Norrec no salió de su camarote hasta la hora de ir a recoger la primera comida del día. Nadie le dirigió la palabra, y menos que nadie el capitán Casco, quien no había perdonado a su pasajero el haber dejado el estropicio sin recoger cerca de la borda. De hecho, Norrec apreció la falta de conversación pues no deseaba que nada demorara su regreso a la seguridad de su aposento.
Había dormido de forma irregular durante la noche, no sólo atormentado por las pesadillas sobre la gloria de Bartuc, sino también por las temibles imágenes en las que el espíritu vengativo de Fauztin acudía a reclamarlo. Hasta que el Halcón de Fuego no levó anclas no se calmó del todo. Sin duda, allá en alta mar los espíritus atribulados no podrían perseguirlo. De hecho, conforme el barco se adentraba en las tormentosas aguas, Norrec empezó a convencerse de que había imaginado la funesta visión, de que el que había tomado por Fauztin había sido en realidad otro Vizjerei —porque ciertamente el puerto se encontraba lo suficientemente próximo a las tierras orientales— o la invención completa de su propia mente atribulada.
Esta última posibilidad se le antojaba cada vez más plausible. Después de todo, Norrec había sido desgarrado tanto física como mentalmente por las demandas de la armadura maldita. Los recuerdos tanto de lo ocurrido en la tumba como de la matanza de la posada seguían con él. Por añadidura, el atavío del caudillo había llevado su resistencia hasta sus límites y más allá, obligando al soldado a atravesar una tierra quebrada a un ritmo que hubiera matado a cualquier hombre. De no ser por el hecho de que sólo parte del esfuerzo le había correspondido a él, Norrec sospechaba que hubiera muerto a lo largo del camino.
Las olas se hicieron más vigorosas conforme el Halcón de Fuego se adentraba en aguas profundas. Con cada gemido del casco, iba en aumento el convencimiento de Norrec de que en cualquier momento el mar destrozaría el viejo barco como si fuera una yesca. Y sin embargo, de alguna manera, el Halcón de Fuego continuaba adelante, saltando de una ola a la siguiente. Además, a despecho de su variopinta apariencia, tanto el capitán Casco como su tripulación demostraron ser bastante diestros a la hora de manejar su embarcación. Trepaban por los cabos y corrían por las cubiertas, manteniendo en todo momento el barco preparado para enfrentarse a los elementos.
Lo que no podían mantener a raya por completo, sin embargo, era la tormenta. Estalló al cabo de pocas horas de que partieran. El cielo se ennegreció y los relámpagos empezaron a iluminarlo por todas partes. Los vientos redoblaron su fuerza, combando los mástiles y tratando de desgarrar las velas. Norrec, que por fin se había decidido a salir a cubierta, se agarró con rapidez a la barandilla mientras el mar hacía escorarse al Halcón de Fuego.
—¡A estribor! —gritó Casco desde la cubierta—. ¡A estribor!
El timonel trató de obedecer, pero el viento y el agua luchaban en su contra. Un segundo miembro de la tripulación acudió en su ayuda y, con gran esfuerzo, los dos lograron llevar a cabo las órdenes del capitán.
Empezó a llover al fin, un torrente que obligó a Norrec a refugiarse en su camarote. No sólo no sabía nada sobre navegación sino que además, embutido por completo en una armadura como estaba, arriesgaba la vida cada vez que se acercaba a la borda. Sólo haría falta una ola fuerte para arrojarlo a las aguas.
Una lámpara sucia que se balanceaba con violencia en el techo trataba desesperadamente de mantener iluminado el camarote. Norrec se acomodó en la esquina interior del camastro y trató de pensar. Todavía no había abandonado toda esperanza de escapar de la maldita armadura, pero hasta el momento no tenía la menor idea de cómo hacerlo. Tal cosa requeriría una hechicería poderosa y él carecía de habilidades mágicas. Si por lo menos hubiese podido consultar a Fauztin…
El recuerdo de lo que creía haber visto en la cubierta regresó a él con renovadas fuerzas, haciendo que un estremecimiento gélido lo atravesara. Era mejor olvidar a Fauztin… y también a Sadun. Estaban muertos.
Llegó la noche y la tormenta no amainaba. Norrec se obligó a bajar al comedor, donde advirtió por vez primera que parte de la tripulación lo observaba con algo que ya no era sólo desinterés y desdén. Algunas de las miradas parecían casi hostiles, hostiles y al mismo tiempo amedrentadas. Norrec no albergaba la menor duda de que tenía que ver con la armadura. ¿Quién era él, debían de estarse preguntando? La armadura hablaba de poder, de autoridad. ¿Por qué alguien como él iba a viajar en una miserable embarcación como el Halcón de Fuego?
Volvió a llevarse la comida al camarote, pues prefería su solitaria atmósfera. Esta vez la encontró más aceptable, o quizá era que las anteriores comidas habían destruido su sentido del gusto. Norrec la devoró y luego se tumbó y trató de dormir. No estaba impaciente por hacerlo, pues ni los sueños de Bartuc ni las pesadillas sobre lo ocurrido en la tumba le resultaban tentadores. Sin embargo, la fatiga no tardó en apoderarse de él. Como buen veterano de numerosas campañas, Norrec Vizharan sabía que no tenía sentido tratar de oponerse a ella. Ni siquiera el violento balanceo del Halcón de Fuego pudo impedir que sus ojos se cerraran.
—Sería agradable… poder descansar —dijo una voz cascada y al mismo tiempo familiar—, pero, después de todo… tal como dicen… no hay descanso para los malditos, ¿eh?
Norrec se puso en pie de un salto, con los ojos muy abiertos. La linterna apenas despedía luz alguna, pero incluso esa poca permitió al guerrero comprobar que no había nadie más en la habitación.
—¡Maldición! —otra pesadilla. Al mirar la linterna, Norrec se dio cuenta de que debía de haberse quedado dormido sin advertirlo. La voz había estado en su cabeza, en ningún otro lugar, la voz de un camarada ahora perdido…
La voz de Sadun.
Estalló un trueno. El Halcón de Fuego se estremeció. Norrec se sujetó a un lado del camastro y luego empezó a subir de nuevo a él.
—Deberías haber… escuchado a Fauztin… Norrec. Ahora… puede que sea… demasiado tarde.
Se detuvo donde se encontraba mientras su mirada se dirigía hacia la puerta.
—Ven con nosotros, amigo… Ven con Fauztin… y conmigo.
Norrec se incorporó.
—¿Sadun?
No hubo respuesta, pero algunos de los tablones que había en el exterior del camarote crujieron como si alguien caminase sobre ellos, y de pronto el sonido se detuvo frente a su puerta.
—¿Hay alguien ahí fuera?
El Halcón de Fuego se escoró y estuvo a punto de arrojarlo al suelo. Norrec se apoyó contra una pared, sin que sus ojos abandonaran un solo instante la puerta. ¿Era posible que hubiera imaginado el trabajoso graznido de la voz de Sadun?
Los días transcurridos desde el horror de la tumba habían puesto a prueba los nervios del veterano más que cualquier batalla en la que hubiese participado, y, sin embargo, algo en su interior urgía a Norrec a aproximarse a la puerta. Lo más probable era que cuando la abriese no encontrase nada. Sadun y el Vizjerei no podían encontrarse allí, esperando al amigo que de forma tan terrible los había asesinado. Tales cosas no ocurrían salvo en los cuentos que se narraban entre susurros alrededor de las hogueras de los campamentos y a altas horas de la noche.
Pero cosas tales como la funesta armadura que Norrec llevaba tampoco ocurrían más que en los cuentos.
Los tablones volvieron a crujir. Norrec apretó los dientes, extendió la mano hacia el picaporte…
La mano cubierta por el guantelete se sacudió brusca y repentinamente… y empezó a despedir un siniestro resplandor rojizo.
Norrec retrajo la mano y observó maravillado cómo se desvanecía el resplandor. Volvió a extenderla, pero esta vez no ocurrió nada. Tras reunir fuerzas, giró el picaporte y abrió la puerta de par en par…
El viento y la lluvia le azotaron el rostro, pero no había ninguna sombra terrible al otro lado de la puerta del camarote apuntándolo con un huesudo dedo a modo de acusación.
Tras recoger su capa, Norrec salió apresuradamente y miró a derecha e izquierda. A proa distinguió las formas indistintas de varios hombres que se esforzaban por mantener las velas aparejadas, pero no encontró ni rastro de los supuestos fantasmas.
El ruido apresurado de unos pies le hizo volverse de nuevo hacia popa, donde vio a uno de los hombres de Casco dirigiéndose hacia proa. El hombre hubiera pasado a su lado sin dedicarle una mirada, pero el soldado lo sujetó del brazo. Ignorando su mirada feroz, exclamó:
—¿Has visto a alguien por aquí antes? ¿Alguien que pasara cerca de mi camarote?
El marinero escupió su respuesta en otra lengua y luego se apartó de Norrec como si acabara de ser tocado por un leproso. Norrec observó cómo se alejaba y se volvió hacia la borda. Una idea que se le antojaba por completo absurda llenaba su mente, pero a pesar de todo se arriesgó a acercarse a la barandilla y a asomarse al otro lado.
Las olas rompían sin descanso contra el desgastado casco del Halcón de Fuego, tratando con todas sus fuerzas, se diría, de atravesar la madera y enviar al navío y a sus ocupantes al fondo de sus acuosas profundidades. Por todas partes, el mar se debatía salvajemente y algunas veces llegaba a alzarse a tales alturas que Norrec tenía dificultades para ver los cielos.
Pero de su supuesto visitante, no vio ni rastro. No había ningún fantasma vengativo aferrado al costado del barco. Las implacables sombras de Sadun Tryst y Fauztin no habían, después de todo, esperado al otro lado de la puerta de su camarote. Se las había imaginado, tal como había creído en un primer momento.
—¿Tú? ¿Qué haces fuera? ¡Adentro! ¡Adentro! —la forma bamboleante del capitán Casco se aproximó a Norrec desde la proa. Parecía completamente enfurecido de ver que su único pasajero se había atrevido a afrontar los elementos. Norrec dudaba que fuera preocupación por su bienestar. Como ocurría con el resto de la tripulación, un rastro de temor teñía las coléricas palabras de Casco.
—¿Qué ocurre? ¿Qué va mal?
—¿Mal? —le espetó como respuesta el cadavérico marinero—. ¿Mal? ¡Nada mal! ¡Vuelve camarote! ¡Fuera hay tormenta! ¿Eres tonto?
Tentado a medias de responder con un «sí» a su pregunta, Norrec no se molestó en discutir con el capitán. Mientras el tullido marinero lo observaba, regresó a su camarote y cerró la puerta frente al ceñudo semblante de Casco. Al cabo de un momento, escuchó cómo se alejaba cojeando.
La idea de tratar de volver a dormirse no lo atraía en absoluto, pero a pesar de ello lo intentó. Al principio, sus pensamientos se vieron recorridos por preguntas aceleradas, a todas las cuales podía el veterano dar respuesta salvo a una. Esa única pregunta se refería al guantelete escarlata y a la razón de que hubiera empezado a brillar justo antes de que él saliera. Si ningún peligro lo había acechado al otro lado de la puerta, ¿qué razón tenía la armadura para haber tomado aquella medida de protección? Cierto, no se había apoderado de él, pero sus acciones parecían a pesar de todo haber obedecido a un propósito…
Norrec se quedó dormido mientras seguía preguntándose las razones de la reacción de la armadura. No despertó hasta que el estallido de un trueno que sacudió el camarote por entero estuvo a punto de hacerlo caer del improvisado camastro. Desorientado, trató en vano de calcular cuánto tiempo habría pasado dormido. La tormenta seguía arreciando con fuerza, lo que para Norrec significaba que no podían haber sido más que unas pocas horas. Raramente había durado cualquier tormenta que él hubiera sufrido más de un día, aunque también suponía que en alta mar las cosas podían ser diferentes.
Con los brazos y las piernas rígidos, se estiró y luego trató de volver a conciliar el sueño.
Un prolongado crujido, muy diferente a un trueno, le hizo ponerse de nuevo en pie. Lo reconoció, a pesar de que no lo había oído muy a menudo. Era el sonido de la madera al romperse.
Y en un barco que navegaba en medio de la tormenta, eso podía augurar la perdición para todos.
Salió a toda prisa del camarote y corrió a proa. Los gritos de la tripulación le informaron de que ésta estaba reaccionando ya para enfrentarse a cualquiera que fuera el peligro que los amenazaba, pero él sabía lo difícil que debía de ser su tarea si de verdad había sucedido lo que sospechaba. Ya era suficientemente malo que el barco hubiera sufrido desperfectos, pero tratar de repararlos en medio de tal caos…
Un momento más tarde, sus peores temores se habían hecho realidad. Justo delante de sí, varios marineros luchaban por impedir que uno de los mástiles se partiese por la mitad. Tiraron de los cabos, tratando de mantener en su lugar la parte superior mientras otros hombres intentaban reforzar la zona de la rotura con tablones, clavos y más cabos. Norrec, sin embargo, podía ver con toda claridad que sus esfuerzos estaban condenados al fracaso. El mástil se inclinaba más y más y, cuando cayera, los otros no tardarían en seguirlo.
Quería hacer algo, pero ninguna de las habilidades que había aprendido a lo largo de su vida le seria de ayuda a aquellos marineros expertos. Bajó la mirada hacia los guanteletes que cubrían sus manos. La coloración escarlata las hacía parecer poderosas, llenas de fuerza. Y sin embargo, a pesar de su tan cacareado poder, el legado de Bartuc no le servía ahora de nada.
El pensamiento se disolvió mientras una inquietante aura azulada se formaba sin previo aviso alrededor de cada guantelete.
Norrec se vio de pronto corriendo hacia delante. La armadura había vuelto a tomar el control. Por una vez, sin embargo, el veterano no trató de resistirse, seguro como estaba de sus intenciones aunque no de sus métodos. La armadura deseaba llegar a su lejano destino y no lo lograría si Norrec y ella se hundían en el fondo del mar. Aunque sólo fuera por la vida de Norrec, tenía que actuar.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó el capitán Casco, convencido sin duda de que este torpe pasajero no lograría más que hacer que la terrible situación empeorase aún más. Norrec, sin embargo, pasó a su lado sin miramientos y estuvo a punto de derribar al tullido marinero.
El mástil emitió un ominoso crujido, señal evidente de que sólo restaban segundos antes de que se desplomase sobre el siguiente. Norrec tomó aliento y esperó ansiosamente a que la armadura actuara.
—¡Kesra! ¡Qezal irakus!
Los rayos puntuaron cada palabra que brotaba de los labios del soldado, pero Norrec no les prestó atención. Lo que sí vio, lo que sin duda vieron todos aquellos que se encontraban a su alrededor, fue que varias formas de color verde brillante rodeaban de pronto e incluso se aferraban al destrozado mástil. Tenían brazos fuertes y lustrosos terminados en dedos con ventosas, pero donde debieran haber estado las piernas, las monstruosidades poseían cuerpos que recordaban a gigantescas babosas. Las criaturas siseaban y reptaban y sus rostros, sólo visibles a medias, remedaban la idea surgida de la mente de algún artista demente de un murciélago maquillado como un payaso, con el rostro pintado y todo lo demás.
Los marineros huyeron, presa del pánico, abandonando maderas y cabos. El mástil empezó a caer…
La resplandeciente horda tiró de él para devolverlo a su lugar. Mientras algunos lo sostenían allí, otros empezaban a reptar a su alrededor y en torno a la grieta. Conforme se movían, iban dejando un reguero de limo sobre las fisuras. Al principio Norrec no entendió lo que pretendían, pero entonces advirtió que el limo se endurecía casi de inmediato, reforzando y estabilizando el mástil. Una vez tras otra las criaturas se arrastraron a su alrededor en una loca carrera que no tenía meta. Sus semejantes, que ya no eran necesarios para sostener el mástil, observaban y esperaban, siseando con lo que parecían ruidos de aliento para los que daban vueltas alrededor del poste.
—¡Kesra! ¡Qezal ranaka!
Los demonios bajaron velozmente del mástil y se agruparon. Norrec apartó la mirada de la horrible banda y se volvió hacia su obra ya terminada. A pesar de la tormenta, ahora el mástil se balanceaba tan sólo como si estuviera mecido por una suave brisa. No sólo lo habían reparado sino que lo habían reforzado en tal medida que lo más probable era que resistiese más que los otros dos.
Como si estuviera satisfecha, la armadura hizo un ademán negligente hacia los demonios. Un estallido de luz tan brillante que Norrec tuvo que escudarse los ojos cubrió a la impía jauría. El siseo de las criaturas se hizo más intenso, más áspero, hasta que, con lo que pareció un suspiro, la luz se desvaneció y no quedó rastro de aquellas criaturas semejantes a babosas, ni tan siquiera un mero reguero de limo.
Aparentemente indiferente a todo ello, la tormenta continuaba arreciando y zarandeando de un lado a otro al Halcón de Fuego. Sin embargo, a pesar de la continua amenaza que significaba, la tripulación se negaba a regresar a sus puestos y solo lo hizo cuando por fin empezó el capitán a dar gritos. Los marineros que pasaban cerca de Norrec lo evitaban y en sus expresiones resultaba bien evidente el temor que les inspiraba. Sí, posiblemente sus vidas habían sido salvadas por los demonios que había convocado, pero saber que viajaban con alguien que podía gobernar a tan terroríficas apariciones perturbaba a aquellos hombres hasta el mismo corazón de sus almas.
Pero a Norrec no le importaba. Sus piernas estaban tan cansadas que amenazaban con dejarlo caer. Aunque había sido la armadura la que había realizado el hechizo, se sentía de pronto como si acabase de reparar el mástil él solo y con las manos desnudas. Esperó a que la armadura lo guiara de vuelta al camarote, pero aparentemente, ahora que el peligro había pasado, lo había dejado al mando de todo.
La coraza de metal parecía pesar un millar de kilos mientras se volvía y se alejaba por cubierta. Seguía sintiendo a su alrededor las miradas intranquilas de la tripulación del Halcón de Fuego. Sin duda no tardarían en olvidar que le debían las vidas a su presencia y empezarían a pesar en lo que significaba llevar a bordo a un señor de los demonios. El miedo siempre tenía manera de convertirse en violencia…
Sin embargo, a pesar de saberlo, Norrec sólo quería llegar hasta su cama. Necesitaba dormir desesperadamente. Ni siquiera la tormenta sería capaz de mantenerlo despierto ahora. Cuando llegase la mañana haría lo que pudiera para explicar lo que había ocurrido.
Sólo esperaba que, entretanto, nadie intentara nada estúpido… y fatal.
* * *
Oscuridad. Una oscuridad cálida, envolvente.
Kara se acurrucó en su interior, la encontraba tan reconfortante que durante largo rato no sintió el menor deseo de abandonarla. Sin embargo, llegó un momento en que algo, una sensación de intranquilidad, un presentimiento, la hizo volverse, agitarse… y trató de despertar.
Escuchó también una voz.
—¡Kara! ¡Chica! ¿Dónde estáis?
La voz le resultaba familiar y lentamente la fue arrancando del olvido. Mientras hacia esfuerzos por despertar, la voluntad de Kara Sombra Nocturna se sumó a la tarea. La oscuridad, aquella nada, la tenía prisionera. La comodidad que le ofrecía la sofocaba, era un sueño eterno.
—¡Kara!
Ya ni siquiera la reconfortaba. Ahora arañaba, aplastaba, era más parecida a un ataúd que a una suave cama…
—¡Kara!
Los ojos de la nigromante se abrieron al punto.
Estaba aprisionada en una tumba de madera, con los miembros aparentemente paralizados.
En algún lugar cercano aulló un sabueso. La nigromante parpadeó, tratando de enfocar mejor la mirada. Por algunas grietas escasas se colaba una luz tenue, la suficiente para que entendiera lo que le había ocurrido. Estaba rodeada de madera por todos lados, en el interior de un árbol hueco sin aberturas. De alguna manera, la habían colocado allí, encerrada… ¿para morir?
Una sensación de claustrofobia estuvo a punto de abrumarla. Kara trató de mover los brazos, pero no pudo. Habían sido apretados contra sus costados y envueltos por excrecencias vegetales del interior del árbol. Y lo que era peor, su boca estaba cubierta por un moho que mantenía sus labios sellados por completo. Trató de proferir algún sonido, pero, amortiguado por el moho y por el grueso tronco, sabía que nadie podría escucharlo desde el exterior.
Otros sabuesos ladraron, más cerca esta vez. Se concentró en una voz, la voz del capitán Jeronnan, que la estaba llamando por su nombre.
—¡Kara! ¡Chica! ¿Podéis oírme?
Sus piernas tampoco podían moverse, posiblemente por la misma razón que los brazos. Físicamente, Kara estaba por completo indefensa.
La sensación de claustrofobia aumentó. Aunque la nigromante había pasado gran parte de su vida en reclusión, siempre había tenido libertad de movimiento, libertad de elección. Sus fantasmales atacantes se las habían arrebatado. Por qué no la habían matado sin más, era cosa que la desesperada maga no podía decir. Pero si no lograba escapar pronto, su muerte no seria menos segura… y se produciría de un modo más lento y horripilante.
Y ese pensamiento, acompañado por la creciente sensación de que el tronco del árbol se cerraba sobre ella, la empujó como ninguno de sus maestros había hecho jamás. Quería escapar, liberarse, no sufrir los prolongados tormentos de la inanición…
Maniatada como estaba, tapada hasta la boca, ningún hechizo sofisticado hubiera podido salvarla. Sin embargo, la emoción desnuda, que generalmente los seguidores de Rathma mantenían por completo bajo control, hirvió ahora en su interior, demandando ser liberada. Kara contempló la madera que la aprisionaba, la vio como su némesis, su propia tumba.
No moriría de aquella manera, no caería frente a la oscura magia de un hechicero muerto…
No morir de aquella manera…
El interior del tronco se volvió caliente, sofocante. El sudor empapó a la nigromante. La vegetación pareció tensarse alrededor de sus miembros.
No morir…
Sus ojos plateados despidieron destellos brillantes… más brillantes…
El árbol explotó.
Fragmentos de madera volaron en todas direcciones, bombardeando los alrededores. En algún lugar cercano, Kara escuchó aullidos de perros y voces coléricas de hombres. Pero no podía hacer nada por ellos y, a decir verdad, no hubiera podido hacer nada más por sí misma. Sus brazos se habían liberado y cayó hacia delante. La reacción instintiva de protegerse con las manos la salvó de golpear el suelo con la cabeza, pero no impidió que su cuerpo chocase y que perdiera la consciencia por unos momentos.
Vagamente escuchó voces que parecían aproximarse. Un animal olisqueó el suelo cerca de su cabeza y le restregó el frío hocico por un instante contra la oreja. Escuchó una orden y entonces sintió una manos firmes pero suaves que la tomaban por los hombros.
—¡Kara! Por la Bruja del Mar, chica, ¿qué os ha pasado?
—Jeron… —logró decir, pero el esfuerzo estuvo a punto de hacer que se desmayara de nuevo.
—¡Calma, chica! ¡Tú, bobo, aquí! ¡Toma las correas de los perros! ¡Yo me encargo de ella!
—¡Sí, capitán!
Kara pasó inconsciente el viaje de regreso a Gea Kul, con la excepción de un momento en el que el posadero, que la llevaba en brazos, increpó a uno de los que lo acompañaban por haber dejado que los perros estuvieran a punto de hacerlo caer. Perdía y recuperaba la consciencia, recordando de tanto en cuando los breves instantes en que había entrevisto a los dos muertos vivientes. Había algo en ellos que la había perturbado terriblemente, mucho más de lo que hubiera creído posible.
Incluso en su presente estado, la mente de Kara era consciente de que habían sido invisibles a sus sentidos, de que ellos la habían utilizado, y no al contrario. Los nigromantes manipulaban las fuerzas de la vida y de la muerte, y no al contrario. Sin embargo, el Vizjerei y su compañero habían jugueteado con Kara como si no hubiera sido más que una novicia inexperta. ¿Cómo? Y lo que era más importante aún, ¿por qué, para empezar, seguían sobre la faz de la tierra?
La respuesta debía de estar relacionada con el error que había cometido anteriormente en la tumba. De alguna manera, aunque durante su aprendizaje jamás había escuchado nada semejante, cuando había dejado al fantasma a solas, éste había sido capaz de hacerse con el control de su cuerpo. Luego, había convocado al compañero al que había conocido en vida y los dos se habían desvanecido recurriendo a la magia antes de que ella regresase.
Una explicación sencilla, pero no del todo satisfactoria. Kara estaba pasando algo por alto; estaba segura de ello.
—¿Muchacha?
La palabra resonó en el interior de su cráneo, ahogando sus pensamientos. Obligó a sus párpados a abrirse (no se había percatado hasta ahora mismo de que estaban cerrados) y observó el semblante preocupado del capitán Hanos Jeronnan.
—¿Qué…?
—Calma chica. ¡Habéis pasado dos días sin comida ni agua! No tanto como para haceros daño de verdad, pero demasiado para vuestro propio bien.
¿Dos días? ¿Había pasado dos días atrapada en el árbol?
—Cuando desaparecisteis aquella noche, empecé a buscaros al instante, pero hasta la mañana siguiente no encontré esta bolsa cerca de la posada —levantó una pequeña bolsa de cuero en la que Kara guardaba las hierbas que necesitaba para sus invocaciones. Los nigromantes utilizaban otros ingredientes aparte de la sangre, aunque la mayoría de quienes no pertenecían a la orden lo ignoraban.
Era extraño, no obstante, que hubiese perdido aquella bolsa. Casi hubiera hecho falta que quienes la habían capturado desperdiciasen un tiempo precioso para arrancársela, pues normalmente la joven se aseguraba de que estuviera bien atada y segura a su cinto. Por supuesto, aquello tendría menos sentido todavía, puesto que la única razón por la que podrían molestarse en hacer tal cosa sería dejar una pista sobre su secuestro, cosa que difícilmente hubiera hecho un muerto viviente.
Pero lo cierto era que la habían dejado con vida, si bien enterrada en el corazón de un árbol muerto.
Se sentía muy confundida. Su irritación debía de haberse hecho evidente, porque de inmediato el posadero se apresuró a ofrecerle su ayuda.
—¿Qué ocurre? ¿Necesitáis más agua? ¿Mantas?
—Estoy… —su voz sonaba casi como el croar de una rana… y demasiado parecida a la del único asaltante de los dos al que había oído hablar. Kara aceptó agradecida un poco de agua y entonces volvió a intentarlo—. Estoy bien, capitán… y os doy las gracias por vuestra preocupación. Por supuesto, os pagaré…
—¡No tolero el lenguaje inapropiado en mi establecimiento, señorita! ¡No volváis a mencionar ese asunto!
Aquel hombre suponía un verdadero enigma para ella.
—Capitán Jeronnan, la mayoría de las personas, y en especial los occidentales, hubieran preferido que uno de los míos se pudriera dentro de ese árbol, y por supuesto jamás hubieran reunido un grupo de rescate. ¿Por qué lo habéis hecho?
El hombretón parecía incómodo.
—Siempre me ocupo de mis huéspedes, chica.
A pesar de los dolores que recorrían su cuerpo, se incorporó para poder sentarse. Jeronnan le había proporcionado una habitación como jamás hubiera podido esperar en un lugar como Gea Kul. Limpia y confortable y sin olor a pescado. Una verdadera maravilla. No obstante, Kara no dejó que lo agradable del lugar la disuadiera de formular su pregunta.
—¿Por qué lo habéis hecho, capitán?
—Tuve una hija un vez —comenzó a decir con gran renuencia—. Y antes de que lo penséis siquiera, no se parecía en nada a vos, salvo en que era bastante bonita —Jeronnan se aclaró la garganta—. Su madre era de más alta cuna que yo, pero mis éxitos en la marina me permitieron elevarme hasta una posición en la que pude contraer matrimonio con ella. Tuvimos a Terania, pero su madre no vivió mucho tras el parto —una osada lágrima emergió del ojo del posadero, pero éste se la secó rápidamente—. Durante la siguiente década, y más tiempo, no pude soportar la vida que llevaba porque me alejaba del único ser que me había quedado. Finalmente, abandoné mi puesto justo cuando ella empezaba a convertirse en una hermosa damisela y juntos cruzamos el mar hasta un lugar que yo recordaba como muy hermoso. Terania nunca se quejó, bendita sea, e incluso pareció complacida aquí.
—¿En Gea Kul?
—No os sorprendáis tanto, muchacha. Hace una década era un lugar mucho más hermoso y limpio. Algo siniestro se ha abatido sobre el lugar desde entonces, como ha ocurrido con todos los lugares de los que he oído hablar en esto tiempos.
Kara mantuvo una expresión cuidadosamente neutra. Como fiel de Rathma que era, sabía bien que los poderes de la oscuridad habían empezado de nuevo a extenderse por el mundo. El saqueo de la tumba de Bartuc no era más que un ejemplo de este hecho. Los nigromantes temían que muy pronto el mundo abandonaría el delicado equilibrio que era preciso mantener, que los vientos empezarían a soplar a favor de los Señores del Infierno.
Los demonios ya caminaban de nuevo sobre la faz de la tierra.
El capitán Jeronnan había seguido hablando mientras ella consideraba todo esto y sus últimas palabras se le habían pasado por alto a Kara. No obstante, algo atrajo su atención, tanto que tuvo que interrumpirlo:
—¿Qué?
A estas alturas, el rostro del capitán se había vuelto sombrío, muy sombrío.
—Sí, eso fue lo que ocurrió. Dos años vivimos aquí, tan felices como el que más; entonces, una noche escuché gritos provenientes de su habitación, ¡un lugar al que ningún hombre hubiera podido llegar sin pasar por encima de mí! Eché su puerta abajo, sí… y no encontré ni rastro de ella. Su ventana permanecía cerrada y registré por completo su armario, pero de alguna manera se había desvanecido de una habitación que no tenia más salidas.
Jeronnan había buscado a su hija por todas partes, ayudado por varios lugareños que estaban más que dispuestos a sumarse a la caza. Durante tres días la habían buscado y durante tres días habían fracasado… hasta que una noche, mientras trataba de conciliar el sueño, el capitán había escuchado cómo lo llamaba su hija.
Hombre cauto a pesar de sus desesperanzados deseos, se había llevado consigo la espada ceremonial que le regalara en su día su almirante. Armado con ella, el posadero se había dirigido hacia la campiña, siguiendo la llamada de su hija. Durante más de una hora, había avanzado por bosques y colinas, buscando, buscando…
Por fin, cerca de un árbol inclinado, había encontrado a su amada Terania. La chica, cuya piel estaba extrañamente pálida —más incluso que la de Kara— esperaba a su padre con los brazos abiertos.
Había vuelto a llamarlo y Jeronnan, por supuesto, había respondido. Con la espada en una mano, se había acercado a su hija…
Y ella había estado a punto de destrozarle la garganta con sus colmillos.
El capitán Jeronnan había navegado por todo el mundo, había visto muchas cosas maravillosas y perturbadoras, había combatido contra piratas y villanos en nombre de sus señores, pero ninguna experiencia de su vida había significado más para él que la crianza de su única hija.
Y nada había desgarrado más su alma que atravesar el corazón de la criatura en la que se había convertido.
—La guardo abajo —musitó para poner fin a su relato—. Una magnífica obra de artesanía y pensada para ser utilizada, por añadidura —casi como si la idea se le acabara de ocurrir, el capitán añadió—. Recubierta de plata, o yo no estaría aquí en este momento.
—¿Qué le había ocurrido? —Kara había escuchado historias semejantes, pero en ellas las causas variaban.
—¡Lo más terrible es que nunca lo averigüé! Había logrado sacármelo de los pensamientos hasta que desaparecisteis. ¡Temía que hubiera regresado a por vos! —otra lágrima escapó de sus ojos—. Todavía oigo sus gritos… el que dio cuando desapareció y el que dio cuando la maté.
No era el misterioso horror de Jeronnan el que se había llevado a Kara, pero resultaba evidente que los dos saqueadores de tumbas muertos vivientes la habían estado esperando, lo que devolvió su atención por fin a la situación en la que se encontraba en aquel preciso momento.
—Perdonadme, capitán, por parecer tan poco consternada por vuestra terrible pérdida, pero, ¿podéis decirme si algún barco partió durante el tiempo que he estado perdida?
La pregunta de Kara sorprendió al hombre con la guardia baja durante algunos instantes, pero se recuperó enseguida.
—El único barco que ha salido a la mar hasta el momento es el Halcón de Fuego, ¡un navío condenado si alguna vez he visto uno! Es sorprendente que no se haya hundido todavía.
Sólo un barco había levado anclas. Por fuerza tenía que ser el que ella buscaba.
—¿Adonde se dirigía?
—A Lut Gholein. Siempre navega a Lut Gholein.
Conocía aquel nombre. Un próspero reino situado en la costa occidental de los Mares Gemelos, un lugar en el que se reunían para comprar y vender mercaderes provenientes de todas partes del mundo.
Lut Gholein. El Vizjerei y su sonriente amigo habían recorrido todo el camino desde la tumba, moviéndose a un paso que sólo quienes no necesitaban descanso podrían mantener. Se habían dirigido específicamente a Gea Kul, cuya única razón de ser era servir como vía de paso hacia otros reinos. Pero, ¿por qué?
Sólo podía haber una respuesta. Perseguían a los miembros restantes de su grupo, a los que llevaban consigo la armadura de Bartuc. Kara sospechaba que podía tratarse de un solo hombre, pero no descartaba por completo la posibilidad de que fueran más.
De modo que aquel Halcón de Fuego llevaba a bordo a los ladrones supervivientes o a los zombis. Si este último era el caso, tendrían que ocultarse muy bien para no ser detectados, pero ella conocía historias en las que los muertos vivientes hacían cuanto era necesario para seguir persiguiendo a sus víctimas. Cruzar el mar les resultaría difícil, pero no imposible.
Lut Gholein. Puede que no fuera más que otra breve parada, pero al menos Kara tenía ahora un destino en particular.
—Capitán, ¿cuándo parte el próximo barco hacia allí?
—Muchacha, apenas podéis permanecer sentada, así que no creo…
Los ojos de plata se posaron sin pestañear sobre los suyos.
—¿Cuándo?
El capitán se rascó la barbilla.
—Tardará un tiempo. Puede que una semana, quizá más.
Demasiado tiempo. Para entonces, tanto los espectros como aquellos a los que perseguían habrían desaparecido hacía mucho, y la armadura con ellos. Más importante que la desaparición de su daga era el hecho de que la armadura del sanguinario caudillo iba de un lado a otro. Sin duda, los encantamientos que contenía atraerían a los ambiciosos y los malvados.
Y no necesariamente sólo a los humanos.
—Tengo dinero. ¿Podríais recomendarme un barco cuyos servicios pudiera contratar?
Jeronnan la observó durante un momento.
—¿Tan importante es?
—Más de lo que podéis imaginaros.
Con un suspiro, el posadero replicó:
—Hay un navío, pequeño, pero en buen estado, el Escudo del Rey, cerca del extremo norte del puerto. Puede hacerse a la mar en cualquier momento. Sólo necesita un día o dos para reunir la tripulación y algunos suministros.
—¿Creéis que podréis convencer al propietario para que me ayude?
Esto hizo que Jeronnan estallara en una ruidosa carcajada.
—¡No tenéis que preocuparos por eso, señorita! ¡Es un hombre al que hace algún tiempo no le arredraba servir a una causa, siempre que fuera buena!
Las esperanzas de Kara aumentaron. Casi se sentía lo bastante fuerte como para viajar. El Halcón de Fuego le sacaba algunos días de ventaja, pero con un buen barco podría llegar a Lut Gholein con poco retraso. Sus especiales habilidades, combinadas con algunas preguntas cuidadosamente formuladas, deberían de permitirle seguir el rastro a partir de allí.
—Necesito hablar con él. Debemos estar preparados para partir mañana por la mañana.
—Mañana por la maña…
Volvió a observarla con aquella mirada. Kara odiaba tener que insistir, pero se jugaban más que su propia salud o la paciencia del capitán.
—Así debe ser.
—Muy bien —sacudió la cabeza—. Todo estará dispuesto. Nos haremos a la mar al amanecer.
Su inesperada oferta conmovió a Kara.
—Es más que suficiente que logréis convencer al capitán del Escudo del Rey de que haga el viaje. ¡No es necesario que abandonéis vuestra amada posada! Esto ya no es asunto vuestro.
—No me gusta que nadie trate de asesinar a mis huéspedes… o de hacerles cosas peores, señorita. ¡Además, llevo demasiado tiempo en tierra firme! —se inclinó hacia delante y esbozó una sonrisa—. ¡Y por lo que se refiere a convencer al capitán, temo que no me hayáis entendido bien, mi señora maga! Yo soy el propietario de ese navío y, por todo lo que es sagrado, me encargaré de que se haga a la mar por la mañana… ¡Y os prometo que el Infierno me ha de pedir cuentas!
Mientras él se marchaba aprisa para encargarse de los preparativos, Kara se desplomó sobre la almohada, sorprendida por sus palabras. ¿El Infierno me ha de pedir cuentas?
El capitán Hanos Jeronnan no tenía la menor idea de lo fatídico que podía terminar por ser su juramento.