16

Un mundo entero existía bajo Lut Gholein.

No, se corrigió Kara, no un mundo sino algo que parecía tan grande, si no mayor, que el reino que se extendía a gran distancia sobre su cabeza. La curiosa y turbadora figura a la que había identificado como un Horazon de una edad imposible la había conducido por un confuso laberinto de corredores hasta que la nigromante había terminado por marearse tratando de recordar el camino que estaban siguiendo. Había subido y bajado escaleras, atravesado puerta tras puerta y entrado en habitación tras habitación hasta que por fin Horazon la había llevado hasta aquella solitaria cámara, aquel aposento bien iluminado y bien amueblado donde le había dicho que durmiera.

Kara ni siquiera recordaba haberse tendido sobre la blanda cama, pero ahora se encontraba mirando el dosel de intrincado tejido que había sobre ella. Había supuesto que los aposentos del Escudo del Rey serían los más suntuosos que jamás utilizaría, pero éstos harían avergonzarse incluso a aquellos. Curiosamente, el elegante mobiliario, aunque a todas luces pertenecía a otra época y a otro lugar, parecía haber sido traído el día anterior. La gran cama de madera estaba perfectamente barnizada, las sábanas frescas y limpias y el suelo de mármol, inmaculado. Lo mismo podía decirse de la jofaina que descansaba junto a la cama y de la silla de la esquina más alejada. De las paredes colgaban tapices ricamente tejidos, de estilo decididamente Vizjerei, con criaturas fabulosas y grandes hazañas de hechicería, obras todos ellos de un artesano experto. De no ser porque en aquel momento estaba prisionera en la guarida de un loco posiblemente peligroso, la maga lo hubiera encontrado de hecho sumamente confortable.

No se atrevía a continuar allí. Aunque la leyenda siempre había considerado a Horazon el menor de dos males, no sólo era el mismo Vizjerei ambicioso que en su momento había también gobernado demonios sino que, evidentemente, había perdido la cordura con el paso de los siglos. Kara se preguntaba cómo podía haber sobrevivido durante tanto tiempo. Los únicos casos conocidos de hechizos que proporcionasen tamaña longevidad habían implicado siempre la invocación y ayuda de poderes ultraterrenos. Si Horazon había vuelto a recurrirá los demonios para que lo ayudaran —a pesar de su constante farfullar en sentido contrario—, eso explicaría su presente estado y además daría a Kara más razones para tratar de escapar antes de que regresara.

Todavía vestida, la ansiosa maga abandonó con sigilo la cama y se dirigió inmediatamente hacia la puerta. No serviría de nada tratar de ver si Horazon había utilizado algún hechizo sobre ella porque todo el lugar emanaba magia, en tan pasmoso grado que se preguntaba cómo era posible que todos los magos situados en kilómetros a la redonda no hubiesen detectado su presencia. Pero claro, quizá la misma magia explicaba que no hubiera sido así. Si aunque sólo fuera una pequeña porción de ese poder había sido consagrada a ocultar el refugio de Horazon, los magos más poderosos de todo el mundo podrían haberse encontrado en su misma puerta sin percatarse de la maravilla que había bajo sus pies.

Decidida a correr el riesgo, la nigromante tiró de la manija y descubrió que la puerta no se movía. Volvió a intentarlo, con resultados igualmente desalentadores.

No la sorprendía demasiado que la hubiera dejado encerrada, pero a pesar de ello se sintió inmensamente frustrada. Desde que diera comienzo aquella persecución, la nigromante había sido encerrada una vez tras otra y ahora se preguntaba si seria o no capaz de escapar de aquella nueva prisión. Pero no estaba dispuesta a abandonar, de modo que posó una mano sobre la manija y musitó un hechizo de apertura. Era un encantamiento menor, uno que tenía de hecho su raíz en la hechicería elemental de los Vizjerei, pero los seguidores de Rathma habían encontrado en él una de las pocas creaciones útiles de la escuela rival. No se le escapaba el hecho de que casi con toda seguridad estaba condenado al fracaso, pero tampoco se le ocurría ningún otro medio de salir de la habitación que no requiriera un hechizo que posiblemente hiciera que el techo se desplomara sobre ella.

La manija giró.

Perpleja ante su inesperado éxito, la nigromante estuvo a punto de abrir la puerta de par en par. En vez de hacerlo, respiró profundamente y abrió cuidadosamente una rendija por la que se asomó y espió el pasillo que había al otro lado. Al no ver ninguna señal de peligro, la maga salió de puntillas. Miró en ambas direcciones tratando de recordar por dónde habían llegado. Después de un breve debate mental, Kara se volvió hacia la derecha y corrió.

El pasillo desembocaba en una escalera que ascendía, un signo esperanzador. Kara subió por ella, segura de que si continuaba por la misma dirección, acabaría por encontrar el camino de salida.

La escalera terminaba dos tramos más tarde y se abría a un pasillo mucho más ancho. Tras asegurarse de que Horazon no rondaba por allí, la nigromante cruzó a rastras la gran sala. Aunque la estancia en la que había dormido estaba bien decorada, los salones eran más bien austeros y su monotonía sólo era interrumpida por alguna puerta ocasional. Había un elemento extraño constantemente presente, la luz amarilla cuya fuente nunca resultaba evidente. Parecía venir de todas partes al mismo tiempo. No había antorchas ni tampoco lugares para alojarlas.

Mientras seguía su presuroso camino, Kara se sintió de tanto en cuanto tentada a probar suerte con alguna de las puertas, pero sabía que debía encontrar la salida lo antes posible. Cualquier demora podía permitir a Horazon descubrir que se había marchado. Y aunque la nigromante estaba desesperada por saber más sobre el mago loco y su morada, quería hacerlo en sus propios términos, no en los de él.

Un poco más adelante, el pasillo describía un acusado giro a la derecha. Kara apretó el paso, confiando que el cambio de dirección significase que había encontrado un camino al exterior. La desesperada maga dobló el recodo tan deprisa como le fue posible, al tiempo que rezaba para que al final del pasillo hubiera otra escalera o, mejor aún, la verdadera salida.

En cambio, se encontró frente a un muro desnudo.

El pasillo terminaba sin más unos metros después de haber empezado. La nigromante apoyó ambas manos sobre el muro y lo registró en busca de ilusiones, magia o incluso una puerta secreta. Desgraciadamente, a efectos prácticos, la barrera que tenía delante era tan sólida como parecía, por mucho que ella no pudiese encontrarle la menor explicación a su existencia.

Kara retrocedió un paso y estudió la única dirección que le restaba. Regresar a la escalera no tenía sentido, lo que dejaba tan solo la posibilidad de las puertas. Pero seguramente no representaban un camino para escapar de la guarida de Horazon.

Se dirigió a la primera y la abrió con cautela. Dada la suerte que había tenido hasta aquel momento, la maga temía haber elegido el camino que conducía a los mismos aposentos del anciano Vizjerei.

Tras la puerta se abría un largo pasillo curvo.

—Así que éste es el truco, ¿eh? —murmuró para sus adentros. ¿Había que abrir las puertas para encontrar la verdadera salida en vez de seguir los corredores principales? ¡Hubiera sido propio de su demente anfitrión el diseñar aquella guarida subterránea de tan improbable manera!

Ansiosamente, Kara Sombra Nocturna corrió por el pasillo oculto, sin molestarse siquiera en cerrar la puerta tras de sí. En algún lugar, al final del mismo, se encontraba la salida. En algún lugar encontraría el camino de regreso al viejo edificio u otra entrada secreta que la llevara a Lut Gholein.

En vez de eso, la nigromante encontró una nueva puerta.

No tenía más elección que abrirla. No había encontrado otro pasillo ni otra entrada. Sin embargo, al menos esta vez Kara abrió la puerta con alguna esperanza de éxito. Había avanzado bastante. Aquel laberinto en el que se ocultaba Horazon tenía que terminar allí y ahora.

Otro pasillo la saludó.

El hecho de que se pareciera al más ancho que había dejado atrás hacía rato no la preocupó. Era normal que fueran semejantes. Después de todo, habían sido creados por el mismo hombre.

Entonces vio la puerta abierta a su izquierda, al otro lado.

Con gran agitación, la exhausta nigromante caminó hasta ella. Se asomó al interior, esperando que su suposición fuera errónea.

El mismo corredor curvo que acababa de recorrer se abría ante sus ojos.

—¡Trag’Oul, ayúdame a salir de esta locura! —¿Qué sentido tenía abrir un corredor que desembocaba en el mismo salón? Entonces parpadeó al reparar en algo. Aquella puerta y la otra, por la que había llegado, estaban en lados opuestos del salón. ¿Cómo podía haber dado una vuelta así? El corredor tendría que haber atravesado el pasillo, ¡y eso era una completa imposibilidad!

Sin vacilación, Kara se dirigió hacia la única puerta que quedaba. Si no conducía a un lugar diferente, entonces el extraño reino de Horazon la habría derrotado al fin.

Sin embargo, para alivio de la nigromante, la puerta se abría a una vasta cámara en la que dos grandes escaleras con pasamanos flanqueaban a sendas puertas de bronce decoradas con intrincados motivos draconianos. Toda la habitación tenía un suelo de mármol en buen estado de conservación y las paredes de piedra estaban cubiertas por tapices.

Kara entró en la inmensa habitación mientras se preguntaba si debía optar por las puertas o por una de las escaleras. Las puertas resultaban más tentadoras, pues estaban situadas frente a ella, pero también las escaleras le resultaban atrayentes pues era muy probable que una de ellas ascendiera sobre el nivel del suelo y condujera, por tanto, a la salida.

Un tenue sonido sobre su cabeza hizo que Kara levantara la cabeza… y lo que vio la dejó boquiabierta.

Lejos, muy lejos, a gran altura, Horazon se sentaba sobre una silla y musitaba algo para sus adentros mientras comía en una gran mesa. El sonido que Kara había escuchado había sido producido por el loco al dejar el cuchillo en lo que parecía un ostentoso plato de oro lleno de rica carne. Incluso tan lejos como estaba, Kara podía oler el suculento aroma que despedía. Mientras ella lo observaba, Horazon alargó el brazo hacia una copa de vino y tomó un largo trago sin derramar ni tan siquiera una gota. Tal hazaña la asombró, y no porque no creyera al demente mago capaz de guardar mínimamente las formas, sino porque lo había hecho estando sentado cabeza abajo en el techo.

De hecho, toda la escena estaba suspendida y dada la vuelta, y a pesar de ello nada caía sobre Kara. La silla, la mesa, los platos llenos de viandas recién cocinadas, incluso la larga barba de Horazon… todo ello desafiaba a las más elementales leyes de la naturaleza. Al observar el techo con asombro, la maga reparó en la presencia de puertas y otras escaleras que el mago podía utilizar estando en su actual posición. De no ser por la presencia de Horazon y su elaborada cena, habría sido como si estuviera contemplando un espejo colgado del techo.

Sin dejar de beber, Horazon inclinó la cabeza hacia arriba —o más bien, hacia abajo— y reparó al fin en la boquiabierta maga.

—¡Vamos! ¡Vamos! —la llamó—. ¡Llegas tarde! ¡No me gusta que la gente llegue tarde!

Temiendo que pudiera utilizar su considerable poder para elevarla por los aires hasta el techo, con lo que quizá eliminase para siempre sus posibilidades de fuga, Kara cruzo a la carrera el gran salón en dirección a las puertas de bronce. ¡Tenían que llevarla más allá de su alcance! ¡Tenían que hacerlo!

Con una última mirada hacia su carcelero, Kara abrió la más cercana de las puertas y se precipitó por ella. Si lograba alejarse de él…

—¡Aaah! ¡Bien! ¡Bien! ¡Siéntate aquí!

Horazon la estaba observando desde el otro extremo de una alargada y elegante mesa idéntica a esa otra en la que acababa de verlo sentado, sólo que esta vez no se encontraba en el techo sino, por el contrario, en el centro de la habitación en la que ella acababa de entrar. La misma comida, incluyendo el vino, se encontraba dispuesta frente a él. Detrás del mago, varias puertas y escaleras como las que la nigromante acababa de ver en lo alto de la otra cámara hacían ahora las veces de telón de fondo para Horazon y su cena.

Incapaz de evitarlo, Kara levantó la mirada hacia el techo.

Escaleras y puertas, vueltas del revés todas ellas, la saludaron desde lo alto.

Una de estas últimas, una gigante, de bronce, estaba abierta… como si alguien la hubiese dejado así con las prisas.

—Rathma, protégeme… —murmuró Kara.

—¡Pero siéntate, chica, siéntate! —le ordenó Horazon, completamente ajeno a sus tribulaciones—. ¡Es hora de comer! ¡Hora de comer!

Y como no había nada más que pudiera hacer para salvarse, la nigromante obedeció.

* * *

Una tormenta cubría el desierto, un vasto océano de nubes negras y apelotonadas que se extendían entre el este y el oeste hasta donde alcanzaba la vista de Augustus Malevolyn. Había amanecido, pero lo mismo hubiera dado que acabase de pasar el crepúsculo, de tan oscuro como era el día. Alguien podría haber considerado que un cielo tan amenazador era un mal presagio, pero el general lo vio en cambio como una señal de que su hora había llegado, de que aquel día el destino estaba al alcance de su mano. Lut Gholein se alzaba poco más allá y en su interior se ocultaba el necio que llevaba la gloriosa armadura… su gloriosa armadura.

Xazak le había asegurado esto último ¿Dónde si no podía haber ido el extranjero? Los vientos eran muy fuertes, lo que aseguraba que ningún barco se haría a la mar aquel día. Tenía que estar todavía en la ciudad.

El general estudiaba Lut Gholein desde lo alto de una enorme duna. Tras él, por completo invisible a los ojos del enemigo, la demoníaca hueste de Malevolyn esperaba pacientemente sus órdenes. Debido al hechizo concreto que habían utilizado, las siniestras criaturas llevaban todavía los cuerpos de sus hombres, pero con el tiempo serían capaces de desembarazarse de éstas. Los habían necesitado para atravesar el paso entre el Infierno y el plano mortal y todavía los requerirían durante algún tiempo. Aquella necesidad, sin embargo, no preocupaba a Malevolyn. Por el momento, el hecho de que el enemigo creyera que aquel diminuto ejército estaba compuesto de meros mortales servía a sus designios. Eso haría confiarse a los comandantes de Lut Gholein, los volvería arrogantes. En busca de una victoria rápida, recurrirían a tácticas más onerosas para sus fuerzas… y al hacerlo, sólo conseguirían acelerar una matanza que Malevolyn ya estaba saboreando.

Xazak se reunió con el humano. Había pasado mucho tiempo alejado antes de dejarse ver. Algo en ello le resultaba extraño al general. De todos los demonios que ahora lo acompañaban, Xazak tenía que ser el más dominante, y sin embargo, el insidioso insecto se movía como si temiera que, incluso en un día tan oscuro como aquel, alguien pudiera verlo.

—¿Por qué te escondes? ¿Qué es lo que temes? —preguntó Malevolyn, un poco suspicaz—. ¿Acaso esperas algo que yo debiera conocer?

—¡Éste no le teme a nada! —replicó la mantis moviendo furiosamente las mandíbulas—. ¡A nada! —no obstante, con voz ligeramente más baja, añadió—. Éste sólo está siendo… cauto…

—Actúas como si le tuvieras miedo a algo.

—No… a nada…

El general Malevolyn volvió a recordar la reacción de Xazak frente al nombre Baal y el hecho de que, según se decía, Lut Gholein se había construido sobre la tumba del señor de los demonios. ¿Podía haber algo de verdad en aquel cuento estrafalario?

Tras decidir que investigaría más tarde la ansiedad del demonio, el general Malevolyn volvió la mirada hacia Lut Gholein. La ciudad no sospechaba nada. En aquel mismo momento, un contingente de las fuerzas del sultán salía de patrulla por la puerta principal. Incluso a aquella distancia, la actitud confiada de sus jinetes saltaba a la vista. Hacían la ronda con la idea de que nadie tendría la audacia de atacarlos, y mucho menos desde el desierto. Lut Gholein temía más los ataques provenientes del mar y, en un día tan desapacible como aquel, las posibilidades de que se produjera uno parecían absurdas.

—Dejaremos que la patrulla se acerque tanto como sea posible —informó a la mantis—. Entonces caeremos sobre ellos. Quiero ver cómo actúan tus guerreros antes de tantear la propia ciudad.

—Los guerreros no son de éste —lo corrigió Xazak—. Son tuyos…

Los jinetes salieron en formación y cruzaron el terreno que se extendía frente a las murallas. Malevolyn observó y esperó, sabedor de que su curso no tardaría en llevarlos hasta donde él quería que estuvieran.

—Que se preparen los arqueros.

Una fila de figuras se adelantó, con los ojos inhumanos llenos de ansiedad. Aunque no conservaban más que las cáscaras muertas de los hombres de Malevolyn, los demonios retenían de alguna manera los conocimientos y habilidades de sus víctimas. Los rostros que Augustus Malevolyn estaba mirando habían sido los de sus mejores arqueros. Ahora los demonios demostrarían si podían comportarse tan bien como ellos… o, preferiblemente, mejor.

—A mi señal —ordenó.

Aprestaron los arcos. Xazak pronunció una palabra… y las puntas de las flechas empezaron a arder.

Los jinetes de los turbantes se aproximaban. Malevolyn hizo moverse a su montura para poder observar mejor.

Uno de ellos reparó en su presencia y llamó a sus camaradas. La patrulla, formada por unos cuarenta hombres, se dirigió hacia el extraño.

—Preparados —hizo avanzar a su caballo unos pasos en dirección a los otros jinetes, como si pretendiera salir a su encuentro. Éstos, por su parte, cabalgaban a un paso que sugería que estaban cansados, aunque no demasiado.

Y, por fin, los soldados de Lut Gholein estuvieron lo bastante cerca para gusto del general Malevolyn.

—¡Ahora!

Ni siquiera el viento aullante pudo apagar los terribles aullidos de las empenachadas flechas en su vuelo. Una lluvia de muerte que ningún huracán podía detener cayó sobre el enemigo.

Las primeras flechas aterrizaron, algunas sobre la arena, otras en los cuerpos de los jinetes. Malevolyn vio cómo una de ellas acertaba de pleno a uno de los primeros jinetes, cómo atravesaba la coraza igual que si ésta no existiera y se clavaba luego en el pecho del hombre. Y lo que es aún más asombroso, ese jinete estalló de repente en llamas, que parecían brotar de la terrible herida. El cuerpo cayó del aterrorizado caballo y chocó contra otra montura, que se encabritó y arrojó a su propio jinete al suelo.

Otra flecha acertó a un guardia en la pierna, pero lo que parecía meramente una herida fea se convirtió en otra causa de terror cuando también este jinete se vio engullido por el fuego. Su animal se encabritó y arrojó al desgraciado al suelo. Ni siquiera allí cesaron las llamas, que estaban subiendo por su cuerpo y se extendían ya alrededor de la cintura.

De los aproximadamente cuarenta jinetes que componían la patrulla, al menos la tercera parte yacía muerta o agonizante. Todos los cuerpos estaban ardiendo. Asimismo, varios caballos habían sido heridos. El resto de los soldados luchaba por mantener el control de sus aterrorizados corceles.

Con una sonrisa en el rostro, Augustus se volvió hacia la terrible horda.

—Segunda y tercera filas… ¡Avanzad y atacad!

Un grito de guerra que hubiera aterrorizado a la mayoría de los hombres, pero que sólo sirvió para enardecer al general, emergió de las gargantas de aquellos. Los guerreros demoníacos se desperdigaron sobre la duna. Como hubieran hecho los antiguos soldados del general, mantenían el orden de las filas, pero a pesar de ello podía verse el salvajismo en sus movimientos, la inhumana lujuria en sus gritos incesantes. Superaban ampliamente en número a los jinetes, pero no tanto como para que, de haber sido normales las circunstancias, no pudieran éstos haberse abierto paso luchando hasta la libertad.

Uno de los oficiales divisó la hueste y lanzó a voz en grito una advertencia. Inmediatamente, los supervivientes de la patrulla se volvieron hacia Lut Gholein. Sin embargo, Malevolyn no tenía la menor intención de dejarlos marchar. Con una mirada a los arqueros, ordenó que atacaran de nuevo.

Esta vez las flechas pasaron por encima a sus adversarios, tal como el general pretendía. Momentos más tarde, al caer las flechas sobre el suelo, la arena empezó a arder frente a la patrulla en retirada. Durante unos preciosos segundos, un muro de fuego cortó toda posibilidad de escape.

Aquellos segundos preciosos fueron todo lo que necesitaban los demonios para alcanzar a sus enemigos.

Se dispersaron entre los jinetes como un enjambre, con las espadas y las lanzas en alto. Varios jinetes y sus caballos cayeron rápidamente y fueron aplastados. Los defensores restantes respondieron al ataque y se volvieron contra sus asaltantes. Uno logró asestar un golpe que debería haber sido mortal, pero el impío soldado de Malevolyn ignoró por completo la espada que se había clavado en su costado mientras arrojaba al perplejo oficial de su montura.

Un oficial de la patrulla intentaba organizar la defensa. Dos de los demonios lo tiraron al suelo. Tras abandonar sus armas, le arrancaron la armadura del cuerpo y empezaron a desgarrar la carne que había debajo.

—Son muy… entusiastas… —señaló Xazak con tono divertido.

—Sólo espero que recuerden lo que he dicho esta mañana.

—Lo harán.

Uno de los pocos defensores supervivientes se lanzó en una carrera salvaje hacia Lut Gholein. Un demonio lo sujetó por la pierna y lo hubiera hecho caer, pero repentinamente, otro arrancó la garra de su camarada del impotente jinete y permitió que el humano se diera a la fuga.

—¿Lo veis? Éste prometió que obedecerían tus órdenes, caudillo.

—Entonces avanzaremos tan pronto como se haya terminado con el resto. Supongo que querrás permanecer detrás.

—Por ahora, caudillo… —Xazak había sugerido que, sin una verdadera forma humana, sería una aparición demasiado obvia para las primeras escaramuzas. Aparentemente, a la luz del día el demonio no podía crear la ilusión convincente de un hombre, como había hecho aquella noche. De hecho, si el general Malevolyn hubiera inspeccionado mejor el rostro que se escondía tras las sombras durante aquel encuentro, habría descubierto que no tenía rasgos verdaderos, sólo una insinuación de ellos.

La explicación de la mantis para su vacilación tenía algunos puntos oscuros que el general querría discutir más adelante, pero sabía que por el momento esa conversación podía esperar. La armadura llamaba a Malevolyn; lo único que tenía que hacer para conseguirla era tomar la ciudad.

Más abajo, la masacre de la patrulla llevaría tan sólo unos minutos más, pues a cada segundo que pasaba las filas de los defensores menguaban un poco más. Conforme los demonios caían sobre los soldados e inundaban las arenas con su sangre, se hacía más y más evidente la verdadera naturaleza de las fuerzas de Malevolyn.

A esas alturas, el único superviviente había llegado a las puertas de Lut Gholein. Tras las murallas sonaron los cuernos para advertir a todos que la ciudad estaba siendo atacada.

—¡Muy bien! ¡Dejemos que nos vean! —alzó una mano en el aire… y en ella se formó la ardiente espada de ébano que había utilizado contra los escarabajos demonio—. ¡Avanzad!

Retumbaron las nubes y restallaron los rayos mientras el ejército del general Malevolyn salía de su escondite. A sus pies, la primera y la segunda filas formaron, un poco más harapientas que antes. El festín del baño de sangre había azuzado sus demoníacos corazones, haciendo que olvidaran algunos de los rasgos humanos que habían aprendido. No obstante, mientras obedecieran sus órdenes al pie de la letra, el general podía perdonar minucias como aquellas.

El viento aullante le pegaba la capa al cuerpo y la hacía ondear. Se ajustó el yelmo y agachó la cabeza ligeramente para impedir que le entrara la arena que levantaba el aire. Por el momento, el cielo no amenazaba tormenta, pero a estas alturas, ya ni siquiera eso podría detenerlo.

Tras las murallas, el pánico debía de estarse extendiendo entre la población. Naturalmente, en aquel mismo momento, los soldados estarían observando su avance y decidirían que, a pesar de la masacre completa de la patrulla, aquel nuevo enemigo carecía de las fuerzas necesarias para suponer una verdadera amenaza. Tomarían una de estas dos decisiones: o limitarse a defender las murallas o enviar una fuerza mucho más grande que la suya en busca de venganza por las horribles muertes que el único soldado superviviente les habría relatado.

Augustus Malevolyn comprendía las emociones humanas y estaba seguro de que se decantarían por esta ultima.

—¡Todas las filas! ¡Formación en línea!

La infernal horda se extendió y empezó gradualmente a formar dos filas muy extendidas e imponentes. Para los comandantes de Lut Gholein sería evidente que pretendía hacer que su ejército pareciera más formidable. Y también pensarían que aquellos recién llegados tenían que ser unos necios para intentar un truco tan obvio.

Lut Gholein esperaría a ver si una segunda fuerza seguía a la primera. Lo creerían posible por lo cerca de las murallas que se atrevía Malevolyn a acantonar sus tropas. Los comandantes decidirían entonces si merecía la pena correr el riesgo de aplastar la primera oleada y retroceder antes de que pudiera llegar ayuda.

Los demonios empezaban a perder el orden en las filas, pero en su mayor parte permanecían donde debía. Su nuevo caudillo les había prometido mucha sangre, mucha devastación, y eso bastaba para mantenerlos controlados. Sólo habían de seguir una orden una vez que hubieran abierto brecha en las murallas: el hombre de la armadura escarlata tenía que ser llevado frente a Malevolyn inmediatamente.

Con todos los demás podían hacer lo que quisieran.

Mientras el general y su ejército llegaban al punto medio entre los cuerpos mutilados de los desventurados soldados y las mismas puertas del fabuloso reino, una larga fila de soldados con turbantes y armados con arcos apareció en las almenas. Con gran rapidez, arrojaron una tormenta de flechas con perfectas trayectorias para segar la primera fila de atacantes, incluyendo al propio general.

Sin embargo, cuando cualquier proyectil se acercaba a Malevolyn, un breve destello de luz lo envolvía… y lo obliteraba antes de que pudiera siquiera tocar a su caballo. Más de una docena de flechas se desvanecieron de aquella manera. Era evidente que los arqueros estaban decididos a abatir al líder enemigo en cuanto les fuera posible.

Mas, a su alrededor, sus guerreros cayeron uno detrás de otro con flechas clavadas en las gargantas, en los costados e incluso en las cabezas. La lluvia de flechas diezmó la primera fila y abatió a muchos de los que formaban la segunda, dejando las fuerzas del caudillo reducidas a casi la mitad de sus hombres.

Un rayo estalló sobre Lut Gholein como para señalar la siguiente fase de la venganza de sus defensores. Las puertas se abrieron y una vasta legión de guerreros endurecidos y resueltos, a pie y a caballo, cargó en perfecto orden hacia lo que quedaba de los invasores. Los guerreros de los turbantes se dispersaron y formaron una serie de filas no sólo más largas que la de Malevolyn, sino varias veces más profundas. Tal como él había predicho, los defensores no se contentarían con esperar tras las murallas. Les harían pagar a sus soldados y a él por la carnicería al mismo tiempo que ganaban un poco de gloria para sí mismos.

—Idiotas —murmuró, al tiempo que trataba de refrenar una sonrisa—. ¡Idiotas impetuosos!

El general Malevolyn no hizo movimiento alguno de retirada. En condiciones normales eso hubiera resultado todavía más costoso que un avance suicida. Al menos sus hombres podrían morir sabiendo que se llevarían algunos enemigos con ellos… o al menos eso era lo que los comandantes de Lut Gholein debían de estar pensando.

Y mientras sus enemigos convergían sobre ellos, dio la señal a uno de los poco guerreros que permanecían en pie cerca de él, el mismo al que le había entregado el cuerno de batalla.

El soldado infernal se llevó el cuerno a los labios, sopló y el campo de batalla se vio inundado por un grito lúgubre.

Los guerreros del general Malevolyn, supuestamente muertos, se alzaron de las arenas y se lanzaron a la carga a pesar de las heridas que las flechas les habían infligido. Figuras ataviadas con armaduras de cuyas gargantas o de cuyos ojos sobresalían astiles de flechas salían al encuentro de los perplejos atacantes. Algunos de éstos lanzaron gritos horrorizados y trataron de retroceder, pero sólo consiguieron chocar con los que avanzaban detrás de ellos. La línea del ejército de Lut Gholein se frenó y vaciló, mientras cada uno de los hombres que ocupaban su frente se enfrentaba a la horripilante visión.

Con una voz que acalló al mismo trueno, Malevolyn bramó:

—¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!

Los demonios rugieron y cayeron sobre sus enemigos que, aunque mucho más numerosos, no eran más que seres humanos.

Con su infernal fuerza empezaron a arrancar por completo los miembros e incluso las cabezas de los más cercanos. Lo más granado del ejército de Lut Gholein sufrió una muerte horrible. Muchos fueron abiertos en canal a golpes de espada mientras otros eran hechos pedazos por manos desnudas mientras gritaban. Las espadas y las lanzas surtían poco efecto sobre las tropas del general, aunque ocasionalmente también caía alguno de los demonios. No obstante, a pesar de aquellas escasísimas bajas, era evidente que la suerte de la batalla había empezado a cambiar. Los cuerpos de los defensores empezaban a amontonarse mientras los que ocupaban las últimas filas, ignorando todavía la terrible verdad, obligaban a sus camaradas a avanzar contra las implacables fauces de la muerte.

Sonó un cuerno tras las murallas y, repentinamente, una nueva lluvia de flechas cayó sobre los invasores. Desgraciadamente, esta nueva andanada tenía pocas esperanzas de éxito y contribuyó incluso a aumentar la matanza de los defensores, muchos de los cuales cayeron ahora víctimas de sus propios arqueros. Casi inmediatamente después de la primera lluvia, el cuerno sonó de nuevo, pero para entonces los soldados humanos ya habían perecido a decenas.

Avanzando entre sus demonios, Malevolyn luchaba tan poseído como el resto de su infernal legión. La espada de ébano abría un sangriento camino entre las filas de sus enemigos y ni la armadura ni el hueso podían siquiera detenerla un ápice. Pronto, incluso su monstruosa horda le dio espacio. La brutalidad del general estaba llegando a su límite. La negra armadura de Malevolyn estaba teñida de escarlata de la cabeza a los pies, pero en todo caso, eso sólo lo espoleaba aún más.

De súbito, el suelo a su alrededor explotó. Su caballo se desplomó y murió inmediatamente. Más afortunado, el general cayó a unos metros de distancia. La explosión, que hubiera matado a cualquier hombre normal, apenas logró aturdido unos pocos segundos.

Tras ponerse en pie, se volvió hacia las murallas y distinguió allí a un par de figuras ataviadas con túnicas, Vizjerei sin duda al servicio del joven sultán. Malevolyn había esperado que Lut Gholein utilizara hechiceros contra él, pero la masacre lo había embriagado hasta tal punto que lo había olvidado.

Una furia como nunca había experimentado se apoderó de él. Recordó Viz-jun, recordó cómo Horazon y los demás lo habían engañado para que condujera a su demoníaca horda a una trampa.

—¡Esta vez no! —Augustus Malevolyn alzó un puño y pronunció palabras que jamás había conocido. Sobre él, los cielos parecían a punto de estallar.

Un viento salvaje golpeó las almenas, pero sólo en el lugar en el que se encontraban los hechiceros. Quienes estaban observando vieron que eran levantados por los aires al tiempo que movían violentamente los brazos, tratando sin duda de recurrir a algún contrahechizo.

El caudillo bajó el puño con fuerza.

Lanzando salvajes aullidos, los dos Vizjerei cayeron a plomo sobre el suelo como si hubieran sido disparados por grandes arcos.

Cuando chocaron contra el suelo, incluso los demonios retrocedieron, tan perplejos estaban por la terrible fuerza con la que lo habían hecho. Sólo Malevolyn contemplaba con gran satisfacción, ahora que había dado el primer paso para vengar su derrota en Viz-jun. El que sus recuerdos estuvieran tan mezclados con los de Bartuc que ni siquiera era capaz ya de diferenciarlos era algo que ni se le pasaba por la imaginación. Sólo podía haber un Caudillo de la Sangre… y éste se encontraba a las mismas puertas de la acongojada ciudad.

Sus ojos divisaron rápidamente a uno de los defensores, un oficial de alto rango. Frente al barbudo oficial se erguía un demonio, que lo estaba obligando a ponerse de rodillas.

El general Malevolyn actuó con presteza. Invocó la espada mágica y atravesó con ella la espalda del asombrado demonio. El monstruoso guerrero lanzó un chillido y el cuerpo que había dentro de la negra armadura se marchitó hasta que no quedó de él nada más que una fina y apergaminada capa de piel seca sobre el hueso. Una voluta de humo verdoso brotó del cuerpo mientras éste se derrumbaba y se disipó en el viento.

Pasando por encima del montón de huesos y metal, Malevolyn se dirigió hacia el hombre al que acababa de salvar. Había sabido que el demonio no se detendría a tiempo y la pérdida de uno de sus sicarios no significaba nada para él. Después de Lut Gholein, podría invocar hasta a la última bestia del Infierno.

El exhausto oficial trató de luchar con él, pero con un mero ademán, Malevolyn hizo volar el arma del hombre… contra la garganta de otro de los defensores.

Sujetó al indefenso oficial por el cuello y lo obligó a levantarse.

—¡Escúchame y puede que vivas, necio!

—Puedes matarme ahora mismo…

Malevolyn apretó el cuello del enemigo hasta que estuvo a punto de ahogarse. Entonces relajó ligeramente la mano y permitió que volviera a respirar.

—¡Tu vida… la vida de todos los habitantes de Lut Gholein es mía! ¡Sólo una cosa puede salvaros! ¡Sólo una cosa!

—¿Q… qué? —preguntó con voz entrecortada su prisionero, mucho más sensible ahora.

—¡Hay un extranjero en la ciudad! ¡Un hombre embutido en una armadura del mismo color de esta sangre que nos cubre a ti y a mí y que tal vez permita que siga corriendo por tus venas! Expulsadlo de la ciudad y entregádmelo.

Podía ver que el comandante estaba evaluando las ventajas y desventajas.

—¿Pondrás… pondrás fin a la batalla?

—Le pondré fin cuando tenga lo que quiero… ¡Y hasta entonces, Lut Gholein no conocerá la paz! Piensa bien en ello porque ya puedes ver que vuestras murallas no servirán de nada contra mí.

El hombre no tardó demasiado en decidirse.

—¡Lo… haré!

—¡Ve entonces! —con desprecio, el general Malevolyn lo arrojó lejos de sí y detuvo con un gesto a un par de demonios que se aprestaban a atacarlo. Añadió, dirigiéndose al comandante enemigo—. ¡Ordena la retirada! Quienes pasen bajo las puertas no serán masacrados. ¡Pero quienes no se den prisa en obedecer servirán como carroña para los cuervos! Eso es todo lo que te concedo… ¡Y puedes darme las gracias!

El oficial retrocedió dando tumbos hacia Lut Gholein. Malevolyn vio que hacía señales a alguien que se encontraba en las murallas. Un momento más tarde, uno de los cuernos de guerra de la ciudad lanzó un lastimoso aullido.

Una figura con ojos del mismo color de la sangre que cubría la armadura de Augustus Malevolyn se acercó al general. El rostro había pertenecido antaño a Zako.

—¿Dejamos que se vayan, caudillo?

—Por supuesto que no. No les deis cuartel. Que no sobreviva nadie que no logre ganar las puertas. Sin embargo, a los que lo hagan, no los toquéis. ¡Y no oséis entrar en la ciudad! —miró al comandante enemigo, quien no se había parado a esperar a sus hombres—. Y aseguraos de que ése sobrevive. Tendrá mucho que contarles.

—Sí, caudillo… —el demonio Zako hizo una reverencia y entonces titubeó—. ¿No debemos entrar en la ciudad? ¿Vamos a perdonar a Lut Gholein?

—¡Quiero la armadura! Los hostigaremos e incluso haremos lo que podamos para debilitar sus defensas, pero hasta que yo tenga la armadura y la cabeza del que se ha atrevido a arrebatármela, la ciudad no será tocada. —El general Malevolyn… el Caudillo Malevolyn, esbozó una sonrisa siniestra—. Les he prometido que Lut Gholein no conocerá la paz hasta que yo tenga la armadura y que después pondré fin a la batalla. Una vez que la tenga, les daré exactamente lo que he prometido. Un final definitivo para esta batalla… y la paz de la tumba.