El Escudo del Rey se internó en la tormenta a última hora del quinto día desde su partida de Gea Kul. Kara había esperado que el mal tiempo terminara antes de que tuvieran que enfrentarlo, pero, a decir verdad, aquellos que gobernaban el navío sólo podían culparse a sí mismos por la nueva situación. El capitán Jeronnan mandaba una tripulación excelente que entendía a la perfección las idiosincrasias de la turbulenta mar. La nigromante dudaba que cualquier otro barco pudiera haber navegado con tanta velocidad como ése, cosa que, desgraciadamente, había garantizado que el Escudo del Rey alcanzara incluso a una tormenta que se movía tan deprisa como aquella.
El desventurado Kalkos había recibido un funeral marinero formal, al que Kara había contribuido con unas pocas palabras de encomio basadas en las tradiciones funerales de los suyos. A sus ojos, Kalkos sólo había trascendido a otro plano donde, en una nueva existencia, trabajaría junto a los que lo habían precedido para mantener el equilibrio de las cosas. Sin embargo, la pálida maga todavía sentía alguna culpa, algunas dudas, porque no había olvidado sus propios y profundos deseos de vivir cuando se había encontrado enterrada en el árbol. Hasta el momento, el único medio de Kara para reconciliarse con sus creencias generales había sido decidir que su muerte no sólo no habría reestablecido el equilibrio sino que habría supuesto el fin de la única persona que podía seguir el rastro a la desaparecida armadura. Y no podía permitirse que eso ocurriera.
Casi inmediatamente después de que penetrasen en las aguas azotadas por la tormenta, Kara Sombra Nocturna empezó a pasar gran parte de su tiempo vigilando el mar desde la proa. Jeronnan cuestionó la sabiduría de esta decisión, pero ella rehusó todos sus ruegos para que regresase a la seguridad de su camarote. Él pensaba que estaba buscando el Halcón de Fuego —cosa que era en parte cierta—, pero lo que de verdad la preocupaba a la nigromante era la posibilidad de que los demonios que había visto en los recuerdos de Kalkos pudiesen regresar, en especial el leviatán marino que había acabado de manera tan horrible con la mayoría de la tripulación del otro navío. Dado que no le había mencionado todavía su existencia al capitán, Kara sentía que era su deber montar guardia. También creía que, de todos ellos, era la que tenía más posibilidades de hacer algo que lo distrajera o asustara mientras el Escudo del Rey trataba de escapar.
Incluso en medio de la severa lluvia y la enloquecida mar, la tripulación de Jeronnan se mostraba resuelta y —en su presencia— bastante educada. Por un tiempo, Kara había temido que las historias que siempre había escuchado sobre los marineros significaran que tendría que dividir parte de su atención para cuidarse de ellos. No obstante, aunque era evidente que algunos de los hombres la admiraban —y eso a pesar de conocer ahora su verdadera dedicación—, no la molestaban. De hecho, sólo el señor Drayko había intentado algo que hubiera podido considerarse un acercamiento, y lo había hecho de manera tan formal y cautelosa que casi había sido como si uno de los suyos le hubiera hecho una petición. Ella había rechazado amable y discretamente su ofrecimiento, pero había encontrado su atención un poco perturbadora.
El capitán Jeronnan había solventado mucho tiempo atrás la cuestión de si tenía o no alguna intención con respecto a su pasajera. Cuando no trataba a Kara como si fuera una cliente aristócrata, se comportaba como si en algún momento la hubiese adoptado en su casa. De tanto en cuanto, el antiguo oficial mostraba hacia ella la misma preocupación que, según sospechaba Kara, hubiera demostrado por Terania. Ella se lo permitía, y no sólo porque eso lo mantenía de buen humor, sino porque la propia nigromante encontraba también en ello algún consuelo. Durante su infancia no le había faltado el amor paterno, pero una vez que la instrucción adulta daba comienzo, se esperaba de los fieles de Rathma que dejaran de lado tales emociones por el bien de su aprendizaje sobre el equilibrio del mundo. El equilibrio tenía que anteponerse a todo, incluso a la familia.
El Escudo del Rey saltó sobre una ola especialmente alta y se precipitó con estrépito sobre las aguas uno o dos segundos más tarde. Kara se agarró con fuerza a la borda al mismo tiempo que trataba de ver más allá de la niebla y la lluvia. Aunque el día había empezado a ceder paso a la noche, sus ojos, más acostumbrados a la oscuridad, le permitían ver mejor que a los experimentados marineros lo que había delante de ellos. A estas alturas seguro que habían llegado ya —e incluso dejado atrás— a las aguas en las que Kalkos y sus camaradas habían muerto, y eso significaba que en cualquier momento el navío podía sufrir un ataque por parte de fuerzas antinaturales.
—¡Señorita Kara! —exclamó Drayko desde detrás de ella—. ¡Está empeorando! ¡Deberíais bajar ya!
—Estoy bien —por mucho que no fuera de alta cuna, la maga no podía hacer que los hombres la llamaran por su nombre sin más. Eso era culpa de Jeronnan, quien había subrayado al presentársela a la tripulación que debían demostrarle el máximo respeto. Lo que valía para el capitán bien valía para la tripulación.
—¡Pero la tormenta…!
—Gracias por vuestra preocupación, señor Drayko.
Él sabía ya que no servía de nada discutir con ella.
—¡Pero tened cuidado, señorita!
Mientras luchaba por regresar, Kara decidió que la consideración que Jeronnan y sus hombres le habían demostrado podría perjudicarla en Lut Gholein. Allí, lo sabía, afrontaría prejuicios mucho más habituales hacia los de su clase. Los nigromantes trataban con la muerte y a la mayoría de la gente no le gustaba que le recordaran su mortalidad ni el hecho de que después de la muerte sus espíritus podrían todavía ser manipulados por alguien como ella.
A pesar de la negativa ofrecida a Drayko, la nigromante no tardó en decidir que no podía quedarse en la proa mucho tiempo más. La proximidad de la noche, junto con el terrible tiempo, reducían la visibilidad con cada segundo que pasaba. Se acercaba rápidamente el momento en que ni siquiera ella sería ya de ninguna ayuda. Sin embargo, seguía resuelta a permanecer en su puesto tanto como fuera humanamente posible.
Las olas se alzaban y caían, y su continuo movimiento resultaba en alguna medida una visión monótona a pesar del espectáculo de un poder tan desnudo en acción. Una o dos veces había creído divisar alguna criatura marina y, mucho antes, un pedazo de madera podrida había interrumpido momentáneamente el ciclo del oleaje, pero aparte de eso, los esfuerzos de Kara resultaron poco fructíferos. Por supuesto, eso significaba que no había rastro de los demonios, algo por lo que la nigromante podía sentirse agradecida.
Se limpió la lluvia y la espuma de los ojos y volvió la mirada una última vez hacia el costado de babor del Escudo del Rey. Más olas, más espuma, más…
¿Un brazo?
Tras cambiar de posición, Kara escudriñó las negras aguas con todos los sentidos alerta.
¡Allí! El brazo y la parte superior del cuerpo de un hombre. No podía distinguir detalles, pero podía jurar que había visto cómo se movía el empapado miembro por sí solo.
Kara no tenía ningún hechizo rápido para una situación como aquella, así que se volvió hacia la cubierta… y hacia la menguante figura del segundo de Jeronnan.
—¡Señor Drayko! ¡Hombre al agua!
Por fortuna, él la oyó de inmediato. Tras llamar a otros tres hombres, Drayko corrió hasta donde se encontraba la nigromante.
—¡Decidme dónde!
—¡Mirad! ¿Podéis verlo?
El segundo estudió las enfurecidas aguas y luego asintió sombríamente.
—Una cabeza y un brazo… ¡Y creo que se mueven!
Drayko gritó al timonel que hiciera virar el barco hacia allí y luego, en un tono mucho más bajo, le dijo a ella:
—Es poco probable que podamos salvarlo a estas alturas, pero lo intentaremos.
Ella no se molestó en replicar, mucho más consciente que él de las probabilidades. Si la naturaleza del equilibrio dictaba la supervivencia del hombre, éste sería rescatado. Si no, al igual que Kalkos, su espíritu marcharía al próximo plano de existencia para desempeñar allí otro papel para el equilibrio, tal como enseñaban las lecciones de Rathma.
Por supuesto, ese mismo equilibrio dictaba que si quedaba alguna esperanza de vida, aquellos que podían salvarlo debían intentarlo. Rathma enseñaba pragmatismo, no frialdad de corazón.
La tormenta dificultaba su avance, pero a pesar de ello el Escudo del Rey logró llegar junto al cuerpo, que todavía se debatía débilmente. Por desgracia, la llegada de la noche volvía la tarea más y más difícil mientras la forma se desvanecía y reaparecía con cada nueva ola.
A estas alturas, el capitán Jeronnan se había unido a su tripulación y había tomado el mando de la situación. Para sorpresa de Kara, ordenó que dos de los marineros trajeran sus arcos, marineros que, según le informó Drayko, eran excepcionalmente diestros con estas armas.
—¿Significa eso que van a acabar con los sufrimientos del hombre? —preguntó ella, sorprendida por esta faceta del capitán. Kara hubiera esperado que al menos tratase de salvar al desgraciado náufrago.
—Vos observad, señorita.
Kara entornó la mirada con tardía comprensión mientras los arqueros ataban rápidamente sendas cuerdas a los astiles de sus flechas. En lugar de arrojar sin más las cuerdas al agua, pretendían utilizar las flechas para acercárselas con más seguridad al hombre. A pesar de la tormenta, serían más precisos usando los arcos que recurriendo tan solo a las manos. Seguía siendo un intento arriesgado, pero tenía más posibilidades de éxito.
—¡Deprisa, maldita sea! —bramó Jeronnan.
Los dos hombres dispararon sus flechas. Una de ellas se elevó vertiginosamente y pasó por encima de su objetivo, pero la segunda cayó a escasa distancia del cuerpo.
—¡Sujetaos a ella! —le gritó Drayko—. ¡Sujetaos a ella!
La figura no hizo ningún movimiento hacia la cuerda. Corriendo un terrible riesgo, la nigromante se inclinó sobre la borda, en un intento por acercársela. Quizá si conseguían que lo tocase, reaccionaría. Kara sabía que los ancianos podían mover los objetos con sólo pensar en ellos, pero, como ocurría con tantas otras cosas, sus estudios no hablan progresado hasta ese punto. Sólo podía esperar que su desesperación, combinada con las habilidades que había aprendido ya, pudieran bastar en aquel momento terrible.
Fuera por sus desesperados pensamientos o sólo por los caprichos del mar, la cuerda se acercó hasta pocos centímetros del brazo del hombre.
—¡Sujetaos a ella! —lo alentó el capitán.
De improviso, el cuerpo dio una sacudida. Una ola pasó sobre él y, durante unos segundos crispantes, la impotente figura desapareció. Kara fue la primera en volver a verla; se encontraba ahora a unos metros de la cuerda.
—¡Maldición! —Drayko dio un puñetazo sobre la barandilla—. O está muerto o…
El cuerpo flotante volvió a agitarse y estuvo a punto de desaparecer bajo las aguas…
El primer oficial soltó una imprecación.
—¡Eso no ha sido cosa de las olas!
Con creciente miedo, Kara y la tripulación observaron mientras el cuerpo se agitaba dos veces más y luego volvía a desaparecer bajo las aguas.
Esta vez no reapareció.
—Los tiburones han acabado con él —murmuró por fin uno de los marineros.
El capitán Jeronnan asintió.
—Subid las cuerdas a bordo, muchachos. Habéis hecho lo que habéis podido. De todos modos, lo más probable es que ya estuviera muerto y tenemos otras cosas de que preocuparnos, ¿eh?
Desalentada por la futilidad de sus esfuerzos, la tripulación reanudó sus tareas. El señor Drayko se demoró un instante en compañía de Kara, que todavía buscaba al marinero desaparecido entre las olas.
—El mar reclama lo que es suyo —susurró el segundo—. Nosotros tratamos de aprender a vivir con eso.
—Nosotros lo vemos como parte de un equilibrio universal —replicó ella—, pero la pérdida de una vida que podría haber sido salvada es algo que debe ser lamentado a pesar de todo.
—Será mejor que os marchéis de aquí, señorita.
Kara tocó por un breve instante su mano y contestó:
—Gracias por vuestra preocupación, pero desearía quedarme un momento. Estaré bien.
De mala gana, él volvió a dejarla sola. Cuando se hubo marchado, la nigromante metió la mano dentro de su capa y soltó un pequeño icono rojo con la forma de un terrorífico dragón de ojos ardientes y dientes salvajes que llevaba alrededor del cuello. Los seguidores de Rathma creían que el mundo descansaba sobre la espalda del gran dragón, Trag’Oul, quien actuaba como piedra angular y como tal contribuía a mantener el equilibrio celestial. Todos los nigromantes ofrecían sus respetos al furioso leviatán.
En voz baja, Kara rezó para que Trag’Oul se encargara de conducir al desconocido hasta el siguiente plano de la existencia. Había entonado la misma plegaria por el marinero Kalkos aunque ninguno de los tripulantes del Escudo del Rey lo había advertido. Los legos no comprendían el lugar que ocupaba Trag’Oul en el mundo.
Satisfecha, pues no había nada más que ella pudiera hacer, la delicada mujer de ojos plateados regresó a su camarote bajo la cubierta. A pesar de la dedicación con que había realizado su tarea, Kara entró en la habitación con enorme alivio. Permanecer allí buscando demonios y luego asistir al fallido intento de rescate le había arrebatado gran parte de sus fuerzas. Durante su voluntaria vigilancia apenas había hecho pequeños descansos para comer y, de hecho, había permanecido en pie más tiempo que cualquiera de los hombres de la tripulación. Ahora, lo único que Kara quería hacer era dormir, y luego dormir un poco más.
El camarote que Hanos Jeronnan le había ofrecido había estado originalmente destinado a su hija, así que la más austera Kara había tenido que habérselas con adornos femeninos y almohadones demasiado blandos. A diferencia de los de los tripulantes, contaba también con una cama de verdad, bien clavada al suelo para evitar que se deslizara por la habitación. Para garantizar aún más su seguridad mientras dormía, la cama tenía a cada lado pequeñas barandillas acolchadas que impedían que en el transcurso de una tormenta, su ocupante pudiera rodar hasta caer sobre el duro suelo de madera. Kara ya había dado gracias en más de una ocasión por aquellas barandillas y ahora las apreciaba especialmente, tan fatigada se sentía.
Tras quitarse la empapada capa y arrojarla lejos de sí, tomó asiento en el extremo de la cama y trató de ordenar sus pensamientos. A pesar de la capa, el resto de sus ropas se habían empapado del todo, desde la blusa negra hasta los pantalones de cuero y las botas. La humedad de la blusa hacía que se le pegara al cuerpo y la helara aún más. Jeronnan había mostrado gran consternación al descubrir que la nigromante no había traído consigo más ropa y había insistido antes de que el viaje diera comienzo en conseguirle al menos otro traje. Kara sólo había accedido después de que él le asegurara que se parecería a su propia túnica negra tanto como fuera posible. Las enseñanzas de Rathma no incluían intereses en las modas; la nigromante sólo quería ropa funcional y duradera.
Agradecida ahora de haber cedido al menos en eso, Kara se cambió rápidamente y colgó la ropa mojada para que se secase. Había realizado exactamente el mismo ritual cada noche desde que comenzara el viaje, haciendo cuanto estaba en su mano para mantener todo limpio. El que uno tratase con la sangre y la muerte no significaba que la limpieza dejara de importarle.
Por una vez, la joven dio la bienvenida a la suavidad de la cama. El capitán hubiera estado consternado si hubiera descubierto que dormía completamente vestida, pero en un viaje de aquellas características Kara no podía correr riesgos. Si los demonios que había visto en los recuerdos de Kalkos se materializaban, tenía que estar preparada para enfrentarse a ellos inmediatamente. Su única concesión a la comodidad concernía a las botas que, por respeto a Jeronnan y a su hija, dejaba al pie de la cama.
Una vez apagada la lámpara, Kara se metió en la cama. El brusco oleaje contribuyó de hecho a sumirla en un sueño profundo al mecerla de un lado a otro, como si se encontrara en una cuna. Los problemas del mundo empezaron a remitir…
…hasta que una tenue luz azul se filtró entre sus párpados y la sacó de su sopor.
Al principio pensó que se trataba de la fantasía de algún sueño extraviado, pero entonces la comprensión gradual de que percibía a través de sus párpados cerrados a pesar de estar despierta puso todos sus nervios en alerta. La oscura maga se puso tensa y luego rodó sobre la cama y se incorporó de rodillas con las manos apuntadas hacia la fuente de la irreal iluminación.
Situada en un camarote bajo el nivel de las aguas, Kara pensó al principio que el mar había penetrado al fin en el casco. Sin embargo, mientras los últimos vestigios de sueño abandonaban su mente, vio en vez de aquello algo mucho más perturbador. La luz azul de sus sueños no sólo existía sino que cubría una importante porción de un lado del camarote. Tenía un aspecto brumoso, casi como si la pared se hubiese convertido en niebla, y palpitaba continuamente. Kara sintió un hormigueo por todo el cuerpo…
No una sino dos figuras empapadas de agua atravesaron la mágica niebla.
Abrió la boca, si para conjurar un hechizo o gritar pidiendo ayuda, ni siquiera ella misma podría haberlo dicho con seguridad. Sea como fuere su voz —y, de hecho, todo su cuerpo— no la obedeció. La nigromante no comprendió el porqué hasta que una de las sombrías figuras levantó una familiar daga de marfil, una daga que despedía llamas de un inquietante color azul cada vez que ella pensaba siquiera en hacer algo.
La mojada y del todo muerta figura del hechicero Vizjerei Fauztin —la herida de cuya garganta había sido tapada sólo en parte por el cuello de su capa— la observó con aire siniestro y con una mirada que no parpadeaba y que era una silenciosa advertencia sobre la necedad de cualquier desafío.
A su lado, su sonriente compañero se sacudió de encima parte del agua del mar. Tras de ellos, la luz azul se extinguió y con ella se cerró el mágico portal por el que los dos muertos vivientes habían llegado.
El más pequeño de los dos zombis dio un paso hacia ella y realizó una parodia de reverencia. Mientras lo hacía, Kara se dio cuenta de que había sido su cuerpo el que la tripulación y ella habían avistado; él había sido el impotente marinero arrastrado por las aguas. Fauztin y su amigo los habían engañado para preparar esta visita monstruosa.
La sonrisa del necrófago se ensanchó y unos dientes amarillos y unas encías carcomidas se unieron a la imagen inicial de la piel descascan liada y la carne húmeda y putrefacta que había debajo.
—Nos… alegramos mucho… de volver… a verte… nigromante.
* * *
Si la tormenta no se calmó cuando por fin el Halcón de Fuego llegó a Lut Gholein, al menos su furia amainó hasta convertirse en algo casi tolerable. Norrec Vizharan dio gracias por ello, al igual que daba gracias porque la llegada del barco se hubiera producido justo antes de la salida del sol, cuando la mayor parte de la ciudad dormía y, por consiguiente, no repararía en las siniestras particularidades del tenebroso navío.
En el mismo momento en que el Halcón de Fuego tocó puerto, el hechizo conjurado por la armadura terminó, dejando solos al capitán Casco y a Norrec para terminar las cosas lo mejor que pudieran. El barco atrajo las miradas de los pocos que merodeaban por el puerto, pero, por ventura, parecía que nadie reparó en unos cabos que se ajustaban a sí mismos y unas velas que se largaban sin ayuda física.
Cuando por fin la pasarela hubo sido bajada, Casco dejó claro con su expresión, si no con sus palabras, que había llegado el momento de que su pasajero desembarcara… y con suerte, para no regresar nunca. Norrec alargó una mano en un intento por hacer algo parecido a las paces con el esquelético marino, pero Casco se volvió hacia la cubierta con su único ojo y luego devolvió la misma mirada, sin pestañear, al soldado. Tras algunos segundos incómodos, Norrec bajó la mano y cruzó rápidamente la pasarela.
Sin embargo, cuando se encontraba a pocos metros del Halcón de Fuego, no pudo evitar mirar atrás una última vez y vio que el capitán seguía observándolo con atención. Durante unos pocos segundos, los dos se observaron mutuamente y entonces Casco levantó con lentitud una mano en dirección a Norrec.
El veterano guerrero saludó con la cabeza en respuesta. Satisfecho en apariencia por aquel insignificante intercambio, el capitán bajó la mano y se volvió, con el propósito aparente de inspeccionar su muy dañada embarcación.
Norrec había dado apenas un paso cuando alguien lo llamó desde otra dirección.
—El Halcón de Fuego vuelve a engañar al destino —señaló desde la cubierta de otro barco un capitán entrado en años, con ojos almendrados, un blanco mechón por barba y ajados rasgos. A pesar de lo temprano de la hora y del mal tiempo, saludó a Norrec con una sonrisa amistosa—. ¡Pero se diría que esta vez por poco! Ha navegado con la tormenta, ¿no es así?
El soldado se limitó a asentir.
—Atended a lo que os digo, ¡habéis sido afortunado! ¡No todos los que se han embarcado en él han terminado el viaje! Trae mala suerte, especialmente a su capitán.
Más que nunca, pensó Norrec, aunque no se atrevió a decírselo al otro capitán. Volvió a asentir y trató de proseguir su camino, pero el veterano marinero volvió a llamar su atención.
—¡Aquí, oíd! ¡Después de un viaje como ése, seguro que necesitáis una taberna! ¡La mejor de todas es La Casa de Atma! La buena señora la dirige en persona ahora que su marido no está. ¡Decidle que el capitán Meshif ha dicho que os trate bien!
—Gracias —contestó Norrec con un murmullo, confiando en que esa respuesta bastase para satisfacer al dicharachero caballero. Quería estar lejos del puerto tan pronto como fuera posible. No sólo temía que alguien pudiese advertir aún que algo andaba mal en la llegada del Halcón de Fuego, sino que pudiese relacionarle con ello.
Embozado en su capa, el exhausto veterano se puso en marcha. Al cabo de varios minutos dejó atrás por fin los barcos y los almacenes y entró en la verdadera y afamada Lut Gholein. A lo largo de los años había escuchado numerosos relatos sobre la ciudad, pero nunca hasta entonces la había visitado. Sadun Tryst había dicho de ella que todo lo que un hombre pudiera comprar se encontraría allí… y en grandes cantidades. Arribaban a ella barcos provenientes de todas partes del mundo, cargados con mercancías legales y otras que no lo eran. Lut Gholein representaba el más abierto de los mercados, aunque quienes la gobernaban se aseguraban de que el orden fuera mantenido constantemente en sus calles.
La ciudad entera no dormía nunca; según decía Sadun, uno sólo tenía que buscar el tiempo suficiente para encontrar un lugar dispuesto a permitir que quienes buscasen entretenimiento exótico gastasen su dinero a cualquier hora del día. Por supuesto, quienes no se limitaban en su búsqueda de diversiones a lo que la ciudad ofrecía abiertamente se arriesgaban a ser descubiertos por el vigilante ojo de la Guardia, que servía con gran fervor la causa del sultán. El propio Tryst le había contado algunas historias bastante horripilantes sobre los calabozos de Lut Gholein…
A pesar de todo cuanto le había ocurrido desde que entrara en la tumba, el interés de Norrec despertó casi de inmediato mientras caminaba por las calles de la ciudad. A su alrededor, por todas partes, se alzaban hasta gran altura edificios de mortero y piedra alegremente decorados, coronados todos ellos por los estandartes del sultán. A lo largo de unas calles pavimentadas y asombrosamente limpias, empezaban a emerger los primeros carromatos del día. Como si brotasen de las mismas sombras, figuras que se movían rápidamente con túnicas sueltas empezaban a abrir sus tiendas y puertas en preparación de los nuevos negocios. Algunos de los carromatos, cargados de mercancías nuevas para los vendedores, se detenían frente a aquellas tiendas.
La tormenta había amainado ahora hasta quedar reducida a unas pocas nubes oscuras y retumbantes y, conforme seguía menguando, el humor de Norrec se iluminó más y más. Hasta el momento, la armadura no había demandado nada más de él. Quizá pudiese, al menos por algún tiempo, buscar su propio camino. Seguramente, en un lugar tan vasto como Lut Gholein tenía que haber hechiceros de reputación, hechiceros que podrían ayudarlo a librarse de su maldición. Con el pretexto de admirar las vistas —algo fácil de hacer—, Norrec permanecería ojo avizor por si podía encontrar alguna ayuda.
A poco de amanecer, las calles estaban llenas de gente de toda clase, tamaño y raza. Viajeros venidos dé lugares tan lejanos como Ensteig y Khanduras caminaban entre los visitantes nativos de Kehjistan y otros países, ataviados de negro. De hecho, parecía haber más extranjeros que lugareños. La variedad de la multitud trabajaba a favor de Norrec y le permitía pasar inadvertido sin levantar demasiadas sospechas. Ni siquiera la armadura lo señalaba abiertamente, porque por todas partes podían verse guerreros ataviados de manera semejante. Saltaba a la vista que algunos de ellos no habían desembarcado hacía mucho tiempo mientras que otros, especialmente quienes cubrían sus yelmos con turbantes y vestían elegantes capas plateadas sobre las corazas color gris-azulado, servían a los señores de este asombroso reino.
Por todas partes se mantenía la consistencia de la arquitectura, con edificios cuyos pisos inferiores tenían una forma suave y rectangular mientras las superiores tendían a menudo a adoptar la forma de pequeñas torres que semejaban minaretes. Un diseño peculiar, especialmente para alguien que había nacido y se había criado entre los elevados castillos con torreones de la nobleza y las casas bajas con tejado de paja de los campesinos, y al mismo tiempo un diseño que lograba que Norrec se maravillase una vez tras otra. Tampoco había dos edificios exactamente iguales; algunos eran más anchos, incluso achaparrados, mientras que otros parecían tratar de compensar la falta de espacio en el suelo ganando en altura y esbeltez.
De repente sonó un cuerno y la calle por la que caminaba Norrec se vació de gente. De inmediato, estuvo a punto de ser atropellado por una patrulla montada tocada con los mismos turbantes y las mismas corazas que había visto anteriormente. Lut Gholein podía ser una ciudad activa y vigorosa, pero también, tal como Sadun le había dicho, no parecía que se descuidase la seguridad en sus calles. Por esa razón resultaba aún más extraño que nadie hubiera detenido a Norrec en los muelles, aunque sólo fuera para hacerle algunas preguntas. La mayoría de los puertos importantes se preciaba de contar con una exhaustiva seguridad tanto de día como de noche, y Norrec no había visto allí nada parecido. A pesar de la reputación abierta de Lut Gholein, este hecho lo intrigaba.
Mientras paseaba, el hambre y la sed se fueron insinuando lentamente en su interior. Había comido algo a bordo del Halcón de Fuego, pero la impaciencia por desembarcar había impedido que se saciase. Además, Norrec había albergado en secreto la esperanza de encontrar algo en la ciudad en vez de tener que soportar otra ración de los inquietantes guisos de Casco.
La armadura ya le había proporcionado fondos en anteriores ocasiones, así que el veterano miró a su alrededor con cierta confianza. Varias tabernas y posadas de diferente laya salpicaban la zona, pero una de ellas atrajo al instante la atención de Norrec.
¡La mejor de todas es La Casa de Atma! ¡Decidle que el capitán Meshif ha dicho que os traten bien! Aquella misma taberna, cuyo letrero de madera con su mascota de ojos cansados pendía directamente sobre la entrada, se encontraba apenas a unos pocos metros del soldado. Un lugar con no demasiado buen aspecto aunque lo suficientemente honesto como para que pudiera arriesgarse a entrar sin preocuparse. Con toda la determinación que aún podía reunir, Norrec se encaminó hacia él, confiando contra toda esperanza en que la armadura no lo enviara de repente en otra dirección.
Entró en paz y por propia voluntad, algo que, unido al lugar en que se encontraba, alentó aún más sus esperanzas. A pesar de la temprana hora, La Casa de Atma contaba ya con una clientela bastante numerosa, formada en su mayor parte por marineros, pero también por unos pocos mercaderes, turistas y soldados. No deseando atraer demasiada atención, Norrec eligió un banco en una esquina y se sentó en él.
Una muchachita, presumiblemente demasiado joven para estar trabajando en un establecimiento como aquel, apareció para tomar nota. El olfato de Norrec ya había detectado algo que se estaba cocinando en la parte trasera, así que se arriesgó a pedir una ración junto con un pichel de cerveza para ayudarse a engullirlo. La muchacha hizo una reverencia y se marchó, dándole la oportunidad de echar un vistazo a su alrededor.
Había pasado gran parte de su vida en tabernas y posadas, pero al menos ésa no tenía el aspecto de que los cocineros se dedicasen a echar en sus pucheros cualquier cosa que cogiesen en las trampas del sótano. Las camareras mantenían las mesas y el suelo relativamente limpios y ninguno de los clientes había hasta el momento vomitado la comida ni la bebida. En conjunto, La Casa de Atma reforzó la impresión que se había formado sobre Lut Gholein como un reino que disfrutaba de una prosperidad inmensa de la que todo el mundo parecía estarse beneficiando, incluso las clases bajas.
La muchacha regresó con su comida, que tenía un aspecto tan bueno como su aroma. Le sonrió y le pidió lo que parecía un precio razonable. Norrec volvió la mirada hacia su mano enguantada y esperó.
No ocurrió nada.
El guantelete no dio un golpe contra la mesa ni dejó sobre ella la cantidad solicitada. Norrec trató de no mostrar la ansiedad que de repente había empezado a sentir. ¿1 labia permitido la armadura que se atrapara a sí mismo? Si no pagaba, como mínimo lo echarían de allí con cajas destempladas. Lanzó una mirada de soslayo hacia la puerta, donde dos matones musculosos que ni siquiera se habían molestado en mirarlo cuando entrara parecían ahora más interesados en la discusión que estaba manteniendo con la camarera.
Ella repitió la cantidad, en esta ocasión con una expresión menos amistosa en el rostro. Norrec miró al guantelete, mientras pensaba, ¡Vamos, maldita sea! ¡Lo único que quiero es una buena comida! Puedes hacerlo, ¿no?
Siguió sin ocurrir nada.
—¿Ocurre algo? —preguntó la muchacha, aunque su expresión indicaba que creía conocer ya la respuesta.
Norrec no contestó, al tiempo que abría y cerraba la mano con la esperanza cada vez más exigua de que aparecieran mágicamente algunas monedas en ella.
Con una mirada a los dos matones, la joven empezó a retroceder.
—Perdóneme, señor, tengo… tengo que servir otras mesas…
El soldado miró más allá de ella a los dos musculosos matones que habían empezado a dirigirse hacia él. Era evidente que las acciones de la chica habían sido la señal de que les tocaba actuar.
Se puso en pie y apoyó la mano sobre la mesa.
—¡Esperad! No es lo que…
Bajo su palma, se escuchó el tintineo de unas monedas que chocaban contra la mesa.
La muchacha también lo escuchó y su sonrisa regresó de inmediato. Norrec volvió a tomar asiento y señaló el montoncillo que ahora tenía delante.
—Siento la confusión. Es la primera vez que visito Lut Gholein y he tenido que pensar un momento si tenía la cantidad exacta. ¿Es suficiente con esto?
La expresión de la chica le dijo todo cuanto necesitaba saber.
—¡Sí, señor! ¡Y más que suficiente!
Por encima del hombro de la muchacha, vio que la pareja de forzudos titubeaba. El más grande de los dos le dio una palmada a su compañero en el brazo y ambos hombres regresaron a sus puestos.
—Coge lo que corresponda por la comida y la bebida —dijo a la chica. Se sentía muy aliviado. Después de que ella lo hubiera hecho, añadió—. Y la moneda más grande que quede, para ti.
—¡Gracias, señor, muchas gracias!
Regresó a la barra casi flotando. A juzgar por la expresión de su cara, acababa de recibir la propina más generosa de toda su vida. La visión animó a Norrec por un momento. Al menos la armadura maldita había contribuido a hacer un pequeño bien.
Volvió la vista hacia los guanteletes, perfectamente consciente de lo que acababa de ocurrir. La armadura le había hecho comprender sin palabras que era ella y no él la que controlaba la situación. Norrec vivía su vida porque ella se lo permitía. Pensar de otra forma era una necedad.
A pesar de la consciencia de su dilema, Norrec logró disfrutar de la comida. En comparación con lo que el capitán Casco le había ofrecido, aquello le sabía a gloria del Cielo. Al pensar en aquel reino místico, el soldado empezó a ponderar su siguiente movimiento. La armadura lo mantenía bien controlado, pero seguramente tenía que haber una manera de superar su vigilancia. En un lugar tan vibrante como Lut Gholein no sólo debían de poder encontrarse hechiceros en gran abundancia, sino también sacerdotes. Sin duda, un sacerdote tendría lazos con fuerzas más poderosas que la armadura encantada.
¿Pero cómo hablar con uno de ellos? Norrec se preguntó si la armadura podría soportar encontrarse en suelo sagrado. ¿Acaso podía la solución ser tan sencilla como arrojarse sobre la escalinata de una iglesia al pasar junto a ella? ¿Sería capaz de hacer siquiera eso?
Para un hombre desesperado como él, valía la pena hacer el intento. La armadura lo necesitaba con vida y en relativo buen estado; eso podía bastar para concederle una oportunidad. Por lo menos, Norrec tenía la obligación de intentarlo, no sólo por el bien de su cuerpo, sino también por el de su alma.
Se terminó la comida y apuró rápidamente la cerveza. Durante todo aquel tiempo, la camarera había regresado más de una vez para ver si necesitaba algo, señal evidente de que su propina había sido muy cuantiosa. Norrec le dio una de las monedas pequeñas que le quedaban, lo que hizo que la sonrisa de la chica se ensanchara aún más y luego, con aire despreocupado, le preguntó sobre las cosas que merecía la pena visitar en la ciudad.
—Está el coliseo, por supuesto —replicó al instante la chica, Miran, a quien evidentemente habían formulado aquella pregunta en más de una ocasión—. ¡Y el palacio, claro! ¡Debéis ver el palacio! —sus ojos resplandecieron con una luz soñadora—. El sultán Jerhyn vive allí…
A juzgar por la expresión arrobada de Miran, era evidente que el tal Jerhyn tenía que ser un joven y guapo mozo. Aunque sin duda el palacio del sultán había de ser un lugar interesante, no era lo que él estaba buscando.
—¿Y aparte de eso?
—Está también el Teatro Aragos, cerca de la plaza, enfrente de la Catedral de Tomás el Penitente, pero los sacerdotes Zakarum sólo admiten visitantes a mediodía y el teatro está siendo reparado. ¡Oh! Y también tenéis las carreras en la zona norte de la ciudad, caballos y perros…
Norrec dejó de escuchar. Ahora ya poseía la información que necesitaba. Si el suelo sagrado o el Cielo tenía algún poder sobre el demoníaco legado de Bartuc, aquella catedral suponía su mejor esperanza. La Iglesia de Zakarum era la más poderosa orden religiosa a ambos lados de los Mares Gemelos.
—… y a algunas personas y a los viejos eruditos les gustan las ruinas del templo Vizjerei, situadas al otro lado de las murallas de la ciudad, aunque después de la Gran Tormenta de Arena no quedó demasiado que ver…
—Gracias, Miran. Con eso es suficiente —se preparó para marcharse mientras empezaba a pensar en algún medio indirecto de aproximarse a la vecindad de la catedral de Zakarum.
Cuatro figuras ataviadas con los ya familiares colores de la Guardia entraron en La Casa de Atma, pero su interés en la taberna no tenía nada que ver con la comida o la bebida. En cambio, miraron directamente a Norrec mientras sus semblantes se oscurecían. Casi hubiera podido jurar que sabían con toda exactitud quién era él.
Con una precisión militar que en otras circunstancias Norrec hubiera admirado, los cuatro se dispersaron, eliminando toda esperanza de esquivarlos para ganar la entrada. Aunque todavía no habían desenvainado sus largas espadas curvas, cada uno de ellos mantenía la mano cerca de la empuñadura. Un paso en falso por Norrec y las cuatro espadas caerían sobre él, dispuestas a hacerlo pedazos.
Fingiendo total tranquilidad, el cansado guerrero se volvió hacia la camarera y le preguntó:
—Tengo que encontrarme con un amigo en una taberna que hay detrás de esta. ¿Tenéis una salida trasera?
—Hay una por allí —hizo ademán de señalar, pero Norrec tomó su mano con delicadeza y depositó otra moneda sobre ella.
—Gracias, Miran.
Tras apartarla con suavidad, Norrec se movió como si se dirigiera hacia el mostrador para tomar una última copa. Los cuatro guardias vacilaron.
Aunque ya no podía verlos, Norrec estaba seguro de que conocían sus intenciones. Aceleró el paso, con la intención de llegar a la salida lo antes posible. Una vez fuera, podría tratar de perderse entre la cada vez más nutrida multitud.
Abrió la puerta de par en par, se precipitó hacia la calle…
…y fue detenido de inmediato por varias manos fuertes y ásperas que lo tomaron por los brazos y lo inmovilizaron.
—¡Si te resistes será peor para ti, occidental! —le espetó un guardia moreno cuya capa ostentaba unos galones dorados. Miró tras Norrec y dijo:— ¡Lo habéis hecho muy bien! ¡Es éste! ¡Nosotros nos encargaremos de él!
Los cuatro que habían seguido a Norrec desde el interior salieron pasando junto a él y se detuvieron tan solo un instante para saludar al oficial al mando antes de desaparecer. Norrec arrugó el semblante, consciente de que había caído en la más sencilla de las trampas.
Desconocía las intenciones de quienes lo habían capturado, pero en el momento presente le interesaban bastante menos que la razón por la que la armadura de Bartuc no había reaccionado. Esta era la clase de situación en la que hubiera debido hacer algo, pero hasta el momento no parecía dispuesta a tratar de liberar a su anfitrión. ¿Por qué?
—¡Presta atención, occidental! —el oficial estuvo a punto de abofetear a Norrec, pero finalmente bajó la mano—. ¡Acompáñanos de forma pacífica y se te tratará bien! Resístete… —la mano del hombre se deslizó hasta la empuñadura de la espada. Estaba bastante claro lo que quería decir.
Norrec asintió para mostrar que comprendía. Si la armadura decidía no resistir, no sería él el que tratara de librarse peleando de una patrulla armada.
Los soldados formaron una especie de cuadrado, con el líder al frente y Norrec, por supuesto, en el centro. El grupo se dirigió calle abajo, alejándose de las mayores multitudes. Varios curiosos observaron la procesión, pero ninguno de ellos demostró el menor interés por los problemas de aquel extranjero. Sin duda se figuraban que siempre habría extranjeros, de modo que, ¿qué importancia tenía la pérdida de uno?
Hasta el momento nadie le había explicado a Norrec la razón de su arresto, pero tenía que asumir que tenía algo que ver con la arribada del Halcón de Fuego. Quizá se había equivocado al pensar que no había vigilancia en el puerto. Quizá Lut Gholein estaba más alerta a los recién llegados de lo que las apariencias sugerían. Y también era posible, después de todo, que el capitán Casco hubiera dado parte de lo ocurrido a bordo de su navío y del responsable de la pérdida de su tripulación.
El líder de los guardias se adentró de repente en una estrecha calle lateral, seguido de cerca por su grupo. Norrec frunció el ceño. Ya no pensaba en Casco y en el Halcón de Fuego. Los hombres que lo habían capturado transitaban ahora por callejuelas menos frecuentadas y de aspecto más sospechoso, que incluso a pleno día no disfrutaban de demasiada luz. El veterano se puso tenso, pues sentía que había algo extraño en aquella situación.
Avanzaron un poco más y entonces se adentraron por un callejón tan oscuro como una noche. El grupo penetró algunos metros en él y entonces los guardias se detuvieron de repente.
Todos se pusieron firmes, tanto que ni siquiera parecían respirar. De hecho, los cuatro guardias estaban tan quietos que Norrec no pudo evitar pensar que parecían unos títeres cuyo dueño hubiese dejado de tirar de los hilos.
Y, como si quisiera dar carta de naturaleza a esta idea, una porción de las sombras se separó del resto y adoptó la forma de un anciano arrugado con cabellos y barba largos y plateados, ataviado con una elegante túnica ancha de hombros, del mismo estilo que la que llevaba alguien a quien Norrec conocía muy bien: Fauztin. Sin embargo esta figura, este Vizjerei, no sólo había vivido mucho más que el desgraciado amigo de Norrec, sino que su mera presencia en aquel lugar demostraba que sus habilidades superaban ampliamente a las del mago muerto.
—Dejadnos… —ordenó a los guardias con una voz fuerte y autoritaria a pesar de su avanzada edad.
El oficial y sus hombres se volvieron obedientemente y marcharon por donde habían venido.
—No recordarán nada —comentó el Vizjerei—. Como tampoco recordarán nada los que los han ayudado… de acuerdo con mis deseos… —cuando Norrec trató de hablar, la figura lo interrumpió con una mirada singular—. Y si tú deseas seguir viviendo, occidental… también tú harás lo que yo desee… exactamente lo que yo desee.