14

Un retumbar sordo sacudió a Kara Sombra Nocturna y la sacó a rastras de la oscuridad que la envolvía. Inhaló y al instante empezó a atragantarse. La nigromante trató de respirar, pero sus pulmones no parecían funcionar como debieran.

Tosió y expulsó bruscamente un océano de agua. Una vez tras otra Kara tosió y cada vez trató de vaciar los pulmones para poder después llenarlos con al aire que otorgaba la vida.

Por fin pudo empezar a respirar, aunque con dificultades. La nigromante permaneció tendida, inhalando una vez tras otra en un intento por recuperar algo de equilibrio. Gradualmente, las cosas recobraron una cierta normalidad, y eso le permitió empezar a sentir otras cosas, como el frío que la envolvía y la humedad que saturaba sus ropas. Una sustancia arenosa que tenía en la boca la obligó a escupir y lentamente se fue dando cuenta de que estaba tendida boca abajo en una playa.

El mundo volvió a retumbar a su alrededor. Tras obligar a su cabeza a alzarse, Kara vio que sobre ella los cielos habían empezado a llenarse con nubes negras muy semejantes a las de la tormenta que había tenido que atravesar el Escudo del Rey. De hecho, sospechaba que las nubes que ahora veía eran las precursoras de la misma tormenta, que se preparaba ahora para iniciar el asalto a gran parte de la costa oriental.

Los recuerdos empezaron a regresar, recuerdos del capitán Jeronnan en combate con los muertos vivientes, y luego de los dos cadáveres arrastrándola por el portal que conducía al mar embravecido. Después de ello, sin embargo, no podía recordar nada en absoluto. No podía decir cómo había logrado sobrevivir. Ni siquiera sabía qué había sido de Jeronnan y sus hombres. Le había parecido que el portal no tenía efecto alguno sobre el casco del barco, de modo que si el Escudo del Rey había sobrevivido a aquel incidente, lo más probable era que no tardase demasiado en arribar a Lut Gholein… si es que no lo había hecho ya.

Al pensaren la ciudad, Kara pestañeó. Dejando a un lado la suerte corrida por el Escudo del Rey. ¿Dónde en el nombre de Rathma había acabado ella? Con gran esfuerzo, la empapada nigromante se puso de rodillas y miró a su alrededor.

Su primer vistazo de los alrededores no le reveló demasiadas cosas. Arena y unas pocas plantas resistentes, típicas de paisajes costeros. Delante de ella se elevaba un alto risco que impedía ver lo que había tierra adentro sin trepar un poco. Kara trató de evitar lo inevitable volviéndose hacia su izquierda y luego hacia su derecha, pero ninguna de las dos direcciones le ofreció más esperanzas. Su única opción verdadera seguía siendo el risco.

Todavía se sentía como si acabase de expulsar ambos Mares Gemelos de su organismo, pero a pesar de ello Kara se forzó a ponerse en pie. Sabía que hubiera debido quitarse la mayor parte de la ropa fría y húmeda que llevaba, pero la idea de toparse medio desnuda con algún lugareño no le parecía sugerente. Además, dejando de lado el viento, el día parecía bastante cálido. Si caminaba por algún tiempo, sus ropas acabarían por secarse.

No encontró ni rastro de Sadun Tryst o Fauztin, pero de ningún modo se atrevió a pensar que se había librado de los dos zombis. Lo más probable era que las furiosas aguas los hubieran separado. Por lo que ella sabía, habían sido arrojados lejos de la costa. Si era así, era imperativo que llegase a Lut Gholein lo antes posible, y quizá pudiese buscar a ese Vizjerei al que habían mencionado, el tal Drognan. No creía que trabajase voluntariamente con los muertos vivientes; lo más probable era que pretendiesen aprovecharse de sus conocimientos para encontrar a su antiguo amigo. Fuera cual fuera el caso, Drognan representaba también su mayor esperanza, no sólo de librarse del lazo que la unía a los monstruos, sino de localizar a Norrec Vizharan y a la armadura.

Con algún esfuerzo, la bruja logró encaramarse a lo alto del arenoso risco y allí descubrió un camino en buen estado. Y lo que era mejor, al volverse hacia el sur, divisó una forma lejana en el horizonte, la forma, creía Kara, de una ciudad.

Lut Gholein.

Con tanto entusiasmo como pudo reunir su fatigada mente, se puso en marcha hacia el sur. Si, como sospechaba, Lut Gholein se encontraba allí, tardaría todo un día en alcanzarla, en especial en la condición en que se encontraba. Y lo que era peor, el hambre empezaba a hacerse oír en su estómago, una condición que no hacía sino empeorar con cada paso que daba. No obstante, Kara no pensó siquiera en ceder a su debilidad. Mientras pudiera andar, continuaría con su misión.

Sin embargo, apenas había recorrido una corta distancia cuando un ruido a su espada la hizo mirar por encima de su hombro. Para su alivio, divisó dos carromatos en buen estado que marchaban en dirección sur. Había un anciano de tupida barba y una mujer gruesa en el primero, y un joven de ojos muy abiertos y una muchacha, presumiblemente su hermana, en el segundo. Una familia de mercaderes, sin duda, de camino a los mercados de la vibrante metrópolis. La exhausta nigromante se detuvo, confiando en que se apiadaran de una vagabunda desastrada.

El anciano hubiera atropellado a Kara con el carromato, pero su mujer le echó un vistazo y le ordenó que parara. Intercambiaron algunas palabras durante unos momentos y entonces la mujer le preguntó a Kara en lengua común:

—¿Estás bien, jovencita? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Necesitas ayuda?

Casi demasiado cansada hasta para hablar, la nigromante señaló hacia el este.

—Mi barco, ha…

No tuvo que decir nada más. Una mirada de tristeza se instaló en el rostro redondeado de la anciana e incluso el hombre le ofreció sus simpatías. Cualquiera que viviera tan cerca del mar había de saber de su violencia. Sin duda, aquella no era la primera vez que esos mercaderes tenían noticias de algún naufragio.

El marido saltó del carromato con una agilidad impropia de su edad. Mientras se aproximaba, le preguntó:

—¿Hay alguien más? ¿Eres la única?

—No hay… nadie más. Estaba… puede que el barco esté bien… yo… me caí por la borda.

La mujer chasqueó la lengua.

—¡Pero si estás empapada, chica! ¡Y tu ropa está hecha jirones! ¡Hesia! ¡Búscale una blusa y una manta seca! ¡Al menos eso lo necesita ahora mismo! ¡Corre!

Kara no quería aceptar caridad y llevó una mano a su cinturón. Para gran alivio suyo, la bolsa en la que guardaba el dinero había permanecido milagrosamente intacta.

—Pagaré por todo, se lo prometo.

—¡Tonterías! —dijo el hombre, pero cuando ella insistió en depositar algunas monedas en su mano, las aceptó casi todas.

Hesia, hija de los mercaderes Rhubin y Jamili, trajo algo de ropa que debía de pertenecerle. En un intento evidente por respetar el severo atuendo de aquella extraña, había elegido una blusa negra y una manta negra para que Kara pudiese cubrirse. Se cambió lejos de las miradas de Rhubin y de su hijo, Ranul, y se sintió mucho mejor una vez que se hubo quitado sus empapadas y destrozadas ropas.

Kara lamentó aún más la pérdida de su capa una vez que se hubo puesto la blusa. Aunque correspondía a sus gustos en el color, le estaba demasiado estrecha y era demasiado corta. Sin embargo, no dijo nada, sabiendo que era lo mejor que tenía y, lo que era más importante, que le había sido ofrecida con genuina generosidad. El hecho de que hubiera insistido en pagar por ella no cambiaba las cosas.

Para su alivio, Jamili le pidió que viajara en el primer carromato. Ranul, que ya tenía edad para apreciar a las mujeres, la había observado al principio con cierto interés despreocupado y después de que se hubiera secado y cambiado de ropa, con un interés mucho más acentuado. No esperaba que fuera a hacerle ningún daño, pero no quería alentar nada que pudiera causar disensiones entre sus salvadores y ella.

Y de este modo, con la ayuda de una amable familia de mercaderes, Kara Sombra Nocturna logró al fin llegar a Lut Gholein más de una hora antes de la puesta de sol. Pensó en dirigirse de inmediato al puerto para ver si el capitán Jeronnan había arribado, pero finalmente, la urgencia de su búsqueda la hizo decidirse por no hacerlo. La caza de Norrec Vizharan y la armadura de Bartuc seguía siendo lo más importante.

Se despidió de Jamili y su familia en un bazar de alegre colorido. Les devolvió la manta con su agradecimiento y luego entró en el mercado para buscar a alguien que pudiera venderle una barata, pero práctica capa. Invirtió una hora más en este menester, pero con la prenda encapuchada la nigromante se sentía mucho menos vulnerable. Con gusto hubiera reemplazado otras prendas, pero sus fondos empezaban a escasear y había de reservarlos para comida.

Un cuidadoso interrogatorio de los lugareños le proporcionó alguna información referente al misterioso Drognan. Según parecía, vivía en un edificio antiguo situado a cierta distancia de la enorme ciudad. Pocos lo visitaban salvo para comprarle elixires y cosas semejantes. Las únicas ocasiones en las que abandonaba su refugio parecían ser las visitas que realizaba a diversos eruditos y sabios en busca de información referente a alguna de sus aficiones.

Siguiendo las indicaciones de un vendedor de verduras que, en ocasiones, vendía su género al Vizjerei, Kara se abrió camino por las laberínticas calles. La multitud de olores y brillantes colores sembraba un cierto caos en sus sentidos, pero a pesar de ello logró no perderse en más de dos ocasiones. De tanto en cuanto le preguntaba a algún transeúnte si había visto a un hombre ataviado con una armadura roja, pero ni uno solo de ellos lo recordaba.

Cuando la secuestraron y la arrojaron a las aguas del mar perdió casi todas sus pertenencias. Además de la bolsa en la que guardaba el dinero, sólo le quedaban otras dos. Por desgracia, los polvos y los productos químicos que contenían se habían echado a perder, excepción hecha de un par de frascos que por el momento no le servían de nada. Milagrosamente, el icono de Trag’Oul permanecía alrededor de su cuello, cosa por la que daba gracia al gran dragón. Le proporcionaba algún consuelo en aquella tierra extraña.

La pérdida de sus pertenencias no significaba que ya no pudiera utilizar hechizos, pero sí que la limitaba en parte. Afortunadamente, el cambio de ropa había impedido que nadie reparara en su verdadera condición, e incluso había alentado a dos de los vendedores a ofrecerle algo más que información. Los nigromantes no eran bien vistos en Lut Gholein. La Iglesia de Zakarum, poderosa en el reino, los miraba aun con más recelos que a los Vizjerei, quienes evidentemente eran tolerados por el joven sultán. Hasta el momento se había cruzado en su camino con uno o dos acólitos de la Iglesia, pero, aparte de lanzarle alguna mirada breve, no le habían prestado la menor atención a la delgada joven.

Con gran parte de lo que quedaba de sus fondos, Kara había comprado algo de comida que podía llevar consigo, de modo que pudiese comer mientras buscaba a Drognan. La idea de tener que verse cara a cara con un habilidoso y experimentado Vizjerei la preocupaba, pero el hacerlo sin haber recuperado fuerzas hubiera sido como mínimo una insensatez. No podía dar necesariamente por hecho que su encuentro fuera a ser amistoso. Desde antiguo había existido animosidad entre las dos tradiciones.

Un trío de soldados a caballo pasó galopando a su lado, los ojos severos y las espadas siempre prestas. El que abría la marcha, a todas luces el oficial al mando, montaba un magnífico potro blanco, mientras que cada uno de sus subordinados contaba con una montura de color pardo y poderosa musculatura. Kara no había montado mucho en su vida, pero se dio cuenta al verlos de que si su camino conducía más allá de las murallas de Lut Gholein, tendría que dar con el medio de obtener un caballo. No podía confiar en un hechizo de viaje en el desierto de Aranoch. Hasta a su lejana morada habían llegado las historias sobre su letal naturaleza.

Los alrededores se volvieron de repente decrépitos, húmedos y malsanos, un completo contraste con las zonas bien conservadas por las que primero había transitado. Kara se maldijo para sus adentros por no haber apartado algo de su dinero para comprar una daga. La que le había prestado el capitán Jeronnan mientras se encontraba a bordo del Escudo del Rey se había perdido en el mar. La maga empezó pues a concentrarse en sus hechizos, confiando en que si la situación llegaba a requerirlo tendría la fuerza necesaria para utilizarlos.

Llegó al fin al viejo edificio que el vendedor le había descrito vagamente. A pesar de su destartalada apariencia, Kara sintió de inmediato las fuerzas que operaban en su interior y a su alrededor. Algunas de ellas parecían muy antiguas, posiblemente más antiguas que el mismo edificio. Otras parecían más recientes e incluían a unas pocas que tenían que haber sido convocadas poco tiempo atrás.

Tras subir las escaleras exteriores, Kara se asomó por el portal en ruinas, dio un paso hacia el interior…

…y se encontró en un antiguo, pero magnífico salón que hablaba de las glorias de otros tiempos y otros lugares. Aunque transmitía también la sensación de un largo abandono, el salón de elevadas columnas no tenía nada en común con el decrépito exterior. Tanto era así que Kara sintió la tentación de salir de nuevo para ver si de alguna manera había entrado en el edificio equivocado. Aquello no era ninguna ruina sino más bien una antigua maravilla habitada todavía por los recuerdos de una grandeza, de un esplendor al que la moderna Lut Gholein no se había siquiera aproximado todavía.

La nigromante recorrió el salón con lentitud. Seguía teniendo presente su misión, pero su atención estaba distraída de momento por las imponentes columnas de mármol, la fabulosa chimenea que ocupaba la práctica totalidad de una pared lejana y el inmenso mosaico del suelo por el que paseaba cuidadosamente.

El suelo, de hecho, atraía más y más su atención conforme caminaba por él. Los artesanos habían representado en él tanto imágenes reales como otras imaginarias. Dragones que se enrollaban alrededor de los árboles. Leones que perseguían antílopes. Temibles guerreros pétreos embutidos en corazas y ataviados con faldas a cuadros que batallaban entre sí.

Al otro lado del salón se escuchó un ruido.

Kara se detuvo y volvió la vista en aquella dirección. Sin embargo, a pesar de la agudeza de la misma, no pudo distinguir más que un portal envuelto en sombras al otro extremo. La nigromante esperó, temiendo incluso respirar demasiado alto. No obstante, al ver que no se escuchaba ningún nuevo sonido, suspiró y entonces comprendió que en un edificio tan antiguo como aquel, debían de caer en ocasiones pedazos de piedra y mármol. Incluso el sonido más tenue levantaría eco allí.

Y en aquel mismo momento, algo arañó el suelo de mármol a su espalda.

Giró sobre sus talones, convencida de repente de que los zombis la habían seguido hasta allí y habían elegido aquel momento para dejarse ver. La verdad era que contra ellos Kara no podía hacer nada, pero eso no quería decir que no fuera a resistirse. Ya le habían hecho demasiado, le habían arrebatado demasiado.

Pero en vez del sonriente Sadun Tryst y el hechicero que lo acompañaba, lo que vieron sus ojos resultó algo todavía más asombroso.

La figura grisácea que empuñaba la poderosa espada se movía con lentitud, pero sin la menor duda hacia ella, con intenciones evidentes. Kara podría haberla tomado por un bandido que la hubiera emboscado en las sombras de no ser porque la había visto escasos segundos antes. Por supuesto, aun en el caso de que Kara no hubiera reconocido al recién llegado, hubiera de todas formas distinguido las numerosas y diminutas teselas que componían, no sólo su coraza y su falda, sino también su misma piel.

El guerrero del mosaico avanzó hacia ella, con una expresión salvaje en el rostro que era exacta réplica de la que había lucido cuando no era más que un elemento decorativo del suelo. La atacó con un molinete… y reveló que, aunque poseía la altura y anchura de una criatura viviente, su forma tenía la profundidad de las diminutas teselas con las que había sido creada.

Sin embargo, ni por un momento se atrevió Kara a pensar que aquello fuera una debilidad. La magia que podía crear un guardián como aquel no lo haría tan frágil. Lo más probable era que golpear físicamente al guardián fuera como hacerlo con un muro de piedra. También sospechaba que la hoja cortaría tan bien, si no mejor, como una de verdad recién afilada.

Mas, ¿qué era lo que lo había despertado? Seguramente aquella no era la bienvenida que Drognan ofrecía a todos aquellos que trasponían el umbral de su puerta. No, lo más probable era que Kara hubiera sido identificada por algún hechizo oculto como una nigromante, una maga oscura cuyas lealtades eran desconocidas. Conocía tales hechizos de detección y sabía también que muchos magos los utilizaban por seguridad. De no haber sufrido tanto últimamente, estaba segura de que lo hubiera recordado antes… y hubiera podido prevenir aquel enfrentamiento letal.

Escuchó unos sonidos detrás de su macabro asaltante y, para su consternación, un segundo guerrero se alzó y se unió al primero. Kara se volvió entonces a toda prisa hacia su derecha, donde un nuevo sonido señalaba el despertar de un tercero.

—Vengo en son de paz —susurró—. Busco a vuestro amo y señor.

¿Servían a Drognan? Kara sólo podía suponer que había llegado al lugar correcto. Quizá alguien con quien la maga había hablado anteriormente la hubiera reconocido como lo que era y la hubiera enviado allí a morir. Muchos, en especial quienes profesaban la fe de Zakarum, no hubieran siquiera considerado la pérdida de una nigromante como una pérdida.

El primero de los mosaicos la tenía casi ya al alcance de su espada. Kara no vio otra elección que tomar la ofensiva.

Las palabras de su hechizo brotaron de su lengua mientras la nigromante sujetaba el icono de Trug’Oul y señalaba al primero de los atacantes. El mismo tiempo, retrocedió un paso como precaución. Si el hechizo funcionaba, era posible que las increíbles fuerzas que estaba invocando no se limitaran a destruir al mágico guardián.

Un enjambre de proyectiles óseos se formó de la nada y, acto seguido, llovió sobre el primero de los guerreros de mosaico. Los Den’Trag o Dientes del Dragón Trag’Oul atravesaron el cuerpo del guardián y desperdigaron pequeñas teselas en todas direcciones. El guerrero trató de moverse, pero sus brazos y piernas, que habían perdido demasiadas piezas, se deshicieron. Con la misma mueca ceñuda en el rostro, trató de atacar una última vez y entonces se desplomó en una cascada de piedra.

Kara respiró, aliviada por haberse librado al menos de uno de los adversarios, pero en absoluto segura de contar con las fuerzas necesarias para ocuparse de los otros. La invocación de los Den’Trag le había costado mucho a la ya fatigada nigromante. Sin embargo, si lograba hacerlo otras dos veces y eliminaba por completo a sus enemigos muertos, quizá pudiese descansar después.

Una vez más, la nigromante apretó con fuerza el icono y empezó a susurrar el hechizo. Unas pocas palabras más y…

Un intenso estrépito se levantó a su alrededor, por todas partes, y la hizo titubear. Bajó la mirada y vio que las numerosas teselas que formaban el cuerpo del guerrero caído estaban rodando las unas hacia las otras y se reunían en un montón que crecía a toda prisa detrás de los otros. Para su horror, primero los pies y a continuación las piernas, volvieron a formarse. Pedazo a pedazo, el guerrero de piedra se reconstruía a sí mismo, a pesar de su hechizo destructivo.

Los Dientes de Trag’Oul le habían fallado. Retrocedió un paso y entró en el salón oscuro que antecedía a la puerta. Tenía otros hechizos a su disposición, pero, en combinación con su debilidad y lo cerrado del espacio en que se encontraba, no parecía que ninguno de ellos fuera lo bastante rápido como para ayudarla sin poner su vida en peligro.

¡Verikos! —exclamó una voz—. ¡Verikos… Dianysi!

El inaudito trío se detuvo al escucharla… y entonces, cada uno de los guerreros se desplomó abruptamente y las teselas sueltas cayeron al suelo con un estrépito que resonó por toda la antigua estructura. Las teselas, no obstante, no permanecieron donde habían caído, sino que empezaron a rodar con rapidez hasta los lugares ocupados originalmente por las figuras en el suelo y recompusieron el mosaico con absoluta precisión. Una por una, volvieron a su sitio. En cuestión de segundos, los amenazadores guerreros habían abandonado su ataque y habían vuelto a ser imágenes en el elegante suelo.

Kara se volvió hacia su salvador, segura de que había de tratarse del enigmático Drognan.

—Gracias por vuestra ayuda…

La figura que se encontraba frente a ella no podía ser el venerable y elegante Vizjerei que el vendedor y los demás le habían descrito. La edad provecta parecía ser la única cosa que aquel mendigo de ojos enloquecidos y larga barba y cabellos blancos tenía en común con el mago en cuestión, pero ni siquiera Drognan podía haber alcanzado la edad que este hombre aparentaba. Aunque su cuerpo conservaba aún alguna firmeza, su piel estaba tan arrugada y sus acuosos ojos azules parecían tan cansados que sin duda tenía que ser el hombre más viejo del mundo.

Llevó un dedo nudoso a sus finos labios.

—¡Silencio! —susurró el mendigo en voz demasiado alta—. ¡Hay mucha maldad por todas partes! ¡Es demasiado peligroso! ¡No deberíamos haber venido!

—¿Sois… sois Drognan?

El anciano pestañeó con aire confuso, y entonces empezó a darse palmadas en la gastada túnica de seda como si estuviera buscando algo. Al cabo de varios segundos, levantó por fin la mirada y replicó:

—No… ¡no, por supuesto que no! ¡Y ahora silencio! ¡Hay demasiada maldad por aquí! ¡Hemos de ser cuidadosos! ¡Tenemos que estar en guardia!

Kara reflexionó. Aquel hombre debía de ser un sirviente del mago o algo similar. Quizá Drognan le permitía vivir allí por consideración a su locura. Decidió ir al grano. Quizá quedase suficiente cordura en el mendigo para poder serle de ayuda con el Vizjerei.

—Tengo que ver a tu señor, Drognan. Dile que es por algo de gran interés para él, la armadura de Bartuc…

¿Bartuc? —un espeluznante cambio se operó en el mendigo al tiempo que gritaba el nombre del caudillo muerto—. ¡Bartuc! ¡No! ¡La maldad ha llegado! ¡Te lo advertí!

En aquel momento, se alzó otra voz desde la entrada del edificio.

—¿Quién es? ¿Quién ha invadido mi casa?

La nigromante se volvió para hablar, pero el harapiento se movió con asombrosa rapidez. Le tapó la boca con una mano y luego susurró:

—¡Silencio! ¡No deben oírnos! ¡Podría ser Bartuc!

Por el contrario, el recién llegado era un Vizjerei… y muy posiblemente, el hombre al que Kara había venido a buscar. Lo más curioso era que parecía haber estado involucrado en algún incidente reciente, porque tenía magulladuras en gran parte del rostro y parecía incómodo cada vez que apoyaba la pierna derecha. Bajo el bazo, el venerable mago llevaba un paquete. Para Kara no cabía duda de que aquel era Drognan, que regresaba de algún recado.

—¿Norrec? —llamó el mago—. ¿Vizharan?

¡Conocía al hombre al que Kara perseguía! Ella trató de hablar, pero el mendigo, a pesar de ser bastante zanquivano, poseía una fuerza tremenda.

—¡Silencio! —susurró su indeseado compañero—. ¡Hay demasiada maldad por aquí! ¡Hemos de tener cuidado! ¡No debemos dejar que nos vean!

Drognan se acercó unos pasos, seguramente ahora podría verlos… y sin embargo, miró más allá de ambos intrusos como si sólo viera el aire.

—Es curioso… —olisqueó el aire y luego frunció el ceño—. Huele como si hubiera un nigromante aquí… pero eso es absurdo —Drognan miró al suelo, en concreto a las figuras de los guerreros—. Sí… absurdo.

Continuó mirando el suelo, como si estuviese perdido en sus ensoñaciones. Ni una sola vez advirtió la presencia de la mujer, que seguía debatiéndose, o del extraño mendigo que la retenía. Al fin, el hechicero sacudió la cabeza, musitó para sus adentros algo referente a una nueva pista perdida y la necesidad de seguir buscando y entonces, para consternación de Kara, pasó junto al loco y ella sin prestarles atención. Drognan siguió adelante, en dirección a la oscuridad, en dirección a la puerta que ella había tratado de alcanzar antes.

Alejándose de alguien que necesitaba su ayuda desesperadamente.

Sólo una vez que se hubo esfumado tras la puerta apartó el mendigo la mano de su boca. Acercó su rostro al de ella y susurró:

—¡Nos hemos demorado aquí demasiado tiempo! ¡Tenemos que marcharnos! ¡Hemos estado fuera demasiado tiempo! ¡Podría encontrarnos!

Kara sabía que no se refería a Drognan. No, a juzgar por sus anteriores reacciones, el hombre sólo podía estarse refiriendo a alguien: Bartuc.

La guió por el suelo de piedra, hasta el mismo centro en el que el desconocido artesano había construido con las teselas un intrincado templo como los que podrían haber existido en la legendaria Viz-jun. Kara no lo hubiera seguido por propia voluntad, pero, al igual que le ocurría con los zombis, la elección de lo que su cuerpo podía hacer no le pertenecía ya. La nigromante no podía ni alzar la voz.

—¡Pronto estaremos a salvo! —murmuró junto a su oído la demente figura—. ¡Pronto estaremos a salvo!

Golpeó el suelo una vez con su pie derecho… y de pronto, la puerta del templo se abrió, se ensanchó, se convirtió en un agujero oval en el suelo del que salían unas escaleras que conducían… ¿adonde?

—¡Vamos, vamos! —dijo el mendigo con tono impaciente—. ¡Antes de que Bartuc nos encuentre! ¡Vamos, vamos!

Incapaz de desobedecer, ella lo siguió bajo el suelo, en dirección a una luz distante y amarillenta. Al pasar bajo el nivel del suelo, Kara sintió que las piedras se movían y la imagen del templo Vizjerei regresó a su anterior estado.

—Aquí abajo estaremos a salvo —le aseguró el eremita loco, que ahora parecía algo más calmado—. Mi hermano nunca nos encontrará aquí.

¿Hermano? ¿Había oído bien?

¿Horazon? —balbució Kara, sorprendida tanto por su descubrimiento como por el hecho de que fuera capaz de articular palabra. Era evidente que el hombre que la había hecho prisionera no temía que nadie pudiera oírla bajo capas y capas de tierra y roca.

El anciano la miró directamente y sus ojos acuosos parecieron enfocarla por vez primera.

—¿Nos conocemos? Creo que no… —al ver que ella no respondía inmediatamente, se encogió de hombros y prosiguió su marcha, sin dejar de murmurar—. Estoy seguro de que no nos conocemos, pero podríamos conocernos…

Kara no tenía otra elección que seguirlo, aunque en aquel momento no pensó demasiado en ello. La cabeza le daba vueltas y el mundo parecía haberse vuelto del revés.

Había venido en busca de la armadura del Caudillo de la Sangre y en vez de ella había encontrado —a pesar de los muchos siglos transcurridos desde entonces—, todavía vivo y respirando, al muy odiado hermano de Bartuc.

* * *

Un calor increíble asaltó a Norrec cuando por fin recobró el sentido. Al principio supuso que un incendio debía de haberse iniciado en la morada de Drognan, consecuencia quizá de los arcanos poderes de la siniestra armadura. Sin embargo, el veterano guerrero fue dándose cuenta gradualmente de que el calor, aunque molesto, no quemaba, y de que, de hecho, debía de provenir del mismo sol.

Rodó sobre sí mismo para ponerse de espaldas y se tapó los ojos con la mano mientras trataba de ordenar sus pensamientos. Un mar de arena lo rodeaba por todas partes. Esbozó una mueca, al tiempo que se preguntaba dónde habría acabado en esta ocasión. En la lejanía, creyó divisar oscuridad, como si una tormenta se aproximase desde aquella dirección. ¿Podía Lut Gholein encontrarse en algún lugar bajo aquellas nubes? Era como si, dondequiera que él fuera, la tormenta lo viniera siguiendo. Si ese era el caso ahora, sabía al menos que tenía que encontrarse en algún lugar situado al este o al oeste del reino costero.

Pero, ¿por qué?

Drognan había dicho algo sobre que la armadura los había engañado. Cuánta verdad había en sus palabras. Se había burlado de ambos, tratando sin duda de utilizar la ayuda del mago para localizar lo que buscaba. ¿Podía tratarse de la tumba de Horazon, tal como Drognan creía? Y si era así, ¿por qué había terminado allí Norrec, en medio de ninguna parte?

Con gran esfuerzo, el destrozado y exhausto soldado se puso en pie. A juzgar por la altura del sol, apenas le quedaban una o dos horas de sol antes de la llegada del crepúsculo. Tardaría más en regresar a Lut Gholein… y eso suponiendo que sobrevivía a la caminata. Y lo que era más importante, no podía estar seguro de que la armadura fuera a permitirle regresar. Si lo que buscaba se encontraba allí fuera, haría cuanto estuviera en su mano por permanecer en el desierto.

Norrec dio unos pocos pasos para poner a prueba los propósitos de la armadura. Al ver que nada le impedía dirigirse hacia la ciudad, apretó el paso todo cuanto pudo. Al menos podría buscar un refugio para pasar la noche, y su única esperanza estribaba en una retorcida colina de roca apenas visible en el horizonte. No la alcanzaría hasta la caída del sol, o puede que más tarde aún, lo que significaba que, a pesar del calor, tenía que moverse más deprisa.

Las piernas le dolían terriblemente mientras seguía adelante. La arena suelta y las altas dunas dificultaban la marcha, y a menudo Norrec perdía de vista su objetivo durante algún tiempo. Incluso, en una ocasión descubrió que estaba dando vueltas, como si las dunas cambiasen de tamaño y dirección cada vez que trataba de atravesarlas.

Sin embargo, a pesar de todo, la colina se convirtió pronto en una aspiración posible de alcanzar. Norrec rezó pidiendo que hubiera algo de agua en ella; el poco tiempo que había pasado en el desierto le había costado ya muy caro. Si no encontraba agua pronto, no importaría si lograba llegar a la colina o no…

Una sombra grande y alada cruzó por encima de la suya… seguida de inmediato por una segunda.

Norrec alzó la vista, tratando de ver contra el sol. A duras penas entrevió dos o tres formas voladoras, pero no pudo distinguirlas bien. ¿Buitres? Era muy posible en Aranoch, pero aquellas criaturas parecían más grandes y su aspecto no correspondía del todo al de aves. La mano de Norrec se deslizó hasta el lugar en el que debiera haber estado la espada, y una vez mas volvió a maldecir a la armadura de Bartuc por haberlo arrastrado por todos aquellos horrores sin contar con un arma decente.

A pesar de lo exiguo de sus fuerzas, el veterano redobló el paso. Si lograba alcanzar las rocas, le proporcionarían alguna defensa contra aquellos merodeadores aéreos. Los buitres solían ser carroñeros, pero aquella bandada parecía más agresiva y, de un modo que todavía no lograba definir, inquietante.

Las sombras volvieron a pasar sobre él, esta vez mucho más grandes, mucho más definidas. Las criaturas habían descendido para poder ver con más claridad.

Apenas sintió a tiempo que la forma alada se precipitaba sobre él desde atrás. Con instintos perfeccionados en el campo de batalla, Norrec se arrojó al suelo justo cuando unas garras tan grandes como sus manos arañaban la espada de su armadura y lograban rozar sus cabellos. El endurecido guerrero gruñó mientras rodaba sobre sí mismo para volverse y enfrentarse a los pájaros. Tenía que poder espantar a unos pocos buitres, en especial una vez que vieran que no iba a tenderse sin más y a morirse para ellos.

Pero aquellos no eran buitres… aunque ciertamente sus ancestros habían sido los carroñeros del desierto.

Casi tan altos como hombres y con las alas y las cabezas de las aves a las que se parecían, las cuatro grotescas criaturas planeaban sobre él, las garras de sus manos y sus casi humanos pies preparadas para arrancarle la cabeza de los hombros. Sus colas terminaban en látigos que restallaban en dirección a Norrec mientras éste trataba desesperadamente de retroceder. Los demoníacos pájaros dejaron escapar ásperos aullidos mientras trataban de rodear a su víctima, gritos que hicieron que el pulso de Norrec se acelerase.

Esperó a que la armadura hiciera algo, pero permaneció aletargada. Norrec lanzó una imprecación y se preparó para defenderse. Si tenía que morir allí, no lo haría como un cordero sólo porque hubiera llegado a depender tanto de la armadura. Durante casi toda su vida había servido en una u otra guerra. Esta batalla no suponía una gran diferencia.

Uno de los monstruosos buitres se puso a su alcance. Moviéndose con más velocidad de la que hubiera creído posible a aquellas alturas, Norrec lo sujetó por las patas y lo arrojó al suelo. A pesar de su tamaño, aquellos horrores del desierto eran asombrosamente ligeros, sin duda porque, al igual que les ocurría a sus ancestros, sus huesos estaban preparados para volar. Se aprovechó de esto, utilizando su propia y considerable masa para inmovilizar en el suelo a la criatura y, mientras ésta no dejaba de chillar, retorcerle la cabeza con todas sus fuerzas.

Los tres supervivientes renovaron su acoso con mayor ferocidad mientras se separaba del cuerpo lacio y se ponía en pie, pero ahora era un nuevo Norrec el que se les enfrentaba, uno que, por vez primera desde hacía muchos días, estaba luchando una batalla por sí mismo y estaba ganando. Mientras la segunda criatura caía sobre él, recogió un puñado de arena y se lo arrojó al horrible buitre a los ojos. El demoníaco pájaro trató de alcanzarlo a ciegas con la cola, dando al veterano soldado la oportunidad de sujetar sus mortales apéndices con las dos manos.

Chillando, la criatura trató de escapar al vuelo. Sin embargo, Norrec hizo girar al enorme pájaro una vez tras otra al mismo tiempo que lo utilizaba para mantener a raya a los otros dos. Las garras de su prisionero arañaban fútilmente los guanteletes de sus manos. La armadura de Bartuc protegía bien a su anfitrión.

La sangre de Norrec ardía. Sus atacantes representaban para él algo más que los peligros del desierto. En muchos aspectos, se habían convertido ahora en el objeto de toda su frustración y su furia. Había sufrido demasiados acontecimientos terribles, había soportado demasiados horrores y no había podido hacer nada sobre ellos ni una sola vez. La armadura del caudillo estaba saturada de poderosos encantamientos y ni uno solo de ellos lo obedecía. Si hubiera estado bajo sus órdenes, habría utilizado su hechicería para quemar a la bestia demoníaca a la que ahora tenía prisionero, la habría convertido a ella y a sus horripilantes compañeras en bolas de fuego.

De súbito, los guanteletes despidieron un resplandor rojizo.

Ansioso, Norrec los observó y luego se volvió hacia el buitre demonio. Sí, un infierno abrasador…

Sujetó a la furiosa ave por el cuello. El salvaje pico trató de desgarrarle el rostro, lo que no sirvió más que para aumentar su determinación de poner fin aquella batalla tan rápida y decisivamente como fuera posible.

Norrec fulminó al monstruo con la mirada.

¡Arde!

Con un chillido confuso, el horror alado estalló en llamas y pereció al instante.

Sin esperar un solo segundo, el guerrero arrojó la carcasa ardiente contra el más cercano de los superviviente, haciéndolo también arder. La última de las aves se volvió rápidamente y se alejó volando como si los mismos sabuesos del Infierno fueran tras ella. Norrec no le prestó la menor atención a su retirada y se volvió hacia la tercera para acabar con ella.

Con el plumaje consumido, trataba de emular a su camarada en su huida, pero había sufrido ya demasiado daño. Incapaz de elevarse siquiera un metro sobre el suelo, no podía escapar al vengativo guerrero. Norrec la tomó por un ala y dejó que el patético monstruo le arañara la armadura con las garras mientras él lo sujetaba por la cabeza.

Con una rápida sacudida, le partió el cuello.

A decir verdad, la batalla no había durado más que un minuto o dos, pero en aquel corto espacio de tiempo el veterano soldado había experimentado una transformación. Mientras dejaba caer el emplumado cadáver sobre la arena, Norrec sintió una excitación como jamás había conocido en ninguna de sus guerras. No sólo había triunfado estando en inferioridad numérica sino que, por una vez, la maldita armadura lo había obedecido. Norrec flexionó los dedos y, también por vez primera, admiró la hechura de los guanteletes. Quizá el encuentro con Drognan lo había cambiado todo; quizá ahora lo que quiera que había impulsado hasta entonces a la armadura había cedido por fin, incluso lo había aceptado como dueño y señor…

Quizá pudiese ponerla a prueba. Después de todo lo que le había visto hacer, seguramente la armadura podía realizar alguna tarea sencilla siguiendo sus órdenes.

—Muy bien —gruñó—. ¡Escúchame! ¡Necesito agua! ¡La necesito ahora mismo!

La mano izquierda le hormigueó, se movió ligeramente. Como si la armadura quisiera tomar el control… pero solicitara su permiso.

—Hazlo. ¡Te lo ordeno!

El guantelete señaló al suelo. Norrec se arrodilló, permitió que su dedo índice trazara un círculo en la arena. Entonces trazó un bucle alrededor de este círculo, con pequeñas cruces en cada giro.

Palabras de poder brotaron de sus labios, pero esta vez Norrec les dio la bienvenida.

De repente, todo el dibujo se cubrió de grietas y diminutos arcos de electricidad saltaron entre uno y otro extremo del diseño. Una diminuta fisura se abrió en el centro…

Agua clara y espumosa brotó a la superficie.

Norrec se inclinó ansioso y bebió hasta hartarse. El agua era fresca y sabía dulce, casi como vino. El sediento guerrero saboreó cada trago hasta que no pudo beber más.

Se dejó caer hacia atrás, tomó un poco de agua con la mano y se la arrojó sobre el rostro. La sedante humedad goteó por su barbilla, su cuello y se perdió en el interior de sus calientes ropas.

—Es suficiente —dijo al fin.

Su mano hizo un ademán sobre la minúscula fuente. Inmediatamente, la tierra cerró su herida y se interrumpió el flujo del agua. Lo que había quedado sobre la arena no tardó en desaparecer.

Una sensación de júbilo se apoderó de Norrec, haciendo que rompiera a reír. Por dos veces ya, la armadura lo había servido. Por dos veces ya, había sido el amo y no el esclavo.

Con ánimos renovados, reemprendió su marcha hacia la colina. Ahora ya no lo preocupaba si sobreviviría o no al desierto ¿A qué no podría sobrevivir, ahora que los encantamientos estaban a sus órdenes? Y asimismo, ¿qué no podría lograr? ¡Nadie había visto desde los días de Bartuc un poder como el que la armadura poseía! Con ella, Norrec podría convertirse en comandante en vez de en soldado, en líder en vez de en sicario…

¿En rey en vez de en plebeyo?

La imagen lo tentaba. El Rey Norrec, señor de todo cuanto veían sus ojos. Los caballeros se inclinarían ante él; las damas de la corte buscarían sus favores. La tierra sería suya. Poseería riquezas que sobrepasarían sus sueños…

—El Rey Norrec… —susurró. Una sonrisa volvió a iluminar su rostro, una sonrisa que no se parecía a ninguna otra que Norrec Vizharan hubiera esbozado en toda su vida. De hecho, aunque Norrec no podía saberlo, aquella sonrisa era casi idéntica a la de otro hombre que había vivido mucho, mucho tiempo antes que el antiguo mercenario.

Un hombre llamado Bartuc.