Más de una hora había pasado y Lut Gholein no había entregado todavía la armadura. El general Malevolyn contenía a duras penas su justa furia, mientras se preguntaba si la habrían encontrado y estarían pensando en utilizar de alguna manera su magia contra él. Si era así, sufrirían una terrible decepción. La armadura nunca trabajaría por su causa y, si trataban de manipularla, lo más probable era que destruyera a quienes lo hicieran. No, el legado de Bartuc le pertenecía a él y sólo a él.
Tal como había amenazado, la demoníaca horda continuó asaltando las murallas. En el área que circundaba a Lut Gholein se habían arrojado los restos mutilados, no sólo de aquellos que antes no habían logrado alcanzar a tiempo las murallas, sino de algunos que habían caído desde lo alto. Los demonios arqueros habían demostrado una pericia superior en algunos aspectos a la de los hombres cuyos cuerpos habitaban. Además, las seis catapultas que habían traído consigo sembraban el caos en la propia ciudad. A su vez, protegidas por la hechicería demoníaca, las máquinas de asedio no habían sufrido daño alguno a causa del fuego de respuesta que venía desde Lut Gholein.
Observó mientras la dotación de la más cercana de las catapultas preparaba otro ardiente regalo para los habitantes. El general Malevolyn había reservado las máquinas precisamente para esto, para hacer ver a sus adversarios que no iba a darles ni un respiro. O le daban lo que quería o ni siquiera sus elevadas murallas los salvarían… claro que, al fin y al cabo, tampoco iba a permitir que tan limitadas barreras los salvaran cuando llegase el momento.
Y el momento estaba muy próximo. Lut Gholein, había decidido el general, había agotado su tiempo. Dejaría que las catapultas lanzasen esta andanada y luego ordenaría a sus fuerzas un ataque total. Quienes se encontraban tras las murallas creían que las puertas podrían contener a los invasores, pero incluso ahora subestimaban el poder de los demonios. No sería difícil eliminar el único obstáculo que impedía la entrada a la horda en la ciudad… y entonces daría comienzo un día de muerte tan sangriento que, durante los años venideros, los hombres hablarían entre susurros horrorizados de la caída de Lut Gholein.
Una vez mas, la armadura escarlata del Caudillo de la Sangre proyectaría la sombra del miedo sobre el mundo entero.
Augustus Malevolyn se puso rígido de repente mientras una sensación perturbadora lo invadía por completo. Rápidamente se volvió para mirar a su espalda, impelido por una necesidad de ver quién —o qué— se acercaba a él desde atrás.
Y por encima de una duna apareció una forma familiar: Xazak, caminando por la arena. El hecho de que el demonio se hubiera atrevido a acercarse tanto a Lut Gholein intrigó al general… hasta que vio quién venía caminando tras el monstruoso insecto.
—La armadura… —susurró con voz casi reverente. Olvidando a sus soldados demoníacos, olvidando a Lut Gholein, Malevolyn corrió hacia las dos figuras. En toda su vida nunca había experimentado un momento tan glorioso. La armadura de Bartuc venía a él. ¡Su mayor deseo se había cumplido al fin!
El porqué el necio que la había robado de la tumba seguía viviendo y la llevaba era algo que sólo Xazak podía explicar. Malevolyn se asombró de ver que la mantis hubiera dejado vivir al hombre tanto tiempo. Quizá Xazak no había querido molestarse cargando la armadura por sí mismo y había obligado al necio a traerla hasta aquí. Bien, por tal servicio, lo menos que podía hacer el general era conceder al pobre desgraciado una muerte relativamente rápida e indolora.
—¿Y qué es este regalo que me traes aquí, amigo mío?
La mantis parecía bastante complacida consigo misma.
—Un regalo que sin duda demostrará las intenciones de éste con respecto a su caudillo. Este te entrega a Norrec Vizharan… ¡mercenario, saqueador de tumbas y portador de la gloriosa armadura de Bartuc!
—Mercenario y saqueador de tumbas… —el general Malevolyn rió entre dientes—. Quizá debería contratarte por tu experiencia. Al menos debería felicitarte por haber traído hasta mí el último escalón de mi ascenso a la gloria.
—¿Tú… tú quieres esta armadura? —el idiota parecía incrédulo, como si él, que la había llevado durante tanto tiempo, no pudiese comprender su majestad, apreciar su poder…
—¡Por supuesto! ¡Es lo único que quiero! —el general dio unas palmaditas sobre su yelmo. Vio que Norrec Vizharan reconocía al instante el lazo existente entre ambos—. Soy el general Augustus Malevolyn, de la Marca de Poniente, una tierra que, a juzgar por tu aspecto, debes de conocer. Como puedes ver, llevo el yelmo, perdido cuando la cabeza y el cuerpo de Bartuc fueron separados por los necios que lograron matarlo con traicioneros ardides. Tanto temían su tremendo poder, y con tanta razón, que llevaron el cuerpo y la cabeza hasta dos esquinas opuestas del mundo y luego los escondieron en lugares en los que creyeron que nadie lograría encontrarlos nunca.
—Se equivocaron… —murmuró el mercenario.
—¡Por supuesto! ¡El espíritu del Caudillo de la Sangre no podía ser derrotado! Llamó a los suyos, esperó a aquellos cuyos lazos para consigo despertarían su poder a una nueva vida. ¡A unos nuevos horizontes!
—¿Qué quieres decir?
Malevolyn suspiró. Hubiera sido mejor matar al necio directamente, pero su humor había mejorado tanto que decidió por lo menos explicarle a Norrec lo que, evidentemente, nunca había comprendido. Alzó las manos y se quitó con suavidad el yelmo. Mientras éste dejaba su cabeza, sintió una sensación de pérdida, pero se dijo que enseguida volvería a colocarlo en su lugar.
—No conocía sus secretos entonces, mas los conozco ahora… porque el propio objeto me los ha revelado. Me atrevería a decir que ni siquiera tú, amigo Xazak, conoces toda la verdad.
La mantis realizó una parodia de reverencia.
—Éste estaría encantado de ser iluminado, caudillo…
—¡Y lo serás! —sonrió a Norrec—. Apuesto a que muchos murieron en la tumba aquel día, ¿eh?
La expresión de Vizharan se ensombreció.
—Demasiados… algunos de ellos eran amigos míos.
—Pronto te reunirás con ellos, no temas… —el comandante de la negra armadura mostró a Norrec el yelmo—. Me atrevo a decir que lo mismo ocurrió con éste. El mismo destino para cada insignificante saqueador de tumbas hasta que llegó uno… uno con un rasgo muy especial, inherente, que le proporcionaba una importante ventaja —de improviso, las manos de Malevolyn empezaron a temblar ligeramente. Con un movimiento rápido, pero con aire de aire despreocupado, volvió a ponerse el yelmo. Una sensación instantánea de alivio se apoderó de él, aunque tuvo cuidado de no dejar que ni el hombre ni el demonio se percataran de ello—. ¿No adivinas lo que él y tú teníais en común?
—¿Una vida maldita?
—Más bien una magnífica herencia. Por las venas de ambos fluía la sangre de la grandeza, si bien bastante diluida.
Aquella explicación sólo consiguió que Norrec frunciera el ceño.
—Ese ladrón y yo… ¿estábamos emparentados?
—Sí, aunque en su caso la sangre era todavía más impura. Le dio el derecho a tomar el yelmo, pero resultó demasiado débil para ser de ninguna utilidad, así que éste lo dejó morir. Con su muerte, volvió a su letargo, esperando a alguien más digno… —el general se señaló a sí mismo con aire orgulloso—. Y finalmente me encontró a mí, como puedes ver.
—¿También tú compartes esa misma sangre?
—Muy bien. Sí, así es. Mucho menos mezclada que la que fluía por las venas de ese idiota y, no me cabe duda, mucho menos mezclada que la tuya. Si, Norrec Vizharan, podrías decir que el que descubrió el yelmo, tú y yo somos todos primos, aunque con varios grados de diferencia, por supuesto.
—Pero, ¿quién…? —los ojos del soldado se abrieron mientras la verdad se revelaba por fin—. ¡Eso no es posible!
Xazak no dijo nada, pero saltaba a la vista que seguía sin comprender. Los demonios no entendían siempre la reproducción de los humanos. Sí, algunos de ellos conocían el proceso y de hecho, en ocasiones, se apareaban rápidamente, pero lo hacían como animales, sin la menor preocupación por la herencia.
—Oh, sí, primo —Malevolyn esbozó una amplia sonrisa—. ¡Los dos somos progenie del grande y noble Bartuc en persona!
La mantis chasqueó las mandíbulas, claramente impresionada. Ahora parecía todavía más satisfecha consigo misma, posiblemente porque creía haber acertado al unir sus fuerzas con Augustus Malevolyn.
En cuanto a Norrec, la revelación no le proporcionó ningún placer. Como tantos mortales menores, no comprendía en absoluto lo que Bartuc había estado a punto de conseguir. ¿Cuántos hombres se habían ganado el respeto y el miedo, no sólo de sus iguales sino también del Cielo y del Infierno? El general sintió una cierta decepción al verlo porque, tal como había dicho, eran una especie de primos. Por supuesto, dado que a Norrec sólo le quedaban unos pocos momentos de vida, la decepción no era demasiado grande. Un idiota de menos era siempre un idiota de menos, una ganancia para el mundo.
—La sangre llama a la sangre… —murmuró Norrec con la mirada clavada en la arena—. La sangre llama a la sangre, como ella dijo…
—¡En efecto! Y por esa razón, contigo la armadura podía actuar como no había podido hacerlo desde hacía siglos. Un gran poder se escondía en su interior, pero un poder sin vida. En ti fluye la vida que había dado la chispa a esa hechicería. ¡Fue como si dos partes, separadas mucho tiempo atrás, se reunieran de pronto para formar un todo!
—La sangre de Bartuc…
Augustus Malevolyn frunció los labios.
—Sí, olvídate ya de eso… Has mencionado a una «ella». ¿Mi Galeona, tal vez?
—Una nigromante, caudillo —intervino Xazak—. Ahora está muerta —levantó una de sus guadañas para indicar la causa—. En cuanto a la bruja… tampoco volveremos a verla.
—Una pena, pero supongo que tenía que ocurrir, en todo caso. —Algo se le ocurrió al esbelto comandante—. Excusadme un momento, ¿queréis?
Se volvió hacia donde sus infernales guerreros seguían hostigando Lut Gholein y pensó en el demonio con el rostro de Zako.
En la lejanía, el infernal sicario se volvió de repente, abandonó su lugar junto a una de las catapultas y corrió hacia Malevolyn. Al llegar junto al general, hincó la rodilla frente a él.
—Sí, caudillo… —un jadeo súbito escapó de la garganta del falso Zako al reparar en la presencia de Norrec y la armadura— ¿Cuáles… cuales son tus órdenes?
—La ciudad ya no tiene valor. Es tuya para que juegues con ella.
Una sonrisa salvaje e imposiblemente alargada se dibujó en las facciones del muerto.
—Sois muy generoso, caudillo…
El general Malevolyn asintió y lo despidió con un ademán.
—¡Vete! Que nadie sobreviva. Lut Gholein servirá como advertencia de la esperanza que cualquier reino, cualquier poder, tiene contra mí.
La cosa con la cara de Zako se alejó corriendo y saltando con evidente regocijo mientras se apresuraba a darles la noticia a sus compañeros. La horda arrasaría la ciudad, no dejaría piedra sobre piedra. En muchos aspectos, eso compensaría al caudillo por lo ocurrido en Viz-jun.
Viz-jun. El pecho de Malevolyn se hinchó de impaciencia. Ahora que la armadura estaba en su poder, incluso Kehjistan, legendaria morada de los Vizjerei, caería frente a él.
Su mano siguió el trazo del zorro y las espadas que decoraban su propia coraza. Mucho tiempo atrás, después de que hubiera asesinado a su padre y quemado aquella casa que nunca había reconocido como propia, Augustus Malevolyn había decidido ostentar el símbolo de esa casa sobre su armadura para recordarse a sí mismo que siempre seria capaz de tomar todo cuanto quisiera. Pero ahora había llegado el momento de abandonar ese símbolo por otro mejor. La armadura rojo sangre de Bartuc.
Se volvió hacia Xazak y el mercenario.
—Bien, ¿empezamos?
Xazak empujó a Norrec hacia delante. El hombre dio un traspié y entonces se volvió y miró con ferocidad al demonio, la opinión de Malevolyn sobre su primo lejano mejoró ligeramente. Al menos el bufón tenía arrestos.
Pero las palabras que brotaron amargamente de la boca de Norrec no complacieron en absoluto al nuevo caudillo.
—No puedo dártela.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no saldrá. Lo he intentado una vez tras otra y se niega a salir. ¡Ni siquiera puedo quitarme las botas! ¡Tampoco tengo control sobre la armadura! ¡Pensaba que sí, pero era un truco! Lo que hago, a dónde voy… ¡Todo lo decide la armadura!
Su trágica situación casi divirtió al general Malevolyn.
—¡Parece una ópera cómica! ¿Hay algo de verdad en eso, Xazak?
—Éste debe decir que el idiota dice la verdad. Ni siquiera pudo moverse para salvar a la nigromante…
—Qué fascinante. Pero tampoco es un problema difícil de resolver —alzó una mano hacia Norrec—. No con el poder de que ahora dispongo.
El hechizo convocado desde las profundidades de unos recuerdos que no eran suyos hubiera debido permitir a Malevolyn desecar por completo al soldado dentro de la armadura, dejando tan sólo una cáscara marchita que podría sacarse con facilidad. Bartuc había utilizado el hechizo innumerable veces durante su reinado y jamás le había fallado.
Pero ahora lo hizo. Norrec seguía allí, con los ojos muy abiertos, pero intacto. Parecía como si de veras hubiera creído que iba morir, lo que hizo que el fracaso del hechizo resultara aún más desconcertante.
Fue Xazak el que sugirió la razón.
—Tu hechizo afecta a todo el cuerpo, caudillo. Quizá la armadura reacciona instintivamente como si estuviese siendo atacada.
—Un buen argumento. Entonces tendremos que recurrir a algo más personal —extendió la mano… y la hoja demoníaca apareció en ella—. Con decapitarlo bastará para romper el lazo que lo une a la armadura. Necesita un anfitrión humano, no un cadáver.
Mientras se acercaba, el general notó que el mercenario luchaba contra la armadura, tratando desesperadamente de lograr que se moviera. Malevolyn tomó la falta de reacción de la armadura de Bartuc como la prueba de que esta vez había elegido el modo apropiado de proceder. Con un rápido tajo estaría hecho. De algún modo, Vizharan debía de sentirse honrado. ¿Acaso no había el primer caudillo perecido de la misma manera? Quizá conservase su cabeza como una especie de trofeo, un recuerdo de este día maravilloso.
—Siempre te recordaré, Norrec, primo mío. Te recordaré por todo lo que me has dado.
El general Augustus Malevolyn preparó la espada de ébano y apuntó a la garganta de su pariente. Sí… un rápido tajo. Mucho más elegante que darle golpes en la cabeza hasta conseguir que cayera al suelo.
Con una sonrisa en los labios, propinó el golpe mortal…
…y su hoja chocó contra otra idéntica que Norrec empuñaba ahora en la mano izquierda.
—En el nombre del Infierno, ¿qué…?
El mercenario parecía tan perplejo como él. Detrás de Norrec Vizharan, el monstruoso demonio hacía entrechocar las mandíbulas y emitía zumbidos de abierta consternación.
Norrec —o más bien la armadura — se colocó a distancia de combate y aprestó la espada negra para defenderse frente a cualquier ataque del general.
Una expresión peculiar se dibujó en el semblante del soldado, una expresión que al mismo tiempo era de sorpresa y de diversión. Tras un momento de vacilación, incluso se atrevió a hablar.
—Sospecho que ella no está de acuerdo con tu elección, general. Vas a tener que pelear para ganarla. Lo siento, créeme, lo siento.
Malevolyn se tragó su creciente cólera. Ahora no podía permitirse el lujo de perder los estribos. En tono calmado, contestó:
—Entonces lucharemos, Vizharan… ¡Y cuando reclame la armadura, la victoria será mucho más dulce por esta batalla!
Se abalanzó sobre él.
Xazak temía haber cometido un terrible error. Ahora tenía frente a sí a dos mortales embutidos en sendas mitades de la armadura de Bartuc, dos mortales que parecían capaces en cierta medida de utilizar la antigua hechicería del caudillo. La mantis se había unido a Malevolyn quien, hasta el momento, había parecido el sucesor predestinado. Sin embargo, era evidente que la armadura veía las cosas de manera diferente y había elegido defender a su involuntario anfitrión.
El demonio había trabajado duro para convencer a su infernal señor, Belial, de que sacrificara tantos secuaces monstruosos en beneficio de su causa. Belial había accedido tan solo porque también él había creído que un nuevo Bartuc podía proporcionarle la ventaja que necesitaba, no sólo contra su rival, sino contra el posible retorno de uno de los tres Males Primarios. Si Xazak había elegido mal, si Norrec Vizharan lograba de alguna manera vencer, parecería que el lugarteniente de Belial había errado por completo en este asunto. Y Belial no toleraba la incompetencia en sus sirvientes.
Ahora, mientras observaba cómo se preparaban los dos humanos para la lucha, se dio cuenta de que también a él, en especial a él, lo había engañado la armadura. Lo había seguido con docilidad, como si no quisiese más que reunirse con el yelmo y luego unirse a la causa del demonio. Sin embargo, ahora la mantis creía que sólo buscaba el yelmo… y que luego se volvería contra él.
Debía de saber que había sido Xazak el que había llevado al leviatán acuático al plano mortal y el que, después de interrogar al moribundo marinero, había enviado el monstruo a atacar el barco. En aquel momento Xazak había creído que si lograba hacerse con la armadura antes de que llegase a tierra firme podría acelerar las cosas. Galeona lo había guiado hasta el lugar aproximado en el que podía encontrarse Norrec Vizharan. Debería haber sido una tarea sencilla para la infernal bestia destrozar el navío de madera y luego arrancarle la armadura a su muerto cuerpo…
Sólo… sólo que la armadura no sólo había logrado detener a la titánica criatura, sino que la había matado sin apenas esfuerzo. El resultado había sido tan sorprendente que Xazak había huido presa del pánico. Nunca hubiera esperado que la armadura encantada poseyera un poder tan abrumador.
La mantis fijó la mirada en la espalda del mercenario. Había tomado una decisión. Si Malevolyn se alzaba como caudillo, Xazak tendría algo espectacular que ofrecerle a su amo, un aliado con el que podrían aplastar a Azmodan y, si llegara a ser necesario, a la tríada. Sin embargo, si era Norrec Vizharan el anfitrión involuntario, seguramente Belial no estaría tan complacido.
Y cuando su amo no estaba complacido… aquellos que le fallaban sufrían por ello.
El demonio alzó una guadaña y aguardó al momento preciso. Puede que el general protestase si le robaba su gloria, pero no tardaría en entrar en razón. Entonces, podrían proseguir con la destrucción de Lut Gholein.
Y desde allí… la del resto del reino mortal.
* * *
Norrec no sentía ni una fracción de la confianza que trataba de demostrar frente al general Malevolyn. Aunque sus palabras concernientes a la renuencia de la armadura a abandonarlo habían sido ciertas, eso no significaba que confiara en la habilidad de la encantada coraza de derrotar al oficial. A decir verdad, parecía que el lazo que unía al general con el yelmo sobrepasaba ampliamente la cuestionable alianza que Norrec se veía obligado a soportar. Malevolyn poseía los conocimientos y capacidades del Caudillo de la Sangre, a las que unía sus propias y nada desdeñables habilidades. En combinación con lo que el yelmo le proporcionaba, no era probable que ni siquiera la armadura pudiera resistir demasiado tiempo frente al resuelto comandante.
El general cayó sobre él con un ataque tan furioso que la armadura tuvo que retroceder para salvar a Norrec. Una vez tras otra chocaron las ardientes espadas y cada vez que lo hacían arrojaban llamaradas al aire. Si hubieran luchado en cualquier otro escenario que no fuera el desierto, las probabilidades de que hubieran iniciado un incendio habrían sido muy altas. El propio Norrec temía que alguna chispa extraviada le cayera en el pelo o en un ojo. Ya era suficientemente malo verse obligado a participar en aquella pelea desesperada sin tener la menor oportunidad de atacar o defenderse porque, como no tardó en descubrir, el conocimiento de esgrima de la armadura tenía algunas lagunas. Sí, lograba detener los ataque de Malevolyn, pero Norrec vio, por lo menos en una ocasión, que desperdiciaba una oportunidad que le ofrecía su enemigo al abrir la guardia. ¿Es que el sanguinario caudillo no había aprendido a manejar correctamente una espada?
—Es un poco como combatir contra uno mismo, ¿no? —se mofó su adversario. Augustus Malevolyn parecía estar disfrutando, tan seguro de su victoria estaba.
Norrec no contestó. Si tenía que morir, le hubiera gustado que fuera por su causa, no como resultado de la torpeza de la armadura encantada.
La hoja de Malevolyn pasó a escasos centímetros de su cabeza. Norrec lanzó una imprecación y luego murmuró en voz baja a la armadura:
—¡Si no puedes hacerlo mejor, debería ser yo el que estuviera al mando!
—¿De veras lo crees? —replicó el general, cuya expresión ya no parecía divertida—. ¿Acaso crees que un necio plebeyo como tú sería más digno de ostentar el título, de heredar el legado, que yo?
La armadura tuvo que defenderse contra una serie de golpes lanzados con la velocidad del rayo por Malevolyn. Norrec maldijo en silencio el excepcional oído del general; el hombre creía que se había burlado de él.
Había servido bajo el mando de muchos oficiales diestros y había combatido a muchos enemigos de talento, pero Norrec no podía recordar a ninguno que poseyera la capacidad de adaptación de Augustus Malevolyn. Sólo el hecho de que el general estuviera combatiendo con las habilidades de Bartuc además de con las propias permitía a la armadura anticiparse a la mayoría de sus movimientos. Pero a pesar de ello, de no haber sido por las otras protecciones de la armadura, a esas alturas Norrec ya habría muerto un par de veces.
—Tienes suerte de que esos encantamientos te protejan tan bien —dijo el esbelto comandante mientras retrocedía momentáneamente—. De no ser por ellos este asunto ya estaría resuelto.
—Pero si yo hubiera muerto tan deprisa, eso significaría que la armadura no es tan especial como tú esperabas.
Malevolyn rió entre dientes.
—¡Cierto! Después de todo, no parece que estés del todo privado de seso. ¿Qué te parece si vemos qué aspecto tiene derramado sobre la arena?
Volvió a acometer a Norrec, tratando de superar su guardia por arriba y por los lados. Por dos veces la coraza estuvo a punto de fallar al soldado. Norrec apretó los dientes: el antiguo caudillo había sido un buen espadachín, pero sus métodos habían sido los de los Vizjerei. Después de pasar muchos años en compañía de Fauztin —que podía manejar una espada con destreza a pesar de ser un mago—, el veterano guerrero sabía probablemente más sobre las ventajas y desventajas de su estilo de lucha que el propio general. Malevolyn parecía haber aceptado que fundir sus conocimientos con los de Bartuc sólo podía significar una mejora, pero si hubiera sido Norrec el que hubiera estado combatiendo contra él, habría podido poner en peligro su vida por lo menos dos veces.
De pronto lanzó un grito y la oreja derecha le ardió como si acabase de estallar en llamas. El general Malevolyn había conseguido por fin acertarlo con un golpe, aunque sólo de refilón. Por desgracia, con las espadas mágicas, hasta eso significaba una herida agónica. Toda la oreja de Norrec palpitaba de dolor, pero, por suerte, a pesar de la herida todavía podía oír. Sin embargo, otro golpe como ese…
Con que sólo pudiese entrar en la pelea por sí mismo, si la armadura comprendiese que así tendrían mejores probabilidades… Conocía las debilidades de la armadura y también los estilos occidentales de lucha que el general utilizaba. Había algunos trucos que dudaba que incluso éste supiera. Trucos que aprendían los mercenarios para compensar las deficiencias de su instrucción formal… y que más de una vez le habían salvado la vida.
Déjame luchar… ¡o por lo menos deja que luche a tu lado!
La armadura lo ignoró. Desvió el siguiente ataque de Malevolyn y luego contraatacó con un movimiento que el guerrero recordaba haber visto en alguna de las ocasionales sesiones de esgrima de Fauztin. Sin embargo, Norrec sabía también que los Vizjerei habían desarrollado un movimiento de respuesta a ese ataque… y un momento después Malevolyn demostró que tenía razón al utilizarlo para impedir que la armadura lo alcanzara.
Hasta el momento, la batalla había sido del general. No podía prolongarse mucho más. Puede que la coraza de Bartuc quisiese que Norrec siguiera siendo su anfitrión simple y maleable, pero si las cosas seguían igual, pronto tendría que inclinarse frente a la habilidad y el poder del general Malevolyn y su propio yelmo encantado.
Poseído por pensamientos cada vez más sombríos, Norrec apenas advirtió que su enemigo lanzaba de pronto una estocada hacia su cara. El veterano guerrero alzó inmediatamente su propia espada y logró a duras penas apartar la del general. De no haberlo hecho, el arma de Malevolyn se le hubiera clavado en pleno rostro y hubiera salido por la nuca.
Y entonces Norrec se dio cuenta de que había sido él y no la armadura el que se había defendido de aquel ataque casi fatal.
No tuvo tiempo de pensar en el inesperado cambio porque Malevolyn no detuvo su avance. El caudillo volvió a atacarlo una vez tras otra y lo hizo retroceder en dirección a Xazak, que seguía presenciando el combate.
Y sin embargo, a pesar de lo desesperado de su situación, las esperanzas de Norrec iban en aumento. Si moría, lo haría siendo dueño de su propio destino.
Augustus Malevolyn intentó un ataque que el soldado había aprendido en una de sus primeras incursiones como mercenario. La maniobra requería habilidad y astucia y solía tener éxito, pero un comandante le había enseñado a Norrec cómo utilizarla para obtener ventaja sobre el adversario…
—¿Qué? —la expresión boquiabierta de Malevolyn entusiasmó a Norrec mientras convertía lo que debiera haber sido un golpe casi mortal propinado por el general en un repentino contraataque que lo obligó a retroceder para no perder su propia cabeza.
Sin perder un instante, Norrec empezó a empujarlo hacia atrás, tratando de conseguir que la suave arena le hiciera dar un traspié o incluso caer, pero en el último momento Malevolyn logró convertir su embestida en un nuevo empate.
—Vaya —jadeó desde las profundidades del yelmo—. Parece que la armadura puede aprender igual que un hombre. Interesante. Nunca hubiera creído que conocería ese último movimiento.
Norrec tuvo que contenerse para no decirle la verdad. Debía utilizar cualquier ventaja que tuviera, por muy pequeña que fuera. Pero no pudo evitar que una leve y siniestra sonrisa se aposentara en su cansado rostro.
—¿Sonríes? ¿Crees que bastará con que aprenda un truco o dos? Entonces veamos cómo os portáis si cambiamos las reglas un poco…
La mano libre de Malevolyn se levantó repentinamente… y una brillante esfera de luz estalló delante de los ojos de Norrec.
Balanceó su espada salvajemente y logró parar dos veces las acometidas del general, pero entonces una fuerza tremenda le arrancó la espada de la mano. Norrec retrocedió, tropezó… y cayó de espaldas sobre la arena.
Aunque su visión no se había recuperado del todo del traicionero hechizo de Malevolyn, el caído guerrero vio cómo se cernía sobre él la forma sombría de su triunfante oponente. El general Malevolyn empuñaba una espada negra en cada mano.
—La batalla ha terminado. Debería felicitarte, primo. Sólo al final me di cuenta de que parecías un poco más ansioso que antes… como si te hubieras unido al duelo. ¿De modo que al final pensaste que colaborar con la armadura te salvaría? Una buena idea, pero por desgracia, adoptada demasiado tarde.
—¡No perdáis tiempo! —le espetó Xazak desde algún lugar situado tras Norrec—. ¡Golpead! ¡Golpead!
Ignorando al demonio, Malevolyn sopesó ambas espadas y las admiró.
—Perfectamente equilibradas las dos. Puedo blandirlas a la vez sin miedo de que se entrecrucen. Es interesante que la tuya siga existiendo. Había creído que se desvanecería en cuanto abandonara tu mano, pero supongo que la diferencia estriba en que yo la he recogido de inmediato. Los encantamientos de Bartuc están llenos de sorpresas, ¿no te parece?
Mientas trataba todavía de enfocar la vista, Norrec sintió de repente un hormigueo en la mano izquierda. Conocía la sensación, ya la había experimentado antes. La armadura estaba intentando algún ardid, pero exactamente cuál el guerrero no podía decirlo…
Sí, si que podía. El conocimiento llenó su cabeza y le permitió de inmediato comprender tanto el papel desempeñado por la armadura en todo aquello, como el suyo. Para que tuviera éxito, tendrían que actuar juntos. Solos, ninguno de los dos tenía posibilidades de triunfar.
Norrec contuvo una sonrisa y se limitó a responder a su adversario:
—Sí… lo son.
El guantelete izquierdo se encendió.
La espada perdida por Norrec se transformó en una sombra negruzca que envolvió como un enjambre el brazo y la cabeza de Malevolyn.
El general profirió un juramento, soltó su propia espada e hizo un gesto hacia las hambrientas sombras. De su boca brotaron arcaicas palabras, palabras Vizjerei. Una luz verde irradió de las puntas de sus dedos y devoró a su vez la sombra.
Sin embargo, mientras Malevolyn enfocaba su atención en aquella nueva amenaza, Norrec saltó sobre él… tal como la armadura había deseado. Mientras la sombra se desvanecía bajo el peso del hechizo del general, Norrec lo sujetó por las manos y los dos empezaron a forcejear. A tan corta distancia, ninguno se atrevía a utilizar los hechizos de Bartuc a menos que estuviera completamente seguro.
—¡La batalla vuelve a empezar, general! —murmuró Norrec. Por primera vez se sentía como sí él, y no cualquier otro, estuviese al mando de la situación.
Al fin, la armadura y él tenían un propósito común: derrotar a aquel terrible enemigo. Un júbilo intenso se apoderó de él mientras luchaba, júbilo al pensar en Malevolyn, muerto y tendido a sus pies.
Pero la posibilidad de que la mayoría de que esta nueva determinación y esta nueva confianza pudiesen no provenir de él mismo ni siquiera se le ocurrió. Como tampoco se le ocurrió que si lograba matar al que llevaba el yelmo escarlata se habría condenado al mismo destino que la armadura de Bartuc había elegido hacía mucho tiempo para él.
* * *
Xazak observaba el súbito giro de los acontecimientos con gran consternación. El cambio en el rumbo de la batalla lo había sorprendido incluso a él, y ahora el mortal al que se había aliado se arriesgaba a ser derrotado. Xazak no podía correr ese riesgo; tenía que asegurarse de que era Malevolyn el que ganaba aquel duelo.
La mantis gigante se dispuso a atacar…