—¿Qué es ese sonido? —preguntó Norrec al tiempo que levantaba la mirada del dibujo que acababa de trazar sobre la arena.
A su lado, Galeona sacudió la cabeza.
—Yo sólo oigo el trueno, caballero mío.
Norrec se puso en pie y escuchó.
—Suena como una batalla… y viene de la ciudad.
—Quizá sea una celebración. Puede que sea el cumpleaños del sultán.
Norrec frunció el ceño. La mujer se empeñaba en negar lo que él reconocía con toda claridad y eso resultaba sospechoso. Aunque sus recuerdos y los de Bartuc se habían entremezclado hasta un punto en que resultaba difícil diferenciar unos de otros, los dos le ayudaban ahora a estar seguro de que había oído bien. El entrechocar de las armas, los gritos… todo ello hablaba de violencia, de derramamiento de sangre…
Una parte de él sintió la tentación de unirse a la lucha.
No… tenía cosas más importantes que hacer. La tumba de Horazon, que la atractiva bruja llamaba el Santuario Arcano, tenía que encontrarse cerca, quizá debajo del lugar en el que estaba en aquel mismo momento.
Volvió a arrodillarse, ignorando la momentánea mirada de alivio que había aparecido en el rostro de Galeona. Algo en el dibujo que acababa de trazar —un triángulo invertido con círculos alrededor de cada vértice y tres lunas crecientes debajo— no estaba bien. El hecho de que no hubiera debido conocer el hechizo había dejado de importarle. Bartuc lo había conocido; por tanto, Norrec Vizharan también.
—¿Qué falta aquí?
La bruja titubeó.
—Una de estas dos cosas: para buscar una persona, necesitarías un pentagrama en el interior del triángulo. Para buscar un lugar, necesitarías un pentagrama más grande que envolviese todo lo demás.
Tenía sentido. Norrec esbozó una mueca por haber olvidado algo tan simple. Recompensó a la bruja con una sonrisa.
—Muy bien.
A pesar del hecho de que las habilidades mágicas de Galeona aumentaban sus propias y cada vez mayores capacidades, y de que sus encantos físicos apelaban a sus instintos más elementales, el veterano soldado no confiaba en su nueva compañera ni por un solo momento. Le contaba medias verdades y le escondía muchas cosas. Podía sentir su ambición. La bruja lo consideraba útil para sus fines, al igual que le ocurría a él con ella. Mientras siguiera ayudándolo, Norrec no tenía problemas en aceptar sus mentiras. Sin embargo, si más adelante trataba de traicionarlo, no tendría el menor escrúpulo en tratarla como hubiera hecho con cualquier traidor.
Una parte de sí seguía batallando con aquello en lo que se había convertido. Incluso ahora, Norrec sentía que pensamientos tales como los que acababan de asaltarle con respecto a Galeona iban contra todo lo que había creído durante la mayor parte de su vida. Y sin embargo, ahora le parecía muy fácil aceptarlos.
Su atención regresó a lo que tenía entre manos. Tenía que encontrar la tumba de Horazon aunque el porqué seguía siendo un misterio. Quizá cuando descubriera su paradero, la razón de la búsqueda se haría evidente por fin.
Trazó el pentagrama mayor, pues había decidido que sería mejor tratar de encontrar el santuario que al hombre. Horazon debía de ser poco más que huesos, difíciles de encontrar. El edificio, en cambio, representaba un objetivo más grande y definido para el hechizo.
—¿Alguna vez has utilizado uno de estos hechizos?
Galeona le lanzó una mirada orgullosa.
—¡Por supuesto que sí! —la mirada vaciló ligeramente—. Pero nunca he visto el Santuario Arcano ni tengo nada que provenga de él.
—Eso no es problema —Norrec ya tenía un plan. Estaba seguro de que podía lanzar el encantamiento necesario al mismo tiempo que se concentraba en la localización de la tumba, pero si lo hacía se vería obligado a dispersar demasiado sus pensamientos y su voluntad, lo que aumentaría las probabilidades de fracaso. El Santuario Arcano había demostrado ser un lugar difícil de encontrar. Incluso después de que la armadura hubiera derribado a Drognan, alguna otra fuerza había apartado a Norrec de su objetivo. Al igual que había ocurrido con la tumba de Bartuc, era muy posible que el lugar de eterno descanso de Horazon hubiera sido construido con el propósito de ser muy seguro. Era evidente que quienes lo habían erigido no querían que fuera saqueado o profanado y habían preparado poderosas medidas de protección, como las que el soldado había encontrado en la cámara de Barduc.
Pero si Galeona lanzaba el hechizo, él podría concentrarse por completo en el lugar. Seguramente aquello funcionaría. Si no…
Le explicó su plan a la bruja, quien asintió.
—Puede hacerse, creo. Pero debemos ser uno solo en mente, o nuestros propios pensamientos podrían traicionarnos.
Alargó las manos. Norrec las cogió con las suyas. Galeona le sonrió, pero había algo en aquella sonrisa que lo repelía en vez de atraerlo. Volvió a ver ambición desnuda en aquellos ojos. La hechicera creía que al demostrarle su utilidad a su compañero podría llegar a controlarlo con el tiempo. Esto, a su vez, le inspiró pensamientos oscuros, pensamientos sobre la suerte que correría cualquiera que creyera que podía hacer tal cosa. Sólo podía haber un amo y señor… y éste tenía que ser Norrec.
—Imagínalo —murmuró ella—. Imagina el lugar al que quieres que vayamos…
En su mente, Norrec invocó la imagen de la tumba tal como la había visto la primera vez. Estaba seguro de que la visión inicial había sido la verdadera y que la fuerza que trataba de mantenerlo apartado del santuario había tratado después de confundir a su memoria. Los esqueletos de las túnicas, el ataúd de piedra con el símbolo del dragón sobre la luna creciente… aquellas habían de ser sin duda las verdaderas imágenes de la tumba.
Galeona apretó sus manos con fuerza y se echó hacia atrás con los ojos cerrados y el rostro vuelto hacia el cielo. Se balanceó mientras musitaba el encantamiento, tirando de los guanteletes de su compañero.
Norrec cerró los ojos. No quería que lo distrajera el cuerpo de la hechicera mientras recordaba el lugar de eterno descanso de Horazon. La impaciencia y la ansiedad lo devoraban. Esto funcionaría. Lo transportaría al interior del Santuario Arcano.
¿Y entonces qué?
No tuvo tiempo de pensar en la respuesta porque, repentinamente, sintió que su cuerpo se volvía ligero, como si de pronto se hubiera vuelto espiritual en vez de carnal. No sentía más peso que en las manos, que la hechicera seguía sujetando con fuerza.
—¡Nezarios Aero! —exclamó Galeona—. ¡Aerona Jy!
El cuerpo del guerrero crepitaba de pura energía.
—¡Aerona Jy!
Una gran sensación de desplazamiento sacudió a Norrec…
…y al momento siguiente, cayó sobre un suelo de dura roca.
Abriendo los ojos al instante, Norrec Vizharan miró en derredor. Paredes cubiertas de telarañas y, frente a ellas, una línea de estatuas, cada una con un rostro diferente, que lo miraban su vez. No todas tenían nombres que pudiera recordar, pero sí distinguió algunas que lo habían conocido bien… y que también habían conocido a su hermano Horazon.
Pero no… ¡Horazon no era su hermano! ¿Por qué seguía pensando así?
—¡Lo hemos logrado! —exclamó Galeona, que por fin había advertido dónde se encontraba. Se arrojó sobre él, lo besó con una furia que casi no podía ser negada… y sin embargo, lo único que Norrec deseaba era apartarla.
—Sí, éste es el lugar —replicó, una vez que hubo logrado arrancarse sus tentáculos del cuerpo.
—No hay nada que no podamos lograr juntos —dijo ella con tono meloso—. Nadie podrá interponerse en nuestro camino…
Sí, definitivamente Galeona pretendía sellar su alianza. La seductora bruja comprendía bien el poder que Norrec poseía, el poder que la armadura le había entregado al fin. De haber podido, Norrec no albergaba la menor duda de que hubiese tratado de ponerse la armadura ella misma, para acabar de esa manera con la necesidad de un compañero. Cuanto antes se librase de ella, mejor.
Le dio la espalda a la diabólica mujer y contempló el antiquísimo y mohoso pasillo. Una peculiar luz amarillenta iluminaba el abandonado edificio, una luz que no parecía provenir de ninguna parte. No se había fijado en eso durante su anterior incursión en el sombrío reino, pero dado que todo lo demás era tal como lo recordaba, no le prestó al detalle demasiada atención. Su meta estaba al alcance de la mano.
—Por aquí —sin esperar a ver si la hechicera lo seguía, Norrec se internó a grandes zancadas por el corredor en la dirección en la que estaba seguro de que se hallaba el sarcófago. Galeona se apresuró a seguirlo y rodeó su brazo con uno de los suyos como si fueran dos amantes dando un paseo a la luz de la luna.
Él aceptó el contacto, consciente de que, si no lo hacía, podía despertar sus sospechas.
De tanto en cuanto, alguna de las estatuas cubiertas de polvo lo miraba con un rostro que le resultaba familiar. Norrec asintió con satisfacción, recordando el orden en que habían aparecido en su visión. No sólo demostraba eso que estaban en la buena dirección, sino que los rostros concretos le indicaban que la cámara principal no podía encontrarse mucho más lejos.
Y sin embargo… sin embargo había algo en las estatuas que hacía que el veterano se sintiera un poco inquieto, porque aunque en apariencia eran idénticas a las que recordaba, había minúsculas diferencias en los detalles que empezaban a atormentarlo. Ciertos rasgos en algunos de los rostros tenían ligerísimos errores: la forma de una nariz, la curva de una boca, la rotundidad de una mandíbula. Y por encima de todo, los ojos, que no parecían corresponder a los rostros. No del todo, pero sí lo suficiente para que Norrec se detuviera al fin para observar con más detenimiento.
—¿Qué ocurre? —preguntó Galeona, ansiosa por continuar hacia su destino final.
El rostro que estaba contemplado, el rostro de un tal Oskul, un mago de cabeza redonda que había sido durante un breve espacio de tiempo el patrocinador de Horazon frente al consejo de los Vizjerei, era casi idéntico al que la memoria de Norrec recordaba… pero los ojos deberían haber sido más estrechos y, además, el artesano le había conferido a los orbes un aire soñoliento, que en absoluto correspondía al prodigio de actividad que había sido aquel hombre. Ninguna otra cosa en la estatua parecía fuera de lugar, pero los ojos bastaban para perturbar a Norrec.
No obstante, sólo había pasado un corto período de tiempo en la tumba y de éste, sólo una fracción entre las fantasmales esculturas. Lo más probable era que los fallos que ahora advertía fueran culpa del artista más que cualquier otra cosa.
—Nada —dijo el soldado al fin—. Sigamos.
Continuaron durante unos pocos minutos… y por fin entraron en la cripta. Norrec sonrió mientras examinaba el antiquísimo lugar. Allí todo era como debería. En los nichos situados a derecha e izquierda, las esqueléticas figuras de los hechiceros Vizjerei daban silenciosamente la bienvenida a los recién llegados. El vasto sarcófago de piedra situado en lo alto de un estrado era idéntico en todo al de su visión.
El sarcófago.
—Horazon… —susurró.
Con creciente impaciencia Norrec arrastró a Galeona hacia el ataúd. El horror al que se había enfrentado durante su visita en sueños a aquel lugar estaba por completo desterrado de su memoria. Lo único que Norrec deseaba ahora era abrir el sarcófago. Tras dejar a la bruja a un lado, alargó los brazos hacia la tapa.
En aquel momento, su mirada se posó de nuevo sobre la marca del clan y algo en ellas llamó su atención.
El dragón estaba allí… pero ahora había debajo de él una estrella ardiente.
Retrocedió un paso, al tiempo que la verdad se cernía lentamente sobre él. Habían sido demasiados errores, demasiadas diferencias en los detalles…
—¿Qué ocurre? ¿Por qué no lo abres?
Tras lanzar una furiosa mirada a las erróneas marcas, el veterano guerrero replicó:
—¡Porque no es real! —hizo un ademán hacia la legión de magos muertos—. ¡No creo que nada de esto sea real!
—¡Pero eso es una locura! —Galeona tocó el sarcófago—. ¡Esto es tan sólido como tú o como yo!
—¿Lo es? —Norrec extendió la mano… y, como había esperado, en ella brillaba ahora la siniestra espada negra—. ¡Veamos cuánto de verdad hay en ello!
Mientras Galeona observaba, presa del asombro y la consternación, el soldado alzó la espada por encima de su cabeza y la hizo caer sobre el enorme sarcófago.
La hoja lo atravesó sin detenerse, mas no apareció en el ataúd ni una sola grieta. Las dos mitades del gran monumento de piedra no se separaron ni se hicieron pedazos… y los huesos cubiertos de harapos de Horazon no cayeron al suelo.
—Una ilusión… o algo semejante —se volvió hacia la siniestra muchedumbre que se alineaba a lo largo de las paredes y la fulminó con la mirada, como si la culpa de todo fuera suya—. ¿Dónde está? ¿Dónde está Horazon?
—Quizá si seguimos por otro corredor… —sugirió Galeona, con un tono que indicaba que en aquel momento no confiaba por completo en su cordura.
—Sí, puede que sí —sin esperarla, abandonó corriendo la cripta. Siguió durante alguna distancia el corredor, en busca de un pasillo lateral, una puerta. Mas no recordaba haber visto nada. En las dos versiones de su sueño, no había visto más que aquel solitario pasillo. El gran Santuario Arcano había siempre consistido sólo en éste y en la propia cámara mortuoria. En modo alguno el inmenso edificio que hubiera podido esperarse.
A menos que lo que había visto hubiera sido tan sólo un artificio concebido para engañar a los intrusos curiosos y codiciosos… y el resto yaciera escondido en otra parte.
El frustrado guerrero se detuvo para contemplar con mirada feroz la estatua de uno de los rivales que antaño se habían opuesto a él… no, a Bartuc. La barbuda figura sonreía con lo que ahora se le antojaba un aire burlón.
Eso le hizo tomar una decisión. Volvió a levantar la negra espada.
—¿Qué pretendes hacer ahora? —le espetó Galeona. Parecía que su paciencia para con él se había agotado por fin. Era posible que poseyera un gran poder, pero hasta el momento no la había impresionado, pues no había hecho más que dar vueltas y más vueltas en círculos.
—¡Si no hay más pasillos, yo abriré uno!
Lanzó una mirada salvaje a la estatua. Deseaba por encima de todo borrar de su rostro aquella sonrisa condescendiente. Aquél sería el lugar perfecto para empezar a abrirse camino. Norrec aprestó la espada, resulto a abatir la burlona efigie con el primer golpe.
Pero cuando su brazo descendió, cuando la espada llegó a escasos centímetros de la sonriente estatua, todo cuanto rodeaba a Norrec se hizo pedazos. El suelo se alzó y las paredes se apartaron, mientras aparentemente, las estatuas retrocedían como si tuvieran miedo. Las telarañas que todo lo cubrían se plegaron sobre sí mismas y desaparecieron por completo. Florecieron escaleras como tiernas plantas, dando vueltas y retorciéndose. Parte del suelo dejó de ascender y, por el contrario, cayó en picado, dejando a la pareja al borde de un precipicio. Lo único que permaneció constante en medio de la creciente anarquía era la iluminación amarillenta.
—¿Qué has hecho? —gritó Galeona—. ¡Idiota! ¡Todo se está viniendo abajo!
Norrec no podía responder pues era incapaz de mantener el equilibrio. Cayó, arrastrado por la pesada armadura. Mientras lo hacía su arma voló lejos de si y desapareció. Tembló la tierra, impidiendo que se levantara y, lo que era peor, arrastrándolo hacia el borde del precipicio.
—¡Ayúdame a levantarme! —pidió a la hechicera mientras su desesperación iba en aumento. Los guanteletes arañaron el suelo de piedra, pero no pudieron encontrar asidero alguno. A su alrededor, el Santuario Arcano continuaba transformándose sin orden ni concierto, casi como si la tumba estuviese sufriendo unas convulsiones humanas.
Galeona miró hacia él, vaciló y entonces volvió la cabeza hacia su derecha, donde acababa de formarse una escalera.
—¡Ayúdame, maldita sea!
La hechicera esbozó una sonrisa de desprecio.
—¡Qué pérdida de tiempo! Augustus, Xazak, tú… ¡Todos vosotros! ¡Será mejor que confíe sólo en mí misma! ¡Si no puedes ponerte en pie solo, quédate ahí y muere, idiota!
Con una última mirada de repugnancia, Galeona se encaminó hacia las escaleras.
—¡No!
El miedo y la cólera lucharon en su interior por la supremacía, un miedo y una cólera como jamás hubiera podido imaginar el guerrero. Mientras la bruja trataba de llegar a lo que tal vez fuera la libertad —abandonando a Norrec al destino que lo esperaba—, el deseo de golpearla, de castigarla por su traición, se hizo casi abrumador.
Norrec la señaló con la mano izquierda. Palabras de poder se reunieron en sus labios, prestas para ser pronunciadas. Con una rápida frase, se libraría para siempre de la traicionera mujer.
—¡Maldición! ¡No! ¡No lo haré! —le dio la espalda y bajó la mano. Que escapara si quería. Él no se mancharía las manos con otra muerte.
Desgraciadamente, la armadura no estaba de acuerdo.
La mano volvió a levantarse, esta vez contra la voluntad de Norrec. Lucho por bajarla, pero, como había ocurrido prácticamente desde el principio aquella terrible aventura, el soldado se encontró convertido en el medio y no en el amo. La armadura de Bartuc anhelaba castigar la traición de Galeona… y tendría su castigo a despecho de lo que quisiera su anfitrión.
El guantelete se encendió con una luz escarlata.
Mientras todo cuanto lo rodeaba seguía fluyendo constantemente, la hechicera de oscura piel había logrado alcanzar la retorcida escalera. Por desgracia para ella, se movió a un lado y la obligó cambiar su curso. Mientras la mano de Norrec se alzaba, Galeona consiguió al fin poner un pie sobre los dos primeros escalones.
—¡No! —gritó Norrec al guantelete. Miró a la mujer en fuga, que ni siquiera se había molestado en dedicarle una mirada de despedida a su desesperado compañero—. ¡Corre! ¡Aprisa! ¡Sal de aquí!
Sólo después de haber pronunciado esas palabras se dio cuenta Norrec de lo que había hecho. Porque precisamente su grito, más que cualquier otra cosa, fue lo que hizo que Galeona se detuviera y mirara atrás, lo que le costó los preciosos segundos que hubiera necesitado.
Las siniestras palabras que el guerrero había estado esforzándose por contener brotaron como un torrente.
Galeona lo vio y reaccionó con un contraataque. Señaló a la caída figura y pronunció una palabra que algún recuerdo que no pertenecía al pasado de Norrec Vizharan reconoció como un hechizo temible.
Brillantes llamas azules envolvieron a la bruja antes incluso de que terminara de hablar. Galeona alzó la cabeza y aulló una vez con un grito de pura agonía… y entonces ardió y desapareció, convertida en cenizas, en un abrir y cerrar de ojos.
Norrec, sin embargo, no tuvo tiempo de recrearse en el terrible destino sufrido por la mujer, porque de repente todo su cuerpo se retorció de dolor, como si cada uno de sus huesos estuviese tratando de romperse. Podía sentir cómo hasta el más pequeño de ellos se quebraba lenta, pero inexorablemente. Aunque la magia de la armadura la había destruido, Galeona había logrado lanzar su propio hechizo. Gritó y empezó a convulsionarse de forma incontrolable. Y lo que era peor, a pesar de su agonía, la armadura no hizo nada por ayudarlo sino que, por el contrario, pareció tratar de ponerse en pie para poder utilizar la misma escalera en la que había perecido la hechicera.
Pero aunque la armadura logró llevarlo hasta las escaleras, no pudo pasar de ahí. Cada vez que lo intentaba, una fuerza invisible se lo impedía. El puño de Norrec golpeó el aire y nuevas oleadas de dolor recorrieron al soldado, que ya estaba sufriendo una verdadera agonía.
—¡Por favor! —gimió, sin preocuparse de que la armadura pudiera oírlo—. Por favor… ayuda…
—¡Norrec!
A través de sus ojos inundados de lágrimas, trató de enfocar la vista sobre la voz, una voz de mujer. ¿Acaso el fantasma de Galeona lo llamaba para que se reuniera con ella en la muerte?
—¡Norrec Vizharan!
No… era una voz diferente, joven, pero autoritaria. Logró volver ligeramente la cabeza aunque la acción le provocó nuevas torturas. En la distancia, una mujer que le resultaba vagamente familiar, pálida de rostro pero morena de cabello, extendía fútilmente una mano hacia él desde lo que parecía ser una puerta de cristal situada en lo alto de otras escaleras. Tras ella había otra figura, la de un hombre de barba y cabello largos y despeinados, ambos tan blancos como la nieve. Parecía estar sintiendo suspicacia, curiosidad y miedo, todo ello al mismo tiempo. Le resultaba aún más familiar que la mujer.
Sólo podía ser una persona.
—¿Horazon? —balbució el soldado.
Uno de los guanteletes se levantó de inmediato, ardiendo con mágica furia. La armadura de Bartuc había reaccionado al nombre… y no con placer. Norrec podía sentir cómo se formaba un hechizo, uno que haría que la muerte de Galeona pareciera algo apacible.
Pero, como si reaccionase a su vez a la armadura, se alzó un gemido terrible, como si el mismo edificio creyese que lo que estaba presenciando era un sacrilegio. Horazon y la mujer desaparecieron al instante mientras la escalera se movía en una dirección diferente y se formaban nuevas paredes. Norrec se encontró de pronto de pie en un salón de altas columnas en el que se hubiera dicho que acababa de tener lugar un baile. Sin embargo, también esto cambió con rapidez.
Pero no importaba la habitación, ni importaba dónde hubieran ido la mujer y Horazon, no le importaba a la armadura. Otro hechizo brotó de sus labios y una bola de lava voló desde su mano y explotó segundos más tarde contra la pared más cercana.
El gemido se convirtió en un rugido.
Todo el santuario se estremeció. Una fuerza tremenda zarandeó a Norrec de un lado a otro. Y lo que era peor, se dio cuenta de que no era sólo el aire lo que se cerraba sobre él… sino también las paredes y el techo. Incluso el suelo se alzaba para aplastarlo.
Norrec alzó los brazos, cuyo gobierno había recuperado, en un último y fútil intento por detener los muros.
* * *
La comida había sido suntuosa, mejor con mucho que cualquier otra que Kara hubiera podido imaginar, incluyendo las que le había servido el capitán Jeronnan. De no haber sido por el hecho de que era prisionera de un mago loco, podría haberla disfrutado mucho más.
Durante la comida, la nigromante había tratado en más de una ocasión de entrever un atisbo de razón en el hechicero de cabello cano, pero Horazon no le había ofrecido más que un galimatías de palabras e información inconsistente. En una ocasión había mencionado que había descubierto por accidente el Santuario Arcano —el nombre atribuido por la leyenda a la tumba de Horazon— y luego le había dicho a Kara que lo había construido él mismo utilizando la hechicería. En otra ocasión, le había dicho a su prisionera que había venido a Aranoch para estudiar la masiva convergencia de líneas de flujo espiritual que se concentraban en el lugar en el que se encontraban entonces y a su alrededor. Incluso ella sabía que en aquella región los magos podían absorber las energías místicas con mucha mayor facilidad que en otras partes del mundo. No obstante, a continuación había hablado, con gran inquietud, de su huida al otro lado del mar por temor a que el oscuro legado de su hermano lo siguiera persiguiendo.
Gradualmente, había ido creciendo la impresión en Kara de que estaba hablando con dos hombres diferentes, uno de los cuales era el verdadero Horazon mientras el otro creía sólo que lo era. Sólo podía suponer que los crueles desafios que el hermano de Bartuc había tenido que soportar, en especial la terrible guerra librada contra su propia sangre, se habían combinado con una reclusión de siglos para desbaratar por completo su ya frágil mente. Su condición empezó a inspirarle cierta simpatía, pero eso no hizo que olvidara por un solo momento que la mantenía en aquel laberinto subterráneo en contra de su voluntad, y que, en el pasado, su magia había sido en ocasiones tan negra como la del propio Bartuc.
Otra cosa en la que Kara había reparado y que le resultaba tan inquietante como la cordura de su anfitrión era que el Santuario Arcano actuaba como si fuera más que una simple extensión del tremendo poder de Horazon. Muchas veces hubiera podido casi jurar que también él poseía una mente, e incluso una personalidad. Algunas veces advertía que la habitación cambiaba sutilmente a su alrededor, que las paredes se movían y la disposición general se transformaba sin que el mago le prestara la menor atención. Kara se había fijado en que incluso la mesa y la comida cambiaban. Y más aún, cuando la nigromante había tratado de sonsacar a Horazon sobre el asunto de Bartuc, una extraña oscuridad había empezado lentamente a impregnar cuanto había a su alrededor… casi como si el propio edificio quisiera poner punto final a un tema de conversación problemático.
Cuando hubieron terminado, Horazon le pidió inmediatamente que se levantara. Allí en su morada, no había farfullado demasiado sobre «la maldad», pero la figura de ojos acuosos seguía actuando con cautela en todas las cosas.
—Debemos tener cuidado —había musitado Horazon al tiempo que se ponía en pie—. Debemos tener cuidado en todo momento… ven… hay mucho que hacer…
Con la mente más centrada en la fuga que en sus constantes advertencias, Kara se había levantado también… y entonces había visto algo tan asombroso que le había hecho derribar la silla.
De la propia mesa había emergido una mano formada por completo de madera. La mano había recogido un plato vacío y lo había metido dentro de sí. Al mismo tiempo, se habían materializado más manos y cada una de ellas había recogido otros objetos y los habían guardado también en el interior de la mesa. Boquiabierta, Kara había retrocedido unos pasos y entonces había descubierto que la razón por la que no había oído el ruido hecho por la silla al caer era que dos apéndices más, éstos hechos de mármol, habían recogido el mueble antes de que chocara con el suelo.
—¡Ven! —la había llamado Horazon con expresión un tanto malhumorada. No parecía perturbado en absoluto por la presencia de los inquietantes apéndices—. ¡No hay tiempo que perder, no hay tiempo que perder!
Mientras el comedor se limpiaba solo, la había llevado por un tramo de escaleras y luego habían cruzado una puerta de roble barnizado. Tras la puerta había otra escalera; ésta descendía. A pesar de haber querido cuestionar la conveniencia de ir por aquel camino, la joven maga lo había seguido en silencio incluso después de que aquel tramo de escaleras desembocara en una puerta que parecía conducir de nuevo al enorme salón. Sólo al ver que Horazon abría la puerta y en vez del gran salón se encontraba allí el laboratorio de un mago, había por fin balbucido algo así como:
—¡Esto es imposible! ¡Esta habitación no debería estar aquí!
Él la había mirado como si la loca fuera ella.
—¡Por supuesto que debería estar aquí! Después de todo, la estaba buscando. ¡Qué tonterías dices! Si buscas una habitación, debe estar dónde tú quieres, ¿sabes?
—Pero… —Kara había interrumpido su protesta, incapaz de discutir los hechos que tenía ante sus ojos. Allí debería de encontrarse la gran estancia en la que Horazon y ella habían comido, pero en cambio se había encontrado una imponente aunque desordenada cámara. Tras recordar el imposible recorrido que había hecho antes en el santuario, la conjuradora de negros cabellos había llegado al fin a la conclusión de que la morada del anciano mago no podía estar ubicada en el plano mortal. Aunque ningún arquitecto podría jamás haber resuelto los problemas físicos con que se había encontrado hasta el momento, se decía que algunos de los Vizjerei más poderosos habían descubierto el modo de manipular el mismo tejido de la realidad y crear para su propio uso lo que algunos llamaban «universos de bolsillo», en los que las leyes de la naturaleza eran las que sus dueños decidían.
¿Era eso lo que Horazon había hecho con el Santuario Arcano? Kara no podía encontrar otra explicación para todo cuanto había visto. ¡Si era cierto, habría creado una maravilla sin parangón en todo el mundo!
A pesar de su andrajosa túnica y su desaliñada apariencia, en aquella habitación Horazon había cobrado una apariencia más formidable. Cuando había caminado hasta el centro de la habitación y había elevado los brazos hacia el techo, Kara había esperado que brotaran fuego y rayos de sus dedos. Había esperado que se alzasen vientos de la nada y quizá incluso que el cuerpo del Vizjerei empezara a brillar.
En cambio, el anciano simplemente le había dado la espalda y había dicho:
—Te he traído aquí…, pero no sé por qué.
Tras reflexionar un momento sobre aquella extraña afirmación, la nigromante había contestado:
—¿Es a causa de la armadura? ¿La armadura de vuestro… hermano?
Él había vuelto a levantar la mirada hacia el techo.
—¿Lo es?
El techo, por supuesto, no había respondido.
—Horazon… Sin duda debéis de recordar lo que le hicieron al cuerpo de Bartuc vuestros hermanos y los míos.
De nuevo, el techo.
—¿Lo que se le hizo? Ah, sí, no es de extrañar que no lo recuerde.
A pesar de sentirse como si también ella le estuviera hablando al techo, Kara había insistido.
—¡Escuchadme, Horazon! Alguien ha conseguido robar la armadura encantada de la tumba. ¡Lo he seguido hasta aquí! ¡Puede incluso que esté en Lut Gholein en este preciso momento! ¡Debemos encontrarlo y recuperar la armadura! ¡No hay forma de saber qué maldad acecha en su interior!
—¿Maldad? —sus ojos habían brillado con una luz animal—. ¿Maldad? ¿Aquí?
Kara se había tragado una imprecación. Había vuelto a azuzar su locura.
—¡Hay demasiada maldad por todas partes! ¡Debo tener cuidado! —un dedo condenatorio la había señalado—. ¡Debes irte!
—Horazon, yo…
En aquel momento algo había ocurrido, algo que había pasado entre el mago y su morada. Segundos más tarde, ella había sentido que todo el lugar trepidaba, una trepidación que era como la de una criatura viviente, no la de una estructura afectada por un simple corrimiento de tierras.
—¡No, no, no! ¡Debo esconderme! ¡Debo esconderme! —Horazon había parecido ceder al pánico por completo. Tal vez en aquel momento hubiese escapado de la cámara de haber podido, pero ésta había vuelto a transformarse. Las mesas con el equipo del hechicero y los productos químicos se habían apartado de los dos y desde el suelo se había elevado hasta la altura de sus ojos una esfera cristalina sostenida por una mano enorme formada por la piedra del suelo.
En el centro de la esfera se había formado una visión, la visión de un hombre al que Kara Sombra Nocturna no había visto jamás, pero al que había podido identificar de inmediato… gracias a la armadura escarlata que llevaba.
—¡Es él! ¡Norrec Vizharan! ¡Él tiene la armadura!
—¡Bartuc! —había estallado su demente compañero—. ¡No! ¡Bartuc viene a por mí!
Ella lo había tomado del brazo, dispuesta a afrontar la muerte con la esperanza de poner fin a aquella peligrosa búsqueda.
—¡Horazon! ¿Dónde está? ¿Es eso parte del santuario?
En la esfera, Norrec Vizharan y una mujer de piel oscura habían atravesado un corredor cubierto de telarañas y lleno con antiguas estatuas talladas con la forma de Vizjerei. Norrec empuñaba una monstruosa espada negra y parecía dispuesto a utilizarla. Kara se había preguntado si la descripción hecha de él por Sadun Tryst no habría sido demasiado benévola. Aquel hombre parecía muy capaz de cometer los monstruosos asesinatos.
Al margen de cuál fuera la respuesta a esa pregunta, Kara sabía que no podía llegar tan cerca y fracasar.
—¡Respondedme! ¿Es eso parte del santuario? ¡Debe serlo!
—¡Sí, lo es! ¡Y ahora déjame tranquilo! —se la había sacudido de encima y se había dirigido hacia la puerta… pero entonces lo habían detenido allí unas manos que habían brotado de las paredes y del suelo, manos que le habían impedido abandonar a la nigromante.
—¿Qué…? —no había podido decir nada más, asombrada por la vehemencia de las acciones de las manos. La misma morada de Horazon parecía haberse amotinado para obligarlo a regresar con ella.
—¡Dejadme, dejadme ir! —había gritado al techo el hechicero loco—. ¡Es la maldad! ¡No puedo dejar que me alcance! —Mientras la mujer de cabello azabache observaba, una expresión de malhumor había cruzado por fin por las facciones arrugadas de Horazon—. Está bien… está bien…
De modo que había regresado a la esfera y había señalado la imagen. En aquel momento, Norrec se encontraba frente a una de las estatuas, había gritado algo con una furia que el cristal no había transmitido y luego había alzado la negra espada como si se estuviera preparando para golpear.
Al mismo tiempo, Horazon había exclamado:
—¡Greikos Dominius est Buar! ¡Greiko Dominius Mortu!
En la escena se había hecho el caos. Las paredes, los suelos y las escaleras habían empezado a moverse, materializarse o desaparecer. En medio de la locura, las dos figuras habían luchado por sobrevivir. Sin embargo, Norrec Vizharan había sido incapaz de salvarse, había caído cerca de un precipicio y luego no había podido levantarse a causa del constante movimiento que lo rodeaba. La mujer —una bruja, había creído Kara— había abandonado a su suerte al guerrero y había corrido hacia lo que parecía una escalera lo bastante sólida.
—¡Greiko Dominius Mortu! —exclamó su compañero.
Algo en su tono de voz hizo que Kara se volviera hacia Horazon y no vio en sus ojos más que muerte para los dos. De modo que así es como iba a terminar todo. No a manos de los zombis ni a través de su propia hechicería, sino de los mortales hechizos del hermano enloquecido del propio Bartuc. Por la bruja no sentía nada, pero después de haber escuchado los relatos de Tryst sobre el guerrero sentía por él una chispa de lástima. Quizá hubiera sido un buen hombre en algún momento.
Pero ya no. La escena había revelado que Norrec estaba determinado a asesinar a su compañera de viaje. La había apuntado con uno de los guanteletes, había gritado algo…
Sólo en aquel momento había reparado Kara en la mirada de horror y remordimientos de su cara. Ninguna satisfacción, ninguna oscura resolución, sólo miedo por lo que podía hacerle a la mujer que huía.
Pero aquello no tenía sentido, a menos que…
—¿Qué ha dicho, Horazon? ¿Sabes lo que ha dicho? ¡Necesito saberlo!
De la esfera cristalina había brotado repentinamente la temerosa voz de un hombre.
—¡Maldición! ¡No lo haré! —y luego—. ¡No! ¡Corre! ¡Aprisa! ¡Sal de aquí!
No eran los amargos gritos de un asesino vengativo, y sin embargo la imagen seguía mostrándolo presto a abatir a su compañera. Pero su expresión contradecía constantemente aquella visión. De hecho, había sido como si Norrec Vizharan hubiera estado luchando por controlarse a sí mismo o… o…
—¡Pues claro! ¡Horazon! ¡Debéis poner fin a esto! ¡Debéis ayudarlos!
—¿Ayudarlos? ¡No, no! ¡Si los destruyo habré destruido por fin la maldad! ¡Sí, por fin!
Kara había vuelto a mirar la esfera… justo a tiempo para presenciar no sólo la muerte terrible de la bruja sino el último ataque lanzado por ella contra el guerrero. Los gritos de Norrec habían seguido llenando la estancia de Horazon pues, aparentemente, la esfera todavía se plegaba a la anterior petición de la nigromante.
—¡Escuchadme! ¡La maldad está en la armadura, no en el hombre! ¿No lo veis? ¡Su muerte sería un engaño, una perturbación del equilibrio! —frustrada por la expresión implacable de Horazon, había levantado la mirada hacia el techo. El mago parecía consultar allí con algún poder, un poder que no sólo existía en su mente. A éste le gritó:— ¡Bartuc era el monstruo, no quien viste su armadura, y sólo el propio Bartuc tomaría una vida de esa manera! —Volvió a mirar al mago loco y concluyó—. ¿O acaso es Horazon igual que su hermano?
La reacción a su desesperada afirmación había asombrado a la propia Kara. En cada pared, incluso en el suelo y en el techo, se habían formado bocas de piedra. Y cada una de ellas había pronunciado sólo una palabra, una vez tras otra:
—No… no… no…
Repentinamente, la esfera cristalina se había expandido y, lo que resultaba todavía más sorprendente, se había abierto. En su interior había aparecido una escalera que Kara había imaginado que tenía que conducir de alguna manera —por imposible que pudiera parecer— hasta el propio Norrec.
Horazon se había negado a ayudarla, pero el Santuario Arcano no.
La nigromante se había precipitado inmediatamente hacia el cristal y sólo se había detenido al llegar al primer escalón. A pesar de haberle ofrecido aquel camino, el santuario encantado había continuado atacando a Norrec, lo que dificultaba el rescate. Desconcertada por momentos, Kara había retirado la mano que ofreciera, un gesto simbólico con el que pretendía expresar que no deseaba más que ayudarlo. Y al hacerlo él, a su vez, había reaccionado de forma extraña, moviéndose como si quisiera asesinarla.
—La maldad despierta… —había musitado una voz a su espalda.
Horazon. No se había percatado de que se había dejado ver. Había asumido que permanecería lejos del peligro. Entonces había comprendido por qué Norrec —o más bien la armadura — había reaccionado de aquella manera. La encantada armadura había tratado de cumplir el mayor deseo de su creador: asesinar al hermano maldito.
Pero antes de que hubiera tenido tiempo de golpear, el santuario había decidido de nuevo recuperar el control de la situación. Norrec y todo cuanto lo rodeaba se habían alejado más y más hasta casi desaparecer de la vista. Kara había visto que las paredes empezaban a converger sobre él, como si el asombroso edificio pretendiese aprisionarlo… o algo peor. Se le había ocurrido entonces que al final, al ver que la armadura trataba de destruir a Horazon, la mejor opción del Santuario Arcano había sido terminar con todo ello de una vez y para siempre aunque eso significase, después de todo, la muerte de un inocente. Era mejor destruir tanto a la armadura como a Norrec Vizharan que darle al legado de Bartuc otra oportunidad de vencer.
Pero una muerte tal era un atentado contra el equilibrio que Kara Sombra Nocturna había sido instruida para preservar. Ahora, cuando el fin de Norrec era inminente, la nigromante se arrojó sobre el caos que contenía la esfera cristalina, confiando en que la morada de Horazon, aparentemente dotada de consciencia, pudiera hacer por ella lo que no haría por el impotente guerrero.
Confiando en que no decidiera que también ella era prescindible.