El agonizante dolor que recorría el cuerpo de Norrec Vizharan fue la primera señal de que, al fin y al cabo, no había muerto. El hecho de que pudiera respirar le indicó inmediatamente que no estaba en el agua y que, por tanto, había caído sobre la cubierta. El que no se hubiera roto el cuello o muchos otros huesos, Norrec sólo podía sospechar que era cosa de la maldita armadura de Bartuc. Ya lo había salvado del leviatán demoníaco; una sencilla y corta caída había de ser un juego de niños para ella.
Y sin embargo, en su corazón, el veterano soldado deseaba en parte que no lo hubiera logrado. Al menos se hubiera librado de las pesadillas, de los horrores.
Abrió los ojos y vio que se encontraba tendido en su camarote. En el exterior, la tormenta bramaba sin descanso. Sólo dos fuerzas podían haberlo arrastrado hasta allí y una de ellas era la armadura. Sin embargo, después de lo que le había hecho a la monstruosidad de los tentáculos, había parecido más débil, incapaz de hacer nada. El propio Norrec se sentía tan cansado que le maravillaba que fuera capaz de moverse siquiera. La debilidad que experimentaba era tan extraña que el exhausto soldado se preguntó si la armadura o la bestia le habrían de alguna manera hurtado parte de su fuerza vital.
En aquel momento, la puerta se abrió de par en par y el capitán Casco entró cojeando en el minúsculo camarote con un cuenco tapado en la mano. Un aroma que Norrec encontraba a la vez repulsivo y atrayente brotaba del cuenco.
—¡Despierto! ¡Bien! ¡No se desperdicia comida! —sin esperar a que el soldado se levantase, el cadavérico marinero le tendió el cuenco.
Norrec logró incorporarse lo bastante como para comer.
—Gracias.
Como respuesta, el capitán se limitó a gruñir.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
Casco consideró la pregunta durante un segundo. Posiblemente quería asegurarse de haberla entendido.
—Un día. Poco más.
—¿Cómo está el barco? ¿Lo ha dañado mucho la criatura?
De nuevo una pausa.
—El barco siempre dañado… pero todavía puede navegar, sí.
—¿Cómo podemos navegar en medio de una tormenta sin tripulación?
El capitán frunció el ceño. Norrec sospechaba que tenía que formular por fin la pregunta para la que Casco no tendría una buena respuesta. Por supuesto, no podrían navegar sin tripulación. Lo más probable era que el Halcón de Fuego diera vueltas y más vueltas, empujado en direcciones diferentes por los vientos y el oleaje. Puede que hubieran sobrevivido al ataque del monstruo, pero eso no significaba que fueran a llegar a Lut Gholein.
El monstruo… el recuerdo que Norrec tenía de lo ocurrido parecía tan extravagante que tuvo por fin que preguntarle a Casco si lo que había visto había sido verdad.
El capitán se encogió de hombros.
—Vi caer a ti… vi caer la Bruja del Mar.
Era evidente que el marino había decidido que lo que los había atacado era el legendario monstruo marino mencionado por tantos y tantos marineros. Norrec creía otra cosa, seguro tras sus encuentros con los diablillos y la criatura alada de la posada de que aquella había sido otra fuerza demoníaca… sólo que, esta vez, invocada por alguien diferente a la armadura encantada.
La leyenda hablaba del ascenso de Bartuc hasta su oscura gloria, primero como un peón de los poderes infernales y más tarde como un hechicero respetado y temido por ellos, y de cómo había conducido una legión de demonios en su afán por conquistarlo todo. Sin embargo, nadie hablaba sobre lo que podían haber sentido los demonios de mayor poder ante aquella usurpación de su lugar. ¿Acaso habían advertido que la armadura se había fugado de la tumba y temían que el fantasma de Bartuc tratase de reconstruir su poder sobre los suyos?
Tan estrafalarios pensamientos hicieron que su corazón se acelerase. Era mejor que se preocupase de su situación actual. Si no conseguían recuperar el control del Halcón de Fuego, éste continuaría su vagar por los Mares Gemelos, bien navegando mucho después de que hubiesen muerto los dos que seguían a bordo, bien hundiéndose al fin a causa de la interminable tormenta.
—No soy marinero —le comentó a Casco entre bocado y bocado de comida—. Pero enseñadme lo que debo hacer y trataré de ayudar. Tenemos que devolver el barco a su curso.
Ahora Casco soltó un bufido.
—¡Ya hecho suficiente! ¿Qué más? ¿Qué más?
Su actitud no sólo sorprendió a Norrec sino que también inflamó la propia ira del guerrero. Sabía que se le podía culpar —o más bien a la armadura— por gran parte de la situación, pero su oferta de ayudar al capitán había sido honesta. Norrec dudaba que la armadura le impidiera hacerlo. Después de todo, había sido ella, y no él, la que de verdad había querido llegar a Lut Gholein.
—¡Escuchadme! ¡Moriremos si no recuperamos el control del Halcón de Fuego! ¡Si la tormenta no acaba con nosotros, moriremos cuando nuestros suministros se estropeen o, lo que es más probable, chocaremos contra algunas rocas y nos hundiremos como una piedra! ¿Es eso lo que queréis para vuestro barco?
La enjuta figura sacudió la cabeza.
—¡Necio! ¿Golpeado cabeza al caer? —tuvo la audacia de tomar a Norrec por el brazo—. ¡Ven! ¡Ven!
Dejando a un lado el cuenco vacío, Norrec siguió al capitán al exterior, a la tormenta. Sus piernas tardaron unos cuantos pasos en acostumbrarse de nuevo al balanceo del barco, pero el capitán esperó a que le diera alcance. Por lo que se refería a su pasajero, Casco parecía atrapado entre el odio, el respeto y el miedo. No le ofreció ayuda, pero tampoco trató de apremiar al debilitado guerrero a que caminara más deprisa de lo que podía.
Tras salir a cubierta, el marinero dejó pasar a Norrec. El veterano se apoyó en lo que quedaba de barandilla, escudriñó a través de la intensa lluvia y trató de ver lo que Casco quería enseñarle. Todo lo que pudo distinguir fue la misma escena vacía que había visto antes. Ningún marinero se ocupaba de los cabos, no había timonel al timón.
Y sin embargo… el timón se movía. Ningún cabo lo sostenía ya en su lugar.
Norrec parpadeó, seguro de que el timón debiera haber estado girando salvajemente. Y sin embargo apenas se movía, algunas veces en una dirección y luego ajustándose en la contraria, como si alguna fuerza invisible lo mantuviera bajo control.
Un movimiento a un lado llamó su atención. Mientras enfocaba la mirada, Norrec tuvo al principio la terrible sensación de que el cabo principal se había soltado de pronto, se había reajustado frente a sus mismos ojos y luego había hecho el nuevo nudo.
Y a su alrededor, por todas partes, empezó a reparar en sutiles movimientos, sutiles cambios. Los cabos se ajustaban según las necesidades de las velas. Las propias velas se ajustaban por sí solas cuando era necesario. El timón seguía girando para contrarrestar la constante embestida del oleaje mientras mantenía al Halcón de Fuego en un curso fijo, uno que, según suponía Norrec, se encaminaba en línea casi recta hacia el oeste.
No había tripulación que gobernara el Halcón de Fuego, pero no parecía que tal cosa le importase en absoluto a la nave.
—¿Qué está ocurriendo? —le gritó al capitán.
Casco le lanzó una mirada de complicidad.
¡La armadura! Una vez más, su poder lograba asombrarlo. Había acabado con el colosal demonio y ahora se aseguraba de que la travesía continuaba a pesar del motín de la tripulación. El Halcón de Fuego llegaría a puerto de una forma o de otra.
Norrec se apartó dando tumbos, no en dirección a su camarote sino hacia el comedor. Casco lo siguió, un capitán sin propósito en aquel viaje. Ambos hombres se sacudieron la lluvia de encima. Casco abrió un cofre y extrajo de su interior una botella polvorienta, cuyo contenido no se ofreció a compartir con su acompañante. Norrec pensó en pedirle un trago —ciertamente lo necesitaba—, pero se lo pensó mejor. La cabeza ya le dolía suficiente por el momento y prefería tratar de dejar que se aclarase.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a puerto? —preguntó al fin.
Casco dejó la botella el tiempo necesario para contestar:
—Tres días. Puede cuatro.
Norrec arrugó la cara. Había esperado que fuera menos. Tres o cuatro días en un barco cuyo timón y cuyos cabos se movían por sí solos y con sólo la compañía de un capitán de aspecto salvaje que pensaba que él era un demonio con forma humana.
Se puso en pie.
—Estaré en mi camarote hasta la hora de comer.
Casco no hizo movimiento alguno para detenerlo. El larguirucho marinero parecía muy contento de que lo dejara a solas con su botella.
Tras salir al exterior, Norrec regresó trabajosamente hasta su camarote. Hubiera preferido descansar en la zona situada bajo cubierta, que era mucho más espaciosa —por no mencionar más seca—, pero delante de Casco lo devoraba el sentimiento de culpa por los problemas que su presencia había causado. Lo asombraba que Casco no le hubiera rebanado la garganta sin más cuando había tenido oportunidad. Claro que, tras ver lo que Norrec había hecho y después de descubrir que ni siquiera la caída había acabado con su inquietante pasajero, era probable que el capitán hubiera llegado a la conclusión de que cualquier intento por acabar con la vida del extraño hubiera significado su propia muerte.
Posiblemente, sus suposiciones no habían andado desencaminadas.
La lluvia no sólo seguía empapando a Norrec, sino que trataba de aplastarlo contra la cubierta. En todos los años que había pasado luchando por uno u otro patrón, el veterano había tenido que afrontar mal tiempo de todas clases, incluyendo ventiscas. Sin embargo, a sus ojos, aquella tormenta no tenía igual y sólo podía rezar para que terminase cuando el Halcón de Fuego llegase por fin al puerto.
Eso asumiendo, por supuesto, que el barco llegaba al puerto.
La intensa lluvia limitaba la visibilidad, y no es que hubiese demasiado que ver ni a bordo del barco ni entre las olas que se extendían más allá. No obstante, Norrec tenía que limpiarse constantemente el agua de los ojos para poder ver siquiera unos metros más allá. El camarote nunca le había parecido tan lejano como ahora. La armadura tampoco ayudaba, pues la coraza parecía pesar el doble de lo normal. No obstante, al menos Norrec no tenía que preocuparse porque se le oxidara; era evidente que los encantamientos utilizados por Bartuc mantenían la armadura en tan buen estado como el primer día que el señor de los demonios la había vestido.
Norrec dio un traspié, no por vez primera. Maldijo al tiempo, se irguió y volvió a limpiarse la humedad de los ojos para poder ver lo lejos que se encontraba la puerta de su camarote.
Una figura siniestra le devolvió la mirada desde la sección de popa de la cubierta.
—¿Casco? —preguntó en voz alta antes de darse cuenta de que no era posible que el capitán hubiera recorrido en tan poco tiempo la distancia que lo separaba de la popa, no con su pierna herida. Y lo que era más, esta figura era más alta que el marinero y llevaba una capa de anchos hombros que recordaba al atuendo de un hechicero Vizjerei…
Que recordaba a la capa de Fauztin.
Dio un paso adelante, tratando de ver mejor. La figura parecía hecha a medias de niebla y Norrec se preguntó si lo que se erguía frente a él podía ser tan solo el resultado de su propia mente torturada y cansada.
—¿Fauztin? ¿Fauztin?
La sombra no respondió.
Norrec avanzó otro paso… y el vello de la nuca se le erizó de repente.
Giró sobre sus talones.
Una segunda figura, algo más baja, situada cerca de la proa, aparecía y desaparecía entre la niebla, semejante a un acróbata o, mejor aún, a un ladrón. Lo que parecía ser una capa de viaje ondeaba al viento, ocultando la mayor parte de los detalles de la segunda figura; pero Norrec se imaginó un rostro al que no abandonaba la sonrisa, con la cabeza ligeramente inclinada hacia la derecha porque le habían roto el cuello.
—Sadun… —balbució.
De pronto sintió un hormigueo en las manos. Bajó la mirada y entrevió por un instante un aura rojiza que las envolvía.
Un rayo cayó tan cerca que iluminó todo el barco… tan cerca, de hecho, que el pasmado guerrero hubiera jurado que llegó a tocar al Halcón de Fuego aunque sin causarle el menor daño. Por un momento, un brillo cegador rodeó a Norrec y le hizo incluso olvidar a los dos espectros.
Finalmente su visión volvió a aclararse. Parpadeando, Norrec miró a proa y a popa y no vio la menor señal de ninguna de las dos horribles sombras.
—¡Sadun! ¡Tryst! —gritó con voz frenética el guerrero. Se volvió hacia la popa y exclamó—. ¡Fauztin!
Sólo la tormenta le respondió, retumbando con renovada furia. Pero Norrec no estaba dispuesto a abandonar todavía y se dirigió hacia la proa, gritando una vez tras otra el nombre de Sadun. Recorrió la cubierta lanzando miradas en todas direcciones. El por qué deseaba enfrentarse con cualquiera de sus compañeros muertos era algo que ni el propio Norrec hubiera podido decir. ¿Para tratar de disculparse? ¿Para explicarse? ¿Cómo podía hacer tal cosa cuando, incluso sabiendo que había sido la armadura la que les había arrebatado sus vidas, el antiguo mercenario seguía culpándose por no haber escuchado las palabras de Fauztin unos pocos y preciosos segundos antes? Si lo hubiera hecho, no estaría ahora donde se encontraba.
Si lo hubiera hecho, ninguno de sus amigos estaría muerto.
—¡Tryst! ¡Maldito seas! ¡Si eres real… si estás aquí, aparece! ¡Lo siento! ¡Lo siento!
Una mano cayó sobre su hombro.
—¿A quién llamas? —inquirió Casco—. ¿Qué quieres ahora?
A pesar de la oscuridad y de la lluvia, Norrec podía ver cómo se alzaba el miedo en los ojos acuosos del capitán. Para Casco, o bien su pasajero se había vuelto completamente loco, o bien, y esto era lo más probable, planeaba convocar todavía más demonios. Obviamente, ninguna de las dos posibilidades complacía al marinero.
—¡Nadie, nada!
—¿No más demonios?
—No más. No —apartó a Casco de un empujón. No deseaba nada más que descansar, pero ya no estaba interesado en su camarote. Volvió la mirada atrás hacia el perplejo y frustrado marino y entonces preguntó:
—¿Hay literas para la tripulación abajo?
Casco asintió con aire abatido. Lo más probable era que él mismo durmiera en un camarote cerca de aquellas literas y no le gustara lo que suponía aquella pregunta. Ya era suficientemente malo tener que compartir el barco con un hombre que invocaba criaturas demoníacas, pero ahora el mismo señor de los demonios pretendía dormir cerca de él. Sin duda, creía que toda clase de monstruos empezarían a vagar bajo cubierta si eso llegaba a ocurrir.
—Dormiré en una de ellas.
Sin preocuparse por cómo se sentía el capitán, Norrec se dirigió abajo. Quizá la batalla contra el monstruo demoníaco le había costado demasiado y había resucitado los remordimientos que sentía por la muerte de sus camaradas. Quizá se los había imaginado a los dos. Eso parecía muy probable, al igual que parecía probable que hubiera imaginado a Fauztin en el muelle de Gea Kul. Los cuerpos mutilados de sus dos amigos seguían todavía sepultados en la tumba, esperando a que los hallasen los próximos buscadores de tesoros.
Y sin embargo, mientras se limpiaba el agua de la lluvia y marchaba en busca de las literas, un pensamiento descarriado lo perturbaba. Norrec observó sus manos enguantadas y flexionó los dedos que, por el momento, seguían obedeciendo su voluntad. Si se lo había imaginado todo, si las sombras de Sadun y Fauztin no se le habían aparecido en la cubierta, ¿por qué habían brillado los guanteletes, aunque sólo hubiera sido por un momento?
* * *
El ejército del general Augustus Malevolyn se puso en marcha en plena noche y penetró en el vasto y terrible desierto de Aranoch. Muchos de los hombres no ansiaban esta marcha, pero habían recibido una orden y no conocían otro curso de acción que la obediencia. El hecho de que algunos de ellos perecerían seguramente antes de llegar a su destino —que, según asumían todos ellos, era el exuberante premio de Lut Gholein— no los frenaba en absoluto. Cada uno de ellos confiaba en ser uno de los afortunados supervivientes, uno de los que reclamarían una parte de la riqueza del reino portuario.
A la cabeza del ejército marchaba el propio general, luciendo orgullosamente el yelmo de Bartuc en la cabeza. Una tenue esfera de luz conjurada por Galeona flotaba delante de él, a escasa distancia, marcando el camino a su corcel. El que eso pudiera señalarlo como la presa más codiciada para quienes pudiesen tenderles una emboscada no preocupaba en modo alguno a Malevolyn. Ataviado con el antiquísimo yelmo y su armadura, trenzada también con sus propios hechizos, el general pretendía demostrar a sus hombres que no le temía a nada y que nada podía derrotarlo.
Galeona marchaba detrás de su amante, indiferente en apariencia a todo al mismo tiempo que utilizaba su hechicería para detectar cualquier peligro que pudiera amenazar a la columna. Detrás de la bruja venía un carromato cubierto cargado con la tienda plegada de Malevolyn, los diversos objetos personales que ésta contenía y —casi como un añadido final desprovisto de toda importancia— el cofre de Galeona.
—Por fin… la armadura estará muy pronto al alcance de mis manos —murmuró el general mientras su mirada se perdía en la oscuridad—. ¡Puedo sentir su cercanía! ¡Con ella estaré completo! ¡Con ella podré gobernar una hueste de demonios!
Galeona reflexionó un instante y entonces se atrevió a preguntar:
—¿Estáis seguro de que hará todo eso por vos, mi general? Sí, el yelmo posee encantamientos y se dice que la armadura está todavía más hechizada, pero hasta el momento el yelmo nos ha confundido. ¿Y si la armadura actúa de la misma manera? Rezo para que no sea así, pero puede que los secretos de Bartuc demanden de nosotros más de lo que…
—¡No! —replicó él con tal vehemencia que sus guardias, situados justo a su espalda, desenvainaron de inmediato las espadas, pensando acaso que la hechicera había tratado de traicionar a su líder. Augustus Malevolyn les ordenó con un gesto que volvieran a guardarlas y luego fulminó a Galeona con la mirada—. ¡No será así, querida mía! ¡He visto las gloriosas visiones que el yelmo de Bartuc me ha concedido y puedo asegurarte que la sombra de Bartuc quiere que continúe con sus victorias! ¡He visto en cada una de ellas el poder combinado de la armadura y el yelmo! ¡El espíritu del sanguinario caudillo vive en la armadura y es su deseo que yo me convierta en el portador humano de su estandarte! —hizo un ademán hacia el desierto—. ¿Por qué si no iba a venir el necio hacia mí? ¡Lo hace porque así está escrito! ¡Seré el sucesor de Bartuc, te lo digo!
La bruja se encogió, atemorizada por su estallido.
—Como vos digáis, mi general.
Malevolyn se calmó de pronto y una sonrisa de satisfacción volvió a cruzar sus facciones.
—Como yo digo. Y después de eso, sí, Lut Gholein será mía para que la tome. Esta vez no fallaré.
Galeona había acompañado al comandante durante algún tiempo desde la Marca de Poniente y posiblemente lo conocía mejor que cualquiera de los que estaban bajo su mando. Sin embargo, durante todo aquel tiempo, la única mención que había hecho de Lut Gholein había sido como de un objetivo futuro que Malevolyn soñaba con conquistar. Nunca le había oído hablar de una pasada derrota.
—¿Habéis estado allí… antes?
Con algo parecido a la devoción, él se ajustó con suavidad el yelmo al mismo tiempo que apartaba la mirada de la hechicera e impedía que la esfera iluminara lo poco de su expresión que la armadura no ocultaba ya.
—Sí… y de no haber sido por mi hermano… hubiera sido mía… pero esta vez… ¡esta vez, Viz-jun caerá!
—¿Viz-jun? —balbució ella con tono incrédulo.
Por ventura, el general Malevolyn no le prestaba atención, pues todo su interés estaba concentrado en las cambiantes y sombrías arenas. Galeona no volvió a repetir el nombre y prefirió dejar pasar, aunque no olvidar, el asunto. Quizá había sido un desliz, al igual que todo cuanto acababa de decir había debido de ser un inocente error. Después de todo, el general tenía muchas cosas en sus pensamientos, demasiadas…
Sabía que nunca había estado en la afamada ciudad-templo Kehjistaní, nunca había cruzado el mar hasta aquella tierra. Además, Augustus Malevolyn había sido hijo único, un bastardo no deseado.
Y sin embargo… había alguien, alguien cuya historia Galeona conocía, que no sólo había estado en la fabulosa Viz-jun, sino que también había tratado de conquistarla y sólo había sido detenido, al final, por su propio hermano.
Bartuc.
Con una mirada supersticiosa, la bruja estudió el yelmo mientras trataba de adivinar sus intenciones. Ya sabían sin la menor duda que las visiones recibidas por el comandante occidental eran sólo para él; ni siquiera cuando ella había tratado de utilizar en secreto la reliquia se le había mostrado imagen alguna. Pero parecía que cuanto más lo llevaba Augustus, más le costaba distinguir entre su propia vida y la del monstruoso caudillo.
¿Era acaso que el yelmo realizaba alguna clase de encantamiento cada vez que uno de aquellos incidentes tenía lugar? Con aire despreocupado, Galeona tocó un anillo con una gema negra que llevaba en uno de los dedos de su mano izquierda y luego volvió la gema en dirección a la cabeza de su amante. Pronunció en voz baja dos palabras prohibidas y, acto seguido, volvió cautelosamente la vista hacia el general para ver si había advertido el movimiento de sus labios.
No lo había hecho, y tampoco reparó ahora en los zarcillos invisibles que se extendían desde el anillo y que se alargaban para tocar el yelmo desde diferentes lugares. Sólo Galeona sabía que estaban allí, buscando, sondeando, tratando de detectar con qué fuerzas estaba imbuida la antiquísima armadura.
Quizá si lograba por fin descubrir cómo afectaban al general, la bruja pudiera actuar para utilizar aquellos poderosos encantamientos en su propio beneficio. Hasta el más pequeño jirón de conocimiento nuevo significaría un gran paso para incrementar sus propias habilidades…
Un destello escarlata estalló en el yelmo, iluminando para una pasmada Galeona cada uno de los mágicos zarcillos que brotaban de su anillo. Una oleada de poder se precipitó sobre ella con la velocidad del rayo, devorando los zarcillos y convergiendo sobre su dedo. Temiendo por su vida, la hechicera trató de quitárselo.
Mera mortal como era, se movió con demasiada lentitud. Los haces de luz escarlata devoraron el último de los zarcillos y luego se hundieron en la propia gema negra.
La gema crepitó y se fundió en un abrir y cerrar de ojos. La piedra líquida se vertió sobre su dedo, quemó su piel, desgarró la carne…
Galeona logró tragarse el grito y transformó su reacción de intenso dolor en un jadeo apenas audible.
—¿Has dicho algo, querida mía? —preguntó el general Malevolyn como si tal cosa, sin que sus ojos abandonaran el horizonte.
Ella logró mantener una voz calmada y segura a pesar de su sufrimiento.
—No, Augustus. Sólo una leve tos… un poco de arena del desierto en la garganta.
—Sí, eso pasa en este lugar. Quizá deberías taparte con un velo. —No dijo nada más, concentrado en sus deberes como comandante o perdido de nuevo en el pasado de Bartuc.
Galeona miró cuidadosamente a su alrededor. Nadie había presenciado la asombrosa exhibición de energías mágicas en conflicto. Sólo ella, con sus sentidos mágicos, había podido asistir tanto a su fracaso como a su castigo.
Tras dar gracias al menos por este pequeño golpe de suerte, investigó disimuladamente el daño. El anillo se había convertido en escoria y la rara y resistente gema en un grumo negro y ardiente sobre su dedo. Al cabo de un rato logró por fin sacarse el aro, pero la joya fundida se quedó sobre su mano, por lo demás inmaculada, como una permanente mancha color ébano.
La herida le importaba poco. Había sufrido cosas mucho peores mientras refinaba su arte. No, lo que preocupaba de verdad a Galeona era la violenta reacción del yelmo frente a su escrutinio. Ninguno de los hechizos que había utilizado en el pasado sobre él había provocado una respuesta tan violenta. Casi parecía como si algo que morara en el interior de la armadura hubiera despertado, algo que tenía intenciones propias.
Siempre había supuesto que el caudillo había imbuido la armadura con numerosos encantamientos de tremendo poder para que lo ayudaran en el campo de batalla. Tales precauciones hubieran tenido mucho sentido. Sin embargo, ¿y si eso no era más que parte de la verdad? ¿Y si ni siquiera quienes habían matado a Bartuc habían comprendido el verdadero alcance de su maestría en la magia demoníaca?
¿Eran sólo encantamientos lo que poseían el yelmo y la armadura… o había descubierto Galeona algo más?
¿Acaso el propio Bartuc pretendía regresar de entre los muertos?