La tumba de Horazon… El Santuario Arcano…
Norrec Vaharan avanzaba con dificultades a través de una telaraña espesa y gris, abriéndose camino por un sinuoso y confuso laberinto de corredores.
Horazon…
A lo largo de los muros se alineaban las estatuas, cada una de ellas un rostro que le era conocido. Reconoció a Attis Zuun, el necio de su instructor. A Korbia, la inocente acolita a la que había sacrificado. A Merendi, el líder del concilio que había sido presa de sus bien tejidas palabras de admiración. A Jeslyn Kataro, el amigo al que habla traicionado. Enterrados tras las telarañas encontró a todos aquellos a los que había conocido en vida… salvo a uno.
A todos salvo a su hermano, Horazon.
—¿Dónde estás? —gritó Norrec —. ¿Dónde estás?
De pronto, se encontró en una cámara a oscuras, una vasta cripta que se abría frente a él. Esqueletos ataviados con las túnicas de los Vizjerei montaban guardia en una serie de alcobas situadas a derecha e izquierda de la estancia. El símbolo del clan, un dragón inclinado sobre una luna creciente, había sido grabado en el centro del gran sarcófago que descansaba delante mismo del intruso embutido en armadura.
—¡Horazon! —gritó Norrec —. ¡Horazon!
El nombre resonó como un eco por toda la cripta, como si quisiera burlarse de él. Enfurecido, caminó hasta el ataúd de piedra y extendió el brazo hacia la pesada tapa.
Al poner la mano sobre ella, se alzó un gemido de la boca de cada uno de los esqueletos que había a sus lados. Norrec estuvo a punto de retroceder, asustado, pero la furia y la determinación se impusieron a todas las demás emociones. Ignorando las advertencias de los muertos, el soldado arrastró la tapa del sarcófago y la dejó caer al suelo, donde se partió en un millar de pedazos.
En el interior del ataúd había una forma amortajada. Sintiendo al fin la victoria, alargó la mano para arrancarle le tela al rostro y ver por fin el rostro carcomido y marchito de su maldito hermano.
Una mano cubierta de carne putrefacta y voraces gusanos lo sujetó por la muñeca.
Se debatió, pero los dedos monstruosos no lo soltaron. Y lo que era peor, para horror de Norrec, el cadáver empezó a hundirse más y más en el ataúd, como si el fondo hubiese cedido de pronto y se hubiese abierto a un abismo sin fin. Por mucho que lo intentaba, Norrec no lograba impedir que lo arrastrara al interior del sarcófago, al pozo de negrura que había debajo.
Gritó mientras el mundo de los muertos se cerraba a su alrededor…
—Despierta.
Norrec se estremeció y alzó una de sus manos para alejar las pesadillas. Parpadeó y poco a poco fue dándose cuenta de que seguía sentado en la vieja silla del sancta sanctorum de Drognan. El sueño sobre la cripta de su hermano (no, del hermano de Bartuc) le había parecido muy real, terriblemente real.
—Has dormido. Has soñado —comentó el anciano Vizjerei.
—Sí… —sin embargo, a diferencia de lo que le ocurría con la mayoría de los sueños, el veterano recordaba éste con gran viveza. De hecho, no creía que fuera capaz de olvidarlo jamás—. Siento haberme quedado dormido…
—No es necesario que te disculpes. Después de todo soy yo, con la ayuda de un poco de vino, el que ha hecho que durmieras… y también que soñaras.
Una cólera súbita hizo que Norrec tratara de ponerse en pie de un salto… pero Drognan lo detuvo en seco con un mero ademán de advertencia.
—Vuelve a sentarte.
—¿Qué me has hecho? ¿Cuánto tiempo he estado dormido?
—Te hechicé poco después de que te sentaras. Por lo que se refiere al tiempo que has pasado dormido… casi un día. La noche ha caído y ha pasado —el hechicero se le aproximó, apoyándose en su bastón. Pero Norrec no interpretó el gesto como un signo de debilidad—. Y en cuanto a lo que he hecho, digamos tan solo que he dado el primer paso hacia nuestros mutuos objetivos, amigo mío —esbozó una sonrisa expectante—. Y ahora, dime, ¿qué viste en el sueño?
—¿Acaso no lo sabes?
—Yo te hice soñar; no decidí qué soñarías.
—¿Estás diciéndome que he sido yo el que ha creado esa pesadilla?
El anciano mago se acarició la plateada barba.
—Quizá yo tuviera alguna influencia en la elección del tema. Pero los resultados te pertenecen por completo. Y ahora dime lo que has soñado.
—¿Cuál es la razón?
El tono amistoso desapareció de la voz de Drognan.
—La razón es tu vida.
Consciente de que no tenía elección, Norrec cedió la fin y le contó al hechicero lo que éste deseaba saber. Con gran lujo de detalles le describió la escena, los acontecimientos e incluso los rostros y los nombres de las estatuas. Drognan asintió, bastante interesado en todo ello. Formuló algunas preguntas que sacaron a la luz detalles que Norrec había olvidado mencionar al principio. Nada parecía demasiado insignificante para el mago.
Y cuando llegó el momento de relatar los terroríficos acontecimientos que habían tenido lugar en la cripta, el Vizjerei prestó mucha atención. Drognan pereció disfrutar especialmente al hacer que Norrec describiera a los magos esqueléticos y la apertura del sarcófago. Incluso cuando se estremeció al recordar su descenso al abismo, el hechicero insistió en que continuara sin dejar que omitiera el detalle más insignificante.
—¡Qué fascinante! —estalló Drognan una vez que Norrec hubo terminado, ajeno por completo a la agonía que había obligado al veterano a revivir—. ¡Tan vivido! ¡Ha de ser verdad!
—¿Qué… ha de ser?
—¡Viste la tumba! ¡El verdadero Santuario Arcano! ¡Estoy seguro de ello!
Si esperaba que Norrec compartiera su deleite, el anciano mago se vio decepcionado. No sólo no creía el veterano soldado que lo que había visto fuera real… sino que, de serlo, no querría visitarlo. Después de haber estado en la guarida de Bartuc, la idea de entrar en la cripta de su odiado hermano daba escalofríos al de ordinario valeroso guerrero. No había sufrido más que miseria y terror desde que todo aquello había empezado; Norrec sólo deseaba ser libre de la armadura encantada.
Le dijo todo esto a Drognan, quien replicó:
—Tendrás la oportunidad, Vizharan… si estás dispuesto a enfrentarte a la pesadilla una vez más.
Por alguna razón, Norrec no sintió ninguna sorpresa al escuchar aquella respuesta en boca del hechicero. Tanto Bartuc como Drognan compartían la historia de una cultura enfocada mucho más en la ambición que en las consecuencias. El Imperio de Kehjistan se había fundado sobre aquel principio y los Vizjerei, su espina dorsal, habían recurrido a la invocación de demonios como medio de obtener poder sobre otros. Sólo al ver que los demonios se volvían contra ellos habían decidido abandonar esa senda… e incluso en estos tiempos abundaban las historias sobre Vizjerei corruptos que se habían vuelto hacia los poderes del Infierno por ambición.
Incluso Fauztin había, en algunas ocasiones, insinuado la voluntad de dar pasos más allá de lo que hubiera sido seguro para su dominio del arte. Sin embargo, a Norrec le gustaba pensar que su amigo no se habría sentido tan inclinado a obligar a alguien a sufrir tan terribles pesadillas, y no una sino dos veces, por su mero interés.
Mas, ¿qué otra elección tenía el soldado ahora? Sólo Drognan impedía que la armadura huyera con Norrec en busca de quién sabe qué nuevo destino monstruoso…
Su mirada recorrió la multitud de libros y pergaminos que el anciano Vizjerei había reunido a lo largo de los años. Norrec sospechaba que sólo representaban una parte del tesoro de conocimiento de Drognan. El hechicero no le había permitido salir de aquella estancia, pero seguramente le escondía algunos de sus tesoros. Si de veras alguien podía liberarlo, ése era el Vizjerei… pero sólo si Norrec se mostraba digno del esfuerzo.
Y de nuevo, ¿qué otra elección tenía?
—¡Está bien! Haz lo que debas… ¡y hazlo pronto! ¡Quiero poner fin a todo esto! —y sin embargo, aun mientras lo decía, Norrec sabía que nunca podría poner fin a los terribles remordimientos que sentía.
—Por supuesto. —Drognan le dio la espalda y sacó otro enorme volumen. Hojeó sus páginas durante algunos momentos, asintiendo para sí, y entonces cerró el libro—. Sí, esto debería de hacerlo.
—¿Hacer el qué?
Tras volver a guardar el libro, el mago respondió:
—A pesar de su mutua enemistad, Bartuc y Horazon están unidos para siempre, incluso en la muerte. El hecho de que esta armadura te haya conducido hasta aquí, hasta Lut Gholein, demuestra que ese lazo sigue siendo fuerte a pesar de todo el tiempo transcurrido —frunció el ceño—. Y tu lazo con la armadura es casi igual de grande. Un hecho inesperado, podría añadir, pero que despierta mi curiosidad. Quizá una vez que todo esto haya terminado, decida estudiarlo.
—Todavía no me has dicho lo que quieres hacer —le recordó el veterano, pues no quería que Drognan volviera a distraerse. Entendía vagamente lo que el hechicero había dicho sobre el lazo que unía a los hermanos y el modo en que la armadura estaba relacionada con eso, pero el resto no tenía el menor sentido para él y no deseaba dedicarle un solo momento de su tiempo. Su propia conexión con la armadura había empezado al entrar en la tumba de Bartuc, y terminaría cuando Drognan lo ayudara a separar el metal de su carne. Después de eso, el Vizjerei podría hacer lo que quisiera con la armadura… preferiblemente fundirla para hacer aperos de labranza o cualquier otra herramienta inofensiva.
—Esta vez voy a utilizar un hechizo que debería permitirnos dar con la localización física de la tumba. ¡Siempre he creído que podría encontrarse debajo de la ciudad! —la posibilidad hizo que los ojos de Drognan se encendieran—. Será necesario que regreses al sueño… pero esta vez lo harás estando despierto.
—¿Cómo podré soñar si estoy despierto?
El mago puso los ojos en blanco.
—¡Líbranos de los legos! Norrec Vizharan, soñarás estando despierto gracias a mi hechizo. Ten por seguro que no necesitas saber nada más.
Con gran renuencia, el cansado guerrero asintió.
—¡Muy bien, pues! ¡Acabemos con ello!
—Los preparativos sólo llevarán unos pocos momentos…
El anciano Vizjerei se acercó y utilizó la punta de su bastón para trazar un círculo alrededor de la silla. Al principio Norrec no vio nada interesante en ello, pero en el mismo momento en que Drognan completó el círculo, cobró vida de repente con un destello y empezó a brillar con una furiosa luz amarilla que no dejaba de palpitar. Una vez más, el guerrero hubiera saltado de su silla de no ser por la mirada de advertencia que le dirigió su anfitrión. En un intento por calmarse, Norrec se concentró en el objetivo final de todo aquello: su libertad. Seguramente podría afrontar cualquier cosa a la que Drognan quisiera someterlo con todo eso.
El hechicero murmuró algo y entonces alargó la mano izquierda para tocar la frente de Norrec. El soldado sintió una leve sacudida, pero nada más.
Con el dedo, Drognan empezó a trazar símbolos en el aire, símbolos que aparecían y desaparecían con un destello cada vez que terminaba uno. Norrec sólo alcanzaba a entreverlos, aunque al menos uno le recordó a las protecciones que había visto en la tumba de Bartuc. Eso hizo que sus recelos aumentaran, pero el momento de una posible retirada había pasado y sabía que no tenía más elección que afrontar lo que quiera que resultase del hechizo.
—Shazari… Shazari Tomei…
El cuerpo entero de Norrec se puso rígido, casi como si la armadura hubiera recuperado el control. Sin embargo, Norrec sabía que no podía ser así, dado que Drognan había demostrado hacía mucho que podía dominarla. No, había de ser otra parte del hechizo.
—¡Tomei! —gritó el mago de plateados cabellos al tiempo que levantaba el bastón mágico por encima de su cabeza. A pesar de sus muchos años parecía más terrible, más poderoso que cualquier hombre que Norrec hubiera visto jamás, aun en el campo de batalla. Un aura blanca y crepitante rodeó al Vizjerei, haciendo que su barba y sus cabellos ondearan como si estuvieran dotados de vida propia—. ¡Shazari Saruphi!
Norrec exhaló un grito sofocado mientras todo su cuerpo se estremecía violentamente. Una fuerza lo inmovilizó contra la silla. Repentinamente, el sancta sanctorum del mago se alejó de él a tal velocidad que el guerrero se mareó. Norrec se sentía como si flotara, aunque ni sus brazos ni sus piernas podían moverse.
Una neblina esmeralda se formó delante de él, una neblina con una forma vagamente circular. Lejos, muy lejos, Norrec escuchó que Drognan gritaba algo más, pero le pareció apagado e ininteligible, como si para el Vizjerei el paso del tiempo se hubiera frenado hasta arrastrarse y ni siquiera el sonido pudiera moverse más deprisa que un caracol.
La neblina se refino; ahora formaba un círculo perfecto. Acto seguido, la niebla esmeralda que había en el interior del círculo se disipó… y, mientras lo hacía, una imagen, un lugar, cobró forma en su interior.
La cripta.
Pero había algo en su apariencia que inquietó de inmediato a Norrec. Los detalles parecían alterados, incorrectos en muchos aspectos. Los esqueletos Vizjerei llevaban ahora armaduras elaboradas en vez de túnicas, y no parecían verdaderos muertos, sino más bien estatuas hábilmente talladas en piedra. Las enormes telarañas habían sido sustituidas por deshilachados tapices que mostraban criaturas mágicas tales como dragones, roes y otras. Incluso el símbolo del clan de los hermanos se había transformado y era ahora un gran pájaro que clavaba sus garras en el sol.
Norrec trató de decir algo, pero su voz no le obedecía. Sin embargo, escuchó una vez más las dolorosamente laboriosas palabras de Drognan. El mago parecía encontrarse más alejado que nunca.
De pronto, la imagen de la cripta retrocedió. Se apartó de Norrec a velocidad cada vez mayor. Aunque seguía sentado en la silla, el guerrero tuvo la impresión de que corría por los mohosos corredores que conducían a la tumba de Horazon. Una detrás de otra, las estatuas desfilaron a toda velocidad delante de su rostro y desaparecieron tan deprisa como la cripta lo había hecho. Aunque la mayoría de los rostros resultaban borrosos, reconoció a unos pocos. Mas no eran los del oscuro pasado del caudillo. En cambio, eran los rostros de la propia vida de Norrec: Sadun Tryst, Fauztin, el primer comandante de Norrec, algunas de las mujeres a las que había amado e incluso el capitán Casco. A algunos no los reconoció siquiera, incluyendo a una joven pálida, pero atractiva, cuyo cabello era del color de la noche y cuyos ojos resultaban encantadores, no sólo por su exótica curva sino por el sencillo hecho de que despedían resplandores plateados.
Pero incluso las estatuas acabaron por desaparecer de su vista. Ahora no vio más que tierra y roca, cayendo a su alrededor, como si estuviera siendo enterrado. Drognan gritó algo, pero, por lo que a Norrec se refería, lo mismo podía haber guardado silencio, porque no entendió sus palabras.
Por fin, la tierra y la roca dieron paso a una sustancia más fina: arena, se percató al cabo de un momento. Un destello de luz, quizá la luz del día, se extendió por los bordes de las imágenes.
¡Norrec!
El veterano sacudió la cabeza, seguro de haber imaginado que alguien había exclamado su nombre.
¡Norrec! ¡Vizharan!
Parecía la voz de Drognan, pero un Drognan como no había escuchado hasta entonces. El Vizjerei parecía ansioso, posiblemente incluso asustado.
¡Vizharan! ¡Combátela!
Algo en el interior de Norrec se agitó, un temor por su misma alma…
Su mano izquierda se alzó por propia voluntad.
—¡No! —gritó. Pero su propia voz parecía distante, desconectada de él.
Su otra mano se levantó también, seguida por todo su cuerpo.
Apenas había abandonado la silla cuando una fuerza física trató de detener su involuntario avance. Norrec vio la forma distorsionada de Drognan, empuñando el bastón con ambas manos, tratando de hacer retroceder al soldado, de apartarlo de la visión del Santuario Arcano. También vio cómo sus propias manos, envueltas en los guanteletes, aferraban la vara como si pretendieran arrancársela.
El bastón crepitaba despidiendo energía allí donde los dos hombres lo sujetaban, destellos de un amarillo brillante alrededor de las manos de Drognan, rayos de un escarlata sangriento donde los dedos de Norrec trataban de sujetarla. Norrec podía sentir cómo su propio cuerpo era recorrido por una magia poderosa…
¡Combátela, Vizharan!, escuchó gritar a Drognan desde alguna parte. Su boca no parecía moverse, pero la tensión que podía verse en su rostro no le andaba a la zaga a la de las palabras que escuchaba Norrec en su cabeza. ¡La armadura es más fuerte de lo que yo había creído! ¡Hemos sido engañados desde el principio!
No hacía falta que dijera nada más. Entendía perfectamente a qué se refería el mago. Evidentemente, la armadura encantada no había estado nunca bajo el control del Vizjerei; se había limitado a esperar el momento adecuado para actuar, a esperar a que Drognan descubriera para ella lo que durante tanto tiempo había anhelado.
La situación de la tumba de Horazon.
En algunas cosas, pues, había estado Drognan en lo cierto. Había dicho que Bartuc y su odiado hermano permanecerían enlazados para siempre. Ahora entendía Norrec por qué lo había arrastrado la armadura desde un lado del mundo hasta el otro. Algo la arrastraba hasta la eterna morada de Horazon, un impulso tan poderoso que ni siquiera la muerte había sido capaz de apaciguarlo.
La armadura contaba con una especie de mente propia; ciertamente había demostrado mucha más astucia que Norrec o cualquier otro que se hubiera cruzado en su camino hasta el momento. Lo más probable era que, mientras el Halcón de Fuego se aproximaba a Lut Gholein, hubiera sentido el hechizo de Drognan… y de algún modo hubiese sabido que podía utilizar al Vizjerei para llevar a cabo sus propios y siniestros planes.
Increíble, inaudito, improbable… pero casi con toda seguridad, cierto.
La energía crepitó entre los guanteletes de Norrec. Drognan profirió un grito y cayó hacia atrás, no muerto, pero evidentemente aturdido. Los guanteletes soltaron el bastón mágico y luego el derecho se extendió hacia la imagen que había frente a Norrec.
Sin embargo, mientras lo hacía la imagen empezó a cambiar, a alejarse, como si alguna otra fuerza tratase ahora de frustrar los malvados propósitos de la armadura. La imagen empezó a desvanecerse, a retorcerse…
Como si no fuera consciente de ello o no le importara, la armadura colocó el guantelete derecho en su mismo centro. Un aura escarlata apareció en torno a la mano.
—¡Shazari Giovox!
Mientras las palabras que no había querido pronunciar abandonaban sus labios, el cuerpo de Norrec perdió toda sustancia. Lanzó un grito, pero nada podía ya detener el proceso. Como si fuera una criatura formada de humo, su cuerpo se estiró, se contorsionó… y finalmente se vertió en la menguante visión.
No dejó de gritar hasta que el mágico círculo y él mismo hubieron desaparecido.
* * *
Aquel día habían perdido un hombre por causa de los gusanos de arena y otro por el propio calor del desierto, y sin embargo Galeona había advertido que, en todo caso, Augustus Malevolyn actuaba cada vez con mayor optimismo, como si tuviese ya en su poder la armadura de Bartuc y el poder y la gloria con los que soñaba. Esto preocupaba a la bruja, la preocupaba más de lo que hubiera creído posible. Tales demostraciones eran impropias del general. Si su ánimo había mejorado tanto, debía de haber una buena razón.
Galeona sospechaba que la razón tenía algo que ver con Xazak. Últimamente no había visto mucho al demonio y eso no podía significar nada bueno. De hecho, desde la pasada noche, cuando a todas luces Malevolyn había perdido el juicio y había salido solo a dar un paseo por el desierto, la mantis se había mostrado distante. Casi parecía que todo aquello por lo que habían trabajado juntos hubiese dejado de importar.
Xazak quiere la armadura, pensó. Pero no puede utilizar sus encantamientos por si mismo.
Sin embargo, si él no podía, seguramente una marioneta humana sí podría… y en ese aspecto Augustus representaba una buena oportunidad. La bruja ya sospechaba que Xazak había tratado de manipular a su amante. Ahora estaba segura de haber subestimado a la mantis.
Galeona tenia que recuperar su influencia sobre el general. Si no lo hacía, arriesgaba más que su posición: arriesgaba la cabeza.
Malevolyn había ordenado un descanso. Habían avanzado asombrosamente deprisa y en conjunto, habían sufrido escasas pérdidas a pesar de la severidad del terreno. Una jauría de saltarines —monstruosas bestias con aspecto semejante al de los reptiles, con escarpias a lo largo de la columna vertebral y que avanzaban dando saltos— habían estado hostigándolos durante algún tiempo, pero las tropas nunca habían permitido que las criaturas se aproximasen lo suficiente para utilizar sus largas garras y sus salvajes colmillos. Después de que los arqueros abatieran a una, las demás se habían quedado disputándose el cuerpo. Como la mayoría de las criaturas del desierto, solían preferir las presas fáciles, aunque fueran uno de los suyos, a tener que pelear con alguien que devolvía los golpes.
En todo caso, la arena había seguido siendo su gran enemiga, razón por la cual el general había decidido al fin ralentizar la marcha. De haber sido sólo por él, hubiera continuado adelante, aunque eso hubiera supuesto matar de fatiga a su montura y seguir caminando a partir de entonces.
—Casi puedo verla —señaló mientras ella se le acercaba trotando. Malevolyn había montado a su caballo y se había adelantado una corta distancia de la columna. Ahora descansaba sobre la silla, escudriñando la vaciedad que se desplegaba frente a él—. Casi puedo saborearla…
Galeona colocó su montura junto a la del general y extendió una mano para tocar la suya. El general Malevolyn, con el yelmo de Bartuc todavía en la cabeza, ni siquiera la miró, lo que no era buena señal.
—Y bien merecida —añadió ella, tratando de atraer su interés—. ¡Imagina el aspecto que tendrás cuando caigas sobre Lut Gholein con el yelmo escarlata del caudillo! ¡Pensarán que eres él mismo resucitado!
Se arrepintió de aquellas palabras casi de inmediato, al recordar que poco antes sus recuerdos y los del yelmo se habían confundido. No había sufrido otro ataque desde aquel último y siniestro acontecimiento, pero Galeona todavía lucía en el dedo la quemadura que se lo recordaba.
Afortunadamente, Augustus parecía conservar su propia mente por el momento. Al fin se volvió hacia Galeona, complacido en apariencia por lo que acababa de decir.
—Sí, esa será una imagen digna de verse… ¡la última que jamás contemplarán! Casi puedo imaginármela… los gritos de terror, las miradas de horror mientras se dan cuenta del destino que les espera y de la identidad de quien se lo administra.
Quizá ahora tuviera la oportunidad que había estado esperando.
—Sabes, amor mío, mientras todavía tenemos tiempo, puedo utilizar otro hechizo de búsqueda para ti. Con el yelmo, no sería…
—No —tan sencillo como eso. Malevolyn dejó de mirarla y añadió—. No. No será necesario.
No reparó en el escalofrío que recorrió el cuerpo de la hechicera. Con aquellas palabras, acababa de verificar sus más profundos temores. El general había mostrado una resolución diamantina a la hora de aprovechar cualquier oportunidad para encontrar el resto de la legendaria armadura de Bartuc. Cuando el yelmo había caído en sus manos en un acto que incluso ella hubiera llamado providencial, no había ahorrado esfuerzos para permitirle que utilizara el artefacto en la caza de la armadura. Incluso después de que hubieran descubierto que ese tal Norrec la llevaba ahora, había insistido en que ella siguiera utilizando el yelmo a intervalos regulares para seguir la pista al hombre en sus vagabundeos.
Ahora hablaba como si apenas le importase, como si su convencimiento de que era algo inevitable que la armadura acabara cayendo en sus manos se hubiera hecho tan intenso que ya no le hiciera falta la magia para vigilarla. No se comportaba como el Augustus al que ella había conocido exhaustivamente por dentro y por fuera, y Galeona creía que el cambio no se debía solamente a la influencia del yelmo. Sin duda el encantado artefacto había solidificado lo bastante el control que ejercía sobre él como para sobrevivir a unos pocos instantes de separación.
Y eso la llevaba de vuelta a Xazak.
—Como desees —contestó por último—. ¿Cuándo volveremos a ponernos en marcha, amor mío?
Él levantó la mirada hacia el sol.
—Un cuarto de hora. No más. Estaré dispuesto para enfrentarme a mi destino cuando llegue el momento.
Ella no le pidió que se explicara. Un cuarto de hora bastaría para lo que quería hacer.
—En ese caso te dejaré a solas con tus pensamientos, mi general.
El hecho de que él ni siquiera la despidiera con un mero ademán no la sorprendió en absoluto. Sí, definitivamente Xazak había actuado y lo más probable era que se hubiera mostrado directamente al comandante. Al hacerlo, el demonio había dado un primer paso que pretendía conducir no sólo a la ruptura de su pacto con la bruja, sino a su muerte.
—Ya veremos de quién es la cabeza que acaba clavada en una pica —murmuró. Privado de sombras en las que esconderse, Xazak tenía que permanecer alejado de la columna hasta la caída de la noche. Eso significaba que Galeona podía utilizar sus hechizos sin tener que preocuparse de que la traicionera mantis pudiera enterarse.
La hechicera encontró un lugar perfecto detrás de una duna, situada justo al final de la columna. No le temía a los gusanos de arena ni a otras alimañas semejantes, pues los hechizos de protección que había conjurado sobre sí misma antes de que la marcha diera comienzo seguían siendo fuertes. Le hubiera sido posible hacer lo mismo con el resto de la columna, pero eso le hubiera privado de la capacidad de utilizar más hechizos. No había visto razón alguna para mostrarse tan magnánima. Unos pocos soldados de menos no suponían una diferencia para ella…
Desmontó, sacó el pellejo de agua y se arrodilló sobre la caliente arena. Vertió varios tragos preciosos del fresco líquido sobre la tierra quebrada. Cuando estuvo satisfecha con la cantidad, Galeona cerró el pellejo y se puso rápidamente manos a la obra.
Sus finos y puntiagudos dedos moldearon la arena húmeda hasta darle la forma aproximada de un cuerpo humano del tamaño de una muñeca. Musitó las primeras frases de su hechizo, para enlazar su creación a su objetivo. La figura de arena adquirió un aspecto más masculino, mayor anchura de hombros y un torso dentado, como si estuviese embutida en una armadura.
Consciente de que la humedad no duraría mucho, Galeona extrajo rápidamente un diminuto frasco. Sin dejar de susurrar, la hechicera derramó unas pocas gotas de su contenido sobre el pecho del muñeco de arena. El frasco contenía un líquido que le era muy precioso: una pequeña cantidad de su sangre que había sacrificado y que preservaba para realizar determinados hechizos muy delicados.
Una representación de la armadura de Bartuc necesitaba sangre para estar completa y, lo que era más importante, para enlazar a Galeona con la figurita que acababa de crear. Y que a su vez, esperaba, le permitiera legar hasta Norrec y tocarlo, como lo había tocado en el barco. Estaba tan distante antes, cuando Xazak y ella habían invocado al soñador, que un hechizo como aquel hubiera requerido demasiados de sus fluidos vitales para tener éxito. La última vez, el soldado sacrificado en su tienda había servido en su lugar. Ahora, sin embargo, Galeona estaba segura de que tendría éxito… y sólo con un esfuerzo mínimo.
Trazó un círculo alrededor de la efigie y colocó las manos —con las palmas hacia abajo y los dedos extendidos— a derecha e izquierda de su creación. Se inclinó hasta casi tocar el suelo, la miró allí donde hubiera debido estar la cara y susurró los segmentos finales del hechizo, al tiempo que murmuraba intermitentemente el nombre del soldado:
—Norrec… Norrec…
A su alrededor, el mundo retrocedió. La visión de Galeona cambió, voló sobre el desierto como si la hechicera hubiera sido transformada en un águila que cortaba el aire con la velocidad del viento. Más rápida y más rápida voló, hasta que ni siquiera pudo ver el paisaje que había a sus pies.
Su hechizo había funcionado. Utilizando sus propios recuerdos del breve encuentro mantenido con el idiota, pudo reforzar más aún la magia, concentrándose en su rostro, en su cuerpo.
—Norrec… muéstrame… muéstrame dónde estás…
Su visión cambió de repente, se volvió completamente negra. El abrupto cambio cogió a Galeona tan desprevenida que estuvo a punto de interrumpir el hechizo. Sólo su rapidez de pensamiento le permitió mantener vivo el precioso lazo; si fallaba ahora no tendría tiempo de volver a intentarlo. Incluso esta ausencia de la columna podía despertar las sospechas de Augustus.
—Norrec… muéstramelo…
El rostro del hombre apareció frente a ella. Por un momento, la bruja se preguntó si habría perecido, pero entonces recordó que, para empezar, su encantamiento no hubiera funcionado de haber sido ese el caso. La efigie de arena requería un objetivo viviente.
Si no estaba muerto, ¿qué le había ocurrido entonces? Galeona escudriñó más adentro, más adentro, penetró en el marco en el que Norrec existía. Al hacerlo, perdió todo contacto con el mundo real salvo la más delicada hebra, pero al hacerlo tenía la posibilidad de ganar mucho más.
Y por fin, la hechicera vio dónde yacía su presa.
La visión la dejó tan aturdida que esta vez no pudo evitar que el lazo que la unía con él se perdiera. Apartó el rostro, retrocedió con tan asombrosa velocidad que sintió vértigo. Reapareció la oscuridad y luego Galeona se encontró regresando por el desierto, deshaciendo paso por paso su travesía por la arena.
Con un jadeo entrecortado, la exhausta bruja volvió a caer sobre la ardiente arena.
Ignoró la incomodidad, lo ignoró todo. La única cosa que le importaba era lo que acababa de descubrir.
—Sí… —susurró Galeona—. Ya te tengo, mi pequeño títere.