Como hacía cada noche, el general Augustus Malevolyn recorría el perímetro del campamento. También como cada noche, observaba con atención cada detalle concerniente a la preparación de sus hombres. La ineptitud suponía un severo castigo independientemente del rango del soldado.
Sin embargo, en esta noche concreta, el general había hecho algo diferente, un único cambio que pasó inadvertido para la mayoría de sus hombres. Aquella noche, Malevolyn hizo la ronda llevando todavía en la cabeza el yelmo escarlata de Bartuc.
El hecho de que desentonara con el resto de la armadura no le preocupaba en absoluto. De hecho, cada día que pasaba le rondaba más y más por la mente la posibilidad de dar con alguna manera de teñir su armadura de un color más parecido al del yelmo. Hasta el momento, sin embargo, Malevolyn no había encontrado más que un medio por el que conseguir el color exacto, un método que seguramente hubiese provocado entre sus soldados una insurrección a escala total.
Su mano tocó el yelmo de forma casi amorosa mientras se lo ajustaba. Malevolyn había advertido algo de inquietud en Galeona cuando antes se había negado a quitárselo, pero lo había atribuido sin más al miedo que sentía la mujer ante su creciente poder. De hecho, cuando tanto el yelmo como la armadura fuesen al fin suyos, el general ya no necesitaría las habilidades mágicas de la bruja… y aunque en sus habilidades más terrenas era una verdadera experta, Malevolyn sabía que siempre podría encontrar una mujer más complaciente y más sumisa para satisfacer sus otras necesidades.
Por supuesto, los asuntos de la carne podían esperar. Lut Gholein lo llamaba. No permitiría que le fuera arrebatada, como Viz-jun le había sido arrebatada.
Pero, ¿eres digno de ella? ¿Eres digno de la gloria, del legado de Bartuc?
Malevolyn se detuvo. Era la voz de su cabeza, la que le había formulado en una noche pasada las preguntas que él mismo temía hacerse en voz alta, la que había proclamado lo que él no se atrevía a proclamar.
¿Eres digno? ¿Lo demostrarás? ¿Tomarás tu destino?
Una débil luz proveniente de más allá del campamento atrajo su atención. Abrió la boca para llamar a los centinelas y entonces distinguió la figura sombría de uno de sus hombres, que se aproximaba a él desde aquella dirección con una antorcha agonizante en una mano. La tenue luz de las llamas mantuvo el semblante del hombre envuelto casi por completo en sombras incluso cuando se encontró apenas a una docena de metros del comandante.
—General Malevolyn —susurró el centinela al tiempo que lo saludaba—. Debéis venir a ver esto.
—¿Qué ocurre? ¿Has encontrado algo?
El centinela, no obstante, se había vuelto ya hacia la oscuridad.
—Será mejor que vengáis a verlo, general…
Frunciendo el ceño, Malevolyn siguió al soldado con una mano cerrada alrededor de la empuñadura de su espada. Sin duda el centinela sabía que por su bien era mejor que lo que iba a enseñarle a su comandante fuera importante. A Malevolyn no le gustaba que su rutina fuera perturbada.
Los dos avanzaron cierta distancia por el irregular paisaje siguiendo un camino sinuoso. Con el centinela en cabeza, atravesaron una duna y descendieron cautelosamente por el otro lado. Delante de ellos, el oscuro perfil de un afloramiento rocoso se cernía sobre la arenosa región. El general asumió que lo que quiera que el centinela hubiera visto se encontraría allí. Si no…
El centinela se detuvo. Malevolyn no sabía por qué el hombre se molestaba todavía en llevar la antorcha. La pálida y enfermiza llama no iluminaba el área y, si algún enemigo los esperaba allá delante, no serviría más que para alertarlo sobre su presencia. Se maldijo por no haberle ordenado que la apagara antes, pero entonces pensó que si el soldado no lo había hecho por sí mismo, es que lo que quería que viera su general no podía ser un enemigo.
Escupiendo arena de su boca, Augustus Malevolyn musitó:
—¿Y bien? ¿Qué es lo que has visto? ¿Está cerca de las rocas?
—Resulta difícil de explicar, mi general. Debéis verlo —el soldado embozado en sombras señaló al suelo a su derecha—. El piso es mejor aquí, mi general. Si me acompañáis…
Quizá el hombre había descubierto unas ruinas. Eso hubiera sido de interés para Malevolyn. La historia de los Vizjerei en Aranoch y sus alrededores se remontaba a la antigüedad. Si aquello resultaba ser uno de sus templos puede que contuviera algún secreto perdido del que pudiera aprovecharse.
El suelo situado bajo sus pies, el suelo por el que el centinela le había dicho que caminara, cedió por completo.
Malevolyn trastabilló primero y luego cayó hacia delante. Temiendo perder el yelmo, sacrificó una mano para mantenerlo en su lugar, con lo que toda oportunidad de impedir su caída se frustró. El general cayó de rodillas, con el rostro a escasos centímetros de la arena. Su brazo derecho, el que se había visto obligado a soportar todo su peso, palpitaba de dolor. Trató de ponerse derecho, pero al principio la tierra suelta lo hizo difícil.
Levantó la mirada en busca del idiota que lo había metido en ello.
—¡No te quedes ahí parado, desgraciado! Ayúdame…
El centinela se había evaporado y ni siquiera su antorcha estaba a la vista.
Malevolyn se puso en pie. Con gran cuidado, extendió el brazo hacia la espada… y descubrió que también ella había desaparecido.
¿Eres digno?, repitió la maldita voz en su cabeza.
De las arenas emergieron cuatro formas horribles y vagamente humanoides.
A pesar de la oscuridad, el general pudo distinguir los duros caparazones y las cabezas distorsionadas semejantes a las de escarabajos. Un par de brazos terminados en pinzas hipertrofiadas y afiladas completaban la apariencia de insectos sacados de alguna pesadilla, pero aquellos horrores medio humanos no eran producto de la imaginación de Malevolyn. Ya conocía a los gusanos de arena, los enormes artrópodos que cazaban sus presas en las arenas de Aranoch, y también había oído hablar de una de las pocas criaturas infernales que las cazaban a su vez… cuando no podían encontrar presas humanas.
Sin embargo, aunque se rumoreaba que la gran cantidad de escarabajos demonio había sido la causa de la desaparición de numerosas caravanas a lo largo de los últimos años, el comandante nunca había oído que tales criaturas acechasen en las proximidades de una fuerza tan numerosa como la suya. Aunque no era el mayor de los ejércitos —aún no—, los disciplinados guerreros de Malevolyn representaban un objetivo en absoluto tentador para criaturas como aquellas. Preferían víctimas más pequeñas, más débiles.
¿Como por ejemplo un soldado solitario atraído con ardides hasta ellas?
Descubriría cuál de sus oficiales lo había engañado cuando localizase al maldito centinela. Sin embargo, por el momento Malevolyn tenía cosas más importantes que considerar, como por ejemplo no convertirse en la siguiente comida de los escarabajos demonio.
¿Eres digno? repitió de nuevo la voz.
Como si hubiese sido de pronto empujado a actuar, uno de los grotescos escarabajos extendió los brazos hacia él, al mismo tiempo que chasqueaba las mandíbulas y las pinzas en anticipación de un sangrante premio. Aunque a despecho de su nombre río eran verdaderas criaturas del Infierno, los escarabajos demonio eran enemigos suficientemente monstruosos para un hombre ordinario.
Pero Augustus Malevolyn no se consideraba a sí mismo un hombre ordinario.
Mientras las salvajes pinzas se cerraban sobre él, el general reaccionó de forma instintiva y su mano se columpió hacia delante para desviar lo mejor posible el ataque. Pero entonces, para su sorpresa —y ciertamente para la de la criatura que tenía delante—, en aquella mano se materializó una hoja del más puro ébano rodeada por una ardiente aura escarlata que iluminó el área circundante más que cualquier antorcha. La hoja fue creciendo mientras trazaba un arco por el aire, pero su peso y su equilibrio siguieron siendo perfectos en todo momento.
El filo se hundió en el duro caparazón sin dificultad y cercenó por completo el apéndice, que cayó volando a un lado. El escarabajo demonio dejó escapar un chillido agudo y retrocedió mientras de su brazo arruinado brotaban fluidos.
El general Malevolyn no se detuvo, asombrado por el milagroso giro de los acontecimientos. Con facilidad de experto atravesó al segundo de sus atacantes con la milagrosa hoja. Antes incluso de que el monstruo hubiera caído, se volvió hacia el siguiente y lo obligó a retroceder con una acometida implacable.
Las dos criaturas restantes se unieron con la tercera y trataron de atacar al general desde direcciones diferentes. Malevolyn retrocedió un paso, varió su posición y despachó de inmediato aquella a la que le había cortado un brazo apenas un segundo antes. Mientras las otras dos caían sobre él, el veterano oficial se volvió, volteó la espada y decapitó a una de ellas.
Un líquido de olor repulsivo lo salpicó mientras lo hacía y lo cegó momentáneamente. El último de sus oponentes se aprovechó de ello, lo arrastró al suelo y trató de coartarle la cabeza atravesándole la garganta a mordiscos. Gruñendo como un animal, Malevolyn bloqueó el ataque con la armadura de su antebrazo, confiando en que la placa metálica protegería la carne y el hueso que había debajo el tiempo suficiente para que pudiera recuperarse.
Con una rodilla logró apartar un poco a su monstruoso atacante y alejó de sí las mandíbulas. Eso le dio el ángulo que necesitaba. Tras dar la vuelta a la espada en su otra mano, el general volvió la punta hacia la cabeza del escarabajo demonio y la hundió en la gruesa armadura natural de la bestia con todas las fuerzas que pudo reunir.
El horripilante insecto dejó escapar un breve y estridente chillido y cayó muerto sobre el general Malevolyn.
Con sólo una leve sensación de asco, el comandante apartó de sí el cuerpo y luego se puso en pie. Su inmaculada armadura goteaba los fluidos vitales de los escarabajos demonio, pero, aparte de eso, le habían hecho poco daño. Miró con ferocidad a las formas inmóviles y oscuras. Se sentía enfurecido, pero al mismo tiempo invadido por una oleada de intensa satisfacción por haber conseguido acabar por sí solo con cuatro de las infernales criaturas.
Augustus Malevolyn tocó su coraza, que estaba cubierta con los fluidos de los escarabajos demonio. Durante casi un minuto contempló el moco hediondo que empapaba su guantelete. Movido por un impulso, Malevolyn volvió a tocar la coraza, pero en vez de tratar de limpiar la armadura, empezó a extender los fluidos… lo mismo que había hecho Bartuc con la sangre de sus enemigos humanos.
—Así que… quizá sí seas digno.
Giró sobre sus talones y se encontró por fin con la figura envuelta en las sombras de la noche del centinela traidor. Sin embargo, el sentido común le decía ahora a Malevolyn que lo que había tomado por uno de sus propios hombres tenía que ser algo mucho más poderoso, por no mencionar mucho más siniestro…
—Ahora te conozco… —musitó. Entonces sus ojos se abrieron ligeramente mientras la verdad se abría camino—. O debería decir… ahora sé lo que eres… demonio…
La otra figura rió en silencio, como ningún hombre hubiera podido reír. Frente a los ojos asombrados del general Malevolyn, la forma del centinela se retorció, creció, se trocó por otra que no era nativa del plano mortal. Se erguía inmensa sobre el humano y donde antes había habido cuatro miembros se materializaron ahora seis. Los primeros parecían grandes guadañas terminadas en puntas de aguja, las de en medio eran manos esqueléticas con garras letales y las últimas, que le servían como patas, se doblaban de una manera que recordaba a la de los miembros inferiores del insecto al que más se parecía.
Una mantis. Una mantis venida del Infierno.
—Te saludo, general Augustus Malevolyn de la Marca de Poniente, guerrero, conquistador, emperador… y legítimo heredero del Caudillo de la Sangre —el horrible insecto realizó una grotesca reverencia, hundiendo las puntas de las guadañas en la arena—. Éste se congratula y te felicita por tu valía…
Malevolyn miró su mano, de la que había desaparecido el arma. La mágica hoja se había evaporado en el momento mismo en que no había sido ya necesitada, pero el general estaba seguro de que en el futuro podía volver a convocarla cuando fuera necesario.
—Tú eras la voz de mi cabeza —replicó por último el general—. Tú eras la voz que me tentaba…
El demonio inclinó la cabeza hacia un lado mientras sus brillantes y bulbosos ojos resplandecían una vez.
—Éste no tentó… solo alentó.
—¿Y si no hubiera superado esta pequeña prueba?
—Entonces éste habría sufrido una terrible decepción.
Las palabras de la criatura hicieron reír al general Malevolyn a pesar de las implicaciones que contenían.
—Entonces es una maldita suerte que no haya fallado —una mano se elevó para ajustar el yelmo mientras Malevolyn pensaba. Primero habían llegado las visiones, luego el incremento en sus poderes, hasta el momento limitados… y ahora esta espada mágica, y un demonio por añadidura. Sin duda había de ser como la mantis había proclamado; Augustus Malevolyn se había ganado el derecho a ostentar el nombre de Bartuc.
—Eres digno —zumbó el demonio—. Así lo dice éste… Xazak, así me llamo. ¡Pero una cosa sigue fuera de tu alcance! ¡Una cosa debes conseguir antes de convertirte en Bartuc!
El general Malevolyn comprendió.
—La armadura. ¡La armadura que lleva un necio campesino! ¡Bueno, se acerca a mí atravesando el mismo mar! Galeona dice que se dirige a Lut Gholein, razón por la que nos dirigimos hacia allí ahora —reflexionó un instante—. Quizá sería un buen momento para ver lo que puede descubrir. Puede que con tu ayuda…
—¡Es mejor que no le hables de mí a la hechicera, oh grande! —zumbó Xazak con algo que parecía ansiedad—. Las de su clase… no son siempre dignas de confianza. Es mejor no tratar con ellas en absoluto…
Malevolyn mesuró por un momento la afirmación del demonio. Xazak hablaba casi como si Galeona y él hubieran compartido algo, cosa que, vista con perspectiva, no lo hubiera sorprendido en absoluto. La bruja trataba con los poderes oscuros de forma casi constante. Pero lo que ahora le interesaba era que aquella criatura no quería que ella supiera lo que estaban discutiendo. ¿Un cambio de planes? ¿Una traición? Bueno, si ello servía a sus planes, tanto mejor.
Asintió.
—Muy bien. Hasta que yo decida lo que debe hacerse, la hechicera ignorará nuestra conversación.
—Éste aprecia tu comprensión…
—Por supuesto —el general no tenía más tiempo para preocuparse por la hechicera. Xazak había mencionado algo que le importaba mucho más—. Pero has hablado de la armadura. ¿Sabes algo de ella?
La funesta mantis volvió a inclinarse. Hasta con la luz de las estrellas podía ver el general las horribles venas que recorrían todo su cuerpo, venas que palpitaban sin pausa.
—Por ahora, ese necio la ha llevado a Lut Gholein… pero allí puede esconderla tras las murallas de la ciudad, lejos de las manos de su legítimo propietario…
—Ya lo había pensado —de hecho, el general Malevolyn lo había considerado largo y tendido durante el viaje, lo había considerado y su furia había ido en aumento, aunque no había permitido que nadie presenciara ninguna señal de esta furia. Una parte de él estaba segura de que podía capturar Lut Gholein y así hacer prisionero al plebeyo que llevaba la armadura, pero una parte más práctica tenía en cuenta también las pérdidas que podría suponer para su propio bando y las encontraba demasiado grandes. El fracaso todavía se escondía en los reinos de la posibilidad. A decir verdad, Malevolyn había pensado en mantener su ejército escondido de los ojos y el conocimiento del reino y esperar a que el extranjero se internara en el desierto por propia voluntad. Por desgracia, no podía confiar en que el idiota fuera a hacer exactamente lo que él deseaba.
Xazak se inclinó hacia él.
—Ese reino es fuerte, con muchos soldados versados en el arte de la guerra. Aquel que lleva la armadura se siente muy a salvo en él.
—Lo sé.
—Pero éste puede darte la llave para hacer tuya a Lut Gholein… una fuerza terrible… una fuerza que ningún ejército mortal podría derrotar.
Malevolyn apenas podía creer lo que acababa de escuchar.
—¿Estás sugiriendo…?
El demonio volvió de repente la mirada hacia el campamento como si hubiera escuchado algún ruido. Tras una pausa momentánea, Xazak devolvió rápidamente su atención al humano.
—Cuando sólo un día te separe de la ciudad, volveremos a hablar. Allí, deberás estar preparado para hacer esto…
El comandante escuchó mientras el demonio se explicaba. Al principio sintió repulsión por lo que la criatura estaba sugiriendo, pero entonces, mientras Xazak le revelaba por qué debía ser así, el propio Augustus Malevolyn comprendió la necesidad… y su excitación fue en aumento.
—¿Lo harás? —preguntó la mantis.
—Sí, sí, lo haré… y gustosamente.
—Entonces volveremos a hablar pronto. —Sin previo aviso, la forma de Xazak empezó a volverse indistinta y enseguida se tornó más sombra que sustancia—. ¡Hasta que llegue ese momento, te saludo de nuevo, general! ¡Éste honra al sucesor de Bartuc! ¡Éste honra al nuevo señor de los demonios! ¡Éste honra al nuevo Caudillo de la Sangre!
Con esas palabras, los últimos vestigios de Xazak se disolvieron en la noche.
El general Malevolyn empezó de inmediato el camino de regreso al campamento. Su mente, en la que resonaba todavía el eco de las palabras de la mantis, ya estaba volando a toda prisa. Aquella noche se había convertido en un punto de inflexión para él, un momento en que todos sus sueños se reunían al fin. La prueba del demonio y la manera en la que había logrado superarla palidecían ahora en comparación con lo que Xazak le ofrecía: la armadura y el medio que garantizaría que tanto ella como Lut Gholein caerían en sus manos con pocos problemas.
Señor de los demonios, había dicho la mantis.
* * *
Una noche más que soportar. Una noche más y el Escudo del Rey atracaría en Lut Gholein.
Una noche más y Kara estaría sola en tierra extraña, sola salvo por sus dos grotescos compañeros.
Había regresado con la cena poco antes y había comido bajo la mirada vigilante de los dos muertos vivientes. Fauztin había permanecido de pie en la esquina, con el aspecto de una estatua macabra, pero Sadun Tryst se le había acercado y ahora estaba sentado en un banco clavado a la pared más cercana a la cama. El enjuto necrófago intentaba incluso entablar conversación con ella en ocasiones, algo de lo que la nigromante hubiera preferido prescindir.
Sin embargo, un asunto la interesaba lo bastante como para forzarla a hablar con él durante algún tiempo, y el asunto concernía al siempre esquivo Norrec Vizharan. Kara había advertido algo extraño en el modo con que Tryst hablaba de su antiguo camarada. Sus palabras no parecían contener la menor malicia hacia su asesino. La mayoría de las veces, la obsequiaba con los relatos de las aventuras que habían pasado juntos. Tryst parecía incluso sentir ciertos remordimientos por el veterano soldado a pesar de los horribles crímenes que había cometido.
—Me salvó… la vida… tres veces y más… —concluyó el monstruo después de que ella lo hubiera engatusado una vez más para hablar de su amigo—. Nunca vi una guerra… tan mala como… ésa.
—¿Viajaste con él desde entonces? —según parecía, la guerra mencionada por Tryst había tenido lugar en los Reinos Occidentales unos nueve años atrás. Para hombres como aquellos, haber pasado tanto tiempo juntos demostraba alguna clase de lazo poderoso.
—Sí… salvo durante… la enfermedad de Norrec… nos dejó… durante tres meses… y se reunió después… con nosotros —la pútrida figura miró al Vizjerei—. ¿Te acuerdas… Fauztin?
El hechicero asintió con un leve movimiento de cabeza, como de costumbre. Kara había esperado que de alguna manera le prohibiera a Sadun seguir contando esas historias, pero también Fauztin parecía enredado en ellas. Saltaba a la vista que en vida ambos hombres habían respetado mucho a Norrec, y por lo que había escuchado hasta el momento, lo mismo le ocurría a la nigromante.
Y sin embargo, aquel mismo Norrec Vizharan había asesinado brutalmente a sus dos amigos y los muertos vivientes como aquellos no podían existir si no estaban alimentados por un sentido de justicia y venganza que estaba más allá de la comprensión humana. Hubieran debido albergarían solo sentimientos justicieros por el destrozo infligido a la carne del Vizjerei y por el destierro de su alma al inframundo. El que no fuera en absoluto asi le resultaba sumamente extraño. Sadun Tryst y Fauztin no actuaban en modo alguno como las leyendas aseguraban.
—¿Qué haréis cuando lo encontréis? —le había hecho aquella pregunta antes, pero no había recibido una respuesta clara.
—Haremos… lo que deba ser… hecho.
De nuevo, una respuesta que no la satisfacía. ¿Por qué ocultarle la verdad?
—Después de lo que os hizo, incluso vuestra pasada amistad debe de significar poco. ¿Cómo pudo Norrec cometer un crimen tan horrible?
—Hizo… lo que debía ser… hecho —con aquella respuesta no menos enigmática, la sonrisa de Tryst se ensanchó y mostró los dientes amarillentos y las encías que empezaban a carcomerse. Cada día que pasaba, a pesar de su búsqueda implacable, los cadáveres se volvían menos y menos humanos en su apariencia. Nunca se pudrirían por completo, pero el lazo que los unía con su pasada humanidad continuaría marchitándose—. Eres muy hermosa…
—¿Qué? —Kara Sombra Nocturna parpadeó; no estaba muy segura de haber oído bien.
—Muy hermosa… y fresca… viva —el necrófago alargó de súbito un brazo y tomó un mechón de su largo cabello azabache—. La vida es hermosa… ahora más que… nunca…
Ella reprimió un escalofrío. Sadun Tryst había dejado claros sus propósitos. Todavía recordaba demasiado bien los placeres de la vida. Uno de ellos, la comida, lo había ya decepcionado por completo. Ahora, oculto en aquel minúsculo camarote durante los últimos dos días en la constante compañía de una mujer viviente, parecía dispuesto a tratar de revivir un placer diferente… y Kara no sabía como iba a impedirle que lo hiciera.
Sin advertencia, Sadun Tryst se volvió bruscamente y lanzó una mirada fiera a su amigo. Aunque Kara no había percibido nada, era evidente que se había producido alguna clase de comunicación entre ellos, una comunicación que no había complacido en absoluto al enjuto y fuerte necrófago.
—Deja que conserve… al menos… la ilusión…
Fauztin no dijo nada y su única reacción fue parpadear una vez. No obstante, eso bastó para apaciguar en parte a su compañero.
—No la hubiera… tocado… mucho… —Tryst volvió a mirarla de arriba abajo antes de encontrarse con sus ojos—. Sólo…
Unos fuertes golpes en la puerta le hicieron refugiarse en la esquina más lejana. Kara no daba crédito a sus ojos cada vez que veía moverse a la criatura de aquella manera. Siempre había leído que la rapidez no era una de las virtudes de los muertos vivientes. En su lugar contaban con la persistencia, una persistencia impía.
Tras instalarse junto al Vizjerei, el antiguo soldado murmuró:
—Contesta.
Ella lo hizo, aunque sospechaba ya de quién podía tratarse. Sólo dos hombres se atrevían a llamar a su puerta. Uno de ellos era el capitán Jeronnan, con quien había hablado poco tiempo antes. El otro…
—¿Sí, señor Drayko? —preguntó la bruja tras entornar la puerta.
El hombre parecía incómodo.
—Mi dama Kara, sé que habéis solicitado una absoluta privacidad, pero… me preguntaba si os podríais reunir conmigo en la cubierta unos pocos minutos.
—Gracias, señor Drayko, pero como ya le dije antes al capitán, tengo muchas cosas que hacer antes de que desembarquemos —empezó a cerrar la puerta—. Gracias por el ofrecimiento…
—¿Ni siquiera para tomar un poco de aire fresco?
Algo en su tono la intrigó, pero la nigromante no tenía tiempo para pensar en ello. Tryst había dejado bien claro que no debía pasar más tiempo lejos del camarote del absolutamente necesario para recoger la comida. Los necrófagos querían que su marioneta humana permaneciera donde pudieran verla.
—Lo siento, no.
—Me lo temía —se volvió para marcharse… y entonces empujó con el hombro la puerta con tal fuerza que Kara salió despedida y cayó sobre la cama. El golpe no le hizo perder el conocimiento, pero se quedó allí un instante, completamente aturdida por sus acciones.
Drayko cayó de rodillas en el interior del cuarto. Levantó la mirada, vio a los cadáveres y palideció.
—¡Por el Caballero de las Profundidades!
Una daga se materializó de súbito en la mano de Tryst.
El marinero alargó la mano hacia su propio cuchillo, que escondía a su lado. Era evidente que lo había estado empuñando todo el tiempo y que había ocultado su presencia a Kara mientras mantenía con ella una conversación fatua. En todo momento había sospechado que algo andaba mal en el interior del camarote… aunque ni siquiera Drayko hubiera podido imaginar lo que acababa de presenciar.
Mientras Sadun Tryst levantaba el brazo, una segunda figura irrumpió en el diminuto camarote. Con la espada ceremonial presta, el capitán Hanos Jeronnan protegió a su oficial. A diferencia de Drayko, sólo pareció sorprendido a medias por las horrendas figuras que se encontraban a escasa distancia de él. De hecho, Jeronnan parecía casi complacido de ver a los dos seres.
—No dejaré que ocurra de nuevo… —murmuró—. A ésta no os la llevaréis…
Kara comprendió de inmediato las palabras del capitán. A sus ojos, los muertos vivientes representaban al invisible monstruo que no sólo le había arrebatado a su hija sino que la había convertido en una criatura vil que había tenido que destruir. Ahora pensaba cobrarse venganza sobre ellos.
Y con la espada de plata, tenía el potencial para hacerlo.
Tryst arrojó su daga, moviéndose de nuevo con una velocidad que no parecía corresponder a su cuerpo decrépito. La pequeña hoja se clavó en el brazo del arma de Jeronnan y éste retrocedió un paso, tambaleándose. Sin embargo, el marino no huyó. Mientras manaba sangre de su herida, con el arma del necrófago clavada todavía en la carne, el capitán Jeronnan acometió a su muerto adversario.
Con aquella sonrisa en los labios que parecía un gesto de mofa, Sadun Tryst alargó la mano hacia la hoja, con la evidente intención de sujetarla. Como alguien que estaba más allá de la muerte, ningún arma normal podía dañarlo.
El filo de la espada del capitán le cortó los dos dedos más pequeños.
Una agonía pura recorrió a Kara, un dolor tan intenso que se dobló sobre sí misma y estuvo a punto de desplomarse.
Con un siseo, Tryst apartó su mano mutilada. Fulminó a Jeronnan con la mirada y dijo a su compañero con voz raspante:
—Haz algo… mientras todavía tengo… la cabeza sobre… los hombros…
A pesar de tener los ojos inundados de lágrimas, la nigromante vio que Fauztin pestañeaba una vez.
—¡Cuidado! —logró gritar.
Una muro de fuerza emergió de la daga ceremonial de Kara y arrojó a Jeronnan y a Drayko contra la pared opuesta. Al mismo tiempo, el Vizjerei puso su otra mano sobre la pared que había a su espalda.
Una neblina azulada se extendió detrás de los monstruos, una neblina azulada que crecía rápidamente tanto en altura como en anchura.
Los dos marineros se pusieron trabajosamente en pie. El señor Drayko se lanzó hacia delante, pero Jeronnan lo obligó a retroceder.
—¡No! ¡La única arma que puede herirlos es ésta! Juro que voy a reducirlos a carnada para los peces… ¡Eso si los peces se comen algo tan putrefacto! ¡Ocúpate de la chica!
El oficial obedeció al instante y corrió hacia Kara.
—¿Podéis poneros en pie?
Con su ayuda, Kara descubrió que podía. Aunque el dolor no la abandonó, al menos remitió lo bastante para permitirle pensar… y darse cuenta de lo que había ocurrido.
Por medio de su daga, Fauztin había ligado su vida a la existencia de las criaturas. El tajo propinado por Jeronnan no había sido sentido por Sadun Tryst, a quien la muerte había alejado de tales debilidades hacía ya tiempo. Sin embargo, cada golpe que ellos recibieran sería sufrido, o eso parecía, por ella.
Y por eso, armado con una espada recubierta de plata, el capitán Jeronnan tenía la potestad no sólo de convertir a los muertos vivientes en la carnada que había mencionado, sino también de acabar con la vida de aquella a la que pretendía salvar.
Tenía que avisarlo.
—¡Drayko! ¡Jeronnan debe detenerse!
—¡Está bien, mi dama! ¡El capitán sabe lo que hace! ¡La hoja de plata puede acabar con criaturas como ésas! ¡En un espacio tan estrecho, acabará rápidamente con ellos antes de que ese otro tenga tiempo de utilizar otro hechizo! —Drayko arrugó la nariz—. ¡Dioses, qué peste hay aquí! Después de que empezarais a comportaros de forma tan extraña, el capitán Jeronnan recordó lo que os había ocurrido en Gea Kul y se convenció de que algo estaba ocurriendo. Me llamó a su camarote después de la cena y me dijo que lo acompañara y que estuviera preparado para el mismo Infierno… ¡aunque nunca hubiera creído lo cerca de la verdad que estaban sus palabras!
La nigromante hizo un nuevo intento.
—¡Escuchadme! Han utilizado un encantamiento sobre mí…
—¡Por lo que no podíais decir nada, sí! —empezó a arrastrarla hacia la puerta, donde se habían reunido varios de los hombres de Jeronnan. Algunos de ellos habían desenvainado las armas, pero ninguno se atrevía a entrar, mucho más asustados por los muertos vivientes que por la cólera del capitán o del segundo—. ¡Vamos! ¡Os sacaré de aquí!
—Pero eso no es lo que… —Kara se detuvo mientras, repentinamente, su cuerpo se liberaba de un tirón de los brazos del oficial.
Éste alargó la mano hacia su brazo.
—¡Por allí no! Será mejor que…
Para consternación de Kara, su mano se cerró… y entonces golpeó a su protector con todas sus fuerzas en el estómago.
Aunque no había sido un golpe demasiado fuerte, cogió a Drayko por completo desprevenido. El segundo de Jeronnan retrocedió, más confundido que lastimado.
Kara se volvió hacia los muertos vivientes… y vio que el siniestro Vizjerei le hacía señas para que se reuniera con ellos.
Sus miembros obedecieron a pesar de todos sus intentos por desafiar la llamada. Tras ellos, la neblina azul se había diseminado hasta cubrir la mayor parte de la pared. Descubiertos por los mortales, los muertos trataban de retirarse… pero con ellos, querían llevarse a su presa.
Kara trató de resistir, consciente de que no sólo no albergaba el menor deseo de acompañarlos, sino de que lo único que la esperaba al otro lado de la pared era el oscuro mar. Tryst y su compañero no necesitaban respirar, pero Kara sí.
Ven a mí, nigromante… escuchó de pronto en su cabeza. Los ojos de Fauztin miraron sin pestañear los suyos y ahogaron sus propios pensamientos.
Incapaz de seguir controlándose por más tiempo, Kara corrió hacia los muertos vivientes.
—¡No, chica! —el capitán Jeronnan la sujetó por el brazo, pero su herida le impidió apretar con fuerza. Ella se soltó y alargó el brazo para tomar la mano mutilada de Sadun Tryst.
—¡La… tengo! —dijo el sonriente cadáver con voz entrecortada.
Fauztin sujetó a su compañero por el hombro, dio un paso atrás… y se esfumó a través de la neblina azul, arrastrando a Tryst consigo.
Y a Kara con él.
—¡Sujétala! —exclamó el capitán. Drayko gritó algo, posiblemente su nombre, pero entonces ambos estaban ya demasiado lejos como para poder hacer nada.
La maga atravesó la neblina… y se hundió en el asfixiante abrazo del mar.