5

Las atronadoras nubes de tormenta volvieron el día casi tan negro como la noche había sido, pero Norrec apenas reparó en ello. Su mente seguía tratando de asumir el terror de la pasada tarde y su propia y limitada participación en ello. Más hombres habían muerto a causa de su maldita codicia; aunque, a diferencia de Sadun y Fauztin, era muy posible que éstos hubiesen merecido ser ejecutados por pasados crímenes, sus muertes habían sido demasiado atroces para el soldado. En especial, el posadero había sufrido un fin horrible, como había demostrado el demonio al regresar con pruebas más que suficientes de su siniestra destreza. Norrec sólo daba gracias porque la infernal bestia hubiera regresado poco después al reino de la nada con su premio.

Eso, por supuesto, no le había permitido escapar a las monstruosas acciones llevadas a cabo por la armadura poco después. Mientras el desesperado guerrero continuaba adelante, trataba de no bajar la mirada hacia la armadura, cuyas manchas eran pruebas de la actividad de la noche. Y lo que era peor, Norrec era consciente cada segundo que pasaba de que su propio rostro ostentaba todavía algunas manchas a pesar de sus intentos por limpiarlo. La armadura había sido muy exhaustiva en su repugnante obra.

Y mientras combatía los horrores que poblaban sus pensamientos, la armadura lo conducía sin descanso en dirección oeste. El trueno atronaba una vez tras otra y el viento seguía aullando, pero la armadura no dejaba de avanzar. Norrec no albergaba dudas de que seguiría moviéndose aunque la tormenta estallase al fin.

Había tenido un golpe de suerte al dar con una vieja y polvorienta capa de viaje que colgaba de un gancho en el salón de la posada. Lo más probable es que hubiese pertenecido al posadero, pero Norrec trató de nuevo de no pensar en tales cosas. La capa ocultaba gran parte de la armadura y le ofrecería alguna protección si la lluvia empezaba a descargar. Una bendición realmente humilde, pero a la que le estaba muy agradecido.

Cuanto más avanzaba hacia el oeste más cambiaba el paisaje y las montañas iban cediendo paso a colinas más bajas e incluso a llanuras. Ahora se encontraba a mucha menor altitud y la temperatura iba también en aumento. La vida vegetal se hizo exuberante, cada vez más semejante a las densas junglas que, según sabía el guerrero, existían en dirección sur.

Por primera vez, pudo también oler el mar. Lo que recordaba de los mapas que sus compañeros y él habían llevado le indicaba que el más septentrional de los Mares Gemelos no podía encontrarse lejos. El plan original de Norrec había sido el de encaminarse al suroeste para tratar de encontrar a un Vizjerei, pero sospechaba que la armadura maldita tenía otros planes. Durante breves momentos lo asaltó el miedo de que pretendiese recorrer a pie el mar y arrastrase a su impotente portador hasta sus negras profundidades. Sin embargo, hasta el momento la armadura de Bartuc, si bien no se había cuidado de su comodidad, lo había mantenido con vida. En apariencia necesitaba que siguiera respirando para llevar a cabo sus misteriosos propósitos.

¿Y después de eso?

El viento seguía soplando y casi azotaba a Norrec a pesar de la determinación de la maldita armadura por continuar su marcha. Hasta el momento no había empezado a llover, pero el aire era cada vez más espeso y húmedo y la niebla empezaba a levantarse. Resultaba imposible ver muy lejos y aunque eso no parecía importarle en absoluto a la armadura, de tanto en cuanto Norrec temía que se precipitara por un acantilado sin siquiera darse cuenta de ello.

A mediodía —que igualmente podía haber sido medianoche porque el sol no lograba atravesar el manto de nubes— los diablillos volvieron a aparecer en respuesta a las ininteligibles palabras pronunciadas involuntariamente por Norrec. A pesar de la creciente niebla, sólo tardaron unos minutos en regresar con su presa, un ciervo en esta ocasión. Norrec comió hasta saciarse y luego permitió gustosamente que los pequeños demonios cornudos arrastrasen el resto de la carcasa hasta su infernal morada.

Continuó sin descanso su penosa marcha, mientras el olor del mar se hacía más intenso. A duras penas podía ver lo que tenía delante, pero sabía que no podía encontrarse lejos de él… y del destino, fuera el que fuese, que la armadura le tenía preparado.

Como si pudiera leerle el pensamiento, un edificio se materializó de repente en la niebla… seguido casi de inmediato por otro. Al mismo tiempo escuchó voces en la distancia, voces que pertenecían, evidentemente, a hombres que estaban trabajando duro.

Recuperado por el momento el control de sus manos, el exhausto viajero se arrebujó en su capa. Cuanto menos vieran los lugareños de lo que llevaba debajo, mejor.

Mientras caminaba por el pueblo, Norrec divisó una indistinta pero vasta forma en la distancia. Un navío. Se preguntó si acabaría de llegar o estaría preparándose para desembarcar. Si éste era el caso, era muy probable que se tratase del destino de la armadura. ¿Por qué otra razón lo habría llevado hasta aquel lugar específico?

Una figura con atavíos de marinero venía de la dirección contraria, llevando un fardo bajo el brazo. Tenía ojos y rasgos parecidos a los de Fauztin, pero en un rostro mucho más animado.

—¡Salud, viajero! Mal día para venir desde el interior, ¿eh?

—Sí —Norrec hubiera pasado junto al hombre sin decir otra palabra, preocupado por la posibilidad de que el marinero se convirtiera en la siguiente de las víctimas de la armadura, pero sus pies se detuvieron de improviso.

Esto, a su vez, hizo que el otro se detuviera. Sin dejar de sonreír, el marino preguntó:

—¿De dónde vienes? Pareces occidental, ¡aunque resulta difícil de asegurar debajo de toda esa barba!

—Soy del oeste, sí —contestó el soldado—. He estado en un… un viaje de peregrinación.

—¿En las montañas? ¡Pero si allí no hay nada más que unas pocas cabras!

Norrec trató de mover las piernas, pero no cedieron. La armadura esperaba algo de él, pero no le indicaba el qué. Pensó rápida y furiosamente. Había llegado al puerto al que, aparentemente, se había encaminado la armadura. Norrec había asumido ya que necesitaba transporte a otro lugar, tal vez incluso el barco que podía verse en la distancia…

El barco.

Señaló la sombría forma y preguntó:

—Ese navío. ¿Parte pronto?

El marinero giró la cabeza hacia allí.

—¿El Napolys? Acaba de llegar. Estará unos pocos días, puede que hasta cinco. El único barco que sale pronto es el Halcón de Fuego, por allí —señaló al sur y entonces se aproximó, demasiado, en la ansiosa opinión de Norrec, y añadió—: Una advertencia. El Halcón de Fuego no es un buen barco. Estará en el fondo del mal cualquier día, escucha lo que te digo. Es mejor esperar al Napolys o a mi propio y excelente barco, el Odisea, aunque eso suponga una semana o más de espera. Tenemos que hacer algunas reparaciones.

Sus piernas seguían sin moverse. ¿Qué más quería la armadura?

¿Un destino?

—¿Puedes decirme hacia dónde se dirige cada uno de ellos?

—El mío va a Lut Gholein, pero pasará algún tiempo antes de que levemos anclas, como ya te he dicho. En cuanto al Napolys, navegará lejos, hasta Kingsport nada menos, un viaje largo, pero forma parte de vuestros Reinos Occidentales, ¿eh? Te llevará a casa antes, creo. Ése es el tuyo, ¿no?

Norrec no advirtió ningún cambio.

—¿Qué me dices del Halcón de Fuego?

—Parte mañana por la mañana, creo, pero ya te he advertido sobre él. Uno de estos días no logrará regresar desde Lut Gholein… ¡Eso si llega allí, para empezar!

Repentinamente, las piernas del soldado empezaron a moverse de nuevo. La armadura había averiguado lo que quería saber. Norrec saludo al marinero con un rápido gesto de la cabeza.

—Gracias.

—¡Haz caso de mi advertencia! —exclamó el marinero—. ¡Es mejor que esperes!

La armadura de Bartuc hizo atravesar a Norrec la pequeña aldea, en dirección a la parte sur del puerto. Los marineros y lugareños le lanzaban miradas cuando pasaba: su apariencia occidental no era común allí, pero nadie hizo comentario alguno. A pesar de su aspecto insignificante, el puerto aparentaba soportar un intenso tráfico. Norrec supuso que parecería más impresionante bajo la luz del día, pero dudaba que fuera a tener oportunidad de comprobarlo alguna vez.

Una sensación de inquietud se apoderó del veterano mientras entraba en la parte sur de los muelles. En contraste con lo que había visto hasta el momento, aquel lugar parecía necesitado de algunas reparaciones, y las pocas figuras que veía le parecían tan poco recomendables como los desgraciados idiotas que habían tratado de robarle en la posada. Y lo que era peor, la única embarcación visible parecía la más apropiada para una travesía deseada por una armadura maldita.

Si algún espíritu oscuro hubiera arrancado a las negras profundidades del mar un barco naufragado mucho tiempo atrás y hubiera fracasado posteriormente en un intento no demasiado esperanzado de hacerlo pasar por algo perteneciente al mundo de los vivos, el resultado hubiera parecido poco menos siniestro de lo que lo hacía el Halcón de Fuego en aquel momento. Los tres mástiles se erguían como altos centinelas esqueléticos medio embozados en sendas velas con aspecto de sudarios. El mascarón de proa, antaño una sirena de generosas curvas, había sido desgastado por los elementos hasta parecer una banshee detenida en mitad de un aullido. Y por lo que se refería al casco, algo había teñido mucho tiempo atrás la madera hasta tomarla de un color casi negro y los costados estaban cubiertos de muescas, lo que hacía que Norrec se preguntara si el navío habría servido en la guerra o, lo que era más probable, habría surcado alguna vez los mares como filibustero.

No vio tripulación, sólo una figura solitaria y sombría ataviada con una gastada casaca, de pie junto a la proa. A pesar de las incertidumbres que suponía embarcarse en un barco de aspecto tan horrible, Norrec no tenía más elección que hacer lo que la armadura le obligaba a hacer. Sin demora, llevó a su involuntario anfitrión por la plancha de embarque hacia la ojerosa figura.

—¿Qué queréis? —el esqueleto cobró la forma de un viejo de piel apergaminada y sin carne ni tendones bajo un delgado velo de vida. Un ojo apuntaba sin ver a un lugar situado a la izquierda de Norrec mientras que el otro, inyectado en sangre, observaba con suspicacia al recién llegado.

—Un pasaje a Lut Gholein —contestó Norrec, tratando de poner fin al asunto lo antes posible. Si cooperaba, quizá la armadura del caudillo le concediera libertad de movimiento por algún tiempo.

—¡Más barcos en el puerto! —replicó el capitán con tono cortante y un marcado acento. Bajo un sombrero de ala ancha llevaba el cabello blanco recogido en una cola de caballo. La descolorida casaca verde, que evidentemente había pertenecido antaño a un oficial de uno de los Reinos Occidentales, había pasado por muchas manos antes de que este hombre la reclamara—. ¡No tiempo para llevar pasajeros!

Ignorando su fétido aliento, Norrec se le aproximó y se inclinó hacia él.

—Os pagaré bien si me lleváis hasta allí.

Un cambio inmediato se operó en el comportamiento del capitán.

—¿Sí?

Confiando en que la armadura repetiría lo que había hecho en la posada, el soldado prosiguió.

—Todo lo que necesito es un camarote y comida. Si me dejan tranquilo durante la travesía, tanto mejor. Sólo llevadme hasta Lut Gholein.

La cadavérica figura lo inspeccionó.

—¿Armadura? —se frotó la barbilla—. ¿Un soldado?

—Sí —que pensase que Norrec era un renegado en fuga. Era probable que aquello aumentase el precio, pero así podría confiar más en el capitán. Era obvio que Norrec necesitaba alejarse de allí.

El viejo volvió a frotarse la huesuda barbilla. Norrec reparó en varios tatuajes que corrían desde su muñeca y se perdían en el interior de la voluminosa manga de su casaca. La posibilidad de que el barco hubiera navegado bajo bandera filibustera se hacía cada vez más plausible.

—¡Doce draclin! ¡Sólo cama, coméis aparte de tripulación y no habláis con ella! ¡Cuando atraquemos, abandonáis barco!

Norrec accedió a todo salvo al precio. ¿Cuánto era un draclin en comparación con las monedas de su propia tierra?

No tenía que haberse molestado en preocuparse. La mano izquierda se abrió y mostró varias monedas sobre la metálica palma. El capitán las examinó con codicia y las recogió una por una. Mordió una de ellas para asegurarse de que eran buenas y acto seguido las guardó en la deshilachada bolsa que colgaba de su cinturón.

—¡Venid! —pasó cojeando junto a Norrec, quien se percató por vez primera de que tenía toda la pierna izquierda entablillada hasta la altura de la bota. A juzgar por la gran cantidad de vendajes visibles y según su propia experiencia con la cirugía de campo, el veterano sospechaba que probablemente el capitán ni siquiera podría sostenerse sobre aquella pierna de no ser por las grandes tablillas. Debería haber hecho que un médico le revisara el miembro, pero tanto los vendajes como las tablillas parecían haber sido colocadas mucho tiempo atrás y acto seguido olvidadas.

Por muy poco que pudieran ser doce draclin en la tierra de Norrec, su primera visión del camarote le convenció de que había pagado un precio demasiado elevado. Incluso la habitación de la posada había parecido más hospitalaria que aquello a lo que ahora se enfrentaba. El camarote apenas superaba en tamaño a un armario; el único mueble presente era una desvencijada litera cuyo costado había sido clavado a la pared posterior. Las sábanas estaban manchadas y parecían hechas de jirones de vela, tan oscuras y groseras eran. Un olor como a pescado putrefacto reinaba en el camarote y varias marcas en el suelo eran testimonio de algún episodio pasado de violencia. En las esquinas superiores, la brisa que entraba por la puerta mecía unas telarañas mayores que la cabeza de Norrec, y cerca del suelo había hecho su morada un moho de alguna clase.

Sabiendo que no tenía elección, Norrec escondió su repugnancia.

—Gracias, capitán…

—Casco —gruñó la figura esquelética—. ¡Adentro! ¡Comida cuando suene la campana! ¿Entendéis?

—Sí.

Con un gesto seco de la cabeza, el capitán Casco lo dejó a solas. Siguiendo su consejo, Norrec cerró la puerta tras él y se sentó sobre la sospechosa cama. Para su desgracia, el camarote no tenía ni tan siquiera una portilla, lo que hubiera contribuido a mitigar el hedor.

Flexionó las manos y luego probó sus piernas. Se le había concedido movimiento por su cooperación, pero por cuánto tiempo, Norrec no podía saberlo. Supuso que la armadura esperaba pocos problemas a bordo del Halcón de Fuego. ¿Qué podía Norrec hacer salvo saltar por la borda y hundirse hasta el fondo del mar?, pero por muy terrible que se hubiera vuelto la situación, no podía todavía convencerse de que debía poner fin a su vida, en especial de manera tan horripilante. Además, Norrec dudaba que se le permitiera hacer siquiera eso, no mientras la armadura necesitara su cuerpo con vida.

Sin la menor idea de lo que debía hacer esta vez, se esforzó todo lo que pudo por dormir. A pesar del hedor —o quizá a causa de él— logró conciliar el sueño. Desgraciadamente, sus sueños resultaron de nuevo agitados, en gran parte porque ni siquiera parecían pertenecerle.

De nuevo vivía como Bartuc, solazándose en los viles actos que cometía. Un pueblo que se había demorado demasiado en aceptar su dominio sintió toda la fuerza de su justa cólera. Los ancianos del pueblo y algunos otros necios elegidos fueron arrastrados, descuartizados y luego desollados para escarmiento de los demás. Un Vizjerei que había sido descubierto espiando se convirtió en la pieza central de un macabro candelabro que no sólo iluminó los aposentos del caudillo, sino que hizo incluso que sus demoníacos sirvientes se estremecieran. Sonó una campana…

…y un agradecido Norrec despertó de su sueño. Pestañeó mientras se iba dando cuenta de que había dormido hasta la campanada que anunciaba el almuerzo. Aunque dudaba que la comida fuera a ser de su agrado, su hambre se había vuelto tan grande que no podía seguir ignorando el asunto un solo instante. Además, no quería arriesgarse a que la armadura convocara a los diablillos para alimentarlo. No había forma de saber qué decidirían ahora que podía ser comestible…

Tras envolverse en la capa, el guerrero salió del camarote y se encontró con varios hombres ajados y de aspecto amargo que se encaminaban hacia las bodegas del barco. Asumiendo que también ellos iban a comer, Norrec los siguió hasta una sala con aspecto bastante desaseado. El antiguo soldado esperó en silencio al final de la fila hasta que recibió algo de pan duro y un sospechoso plato de carne que casi hizo que anhelara la hospitalidad del posadero ladrón.

Una mirada al hosco grupo convenció a Norrec de que sería mejor retirarse a su camarote. Llevó la comida hasta la cubierta y se detuvo un momento junto a la borda para inhalar algo del relativamente fresco aire que corría por allí antes de regresar a su cuarto.

Una figura que se erguía en medio de la niebla atrajo su atención.

La comida se le cayó de las manos y se vertió por toda la cubierta, pero Norrec ni siquiera se dio cuenta.

Fauztin. Incluso envuelto como estaba en su túnica, no podía ser otro.

Los ojos muertos de su antiguo camarada le devolvieron la mirada. Desde donde Norrec se encontraba podía distinguir el agujero desgarrado donde una vez había estado la garganta del Vizjerei.

—¡Idiota! —gritó Casco desde detrás de Norrec—. ¡Qué asco! ¡Limpia! ¡Tú solo!

El sobresaltado veterano miró por encima de su hombro al enfurecido capitán y luego bajó la mirada hacia la comida tirada. Parte de la carne había manchado las botas de Bartuc.

—¡Limpia! ¡Tú solo! ¡Esta noche no más comida!

A pesar de la furia del capitán, Norrec olvidó de inmediato la comida tirada y devolvió rápidamente la mirada a la cubierta, en busca de…

Nada. No había allí ninguna figura sepulcral mirándolo. La horrible sombra se había esfumado… como si nunca hubiera estado allí.

Retrocedió con las manos temblando, sin poder pensar en nada más que en la terrible visión que acababa de contemplar. Fauztin, muerto con tal claridad, condenándolo con aquellos ojos vacíos…

Ignorando todavía la orden del capitán Casco de limpiar el estropicio, Norrec regresó a toda prisa al camarote, cerró tras de sí la puerta a cal y canto y no se atrevió a volverá respirar hasta que se encontró de nuevo sentado sobre el jergón.

Había perdido la batalla. El fantasma del hechicero había sido la primera señal. Había perdido la batalla por su cordura. Los horrores que le había obligado a afrontar la armadura maldita habían derribado las últimas barreras que protegían su mente. Seguramente, ahora la espiral descendente hacia la locura completa sería rápida. Seguramente, ahora no tendría esperanza de salvarse.

Seguramente, ahora el legado de Bartuc no reclamaría tan sólo su cuerpo, sino también su alma.

* * *

Una exhausta Kara Sombra Nocturna inspeccionaba la miserable aldea portuaria con cierta repugnancia. Acostumbrada a la belleza de la jungla y a los cuidadosamente cultivados modales de los suyos, encontraba que el puerto, Gea Kul, apestaba a demasiados cuerpos sin lavar y a demasiada devoción por las cosas materiales. Como nigromante, Kara veía el mundo en un perpetuo equilibrio entre las acciones de la vida y aquellas que tenían lugar después de la muerte, y creía que ambos aspectos debían ser cultivados con tanta dignidad como un alma pudiese reunir. Lo que había presenciado en los pocos minutos que había pasado en aquel lugar había revelado bien poca dignidad.

Le había costado un gran esfuerzo llegar hasta aquel lugar tan deprisa, un esfuerzo que la había consumido física, espiritual y, por encima de todo, mágicamente. Kara estaba desesperada por dormir un poco, pero había llegado a aquel lugar por razones que ni siquiera entendía del todo, así que tenía por lo menos que reconocer al área con la esperanza de encontrar algunas respuestas.

Después de la perturbadora pérdida de la armadura del caudillo, de su preciada daga y de los dos cadáveres, la joven nigromante había utilizado sus poderes y conocimientos para tratar de encontrarlos a todos… y eso la había conducido hasta el lugar más insospechado. Qué lazos podían unir a aquel puerto con todos los objetos de su búsqueda, Kara no podía decirlo, pero era evidente que las cosas no iban bien. Le habría gustado poder consultar con sus maestros, pero el tiempo era esencial y la habían entrenado para bastarse por sí sola tanto como fuera posible. Demorar ahora la persecución significaría tan sólo que más tarde resultaría más difícil de reanudar. Y eso no podía permitírselo. Si los ladrones planeaban llevar la armadura al otro lado del mar, tenía que detenerlos ahora.

Por lo que se refería a los espectros… no tenía la menor idea de qué hacer con aquella inquietante pareja. Nada de cuanto había aprendido en sus estudios la había preparado para ello.

Ignorando las miradas insalubres que le dedicaban los marineros cuando pasaba junto a ellos, Kara se dirigió hacia la primera posada que vio. Por un lado, la hechicera de negras trenzas necesitaba comida mientras que, por otro, confiaba en obtener algo de información. Seguramente, quienes habían transportado la armadura de Bartuc hasta allí habían necesitado algo de comida o un trago después de tan ardua tarea.

La Mesa del Capitán, pues así se llamaba la posada, había resultado un lugar con una apariencia un poco mejor de lo que ella había esperado. Aunque el edificio parecía viejo y desvencijado, el hombre de cabello cano y aspecto imponente que regentaba la posada la mantenía limpia y en orden. Kara se dio cuenta de inmediato de que en algún momento de su vida había sido oficial de marina en alguna flota, posiblemente, a juzgar por sus rasgos, una de las de los opulentos Reinos Occidentales. Aquel hombretón con patillas de hacha, dotado de un carácter alegre la mayor parte del tiempo, no malgastó ni un momento de discusión con un cliente que creía que podía marcharse sin pagar. A pesar de su avanzada edad, el posadero manejó con facilidad al marinero, de hecho mucho más joven que él, y no sólo consiguió el dinero adeudado sino que, acto seguido, depositó al delincuente en el barro y la niebla.

Tras frotarse las manos en el delantal, el propietario reparó en la presencia de una nueva clienta.

—¡Buenas tardes, señorita! —hizo una reverencia elegante a pesar de su voluminoso abdomen mientras toda su expresión se iluminaba al ver a Kara—. ¡Capitán Hanos Jeronnan, para serviros humildemente! Si me permitís decirlo, honráis mi pequeño establecimiento.

Kara no estaba acostumbrada a tan abiertas demostraciones de cortesía, de modo que a principio no contestó. Sin embargo, el capitán Jeronnan, tras advertir que la había abrumado, esperó unos segundos a que se recuperara.

—Gracias, capitán —contestó ella por fin—. Quiero algo de comida y, si tuvierais tiempo, la respuesta a algunas preguntas.

—¡Para vos, mi querida pequeña, habrá tiempo!

Se alejó tarareando para sí. Kara sintió que su rostro enrojecía. Era evidente que el capitán Jeronnan no había pretendido conseguir nada con sus comentarios, pero ninguna parte de la instrucción de la joven maga la había enseñado a reaccionar frente a los cumplidos. Sabía que algunos de sus hermanos la encontraban atractiva, pero entre los seguidores de Rathma tales cuestiones eran resueltas con la misma formalidad con la que se trataba todo lo demás.

Después de sentarse en un banco lateral, Kara observó a los otros clientes que había a su alrededor. La mayoría de ellos estaban allí para comer o beber, pero algunos tenían otros asuntos en mente. Inclinada sobre un marinero, vio a una mujer ataviada con un traje escandaloso cuyo ofrecimiento requería bien pocos prolegómenos. A su derecha, un par de hombres discutía sobre algún negocio, farfullando en un lenguaje que la nigromante ignoraba. Había también algunos hombres entre la clientela que la observaban con interés más evidente del demostrado por el capitán Jeronnan, y sin su tacto. Uno que mostró demasiado para gusto de Kara, recibió una mirada gélida de sus ojos plateados, una visión tan inquietante que rápidamente apartó la mirada, enterró la cabeza en la bebida y tembló de forma visible durante varios segundos.

El posadero regresó con un plato que contenía pescado a la parrilla y algas. Lo colocó junto con una jarra delante de la nigromante.

—Hay sidra en el pichel. Es la bebida más suave que tenemos aquí, señorita.

Kara consideró la posibilidad de hablarle sobre los fuertes brebajes de hierbas que preparaban los fieles de Rathma, pero se decantó por aceptar graciosamente la ligera bebida. Miró el pescado, cocinado con especias que despedían un sugerente aroma. Por supuesto, a estas alturas Kara hubiera estado casi dispuesta a comérselo recién sacado del mar. Sin embargo, le complació encontrar una preparación tan refinada en aquel lugar.

—¿Qué os debo?

—Sólo vuestra compañía vale el precio.

Se puso rígida, pensando en la mujer que ofrecía sus servicios a uno de los clientes.

—No soy una…

El hombre pareció desazonado.

—¡No, no! ¡Es sólo que no solemos recibir tan agradables visitas a menudo! Sólo pretendía sentarme aquí y responder a vuestras preguntas. No quería ofenderos… —Jeronnan se inclinó para acercarse a ella y susurró— y no soy tan necio como para tratar de imponer mi presencia a alguien que sigue la senda de Rathma.

—¿Sabéis lo que soy y seguís queriendo sentaros conmigo?

—Mi señora, yo he navegado por todos los mares hasta llegar al Gran Océano. He visto mucha magia, pero los magos más dignos de confianza que he conocido fueron siempre los seguidores de Rathma…

Ella lo recompensó con una leve sonrisa que tiñó de rubor sus ya rubicundas mejillas.

—Entonces quizá seáis el hombre a quien pueda confiarle mis preguntas.

El capitán se reclinó sobre su asiento.

—Sólo después de que hayáis probado mi especialidad y me hayáis dado vuestra experta opinión.

Kara cortó el pescado y probó un pequeño bocado. De inmediato cortó un segundo y lo engulló tan deprisa como el primero.

Jeronnan sonrió.

—¿Es de vuestro agrado, entonces?

De hecho lo era. Las junglas del este contenían gran variedad de maravillosas especias, pero la nigromante nunca había probado algo como aquel pescado. En menos tiempo de lo que hubiera podido imaginar, Kara había devorado gran parte de su cena, tanto que por fin volvió a sentirse como ella misma.

El capitán Jeronnan se había excusado de tanto en cuanto para atender a sus otros clientes, pero para cuando ella hubo terminado, sólo quedaban otros dos, un par de marineros de aspecto amargo que estaban claramente demasiado cansados como para hacer otra cosa que atender a sus cervezas y su comida. El posadero se sentó frente a ella y aguardó.

—Mi nombre es Kara Sombra Nocturna —empezó a decir—. Ya sabéis lo que soy.

—Sí, pero nunca había visto una que se pareciera a vos, señorita.

Kara prosiguió. En este punto no deseaba ser interrumpida con galanterías.

—Capitán, ¿habéis reparado últimamente en algo fuera de lo ordinario por aquí?

Él soltó una risilla.

—¿En Gea Kul? ¡Lo más extraordinario sería ver algo ordinario!

—¿Qué me decís… qué me decís de un hombre viajando con una armadura, posiblemente atada al lomo de un animal de carga? —la nigromante hizo una pausa para considerar un poco más las posibles implicaciones—. ¿O un hombre ataviado con una armadura?

—Hay soldados aquí. No es nada extraño.

—¿Con corazas escarlata?

Jeronnan frunció el ceño.

—Eso lo recordaría… pero no. Nadie así.

Había sido un intento desesperado. Kara quería formular otra pregunta, una muy especial, pero temía que, si lo hacía, tas buenas maneras del capitán cambiarían. Podía estar familiarizado con los de su clase, pero algunos asuntos podían ser demasiado siniestros para que los aceptara incluso él. Sin duda, la presencia de cadáveres andantes sería uno de esos asuntos.

Kara abrió la boca con la intención de explorar una senda diferente, pero lo que escapó de sus labios no fueron palabras, sino más bien un bostezo bastante prolongado.

Su acompañante la miró de arriba abajo.

—Perdonadme por ser tan franco, señorita, pero estáis todavía más pálida de lo que es habitual entre los vuestros. Creo que necesitáis un buen descanso.

Ella trató de disuadirlo, pero sólo logró bostezar de nuevo.

—Quizá tengáis razón.

—Tengo un par de habitaciones libres, señorita. Gratis para vos… y no esperaré nada a cambio, si eso os preocupa.

—Pagaré —Kara logró sacar algunas monedas de la bolsa que llevaba al cinto—. ¿Será suficiente?

Él le devolvió la mayoría.

—Con esto bastará… y no vayáis enseñando todo este dinero por ahí. ¡No todo el mundo es tan buen alma como yo!

La nigromante apenas podía moverse. Las piernas le pesaban como el plomo. Los hechizos que había utilizado para llegar hasta allí cuanto antes habían reclamado demasiado de sus fuerzas.

—Creo que me recogeré inmediatamente, si no os importa.

—Será mejor que me deis unos pocos minutos, señorita. Temo que, con la gente a la que suelo contratar, la habitación no esté preparada para vos. Quedaos aquí y regresaré enseguida.

Se marchó apresuradamente antes de que ella tuviera tiempo de protestar. Kara se enderezó, tratando de permanecer despierta. Tanto los hechizos como sus esfuerzos físicos habían requerido mucho de ella, pero aquella fatiga parecía bastante más opresiva de lo que debiera haber sido, incluso teniendo las condiciones en cuenta. Casi la hizo creer…

Se puso en pie, al mismo tiempo que se volvía hacia la puerta. Quizá Kara había juzgado mal al capitán Hanos Jeronnan. Quizá sus modales amigables escondían una cara más siniestra.

Consciente de que esta idea bien podía ser demasiado enrevesada, la nigromante se dirigió tambaleándose hacia la puerta, sin preocuparse en absoluto por lo que los dos marineros de la esquina podían pensar. Si lograba llegar a la calle, quizá pudiese aclarar lo suficiente sus pensamientos como para reconsiderar las cosas. Sí, por muy odiosos que fueran los olores del puerto, el aire del mar la ayudaría sin duda a recuperar el equilibrio.

Sus piernas estaban tan débiles que estuvo a punto de caer por la entrada. Inmediatamente respiró hondo. Parte de la pesadez de su cabeza se evaporó, lo suficiente al menos para que adquiriera una noción general de lo que la rodeaba, pero la bruja de cabello azabache necesitaba mas no podía decidir lo que hacer con respecto al posadero hasta que pudiese pensar con claridad de nuevo.

Volvió a respirar profundamente, pero mientras su cabeza se aclaraba un poco, una inmediata sensación de intranquilidad la asaltó.

Levantó la mirada hacia la oscura niebla y vio una figura cubierta por una gastada capa de viaje, de pie, a escasos metros de ella. El rostro estaba oculto tras la capucha de la capa, pero Kara, de menor estatura, pudo ver cómo emergía de ella una mano pálida. En aquella mano, la figura sostenía una daga que resplandecía incluso en la noche inundada de bruma.

Una daga de marfil.

La daga de Kara.

Otra mano pálida se alzó y apartó ligeramente la capucha para revelar un rostro que la nigromante había visto tan solo una vez antes de entonces. El Vizjerei de la tumba de Bartuc.

El Vizjerei cuya garganta había sido desgarrada.

—Tu hechizo… debería haber funcionado… mejor sobre ella —graznó una voz a su espalda.

Kara trató de volverse, pero su cuerpo seguía moviéndose con demasiada lentitud. Al mismo tiempo se le ocurrió que, a pesar de todo su entrenamiento, a pesar de toda su magia, no se había dado cuenta de que sus atacantes eran dos.

Un segundo rostro la miraba con una sonrisa siniestra. La cabeza estaba ligeramente ladeada, como si no estuviera unida por completo al cuerpo.

El segundo cadáver de la tumba. El hombre al que le habían partido el cuello.

—No nos dejas… elección.

Había alzado la mano, que blandía otra daga con la empuñadura hacia arriba. Al mismo tiempo que este hecho se grababa en su adormecido cerebro, la mano del cadáver descendió y la golpeó con fuerza.

El golpe acertó a Kara Sombra Nocturna en la sien. Dio una vuelta sobre sí misma y su cabeza hubiera sin duda chocado contra el suelo de piedra de no ser porque el muerto viviente que la había golpeado la había cogido entre los brazos. Con asombrosa delicadeza, bajó a la asombrada mujer hasta el suelo.

—La… verdad… es que no… nos dejas… elección.

Y con esto, ella se hundió en la negrura.