Norrec no podía moverse, no podía ni siquiera respirar. Sentía como si una mano gigante se hubiera apoderado de él y pretendiera aplastar todo su cuerpo hasta reducirlo a una diminuta pulpa. En algunos sentidos le daba la bienvenida a aquel final porque al menos la muerte pondría fin a sus remordimientos. Nadie más moriría porque él hubiera intentado saquear una tumba y hubiera desatado al hacerlo una pesadilla.
Entonces, justo cuando se preparaba para morir, una fuerza tremenda lo lanzó por los aires. Voló velozmente, como si lo hubieran disparado con una catapulta. De modo que, en vez de morir aplastado, lo haría por una caída. Al contrario de lo que le había ocurrido a bordo del Halcón de Fuego, Norrec estaba seguro de que en esta ocasión no sobreviviría.
Pero algo —no, alguien — lo cogió por el brazo y frenó su caída. Norrec trató de ver de quién podía tratarse, pero al volver la cabeza hacia la persona que lo había salvado lo asaltó una abrumadora sensación de vértigo, perdió todo sentido de la dirección y dejó de poder diferenciar el cielo del suelo.
Sin previo aviso chocó contra este último. La arena impidió apenas que el impacto le hiciera perder la consciencia.
Por algún tiempo, el apaleado veterano yació allí, maldiciendo la suerte que hacía que terminara así más a menudo de lo que parecía necesario. Le dolía el cuerpo hasta los mismos huesos y su visión no le mostraba por el momento más que manchas. No obstante, y a pesar de todo, al menos ya no sentía tanto dolor. Cualquiera que fuera el hechizo que Galeona le había lanzado antes de morir, había cesado en algún momento y con él había desaparecido la aplastante sensación de asfixia.
Escuchó un trueno y supo por la indistinta extensión gris que sus ojos lograban captar que había regresado al desierto azotado por la tormenta que se extendía alrededor de Lut Gholein. Y también sintió que no había ido solo, que en ese mismo momento había alguien a su lado, en pie.
—¿Puedes levantarte? —preguntó con amabilidad una voz femenina que le resultaba familiar.
Estuvo a punto de contestar que no sentía deseos de hacerlo, pero en vez de ello se obligó a incorporarse lo mejor que pudo hasta sentarse. La cabeza le daba vueltas, pero al menos, llevara cabo aquella tarea sencilla sin ayuda le proporcionó cierto orgullo.
Finalmente su visión se aclaró lo bastante para permitirle ver a la persona que le había hablado. Resultó ser la mujer de negros cabellos a la que había visto justo antes de que las paredes se cerrasen sobre él y cuyo rostro, ahora lo recordaba, pertenecía a una de las estatuas que había contemplado durante su segunda visita onírica a la tumba de Horazon.
Horazon. Al pensar en el hermano de Bartuc recordó a quién había visto junto a la mujer pálida. Horazon… vivo al cabo de siglos.
Ella creyó que su estremecimiento se debía a una herida.
—Ten cuidado. Has pasado mucho. No sabemos cómo ha podido afectarte.
—¿Quién eres?
—Me llamo Kara Sombra Nocturna —contestó ella mientras se arrodillaba para poder ver mejor su cara. Una mano delgada tocó suavemente la mejilla de Norrec—. ¿Te duele?
A decir verdad, le gustaba sentir su contacto, pero no iba a ser tan necio como para decirlo.
—No. ¿Eres una curandera?
—No exactamente. Soy una seguidora de Rathma.
—¿Una nigromante? —Sorprendentemente, el descubrimiento lo sobresaltó menos de lo que hubiera hecho un tiempo atrás. Todo cuanto lo había rodeado en los últimos tiempos había estado relacionado con la muerte… o cosas peores. Una nigromante encajaba a la perfección en el esquema de las cosas, aunque tenía que admitir que jamás había visto a una tan atractiva. Los pocos seguidores de su misma fe con los que se había cruzado hasta entonces habían sido figuras agrias apenas diferentes de los muertos con los que platicaban.
Cayó entonces en la cuenta de que, aunque ella le había dicho su nombre, él todavía no se había presentado.
—Me llamo Norrec…
—Sí. Norrec Vizharan. Lo sé.
—¿Cómo? —recordó que ella ya había utilizado su nombre antes, aunque por lo que él recordaba nunca se habían visto. Ciertamente lo hubiera recordado.
—He estado buscándote desde que saliste de la tumba de Bartuc con la armadura.
—¿Tú? ¿Por qué?
La nigromante se apartó, aparentemente satisfecha al ver que su excursión por el insólito dominio de Horazon no le había costado demasiado cara.
—Junto con los Vizjerei, mi pueblo asumió la responsabilidad de esconder los restos del caudillo. No podíamos destruir el cuerpo ni la armadura en aquel tiempo, pero podíamos mantenerla alejada de aquellos que pudiesen pretender utilizarla… ya fueran magos corrompidos o demonios.
Norrec recordó la monstruosa criatura del mar.
—¿Por qué demonios?
—Bartuc empezó siendo un peón suyo, pero incluso tú debes saber que cuando llegó la hora de su muerte, hasta los señores del Infierno miraban su poder con reverencia y miedo. Aunque sólo representa una porción de su poder total, lo que se conserva en la armadura podría ser suficiente para trastocar por completo el delicado equilibrio entre la vida y la muerte en el mundo… e incluso, quién sabe, más allá.
Después de todo lo que había visto, a Norrec no le costó demasiado creerla. Se puso en pie ayudado por Kara. La miró mientras recordaba lo que acababa de ocurrir.
—Me has salvado.
Ella apartó la mirada. Parecía azorada.
—Tuve parte en ello.
—De otro modo, hubiera muerto, ¿verdad?
—Es muy probable.
—Entonces me has salvado… Pero, ¿por qué lo has hecho? ¿Por qué no me dejaste morir sin más? Si hubiera muerto, la armadura no tendría anfitrión. ¡Sería impotente!
Kara lo miró a los ojos.
—Tú no elegiste llevar la armadura de Bartuc, Norrec Vizharan. Ella te eligió a ti, aunque ignoro por qué. Sea lo que sea lo que ha hecho, sean cuales sean sus perversos actos, siento que eres inocente de ellos y por tanto mereces la oportunidad de vivir.
—¡Pero otros podrían morir a causa de eso! —su expresión debió de mostrar la amargura que sentía porque la nigromante se apartó ligeramente—. ¡Mis amigos, los hombres de la posada, la tripulación del Halcón de Fuego y ahora mismo esa bruja! ¿Cuántos más deben perecer… y frente a mis ojos, por añadidura?
Kara puso una mano en la suya. Norrec temía por ella, pero la armadura no hizo nada. Quizá lo que quiera que alimentara su maldad estuviera aletargado por algún tiempo… o quizá sólo estuviera esperando el mejor momento para atacar.
—Hay un modo de acabar con esto —contestó Kara—. Debemos quitarte la armadura.
Norrec rompió a reír. Rió con fuerza y durante largo rato… y sin esperanzas.
—Mujer, ¿crees que no lo he intentado? ¿No crees que a la primera oportunidad que tuve tiré de estos guanteletes para tratar de arrancarme toda la coraza? Ni siquiera he podido quitarme las malditas botas. ¡Está sellada a mi cuerpo, como si formara parte de mi propia carne! ¡El único modo de quitarme la armadura es arrancarme la piel con ella!
—Entiendo el problema. Y entiendo también que, en circunstancias normales, ningún conjurador tendría el poder necesario para deshacer lo que la armadura ha hecho…
—¿Qué es lo que esperas conseguir entonces? —le espetó el frustrado soldado—. ¡Deberías haberme dejado morir! ¡Hubiera sido mucho mejor para todos!
A pesar de su estallido, la mujer de negros cabellos permaneció calmada. Miró a su alrededor antes de responder, como si estuviera buscando algo o a alguien.
—No nos ha seguido. Debí haberlo supuesto.
—¿Quién… Horazon?
Kara asintió.
—Entonces, ¿también tú lo has reconocido?
Norrec exhaló antes de explicarse.
—Mis recuerdos… mis recuerdos son confusos. Sé que algunos de ellos son míos, pero otros… —titubeó, seguro de que ella lo creería loco por lo que iba a decir— otros pertenecen a Bartuc, creo.
—Sí, es muy probable que así sea.
—¿No te sorprende?
—En la leyenda, el caudillo y su armadura escarlata parecen ser uno. A lo largo del tiempo la fue imbuyendo con poderosos encantamientos, hasta transformarla en algo más que una colección de piezas de metal. Se dice que en la época en que le sobrevino la muerte, la armadura se comportaba ya como si fuera un fiel perro, protegiendo al amo con su magia y peleando por él como el propio Bartuc hubiera hecho. No es de extrañar que parte de su vida haya quedado en ella… y que algunos de sus maléficos recuerdos se hayan filtrado hasta tu mente.
El cansado veterano se estremeció.
—Y cuanto más tiempo la llevo, más sucumbo a su influjo. ¡Ha habido ocasiones en que he creído que yo era Bartuc!
—Razón por la que debemos quitártela —frunció el ceño—. Sólo tenemos que convencer a Horazon de que lo haga. Creo que es el único con el poder necesario.
A Norrec no terminaba de gustarle aquella idea. La última vez que el anciano y él se habían visto, la armadura había reaccionado al instante y con evidente malicia.
—Eso podría despertar de nuevo a la armadura. Puede incluso que esa sea la razón de que ahora esté tan calmada. —Tuvo una idea de repente—. Lo quiere. Quiere a Horazon. Toda esa maldita distancia, todo por lo que me ha hecho pasar… ¡ha sido porque quiere matar al hermano de Bartuc!
La expresión de Kara indicaba que había llegado más o menos a la misma conclusión.
—Sí. La sangre llama a la sangre, como suele decirse, aunque sea mala sangre. Horazon ayudó a matar a su hermano en la batalla de Viz-jun y la armadura debe de haber conservado el recuerdo. Ahora, al cabo de todo este tiempo, se ha alzado y busca venganza… aunque Horazon debería haber muerto hace siglos.
—Pero no lo ha hecho. Dices que la sangre llama a la sangre. Debe de saber que sigue con vida —Norrec sacudió la cabeza—. Lo que no explica por qué ha esperado tanto tiempo. ¡Dioses! ¡Todo esto es una locura!
Kara lo tomó del brazo.
—Horazon debe de tener la respuesta. De alguna manera debemos regresar con él. Siento que él es la única esperanza de poner fin a la maldición del caudillo.
—¿Poner fin a su maldición, dice alguien? —habló una voz áspera, cuyo origen no era una garganta humana—. No… no… Éste no desea eso, no…
Kara miró detrás de Norrec, quien inmediatamente empezó a volverse.
—Cuida… —fue lo único que la nigromante tuvo tiempo de decir.
Lo que parecía una lanza afilada y con una punta de aguja voló hacia Norrec. Le hubiera atravesado la cabeza, pero antes de que lo hiciera Kara logró apartarlo. Desgraciadamente para ambos, la cruel lanza continuó su trayectoria descendente… y se clavó en el pecho de la mujer.
Rápidamente, se retiró. Kara soltó un jadeo y se desplomó. La sangre empezó a manar sobre su blusa. Norrec quedó paralizado por un instante, pero entonces, consciente de que no podría hacer nada por ella si también él perecía, el veterano guerrero se dio la vuelta para enfrentarse a su atacante.
Sin embargo, lo que vieron entonces sus ojos no era un guerrero, sino más bien una criatura surgida de una pesadilla. Parecía sobre todo un insecto colosal, pero uno criado en el mismo Infierno. Su forma grotesca estaba recorrida de palpitantes venas. Lo que al principio había tomado por una lanza era en realidad uno de los propios apéndices de la criatura, una pata alargada y semejante a una guadaña terminada en una punta letal. Bajo las guadañas, sendas manos esqueléticas con garras se abrían y se cerraban. De alguna manera, aquel inmenso horror lograba sostenerse sobre dos alargadas patas traseras que se doblaban a la manera de las mantis a las que tanto se parecía.
—Éste vino en busca de una bruja vagabunda y traicionera, ¡pero este premio le servirá mucho mejor! Largo tiempo lleva éste buscándote, buscando el poder que posees…
A pesar de seguir aturdido, Norrec sabía que el demonio —porque, ¿qué otra criatura podía ser aquello?— se refería a la armadura y no a él.
—¡La has matado! —logró contestar.
Mientras la sangre goteaba de la punta de su guadaña, la mantis ladeó la cabeza.
—Una mortal menos no supone ninguna diferencia. ¿Dónde está la bruja? ¿Dónde está Galeona?
¿La conocía? No le sorprendió en absoluto. Incluso estando bajo el influjo de la armadura, Norrec había sabido que gran parte de su historia había sido mentira.
—Muerta. La armadura la mató.
Una inhalación de la criatura le indicó que sus palabras la habían sorprendido.
—¿Está muerta? ¡Por supuesto! Éste había sentido algo extraño… ¡pero no sospechaba el qué!
Empezó a emitir un peculiar sonido traqueteante que el guerrero tomó al principio por una muestra de furia. Sin embargo, al cabo de un momento se dio cuenta de que el monstruoso insecto se estaba riendo.
—¡El lazo ha sido cortado, pero éste sigue en el plano mortal! ¡El lazo está roto, pero la sangre preserva el hechizo! ¡Éste podría haberla matado todo este tiempo! ¡Qué necio ha sido Xazak!
Norrec aprovechó el regocijo del demonio para mirar a Kara. Todo su pecho se había vuelto escarlata y desde donde se encontraba no podía decir siquiera si seguía respirando. Era una verdadera agonía ver a la mujer que había tratado de salvarlo, tendida y muriendo delante de sus mismos ojos sin poder hacer nada al respecto.
Espoleado por la furia, Norrec dio un paso hacia la mantis… o al menos trató de hacerlo. Desgraciadamente, sus piernas, todo su cuerpo, se negaron a obedecerlo.
—¡Maldita seas! —bramó a la armadura—. ¡Ahora no!
Xazak dejó de reír. Los orbes intensos y amarillos de sus ojos se posaron sobre el indefenso humano.
—¡Necio! ¿Pensabas que gobernabas la grandeza de Bartuc? ¡Éste pensaba arrancarle la armadura a tu cuerpo muerto, pero ahora Xazak ve que eso sería una terrible torpeza! Eres necesario… al menos por algún tiempo.
La mantis alzó la punta de una de sus guadañas hacia la coraza. Inmediatamente, la mano izquierda de Norrec se extendió, pero no para defenderse. En cambio, para su horror, tocó el apéndice del demonio como si lo reconociera.
—Quieres estar completa, ¿no es así? —preguntó Xazak a la armadura—. ¿Deseas el regreso del yelmo que fue separado de ti hace tanto tiempo? Éste puede llevarte hasta él… si así lo deseas.
En respuesta, una de las piernas dio un paso adelante. Incluso Norrec sabía lo que aquel movimiento significaba.
—Entonces, vámonos… pero debemos hacerlo deprisa —la mantis se dio la vuelta y se puso en marcha.
Norrec no tenía más remedio que seguirla y al cabo de poco tiempo estaba caminando a su lado. Tras el desesperado soldado, Kara derramaba las últimas gotas de su vida, pero no podía hacer por ella más de lo que podía hacer por sí mismo. Al menos el sufrimiento de la nigromante había tocado a su fin; el suyo no haría más que empeorar. Su última esperanza había sido aplastada.
—Ayudadme, señores del Cielo… —susurró.
La mantis debía de tener un oído muy aguzado porque inmediatamente respondió a las desesperadas palabras.
—¡Cielo! ¡Ningún ángel bajará desde allí para ayudarte, necio humano! ¡Tienen demasiado miedo! ¡Son demasiado cobardes! ¡Nuestro número crece sobre la faz de la tierra, el señor de los demonios despierta y la fortaleza humana de Lut Gholein se prepara para sufrir un terrible destino! ¿El Cielo? ¡Harías mejor en rezarle al Infierno!
Y mientras seguían en dirección a su destino, Norrec no podía sino pensar que quizá aquel demonio estuviera diciendo la verdad.
* * *
Kara sentía que la vida se le escapaba chorreando, pero no podía hacer nada para impedirlo. La demoníaca criatura que había visto se había movido con inhumana velocidad. Puede que hubiese logrado salvar a Norrec, pero también eso lo dudaba la nigromante.
Fluía, mientras cada gota de sangre que abandonaba su cuerpo la acercaba un poco más al siguiente paso en el esquema general del equilibrio. Pero a pesar de sus creencias, en aquel momento Kara no deseaba nada más desesperadamente que regresar al plano mortal. Había dejado demasiadas cosas sin hacer. Había dejado a Norrec en una posición en la que posiblemente no podría sobrevivir. Y lo que era aún peor, los demonios volvían a caminar sobre la faz del mundo, lo que demostraba que todos y cada uno de los seguidores de Rathma eran muy necesarios. Tenía que regresar.
Pero tal elección no suele concederse a quienes están a punto de morir.
—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó una voz en la distancia, una voz que Kara creyó conocer.
—Él dijo que debíamos devolvérsela cuando sintiéramos que debíamos hacerlo. Yo creo que debemos hacerlo ahora.
—Pero sin ella…
—Todavía tendremos tiempo, Sadun.
—¡Puede que lo haya dicho, pero yo no confío en él!
Una breve y áspera carcajada.
—Es digno de ti ser el único en no confiar en uno de ellos.
—Guárdate tus comentarios… si ha de hacerse, hagámoslo ya.
—Como digas.
Kara sintió de pronto un gran peso sobre el pecho, un peso que resultaba tan placentero que le dio la bienvenida de buen grado y le franqueó la entrada de su mismo ser. Sentía en él una tremenda familiaridad que le hizo recordar cosas pequeñas, como su madre dándole fruta, una mariposa del color del arco iris sobre su rodilla mientras estudiaba el bosque, el olor de los platos recién cocinados del capitán Jeronnan… e incluso un breve destello del ajado, pero en absoluto desagradable rostro de Norrec Vizharan.
La nigromante soltó un jadeo brusco y entrecortado mientras la vida volvía a envolverla.
Pestañeó, sintió la arena, el viento. El trueno retumbaba y en algún lugar cercano escuchó lo que parecían ser los sonidos de una batalla.
—Ha ocurrido… como él dijo… que ocurriría. Debería… haberla usado… en mí mismo.
Kara reconoció la voz, aunque había cambiado desde hacia algunos segundos. Ahora sonaba más parecida a como hubiera podido esperarse: las palabras trabajosas y arrastradas de una garganta muerta.
—Lo sé… lo sé… —replicó Sadun Tryst a algún comentario silencioso—. Sólo ella…
La nigromante abrió los ojos y contempló las formas solemnes del sonriente zombi y su compañero Vizjerei.
—¿Qué… cómo me habéis encontrado?
—Nunca… te perdimos. Te dejamos… ir… y te… seguimos —entornó los ojos—. Pero aquí… en Aranoch… sabíamos que… estabas cerca, pero… no pudimos… verte… hasta ahora.
No sabían dónde había ido exactamente cuando Horazon la había llevado a su subterránea morada. El hechizo que los mantenía unidos a ella les había permitido conocer el área aproximada, pero tanto la localización del santuario como su increíble magia había desconcertado a los dos muertos vivientes. Ella podría haber estado bajo sus mismos pies y no lo habrían sabido.
Mientras iba recuperando las fuerzas, la maga trató de incorporarse un poco. Algo resbaló por su pecho. Kara lo recogió instintivamente con una mano y se maravillo al reconocerlo. ¡Su daga!
La sonrisa de Tryst había adquirido decididamente un aire amargo.
—El lazo está… roto. La fuerza vital… que tomamos… es tuya… —parecía frustrado—. Ya no tenemos… poder alguno… sobre ti.
La nigromante bajó la mirada hacia su propio pecho. La sangre cubría la mayor parte de la blusa, pero la horrible herida que le había infligido el demonio se había cerrado y la única señal de su presencia era una marca circular, como si alguien la hubiese tatuado en aquel lugar.
—Parece… curada.
Kara volvió a palpar el área mientras lanzaba al muerto viviente una mirada feroz que parecía ajena al hecho de que Fauztin y él acababan de regalarle una segunda vida.
—¿Cómo lo habéis hecho? Nunca había oído algo semejante.
El enjuto cadáver se encogió de hombros, mientras su cabeza caía hacia un lado.
—Él… mi amigo… dijo que la daga… era parte… de ti. Cuando forjamos el lazo… para unirte… a nosotros… parte de ti… vino con él. Te la devolvemos… para hacer que vivas —esbozó una mueca lo mejor que pudo—. Nada… te ata ya… a nosotros.
—Excepto una cosa. Norrec —Kara se forzó a ponerse en pie. Tryst permaneció donde se encontraba, pero, para su asombro, Fauztin le tendió una mano. Al principio titubeó, pero entonces se dio cuenta de que el zombi sólo pretendía ayudarla—. Gracias.
Fauztin parpadeó. Luego la obsequió con una breve sonrisa de sus finos labios.
—Tú das vida… a los más muertos… entre los muertos… ahora… estamos en paz… —bromeó Sadun Tryst.
—¿Qué hay de Norrec?
—Creemos que… se aproxima a… Lut Gholein.
Por mucho que la hubiesen salvado, la nigromante no podía permitir que asesinasen a su antiguo amigo.
—Norrec no es responsable de vuestras muertes. No pudo hacer nada para impedir lo que os ocurrió.
Los dos la miraron. Por fin, Fauztin volvió a parpadear y Tryst contestó:
—Lo sabemos.
—Pero entonces, ¿por qué…? —Kara se detuvo. Desde el principio había supuesto que estaban persiguiendo a su asesino que, por supuesto, no podía ser otro que Norrec. Sólo ahora, al mirar a los dos muertos vivientes, entendía que se había equivocado.
»No perseguís a Norrec para cobraros venganza sobre él… perseguís a la armadura de Bartuc. —Aunque no le respondieron, supo que esta vez estaba en lo cierto—. ¡Podíais habérmelo dicho!
Tryst tampoco replicó a esto sino que, abruptamente, le anunció:
—La ciudad está… bajo asedio.
¿Bajo asedio? ¿Cuándo había ocurrido eso?
—¿Quién la ataca?
—Uno que… también quiere… resucitar a los muertos… o por lo menos… al sanguinario espectro de… Bartuc.
¿De dónde venían todos aquellos locos?, se preguntó Kara… y eso le hizo pensar en la harapienta figura de la que acababa de escapar. Miró a su alrededor en busca de algún rastro del Santuario Arcano, pero fue en vano. Las arenas del desierto revoloteaban con el viento y las dunas tenían aspecto de haber permanecido allí durante años. Y sin embargo, en algún lugar cercano la tierra se había abierto y los había depositado a Norrec y a ella en el suelo.
Sin preocuparse por lo que los zombis pudieran pensar de su acto, Kara exclamó:
—¡Horazon! ¡Escúchame! ¡Puedes ayudarnos… y puedes ayudarte a ti mismo! ¡Ayúdanos a salvar a Norrec… y pon fin al legado de Bartuc!
Esperó mientras el viento hacía ondear sus cabellos y la arena le azotaba el rostro. Esperó a que Horazon se materializase o al menos les enviase alguna señal que demostrase que la había escuchado.
Pero no ocurrió nada.
Al fin, Sadun Tryst rompió el silencio.
—No podemos… esperar aquí por más tiempo… mientras tú sigues… llamando a fantasmas…
—No estoy… —se detuvo. ¿De qué serviría explicarles a los zombis que Horazon había sobrevivido durante todos aquellos siglos y vivía, bien que loco, bajo sus mismos pies? ¿Por qué había confiado siquiera en que el hermano de Bartuc se uniría a ellos en aquella arriesgada aventura? Ya había dado muestras más que suficientes de que, de haber sido por él, Norrec hubiera perecido junto con la armadura. Algunas leyendas referentes a Horazon lo habían retratado como un héroe en comparación con su hermano, pero el mismo héroe había invocado demonios y los había sometido a su voluntad. Sí, definitivamente su guerra contra Bartuc había sido un acto de preservación, al igual que todo lo demás. No obtendría ayuda del anciano Vizjerei.
—Nos vamos… —añadió Tryst—. Tú puedes venir… o no… la elección… es tuya, nigromante.
¿Qué otra cosa podía Kara hacer? Aun sin Horazon, tenía que ir tras Norrec. El demonio debía de habérselo llevado a quien había puesto asedio a Lut Gholein, pero, ¿por qué razón? ¿Acaso esperaban destruir lo que quedaba de la mente del veterano guerrero para que los fantasmales recuerdos del Caudillo de la Sangre lo dominaran por completo? Una idea terrorífica para todos, no sólo para el pobre Norrec. Muchos eruditos habían asumido, no sin razón, que de haber salido victorioso en la guerra contra su hermano, Bartuc hubiera sembrado el caos y la maldad sobre el resto del mundo hasta que todo él estuviera bajo su yugo. Según parecía ahora, al igual que a Kara, se le ofrecía una segunda oportunidad.
Como seguidora de Rathma, tenía que tratar de impedirlo… aunque eso significara matar a quien llevaba la armadura. El pensamiento le causó gran pesar, pero si en verdad el mantenimiento del equilibrio requería la muerte de Norrec, así debía ser. Incluso su propia vida no importaría si era necesaria para poner fin al peligro.
—Iré con vosotros —contestó finalmente la nigromante.
Fauztin asintió y luego señaló en dirección a Lut Gholein.
—Estamos perdiendo… el tiempo… dice.
Los zombis se colocaron a ambos lados de Kara mientras se ponían en marcha, un hecho que no le pasó por alto a ella. El viento ya había borrado casi por completo el rastro de Norrec, pero, aparentemente, Tryst y el Vizjerei no tenían dificultades para saber hacia dónde debían dirigirse. El lazo que los unía con su asesino les permitía seguirlo a cualquier parte.
—¿Qué hay del demonio? —preguntó Kara. También él tenía sus propios designios para con la armadura y sin duda se enfrentaría con quienquiera que tratase de arrebatársela.
Tryst señaló a la daga, que ahora colgaba del cinturón de la maga.
—Ésa… es nuestra mejor arma.
—¿Cómo?
—Tu sólo úsala… y reza —parecía que fuera decir algo más, pero Fauztin lo miró de una manera que silenció de inmediato al más bajo de los dos muertos.
¿Qué secretos le escondían todavía? ¿Acaso los había subestimado? ¿Pretendían seguir utilizándola como una marioneta? Aquél no era en modo alguno el momento de guardarse algo que pudiera significar la diferencia entre la victoria y la muerte.
—¿A qué te…?
—Nosotros nos encargaremos… de la armadura —la interrumpió Sadun—… y de Norrec.
Su tono indicaba que no continuaría la conversación sobre aquél o cualquier otro tema. Kara consideró la posibilidad de insistir de todos modos, pero decidió no arriesgarse a agravar las relaciones con ellos. Los zombis actuaban de manera imposible de predecir, por completo diferente a lo que le habían enseñado sobre los de su raza. La mitad del tiempo, se comportaban como si todavía tuvieran corazones que latían y sangre que corría por sus venas. El resto del tiempo se movían con la silenciosa determinación por la que eran conocidos tales muertos vivientes. En verdad, una situación única… Pero claro, todo en aquel asunto había sido único desde el principio.
Y letal, también.
Pensó en Norrec y se preguntó qué sería de él en aquel momento. La imagen del demonio eclipsó la del guerrero y la nigromante no pudo evitar morderse el labio con preocupación. También apareció en su mente un tercera figura, la figura de aquel que dirigía el asalto contra la ciudad portuaria. No podía desear que Norrec se convirtiera en un segundo Bartuc. Eso hubiera sido lo mismo que firmar su sentencia de muerte. El Caudillo de la Sangre nunca había servido voluntariamente a otro mortal ni se había aliado con ninguno.
Muy pronto tendría la oportunidad de descubrir las respuestas a todos los interrogantes. En cuanto a si viviría lo suficiente para poder apreciar tales respuestas, Kara albergaba serias dudas.