8

—Muy curioso —murmuró el capitán Jeronnan mientras escudriñaba el horizonte—. Parece haber un bote salvavidas en la lejanía.

Kara entornó la mirada, pero no vio nada. Evidentemente, el capitán poseía una vista milagrosa.

—¿Hay alguien a bordo?

—Nadie que pueda verse, pero nos acercaremos a echar un vistazo. No arriesgaré la vida de ningún marinero para ganar unos pocos minutos… confío en que lo entendáis, muchacha.

—¡Por supuesto! —Para empezar, ya se sentía suficientemente agradecida a Jeronnan por haber organizado el viaje. Había puesto el barco y la tripulación a su disposición, algo que la nigromante no hubiera esperado de nadie. A cambio, había aceptado una paga que cubriría sus gastos, pero nada más. Cada vez que ella mencionaba el asunto, una expresión sombría cruzaba el semblante del capitán y la maga de negras trenzas sabía que amenazaba con mancillar el recuerdo de su hija.

Habían pasado dos días en el mar, de hecho, antes de que Kara se diera cuenta de que él necesitaba aquel viaje tanto como ella. Si el alto posadero le había parecido en ocasiones una persona inquieta, ahora parecía a punto de estallar de júbilo. Ni siquiera la constante amenaza sobre el horizonte occidental de un tiempo no del todo apacible lograba apaciguar su entusiasmo.

—¡Señor Drayko! —en respuesta a la voz de Jeronnan, un hombre delgado, con rostro de halcón y ataviado con un traje de oficial en perfecto estado de conservación, se volvió y saludó. Drayko no había demostrado la menor amargura cuando su señor había anunciado que él se haría cargo del mando en aquella travesía. Era evidente que el segundo de Jeronnan albergaba gran respeto y devoción por el posadero—. ¡Bote salvavidas a proa!

—¡Sí, capitán! —Inmediatamente, Drayko dio órdenes a los marineros para que se preparasen para recibir a los posibles supervivientes. La tripulación del Escudo del Rey reaccionó de manera ordenada y rápida, algo que Kara ya había aprendido a esperar. Aquellos que servían a Jeronnan servían a un hombre que había pasado gran parte de su vida siguiendo los estrictos dictados de la disciplina. Eso no significaba que gobernase con mano de hierro. Jeronnan creía también en la humanidad de cada uno de sus hombres, una rara virtud en un líder en aquellos tiempos.

El Escudo del Rey llegó junto a la solitaria embarcación y dos marineros prepararon de inmediato sendos cabos para izarla. Jeronnan y Kara descendieron para observar su trabajo. La nigromante empezaba a sentirse un poco inquieta por aquel descubrimiento. Seguían la misma ruta que el Halcón de Fuego debía de haber utilizado. ¿Era posible que aquel bote le perteneciera? ¿Había terminado tan pronto la búsqueda de Kara y su presa en el fondo del mar?

—Hay un hombre a bordo —murmuró el capitán Jeronnan.

En efecto, un marinero yacía en el bote, pero ya mientras la tripulación trabajaba para asegurar la embarcación, Kara había advertido las señales que demostraban que, para aquel hombre, habían llegado demasiado tarde.

El señor Drayko envió un par de marineros al bote para investigar. Tras deslizarse por los cabos, dieron cautelosamente la vuelta al cuerpo, que había estado tendido boca abajo.

Unos ojos que ya no veían contemplaron los cielos.

—Lleva un día muerto —exclamó uno de los hombres. Esbozó una mueca—. Permiso para enviarlo a la tumba, señor.

Kara no tenía que preguntar lo que aquello significaba. En alta mar había limitaciones a lo que podía hacerse por un cadáver. Una rápida ceremonia… y luego un húmedo entierro.

Jeronnan concedió su permiso con un gesto de la cabeza, pero Kara puso de inmediato una mano sobre su brazo.

—Tengo que ver el cuerpo… podría decirnos algo.

—¿Creéis que es del Halcón de Fuego?

—¿Y vos no, capitán?

Éste frunció el ceño.

—Sí, pero, ¿qué queréis hacer?

Ella no se atrevió a explicárselo por completo.

—Descubrir lo que ha ocurrido… si puedo.

—Muy bien —Jeronnan ordenó con un gesto a sus hombres que izaran el cadáver a bordo—. ¡Haré que dispongan un camarote para vos, mi señora! No quiero que nadie presencie lo que planeáis. No lo entenderían.

Sólo tardaron un momento en llevar el cuerpo al camarote que Jeronnan había elegido. Kara había esperado poder trabajar con él a solas, pero Jeronnan se negó a dejarla. Incluso después de que ella le ofreciera una explicación bastante superficial de lo que pretendía, el antiguo posadero rehusó marcharse.

—He visto hombres destrozados en batalla, he visto criaturas cuyo nombre dudo que conozcáis, he presenciado la muerte en un millar de formas diferentes… y después de lo que le ocurrió a mi hija, nada podrá hacerme huir de nuevo. Me quedaré a observar e incluso ayudaré si es necesario.

—En ese caso, os ruego que echéis el cerrojo a la puerta. No nos conviene que nadie más presencie esto.

Después de que hubiera hecho lo que ella le pedía, Kara se arrodilló junto al cuerpo. El marinero había sido un hombre de mediana edad que no había llevado una vida fácil. Al recordar lo poco que había averiguado sobre el Halcón de Fuego, crecieron las sospechas de la maga de que el bote proviniera de hecho de ese desesperado navío.

El hombre que había traído el cadáver le había cerrado rápidamente los ojos, pero ahora Kara volvió a abrírselos.

—En el nombre de la Bruja del Mar, ¿qué estáis haciendo, muchacha?

—Lo que ha de hacerse. Todavía podéis marcharos si lo deseáis, capitán. No es necesario que toméis parte en esto.

Él se puso rígido.

—Me quedaré… es sólo que dicen que la mirada de un muerto trae mala suerte.

—Él ciertamente la ha tenido en grandes cantidades —metió la mano dentro de su bolsa, en busca de los ingredientes que necesitaba. Sin la daga, no podía convocar un fantasma como había hecho en la tumba de Bartuc. Además, si intentaba hacerlo podría incluso provocar que Jeronnan cambiara de idea y tratara de impedir que siguiera delante. No, lo que tenía en mente funcionaría bien, siempre que en el proceso el capitán no se volviera contra ella.

De una diminuta bolsita, Kara extrajo un pellizco de polvo banco.

—¿Qué es eso?

—Hueso pulverizado y una mezcla de hierbas —extendió la mano hacia el rostro del marinero muerto.

—¿Hueso humano?

—Sí. —El capitán Jeronnan no hizo ningún ruido ni protestó, lo que alivió a la nigromante. Kara colocó la mano sobre los ojos y entonces espolvoreó ambos orbes sin vida con la blanca sustancia.

A pesar de todo ello, Jeronnan contuvo la lengua. Sólo al ver que ella sacaba un frasquito negro y lo acercaba a la boca del muerto, se atrevió a interrumpirla de nuevo.

—No vais a meterle eso por el gaznate, ¿verdad chica?

Ella levantó la mirada hacia él.

—No pretendo profanarlo, capitán. Lo que hago tiene por objeto averiguar porqué ha muerto este hombre. Parece deshidratado, consumido, casi como si no hubiera tomado agua ni comida desde hace una semana. Un estado muy curioso si de verdad viene del barco al que perseguimos. Es de suponer que el capitán mantendría alimentada a su tripulación, ¿no?

—Casco es un loco, un diablo extranjero, pero sí, todavía se preocupa de que sus hombres coman.

—Tal como suponía. Y si este pobre desgraciado no proviene del Halcón de Fuego, nos corresponde averiguar a qué barco pertenecía, ¿no estáis de acuerdo?

—Tenéis razón, chica… perdonadme.

—No hay nada que perdonar.

Con el frasquito ya destapado, utilizó una de sus manos para abrirle las mandíbulas al marinero. Una vez hecho esto, Kara le dio la vuelta de inmediato para que su contenido se vertiera sin tardanza por la garganta del hombre. Satisfecha, volvió a tapar el frasco y se echó hacia atrás.

—Quizá podáis al menos decirme cómo esperáis descubrir algo.

—Ya lo veréis —se lo hubiera explicado, pero Jeronnan no sabía lo deprisa que tenía que trabajar ahora. En conjunción con el polvo, el líquido que Kara había utilizado haría efecto durante muy poco tiempo, y la nigromante tenía todavía que conjurar la parte final del hechizo. Una vez hecho esto, le dio unas palmadas al cadáver sobre el pecho, una, dos, tres. Y mientras lo hacía, mantenía la cuenta del paso de los segundos.

El marinero muerto dejó escapar un jadeo audible mientras sus pulmones buscaban el aire.

—¡Por los dioses del cielo! —balbució Jeronnan mientras retrocedía un paso—. ¡Lo habéis resucitado!

—No —respondió Kara, seca. Ya sabía que el capitán iba a confundir el acto con una resurrección. Los extraños nunca entendían las muchas facetas del trabajo de un nigromante. Los seguidores de Rathma no jugaban con los muertos como muchos creían; eso iba contra sus enseñanzas—. Y ahora, por favor, capitán Jeronnan, dejadme proceder.

Jeronnan dejó escapar un gruñido, pero, por lo demás, permaneció en silencio. Kara se inclinó sobre el marinero y miró sus muertos ojos. Un tenue resplandor dorado emanaba de ellos; una buena señal.

Ella se echó atrás.

—Dime tu nombre.

De los fríos labios brotó una sola palabra.

Kalkos.

—¿De qué barco vienes?

Otro jadeo de aire y luego:

El Halcón de Fuego.

—Así que sí que viene de…

—¡Por favor! ¡No habléis! —al cadáver, preguntó:— ¿Viste cómo se hundía el barco?

Noooo…

Curioso. Entonces, ¿por qué lo había abandonado?

—¿Fueron los piratas?

De nuevo una respuesta negativa. Kara estimó el tiempo que le quedaba y se dio cuenta de que era mejor que se centrara en lo importante.

—¿Todo el mundo abandonó el barco?

Noooo…

—¿Quién quedó atrás? —la nigromante trató de contener la impaciencia de sus palabras.

Una vez más, el cadáver inhaló.

Casco… capitán —la boca se cerró. Algo no iba bien. El cuerpo del marinero casi parecía renuente a añadir más, pero finalmente dijo con voz entrecortada—. Hechicero…

¿Un hechicero? La respuesta pilló desprevenida a Kara por un momento. Había esperado oírlo hablar o bien de los ladrones que habían robado la armadura, o bien, a la vista del acto desesperado de la tripulación, de los dos espectros que la habían secuestrado. Ciertamente su presencia hubiera bastado para convencer a un grupo de endurecidos marineros de que era preferible afrontar los peligros del mar.

—¡Descríbelo!

La boca se abrió, pero ninguna palabra brotó de ella. Al igual que ocurría con el del fantasma, este hechizo sólo permitía repuestas sencillas. Kara maldijo en silencio y entonces alteró la pregunta.

—¿Cómo vestía?

Una inhalación… luego:

Armadura…

Ella se puso tensa.

—¿Una armadura? ¿Una armadura roja?

Ssssí…

Algo inesperado. De modo que, aparentemente, uno de los supervivientes de la tumba sí que había sido un hechicero después de todo. ¿Podía tratarse de ese tal Norrec Vizharan del que había hablado el anterior fantasma? Repitió el nombre al marinero y le preguntó si lo conocía. Desgraciadamente, no era así.

No obstante, Kara había descubierto mucho de lo que deseaba saber. La última vez que aquel hombre, Kalkos, había visto al Halcón de Fuego, no sólo estaba a flote, sino que la armadura que ella estaba buscando seguía a bordo.

—Sin tripulación —comentó a un silencioso capitán Jeronnan—. Así no puede llegar muy lejos, ¿verdad?

—Lo más probable es que avance en círculos, si sólo el capitán y ese brujo siguen a bordo —Jeronnan titubeó y entonces preguntó—. ¿No tenéis más preguntas?

Sí que las tenía, pero ninguna que un cadáver pudiera responder. Kara deseó fervientemente seguir teniendo su daga. Entonces hubiera podido tomarse más tiempo e invocar un verdadero espíritu, que hubiese podido contestar con respuestas más largas y coherentes. Un nigromante de mayor edad y experiencia hubiera podido realizar tan fantástica hazaña sin recurrir al uso de una herramienta, pero Kara sabía que todavía faltaban algunos años antes de que ella alcanzara ese punto.

—¿Qué hay de él? —insistió el antiguo oficial—. ¿Qué le ocurrió a él… y al resto de la tripulación, ya que estamos, chica? Un día con mar brava es suficiente para matar a un hombre, pero hay algo inquietante en su aspecto…

Un poco avergonzada porque Jeronnan hubiera tenido que recordárselo, Kara volvió a inclinarse sobre el cadáver.

—¿Dónde están tus camaradas?

No hubo respuesta. Ella tocó rápidamente el pecho, sintió que se hundía bajo la leve presión de sus dedos. El componente líquido del hechizo había empezado a perder su potencia.

La nigromante sólo tenía una oportunidad. Los ojos de un muerto retenían a menudo las últimas imágenes que había presenciado en vida. Si el polvo que había vertido sobre ellos conservaba todavía algún vigor, Kara sería capaz de ver esas imágenes por sí misma.

Sin mirar al capitán, dijo:

—En ninguna circunstancia debo ser interrumpida en el siguiente paso. ¿Lo habéis entendido?

—Sí —pero Jeronnan lo dijo con mucha renuencia.

Kara situó su mirada directamente sobre los ciegos orbes y entonces empezó a murmurar. El dorado tinte de los ojos la envolvió, la atrajo. La nigromante combatió el deseo instintivo de huir del mundo de los muertos y se arrojó por completo al interior del hechizo que acababa de lanzar.

* * *

Y repentinamente se encontraba a bordo de un bote, en mitad de un mar azotado por la tormenta, remando con todas sus fuerzas, como si los mismísimos tres Males Primarios estuviesen persiguiendo la diminuta embarcación. La nigromante miró hacia abajo, vio que sus manos eran gruesas, callosas, las manos de un marinero… las manos de Kalkos.

—¿Dónde está el bote de Pietr? —le gritó un hombre barbudo.

—¿Cómo voy a saberlo? —replicó su propia boca con voz profunda y amarga—. ¡Tú rema! ¡Tenemos una oportunidad si nos dirigimos al este! ¡Esta tormenta del demonio tiene que terminar alguna vez!

—¡Deberíamos haber traído al capitán con nosotros!

—¡Nunca hubiera abandonado el barco, ni aunque fuera a hundirse! ¡Si quiere viajar con ese maestro de demonios, déjalo!

—¡Cuidado con esa ola! —gritó alguien más.

Su cabeza se volvió en aquella dirección mientras de sus labios escapaban epítetos que Kara jamás hubiera imaginado en boca de un hombre. En la lejanía, divisó otros dos botes salvavidas, cada uno de los cuales estaba atestado de hombres desesperados.

De repente, el hombre barbudo se irguió, cosa no muy sabia en tales circunstancias. Miraba boquiabierto a algo que había tras ella (tras Kalkos) y señalaba frenéticamente.

—¡Mirad! ¡Mirad!

En el extremo del campo de visión del marinero emergió un tentáculo vasto y serpentino.

—¡Virad! ¡Virad! —exclamó Kalkos—. ¡Vuelve a sentarte, Bragga!

El hombre barbudo volvió a su sitio. Aquellos que podían manejar los remos trataron desesperadamente de hacer virar al bote.

Sobre el estrépito de las olas y el retumbar del trueno, Kara escuchó el distante grito de varios hombres. Kalkos miró en aquella dirección y contempló la horripilante visión de varias docenas de tentáculos que se cernían sobre otro de los botes. Algunos hombres fueron elevados por los aires, algunos de ellos por las ventosas de los tentáculos, otros por macabras garras prensiles —casi como manos— que arrancaban a los marineros del bote como si fuesen flores.

Kara suponía que los marineros serian llevados hasta la cavernosa abertura que había divisado ahora en el centro de una forma inmensa y monstruosa, una criatura que era como un calamar gigante, pero con sólo un inmenso orbe y una carne horrorosa que contradecía su pertenencia al plano mortal. Por el contrario, no obstante, el monstruo los sostuvo en alto sin más mientras usaba más de aquellos apéndices con garras para pegar otros marineros a las ventosas. Las víctimas chillaban, rogando a aquellos que se encontraban en la distancia que los salvaran.

—¡Remad, malditos! —bramó Kalkos—. ¡Remad!

—¡Te dije que no nos dejaría marchar! ¡Te lo dije!

—¡Calla, Bragga! ¡Calla…!

Una vasta ola rompió contra el costado del bote y arrojó a un hombre por la borda. Junto a la diminuta embarcación, un racimo de tentáculos se alzó de las aguas, rodeó a los compañeros de Kalkos por todas partes y se extendió can avidez hacia ellos.

—¡A ellos con las armas! ¡Es nuestra única…!

Pero aunque los hombres lograron detener el asalto de algunos de los demoníacos brazos, uno por uno fueron arrancados al bote, gritando… hasta que sólo Kalkos, armado con un remo, permaneció a bordo.

Kara sintió un estremecimiento mientras unos húmedos tentáculos se apoderaban de sus piernas, la sujetaban por los brazos. Sintió que las ventosas se pegaban a su cuerpo… ¡No! ¡Todo aquello había ocurrido en el pasado! ¡Aquello le había ocurrido a Kalkos, no a ella!

Pero a pesar de saberlo, sintió el horror del marinero mientras una cosa nueva y terrible ocurría. A pesar de la ropa, Kalkos se sintió más débil, abatido… como si la misma vida le estuviera siendo absorbida del cuerpo. Su carne se marchitó y se secó a pesar de toda la humedad que lo rodeaba. Se sintió como un pellejo de agua cuyo contenido estuviera siendo drenado rápidamente.

Y entonces, justo mientras toda la vida parecía serle arrebatada, cuando sentía su cuerpo como si no fuera más que una cáscara seca, los tentáculos lo dejaron de pronto caer sobre el bote. Era demasiado tarde para que pudiera sobrevivir, Kalkos, lo sabía, pero era mejor pasar sus últimos momentos en la embarcación que en el gaznate de una bestia infernal como aquella.

Sólo al notar que unas garras lo tomaban por los brazos y lo obligaban a incorporarse recobró la consciencia el tiempo suficiente para darse cuenta de que alguien más se había reunido con él a bordo del bote salvavidas.

No… no alguien, sino algo.

Hablaba con una voz que parecía el zumbido de un enjambre de insectos en plena agonía; aunque Kara trató de distinguir su forma, los ojos de Kalkos ya no veían con claridad. La maga no podía percibir más que una aterradora forma roja y esmeralda que se cernía sobre el agonizante marinero, una forma que no se correspondía a ninguna realidad humana. Unos ojos hipertrofiados de un intenso color amarillo y que parecían no tener pupilas se posaron sobre el desdichado Kalkos.

—El descanso de la muerte no se te ha concedido todavía —chirrió—. ¡Hay cosas que éste debe saber! ¿Dónde está el necio? ¿Dónde está la armadura?

—Yo… —el marinero tosió. Sentía una terrible sequedad en el cuerpo, incluso Kara la sentía—. ¿Qué…?

Su inhumano inquisidor lo zarandeó. Un par de lancetas afiladas como agujas brotaron de ninguna parte y se apretaron contra el pecho de Kalkos.

—Este no tiene tiempo, humano. Puede ofrecerte mucho dolor antes de que tu vida huya. ¡Habla!

En algún lugar de su interior, Kalkos encontró las fuerza para obedecer.

—El extraño… la armadura… sangrienta… sigue en el… ¡Halcón de Fuego!

—¿Dónde está?

El marinero logró señalar.

El demonio, porque Kara sabía que eso es lo que era, emitió un sonido chirriante y luego inquirió:

—¿Por qué huísteis? ¿Por qué escapasteis?

—Él… demonios en el barco.

La siniestra criatura dejó escapar un sonido que Kara no hubiera esperado jamás en uno de los suyos, un sonido que reconoció al instante como señal de consternación.

—¡Imposible! ¡Mientes!

El marinero no respondió. Kara sintió que se desvanecía. Su último intento por responder a la monstruosa criatura le había robado la poca vida que le quedaba.

La criatura dejó caer a Kalkos y una sacudida doloroso asaltó a la nigromante mientras el cuerpo chocaba contra el bote. Escuchó de nuevo el zumbante sonido de la criatura y entonces oyó cómo escupía una palabra inteligible:

—¡Imposible!

Kara entrevió por un instante tan solo el interior del bote y cómo los dedos del marinero se retorcían… y con eso, la visión terminó.

* * *

Inhalando, la nigromante se incorporó, con los ojos todavía fijos en los del cadáver.

Sintió la presencia cercana del capitán Jeronnan. El antiguo oficial posó unas manos tranquilizadoras sobre sus hombros.

—¿Estáis bien?

—¿Cuánto tiempo? —murmuró Kara—. ¿Cuánto tiempo?

—¿Desde que empezasteis a hacer lo que quiera que hayáis estado haciendo? Un minuto, puede que dos.

Tan poco tiempo en el mundo real, pero tanto y tan violento en los recuerdos del muerto. La nigromante había utilizado aquel hechizo en ocasiones anteriores, pero nunca había afrontado una muerte tan horrible como la sufrida por Kalkos.

El Halcón de Fuego navegaba un día o dos por delante de ellos, sin otra tripulación que el capitán y aquel hechicero, Norrec Vizharan. El apellido hubiera debido servirle como advertencia. ¿«Sirviente de los Vizjerei»? ¡Más bien uno de los malditos hechiceros! ¡Tenía la armadura e incluso había sido tan audaz como para ponérsela! ¿Es que no entendía el peligro que corría?

Sin una tripulación, incluso él tendría dificultades para conseguir que el barco siguiera su curso. Kara tendría una oportunidad de alcanzarlo, después de todo, siempre que ni los espectros ni las fuerzas demoníacas que había presenciado en la muerte de Kalkos hubieran dado ya con el asesino.

—Entonces —continuó Jeronnan mientras la ayudaba a ponerse en pie—, ¿habéis descubierto algo?

—Poco más —mintió ella, confiando en que sus ojos no la delataran—. Sobre su muerte, nada. Sin embargo, el Halcón de Fuego sigue a flote, de eso no hay duda, y tanto el capitán como aquel al que busco están todavía a bordo.

—Entonces deberíamos alcanzarlos muy pronto. Dos hombres solos no pueden hacer mucho para que un barco como ese siga navegando.

—Creo que no nos llevan más de dos días de ventaja.

Él asintió y luego se volvió hacia el cadáver.

—¿Ya habéis terminado con él, chica?

Kara se forzó a no temblar ante los recuerdos que había compartido con el desventurado Kalkos.

—Sí. Dadle un entierro digno.

—Eso lo tendrá… y luego nos pondremos en marcha en pos del Halcón de Fuego.

Mientras salía del camarote para llamar a algún marinero, Kara se envolvió en su capa, sin apartar la mirada del cuerpo, pero con la mente fija en el compromiso que acababa de adquirir… en su propio nombre y en el de cada hombre que viajaba a bordo del Escudo del Rey.

—Debe hacerse —murmuró la nigromante—. Debe ser capturado y la armadura escondida de nuevo. No importa el coste… ¡Ni importan los demonios!

* * *

—¡Xazak!

Galeona esperó, pero el demonio no respondió. Miró a su alrededor en busca de la reveladora sombra. Algunas veces a Xazak le gustaba jugar, juegos con negras intenciones. La hechicera no tenía tiempo para juegos, en especial para los de esa clase, que en ocasiones resultaban fatales para alguien que no fuera su compañero de intrigas.

—¡Xazak!

Siguió sin haber respuesta. Chasqueó los dedos y la lámpara se encendió por sí sola… pero tampoco así apareció la sombra del demonio.

No le importaba. Generalmente, Xazak traía problemas. Algunas veces, la mantis olvidaba quién la ayudaba a caminar en secreto por el plano mortal.

Muy bien. Tenía mucho que hacer. La hechicera de oscura piel volvió su fiera mirada hacia un enorme cofre que descansaba en una esquina de la chillona tienda. Aparentemente, hubieran hecho falta dos soldados fornidos para arrastrar el cofre, hecho de hierro y buena madera de roble y sostenido sobre cuatro patas de león, y eso con un notable esfuerzo por su parte. Sin embargo, como ocurría con el demonio, Galeona no tenía tiempo para ir en busca de brazos fuertes, en especial ahora que, como ella sabía, todo el mundo estaba atareado levantando el campamento. No, ella misma se ocuparía de sus necesidades en la presente coyuntura.

—¡Ven!

Las esquinas inferiores del gran cofre brillaron. Las metálicas patas se sacudieron y las leoninas garras se estiraron y extendieron.

El cofre empezó a andar.

El enorme mueble se abrió camino por la tienda hacia Galeona, casi con el aspecto de un sabueso llamado por su dueña. Finalmente se detuvo a escasos centímetros de la hechicera, en espera de su próxima orden.

—¡Ábrete!

Con un prolongado crujido, la tapa se abrió.

Satisfecha, Galeona se volvió y puso una mano sobre una de las numerosas piezas de su colección colgante. La pieza se soltó por sí sola y cayó con suavidad sobre su palma extendida. La hechicera la colocó dentro del cofre y prosiguió con la siguiente.

Uno tras otro, guardó todos los objetos. Un observador que hubiera presenciado el proceso completo hubiera reparado en que, por muchas cosas que Galeona pusiera dentro del cofre, éste no parecía nunca llenarse del todo. La bruja siempre encontraba espacio para la siguiente y la siguiente…

Pero cuando estaba a punto de terminar su tarea, un leve escalofrío recorrió de arriba abajo su espina dorsal. Galeona se volvió y, tras unos momentos de búsqueda, encontró una sombra que no había estado allí un momento antes.

—¡Vaya! ¡Por fin has regresado! ¿Dónde has estado?

El demonio no respondió al principio y su forma se sumergió más profundamente en los pliegues de la tienda.

—Augustus ha ordenado que se levante todo el campamento. Quiere que salgamos en cuanto los hombres hayan terminado, sea de día o de noche.

Pero Xazak siguió sin responder. Galeona se detuvo; no le gustaba aquel silencio. Normalmente, a la mantis le gustaba parlotear, no contener la lengua.

—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa?

—¿Dónde quiere ir el general? —inquirió abruptamente la sombra.

—¿De verdad tienes que preguntarlo? A Lut Gholein, por supuesto.

El demonio pareció reflexionar sobre sus palabras.

—Sí, éste iría a Lut Gholein. Sí… podría ser lo mejor…

Ella dio un paso hacia la sombra.

—¿Qué te ocurre? ¿Dónde has estado? —Al ver que no le respondía, la bruja caminó hasta la esquina de la tienda, mientras su furia iba en aumento—. O me contestas o…

¡Fuera!

El demonio emergió violentamente de las sombras e irguió toda su forma monstruosa sobre la humana. Galeona dejó escapar un jadeo entrecortado, retrocedió tambaleándose y cayó al fin sobre los almohadones que todavía cubrían gran parte del suelo.

La muerte, en la forma de un insecto infernal con ardientes ojos amarillos y unas mandíbulas que se abrían y cerraban con rápidos chasquidos, se cernió sobre ella. Garras y apéndices como guadañas se detuvieron a un centímetro —no más— del rostro y el cuerpo de Galeona.

¡Deja de zumbar y mantente alejada de éste! ¡Lut Gholein es el destino que acordamos! ¡No hablaremos más hasta que yo lo decida!

Con eso… Xazak regresó al sombrío rincón. Su forma física se desvaneció y su sombra se tornó indistinta. Al cabo de unos pocos segundos, la única señal de su presencia era el contorno apenas visible de una forma monstruosa entre los pliegues del tejido.

Galeona, sin embargo, no se movió del lugar en el que había caído hasta que estuvo completamente segura de que la mantis no volvería a saltar sobre ella.

Cuando por fin se decidió a ponerse en pie, lo hizo bien lejos del lugar en el que acechaba la sombra. Se había aproximado mucho a la muerte, una muerte prolongada y agónica.

Xazak no hizo ningún otro sonido ni movimiento. Galeona no recordaba haber visto jamás al demonio actuar de aquella manera. A pesar de su mutuo pacto, hubiera estado más que dispuesto a asesinarla si ella no lo hubiera obedecido de inmediato… algo que se juró a sí misma que no olvidaría. Para ambos hubiera debido ser imposible quebrantar el pacto, la única razón de que se tolerasen el uno al otro durante tanto tiempo. Si Xazak había estado dispuesto a afrontar las consecuencias de acabar con el pacto y con ella, era imperativo, más que nunca, que encontrase la manera de librarse de él… lo que suponía recurrir o bien al general o bien al idiota. Al menos con los hombres sabía que siempre contaba con algún control.

La hechicera siguió llenado el cofre con el contenido de su tienda, pero las acciones del demonio no abandonaron su mente. Aparte del peligro que ahora percibía en la decisión de la criatura de romper su acuerdo, aquel ademán de ataque le había hecho formularse una pregunta cuya respuesta deseaba conocer desesperadamente. No sólo le proporcionaría la razón de la inquietante actitud de Xazak, sino también el porqué de una emoción que nunca hasta entonces había descubierto en él.

¿Qué, se preguntó Galeona, podía haber aterrorizado de aquella manera al demonio?