyo.

El Caudillo de la Sangre vivía de nuevo.

Pero un caudillo necesitaba soldados. Dejando a Kara que siguiera debatiéndose, trepó a lo alto de la duna y contempló Lut Gholein. Con ávido interés observó cómo atacaban las puertas los demoníacos guerreros. Sólo unos escasos momentos separaban a la ciudad de una destrucción sangrienta. Dejaría que su horda se divirtiera, dejaría que recorriera las calles de Lut Gholein asesinando a cada hombre, mujer y niño… y luego les revelaría su regreso al plano mortal.

Imaginó la sangre fluyendo por todas partes, la sangre de todos aquellos que lo odiaban y lo temían. La sangre de los que morirían bajo sus órdenes.

La duna explotó a su alrededor mientras dos figuras oscuras salían de un salto de la arena. Dos pares de fuertes manos lo sujetaron por los brazos y se los retorcieron.

—Hola… viejo amigo… —susurró a su lado una voz horriblemente familiar—. Ha pasado… toda una vida… desde la última vez… que te vimos…

El control que ejercía la armadura sobre Norrec se quebró mientras el reconocimiento se mezclaba con un terror súbito.

—¿S… Sadun?

Se volvió hacia la voz… y allí estaba, a escasos centímetros del suyo, el rostro putrefacto y descascarillado de su camarada muerto.

—No nos has… olvidado… qué amable… —el zombi sonrió. Tenía las encías negras y los dientes amarillentos.

Incapaz de huir, Norrec volvió la cabeza hacia el otro lado. Fauztin estaba allí. El cuello de la túnica del Vijzerei había resbalado y ahora podía verse la herida encostrada y hecha jirones de su garganta.

—No… no… no…

Lo arrastraron duna abajo, hacia donde Kara seguía luchando por liberarse.

—Tratamos de… verte a bordo… del barco… Norrec —continuó Tryst—. Pero ciertamente… tú no parecías… ansioso… por vernos…

Sus ojos nunca parpadeaban y el hedor de la muerte era más aparente cuanto más tiempo permanecían tan cerca de él. Su misma presencia abrumaba en tal grado a Norrec que ni tan siquiera la armadura podía recuperar su control.

—¡Lo siento! ¡Lo siento mucho! Sadun… Fauztin… ¡Lo siento mucho!

—Lo siente… Fauztin —dijo el enjuto y fuerte necrófago—. ¿Lo… sabías?

Norrec se volvió hacia el descarnado Vijzerei, que asintió con solemnidad…

—Aceptamos… tus disculpas… pero… me temo que., no tenemos elección… con lo que… vamos a hacer… amigo mío…

Con asombrosa velocidad y fuerza, Sadun Tryst le arrancó a Norrec el yelmo de la cabeza.

Fue como si el zombi le hubiera arrancado también el cráneo, tan intensa había sido la sensación de separación. Ahora sí que entendía Norrec cómo se había sentido Malevolyn. Lanzó un aullido mientras se debatía contra los muertos vivientes con tal furia que incluso ellos tuvieron dificultades para contenerlo.

—¡Sujétalo! ¡Sujeta…!

Ambos guanteletes resplandecieron con furiosas llamaradas color escarlata. A pesar de la intensa agonía que recorría su cuerpo. Norrec lo advirtió y tuvo miedo… tuvo miedo por sus amigos, quienes ya habían muerto una vez a causa de su incapacidad de hacer nada para detener las condenables acciones de la armadura. Entendía perfectamente por qué sus espíritus atormentados lo habían seguido hasta allí. Una injusticia como aquella demandaba un castigo. Desgraciadamente, la armadura no tenía la menor intención de darles la oportunidad.

El área que rodeaba a Norrec explotó y los dos muertos vivientes salieron despedidos y chocaron contra la duna de la que acababan de emerger. Norrec contempló horrorizado los dos cuerpos, temiendo que hubieran perecido de nuevo.

—¡No! ¡Otra vez no! ¡No te dejaré hacerlo de nuevo! —el veterano guerrero sujetó una de sus manos con la otra y, aunque ambas se resistieron, en esta ocasión su determinación resultó ser demasiado grande hasta para el legado de Bartuc. Norrec tiró, utilizando su propio sufrimiento para aumentar sus fuerzas…

El guantelete derecho salió.

Sin titubear un instante, lo arrojó tan lejos de sí como pudo. Inmediatamente, la armadura trató de volverse en su dirección, ir a buscar su miembro perdido, pero Norrec no estaba dispuesto a ser doblegado de nuevo. Obligó a la armadura a dirigirse en una dirección diferente, la de Lut Gholein, que ahora era visible a través de la parte de la duna que se había derrumbado.

Por cuánto tiempo lograría controlar al poder y no a la inversa, el guerrero no podía decirlo. Lo único que sabía era que tenía que tratar de hacer todo el bien que fuera posible. Mientas su furia y sus remordimientos impulsasen sus acciones, contaría con ventaja… y a Lut Gholein le quedaba poco tiempo.

Alzó la mano liberada hacia la distante ciudad. Los demonios habían conseguido al fin desgarrar lo bastante una de las puertas para atravesarla. Norrec no podía vacilar más.

Las palabras que pronunció nunca le habían sido enseñadas. Habían sido las palabras de Bartuc, la magia de Bartuc. Pero los recuerdos de Bartuc —los recuerdos de su antepasado — eran a estas alturas casi como los suyos. Sabía lo que podía hacer, sabía lo que tenía que hacer, así que las pronunció voluntariamente a pesar de que la parte de sí que seguía sometida al influjo de la armadura luchaba por impedir que ocurriera.

Si hubiera presenciado el perverso ritual realizado por Malevolyn y Xazak en la tienda del general, Norrec podría haber advertido ahora que lo que estaba diciendo sonaba casi igual que el encantamiento de Malevolyn, sólo que entonado al revés. En aquel momento, lo único que sabía era que, si no hacía nada, una ciudad entera se ahogaría en la sangre de sus habitantes.

Y al final del encantamiento, el descendiente del Caudillo de la Sangre exclamó dos últimas palabras:

¡Mortias Diablum! ¡Mortias Diablum!

* * *

Tras las murallas de Lut Gholein, los defensores resistían y luchaban, sabedores ya de que estaban combatiendo contra hombres sin alma, hombres que ya no eran hombres sino algo mucho más monstruoso. Y a pesar de todo, los guerreros del sultán se aprestaban a enfrentarse a la muerte mientras los ciudadanos se preparaban para afrontar las tormentosas aguas del mar y tratar de escapar.

Pero los capitanes albergaban pocas esperanzas, pues uno de sus navíos había ya zozobrado y otro había chocado contra un extremo del puerto. Las olas bramaban en dirección a la costa, lo que hacía que corrieran peligro hasta quienes se atrevían a permanecer cerca de allí. Tres hombres habían sido ya arrastrados por las aguas mientras preparaban los barcos para los que pretendían huir.

Mas de pronto, con toda esperanza ya desvanecida, se produjo una visión al mismo tiempo milagrosa y perturbadora. Justo al otro lado de las murallas, los soldados de ojos ardientes y negras armaduras se detuvieron, miraron hacia atrás con evidente temor… y dejaron escapar un coro de salvajes aullidos de ultratumba.

Entonces, de la espalda de todos ellos emergieron repugnantes formas espectrales de rostros grotescos e inhumanos y miembros retorcidos y terminados en garras. Aquellos que presenciaron lo ocurrido contarían más tarde que vieron rabia y desesperación en aquellos rostros demoníacos justo antes de que, aullando lastimeramente, fueran arrojados hacia Aranoch en un millar de direcciones diferentes.

Por un momento, el ejército de la oscuridad se puso firmes, con las armas preparadas y los ojos, de repente vacíos, mirando al frente. Entonces, como si todo lo que había en su interior hubiera desaparecido junto con los fantasmas, cada uno de los monstruosos soldados empezó aplegarse sobre sí mismo. Uno por uno, y luego fila por fila, los invasores se desplomaron, convertidos en montañas de huesos, carne desecada y fragmentos de armadura que hicieron vomitar a más de uno de los defensores de Lut Gholein.

Uno de los comandantes, el mismo al que el general Augustus Malevolyn había ordenado que encontrara a Norrec Vizharan, fue el primero en poner en palabras lo que todos estaban pensando. Se aproximó al más cercano montón de restos y lo tocó cautelosamente con un pie.

—Están muertos… —musitó al fin, incapaz de creer que él y todos los demás vivirían al fin—. Están muertos… pero, ¿cómo?

* * *

—Norrec.

Se volvió y encontró a Kara, libre, con la resplandeciente daga de marfil en la mano. A su izquierda y su derecha venían los dos cadáveres, con la determinación de los muertos tatuada en los rostros.

—Kara —miró a sus antiguos camaradas—. Fauztin, Sadun.

—Norrec —prosiguió la nigromante—. Escúchame, por favor.

—¡No! —el mercenario se arrepintió al instante de su tono severo. Sólo quería hacer lo que hasta él sabía que debía hacerse—. No… escúchame tú a mí. Ahora… ahora mismo tengo algún control sobre la armadura, pero puedo sentir que estoy empezando a perderlo. Me temo que estoy demasiado exhausto para combatir mucho más…

—¿Cómo has podido siquiera resistirte?

—Es… progenie de Bartuc… después de todo —señaló Sadun—. Algo que la… armadura necesitaba… para… llevar a cabo su destino… pero que operaba… en los dos sentidos… sin que ella… lo comprendiera. ¿Qué otra… explicación… puede haber?

Ella bajó la mirada. Norrec podía ver el dolor en sus ojos. Aunque era una nigromante, la pálida mujer no sentía placer o satisfacción algunos en la muerte de alguien que no había elegido causar tantos males. Pero mientras él siguiera viviendo, toda la humanidad estaría amenazada.

—Será mejor que lo hagáis deprisa. Un rápido golpe a la garganta. ¡Es el único modo!

—Norrec…

Deprisa… ¡antes de que mi mente me traicione! —no se refería simplemente a la posibilidad de sentir miedo y todos lo sabían. Seguían corriendo el riesgo de que en cualquier momento la armadura pudiera volver a transformarlo en el anfitrión ideal para sus insidiosos deseos.

—Norrec…

—¡Hacedlo!

—Esto no es… lo que se suponía… que iba a pasar… —dijo Tryst con voz áspera y franca amargura—. ¡Fauztin! Él juró… nos juró…

El Vijzerei, por supuesto, no dijo nada, y se aproximó a Norrec. Con gran renuencia, Sadun lo siguió lentamente. Norrec tragó saliva. Sólo esperaba que aquella locura terminara cuanto antes.

La mano que todavía llevaba un guantelete se alzó de pronto.

Fauztin la sujetó con la suya.

—Mejor será… que hagas lo que… él dice… nigromante… —murmuró un hosco Tryst—. Parece que… no tenemos… mucho tiempo…

Kara se aproximó a él. Saltaba a la vista que estaba tratando de reunir fuerzas para lo que tenía que hacer.

—Lo siento, Norrec. No es así como yo hubiera deseado que acabara esto, no es así como debería ser…

—Ni es así como será —respondió una voz peculiar, casi hueca.

Horazon se encontraba a escasa distancia de la nigromante, pero un Horazon diferente. Cuando antes Norrec había visto al mago por un instante, había pensado que no era más que un ermitaño cobarde que probablemente había perdido por completo el seso. Sin embargo esta figura, aunque ataviada con harapos y con un pelo blanco ensortijado, poseía una presencia que hacía que todo lo demás pareciera insignificante. Norrec empezó a sospechar qué era lo que había hecho que Malevolyn levantara la vista en el momento crucial de su combate, porque seguramente la aparición del anciano mago también hubiera asombrado al general medio poseído…

Una inmensa e inesperada oleada de amargura y odio se amasó en el interior del guerrero, dirigida toda ella a su maldito hermano…

¡No! ¡Horazon no era su hermano! La armadura trataba de nuevo de conquistarlo, de volver a encender el insidioso espíritu de Bartuc. Norrec logró refrenar las emociones, pero sabía que lo más probable era que la próxima vez la armadura triunfase.

La anciana figura se movió resueltamente hacia él y mientras lo hacía, Norrec advirtió que un curioso y trémulo brillo la rodeaba. El guerrero entornó la mirada, tratando de descubrir qué lo provocaba.

El cuerpo entero de Horazon estaba envuelto en una delgada capa de granos de arena brillantes, casi transparentes.

—La sangre llama a la sangre —murmuró el anciano Vijzerei. Sus ojos resplandecían con intensidad, sin parpadear. Incluso los dos muertos vivientes que sujetaban a Norrec parecían intimidados por su presencia—. Y la sangre terminará ahora su travesía.

Norrec podía sentir cómo golpeaba la voluntad de la armadura a su propia mente, cómo luchaba físicamente contra su cuerpo. Sólo los esfuerzos combinados de sus camaradas y los suyos propios lograban impedir, por el momento, que triunfase.

—¿Horazon? —susurró Kara. El hechicero de blancos cabellos la miró… y la mujer retrocedió un paso—. Tú… eres él, pero al mismo tiempo no lo eres.

Él le ofreció (les ofreció a todos ellos) una sonrisa condescendiente.

—Esta cáscara viviente pertenece a otro, a un hechicero demasiado curioso que encontró el Santuario Arcano por accidente hace mucho tiempo, pero que en el proceso perdió su cordura para siempre. Desde entonces lo he cuidado, pues sentía alguna responsabilidad… —la resplandeciente figura no se extendió en detalles sobre cómo podía el santuario subterráneo haber destruido una mente de aquella manera y bajó la mirada hacia sus prestadas manos—. Cuan frágil es la carne. Más estables y duraderas son la piedra y la roca…

—¡Tú! —dijo Kara con voz entrecortada y los ojos casi tan abiertos como la boca—. ¡Ahora te reconozco! Él te hablaba, parecía incluso obedecerte… el gran Horazon parecía tan ansioso por obedecerte… ¡Ahora lo comprendo! eres la presencia que sentí… ¡la presencia del propio santuario!

El anciano asintió, sin que sus ojos parpadearan una sola vez.

—Sí… con el tiempo pareció el camino más natural, el modo natural de las cosas…

Norrec, que seguía luchando contra las insidiosas incursiones de la armadura encantada de Bartuc, tardó un momento más en comprender y, cuando lo hizo, la respuesta lo dejó tan perplejo que estuvo a punto de dejar caer sus defensas.

Horazon y el Santuario Arcano eran uno.

—Mi propia mente estuvo a punto de derrumbarse por todo lo que había ocurrido, así que vine aquí para escapar a los recuerdos, escapar a los horrores. Construí mi santuario y moré abajo las arenas, lejos de las cosas del mundo —una sonrisa se dibujó en el rostro del falso Horazon, la clase de sonrisa que esbozaría alguien que hubiese olvidado mucho tiempo atrás tales prácticas mentales menores—. Y conforme construía mi dominio más y más a mi propia imagen y semejanza, me fui convirtiendo en él, mucho más que la cáscara quebrada que llevaba… hasta que, al fin, un día abandoné lo que quedaba de ella y adquirí una forma nueva, más fuerte y más duradera… y así ha sido desde entonces…

Horazon podría haber continuado, pero en aquel momento, el mundo de Norrec se tiñó del color de la sangre. Sintió una furia devoradora en su interior. ¡No volverían a engañarlo! Horazon había escapado a su cólera en Viz-jun, pero aunque tuviera que quemar el desierto entero, ¡el caudillo tendría al fin su venganza!

El títere de Horazon volvió a mirar hacia él y levantó una mano, como si fuera a formular una pregunta al hombre de la armadura.

Un guantelete (el mismo que Norrec se había quitado antes y había arrojado lejos de sí) se materializó en la mano del anciano hechicero.

—La sangre llama a la sangre… y yo te estoy llamando, hermano. Nuestra guerra ha terminado. Nuestro tiempo ha pasado. Somos el pasado. Tu poder niega el mío. El mío niega el tuyo. Únete ahora a mí en el lugar al que ambos pertenecemos… lejos de la vista de los hombres…

El otro guantelete abandonó la mano de Norrec y voló hasta la de la resplandeciente figura. Entonces, en rápida sucesión, cada pieza de la armadura de sus piernas, su torso y sus brazos abandonó a Norrec y voló para volver a formarse, una detrás de otra, sobre el cuerpo del anciano. En algún momento del proceso, la desgarrada y manchada túnica del eremita desapareció, reemplazada por unos atavíos más apropiados a la armadura. Incluso las botas que Bartuc había llevado se unieron al resto de la armadura. El falso Horazon alzó los brazos mientras el asombroso proceso continuaba, sin que sus ojos pestañearan y con los labios apretados en una sombría mueca.

Con cada pieza que lo abandonaba, la mente de Norrec se acercaba un paso más a lo que había sido; más o menos, antes de que la armadura lo reclamara. Los recuerdos y los pensamientos volvieron a ser suyos por completo, no los de un homicida señor los demonios. Pero nunca podría librarse de los terribles días transcurridos desde la tumba, nunca podría librarse de los horrores y las muertes en los que había desempeñado una parte involuntaria, pero grande.

Y cuando todo hubo acabado, la figura de blancos cabellos extendió de nuevo uno de los guanteletes y convocó el yelmo. Tras colocarlo bajo su brazo, el títere de Horazon miró a Norrec y a los demás.

—Es hora de que el mundo se olvide de Bartuc y Horazon. Haréis bien en hacer lo mismo, todos vosotros.

—¡Espera! —Kara se aproximó a la enigmática figura—. Tengo una pregunta. Te ruego que me digas… ¿Tú lo enviaste —señaló al cuerpo que ahora ocupaba Horazon— para que me encontrara en Lut Gholein?

—Sí, sentí una perturbación y supe que un nigromante tenía que estar implicado, un nigromante que no hubiera debido de estar en la ciudad. Quería tenerte más cerca para averiguar la razón. Mientras dormías, mientras comías, averigüé todo cuanto necesitaba saber de ti —se apartó un paso de ella, de todo ellos—. Nuestra conversación ha terminado. Ahora os dejaré solos. Pero recordad esto: el Santuario Arcano existe en muchos lugares, tiene muchas puertas… Pero os lo advierto, no debéis volver a buscarlo nunca.

El sombrío tono de su voz no dejaba lugar a dudas sobre lo que había querido decir con sus palabras. Horazon no albergaba el menor deseo de volver a formar parte del mundo de los vivos. Aquellos que lo perturbaran correrían un gran riesgo.

Repentinamente pareció perder forma y sustancia y empezó a deshacerse en pedazos que se llevaba el viento, como si hasta la carne y el metal se hubiesen convertido en arena. Con cada segundo que pasaba, la figura del mago parecía menos mortal y más parte del paisaje.

—Norrec Vizharan —exclamó Horazon con aquella voz extraña que era como un eco—. Es hora de crear tu propio legado.

Ataviado con las mismas ropas con las que había penetrado en la tumba de Bartuc (hasta sus propias botas le habían sido devueltas de alguna manera por el prodigioso hechicero), Norrec se quitó de encima a los muertos vivientes y corrió hacia Horazon.

—¡Espera! ¿Qué quieres decir con eso?

Pero el anciano Vijzerei, convertido ahora por completo en un hombre de arena, se limitó a sacudir la cabeza. De todo él, sólo los ojos seguían siendo humanos en alguna medida. Y mientras Norrec se acercaba, la figura se encogió y su arenosa forma se fundió con las dunas que lo rodeaban. Para cuando el guerrero llegó al lugar, era ya demasiado tarde… sólo un pequeño montón de granos sueltos señalaba la pasada presencia de Horazon.

Segundos más tarde, ni siquiera eso existía ya.

—Todo ha terminado —señaló Kara en voz baja.

—Sí… así es —asintió Sadun Tryst. Algo en su tono hizo que Norrec se volviera ahora hacia los dos zombis. Ambos tenían un aire expectante, como si hubieran esperado que ocurriera algo más.

La nigromante fue la primera en intervenir.

—Vuestra búsqueda ha terminado, ¿no es así? Al igual que Horazon, vuestro tiempo en el mundo ha terminado.

Fauztin asintió. Sadun esbozó lo que parecía una sonrisa triste… o quizá era sólo que su carne y sus músculos, cada vez más fláccidos, hacían que lo pareciera.

—Él vino… cuando sintió… que la armadura despertaba… pero demasiado tarde… así que nos concedió… este tiempo… pero bajo la promesa de que… cuando todo hubiera terminado… también para nosotros… seria el fin…

¿Él? —preguntó Norrec, mientras se reunía con Kara.

—Pero fue mi hechizo el que os devolvió la vida.

—Un truco… para alejarte… de allí —el más bajo de los dos muertos vivientes miró a su alrededor—. Santurrón… bastardo… ni siquiera puede mostrarse… ahora que todo… ha terminado…

Sin embargo, mientras terminaba de hablar, una brillante luz azul descendió de pronto sobre los cuatro, volviendo aquella pequeña franja de desierto tan brillante como el mediodía de un día despejado, si no más.

Sadun Tryst hubiera escupido, asqueado, si todavía hubiera sido capaz de llevar a cabo una proeza tan sencilla como aquella. En cambio, sacudió la cabeza (o, más bien, dejó que se balanceara de un lado a otro) y entonces añadió:

—Debería… haber sabido… que no sería así… pomposo y maldito… ángel…

¿Ángel? Norrec se volvió hacia la luz, pero no encontró su fuente y mucho menos ningún ángel. Mas, ¿qué otra cosa podía explicar todo aquello?

El necrófago la miró con ferocidad.

—Muéstrate… al menos. —Al ver que nada ocurría, se volvió hacia Norrec y añadió:— Típico. Como todos… los de su clase… se esconde… en las sombras… finge que está… por encima de todo… pero pone sus manos… en todo.

—Yo conozco esta luz —musitó Kara—. La vi un instante en la tumba. Es lo que hizo que me apartara de vuestros cuerpos.

—Al arcángel… le gustan… los trucos —Tryst miró a Fauztin, quien volvió a asentir. El enjuto cadáver añadió, dirigiéndose a los dos vivos—. Y éste… ha sido el último…

—¡Maldita sea, Sadun, no! —Norrec se volvió con el ceño fruncido hacia los cielos, buscó al invisible arcángel—. ¡No es justo! Ellos no tuvieron elección…

—Por favor… ya es… hora… y nosotros… lo deseamos… Norrec…

—¡No puedes hablar en serio!

Sadun rió entre dientes, un sonido áspero.

—Te lo juro… por mi… vida, amigo…

De repente, la luz azul se concentró sobre los dos muertos y los bañó en un resplandor tan brillante que Norrec tuvo que taparse los ojos. Fauztin y su compañero se volvían cada vez más y más difíciles de ver.

—Es hora… de comprar esa… granja… que siempre has… querido… Norrec…

La luz parpadeó entonces y se volvió tan intensa que cegó por un momento al veterano y su compañera. Afortunadamente para ambos, el destello sólo duró unos pocos segundos, pero incluso así, cuando sus ojos se recobraron, descubrieron que la luz celestial no era lo único que había desaparecido por completo… sino también los dos muertos vivientes.

Norrec se quedó mirando el lugar, incapaz de hablar.

Una mano tocó la suya. Kara Sombra Nocturna lo miraba con simpatía.

—Han dado el siguiente paso en el viaje eterno y han pasado a desempeñar otro papel en el mantenimiento del equilibrio universal.

—Puede ser… —Dondequiera que estuvieran ahora, Norrec sabía que ya no podía ayudarlos. Lo mejor que podía hacer era tratar de mantener vivo su recuerdo… y hacer con su propia vida algo para honrar la amistad que entre los tres habían forjado. Volvió a levantar la mirada hacia el cielo y se dio cuenta por primera vez que la persistente tormenta se había calmado al fin. De hecho, había empezado a menguar y ya podían verse algunos claros en el cielo.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó la nigromante.

—No lo sé —se volvió hacia Lut Gholein, la primera señal de civilización que veía desde hacía días—. Supongo que empezaré por ir allí. Tal vez necesiten ayuda para limpiar las cosas. Después de eso… no lo sé. ¿Y tú?

También se volvió hacia la distante ciudad, lo que le dio a Norrec la oportunidad de estudiar su perfil.

—Lut Gholein también me serviría a mí. Además, quiero descubrir si el capitán Jeronnan y el Escudo del Rey están allí. Tengo una deuda con él. Me trató muy bien, como si fuera su propia hija… y posiblemente crea que me ahogué en el mar.

Norrec no deseaba abandonar su compañía todavía, de modo que respondió:

—Iré contigo entonces, si no te importa.

Sus palabras provocaron una sonrisa inesperada en Kara. A Norrec le gustaba cuando la mujer de negros cabellos sonreía.

—En absoluto.

Recordando los modales de muchos nobles a los que había servido, Norrec le ofreció el brazo, que la nigromante aceptó tras un momento de vacilación. Entonces, cansados y juntos, atravesaron lo que quedaba de la desplomada duna y se dirigieron hacia la civilización. Ninguno de ellos dedicó una sola mirada al cuerpo caído del general Augustus Malevolyn que, junto con su cabeza, yacía ya medio enterrado por la arena en el mismo lugar en el que Horazon y la armadura se habían fundido con el propio desierto. En especial, el fatigado y dolorido soldado no tenía el menor deseo de recordar lo que había ocurrido… y lo que podría haber ocurrido si los vientos hubiesen soplado a favor de la oscuridad.

El legado de Bartuc, el legado del Caudillo de la Sangre, había sido ocultado de nuevo de la vista y el conocimiento de todos… y, con suerte, esta vez para siempre.