La serpiente de arena avanzaba sinuosa y rápidamente por el cambiante desierto. Se movía con un constante balanceo para impedir que el calor del suelo le quemase la parte baja del cuerpo. La caza había sido escasa aquel día, pero ahora que el sol había ascendido llegaba la hora, le gustase o no, de buscar cobijo. Cuando el sol hubiese descendido un poco podría volver a salir y con suerte esta vez podría atrapar un ratón o un escarabajo. En el desierto no se sobrevivía demasiado tiempo sin comida y allí la caza había sido siempre un asunto difícil.
Con esfuerzo, la serpiente coronó la última duna, consciente de que sólo unos minutos la separaban de la sombra. Una vez que hubiese superado este último obstáculo, estaría libre y en casa.
La arena que había bajo ella estalló repentinamente.
Unas mandíbulas de más de treinta centímetros de longitud se cerraron con fuerza alrededor del cuerpo del animal, que se sacudió desesperadamente y trató de escapar deslizándose. Una cabeza monstruosa emergió de las arenas, seguida por un primer par de patas semejantes a agujas.
Sin dejar de debatirse, la serpiente mordió a su atacante, siseando y tratando de utilizar su veneno. Sus colmillos, sin embargo, no podían penetrar el exoesqueleto quitinoso del artrópodo.
Una pata inmovilizó la mitad inferior del cuerpo del ofidio. La cabeza de escarabajo del enorme depredador dio un súbito tirón, al tiempo que las mandíbulas apretaban con todas sus fuerzas.
Coleando, la sangrante mitad superior de la serpiente cayó al suelo, seguida al instante por la siseante cabeza.
El negro y rojo artrópodo emergió por completo de su escondite y empezó a arrastrar su comida a un lugar en el que pudiese devorarla con tranquilidad. Con los apéndices delanteros, el depredador de casi dos metros de largo empezó a empujar la mitad inferior de la serpiente.
De pronto, una sombra se cernió sobre la horripilante criatura, que al instante volvió su voluminosa cabeza y escupió al recién llegado.
El veneno corrosivo salpicó la gastada túnica de seda de un anciano barbudo y de ojos enloquecidos. Desde lo alto de una nariz alargada, casi como un pico, miró fugazmente la crepitante masa y entonces pasó una mano nudosa sobre ella. Mientras lo hacía, tanto el ácido veneno como el daño que había causado hasta el momento desaparecieron por completo.
Unos ojos azules y acuosos enfocaron al salvaje insecto.
El exoesqueleto empezó a despedir volutas de humo. La criatura con aspecto de escarabajo dejó escapar un chillido agudo mientras balanceaba las zanquivanas patas. Trató de huir, pero su cuerpo parecía haber dejado de funcionar. Las patas se doblaron y el cuerpo se arrugó. Algunas partes del monstruoso insecto empezaron a gotear, como si la criatura no estuviese hecha ya de cáscara y carne sino más bien de cera, que empezaba a derretirse bajo los rayos del ardiente sol.
Entre chillidos, el artrópodo se desplomó convertido en una masa fundida. Las mandíbulas, tan letales para la serpiente, se disolvieron en un charco de líquido negro que no tardó en perderse bajo las arenas. Finalmente, los gritos de la agonizante criatura se interrumpieron y, mientras la figura encapuchada observaba, lo que quedaba del hasta entonces salvaje depredador desapareció, escurriéndose como las pocas gotas de lluvia que anualmente trataban de aliviar el sufrimiento de aquella tierra quebrada.
—Un gusano de arena. Demasiados ya. Hay tanta maldad por todas partes… —musitó para sí el patriarca de cabello blanco—. Hay tanta maldad por aquí… Debo ser cuidadoso, ser muy cuidadoso.
Pasó sobre la destrozada serpiente y su igualmente desgraciado depredador y se encaminó hacia otra duna situada a corta distancia. Conforme el barbudo eremita se aproximaba, la duna se hinchó repentinamente, creciendo más y más hasta que se formó en su base un portal que parecía conducir directamente al propio inframundo.
Los acuosos ojos azules se volvieron para contemplar el opresivo paisaje. Un estremecimiento momentáneo recorrió al anciano.
—Tanta maldad… Sí, debo ser muy cuidadoso.
Descendió al interior de la duna. En el momento mismo en que atravesaba la entrada, la arena empezó a desplomarse hacia dentro y llenó el pasillo tras él con tal rapidez que enseguida no quedó ni rastro de la entrada.
Y mientras la duna volvía a la normalidad, los vientos del desierto continuaban arrastrando al resto del paisaje y tanto la serpiente como el gusano de arena se unían a otros incontables moradores del desierto en un polvoriento y olvidado cementerio.
* * *
Las montañas se levantaban tras de sí, aunque cómo podía haber viajado tan lejos era algo que Norrec sólo recordaba a medias. En algún momento se había desvanecido a causa de la fatiga, pero era evidente que la armadura había continuado adelante. A pesar del hecho de que el esfuerzo no había sido suyo, cada uno de los músculos del cuerpo del veterano protestaba, y le parecía que tenía todos los huesos rotos. El viento le había agrietado los labios y tenía la mayor parte del cuerpo cubierta de sudor. Anhelaba quitarse la armadura y ser libre, pero sabía que tal sueño era vano. La armadura haría con él lo que quisiera.
Y ahora se encontraba en lo alto de una cresta, contemplando la primera señal de civilización que había visto en muchos días. Una posada malsana, un lugar digno de salteadores de caminos y bandidos más que de guerreros honestos como él. Sin embargo, con la proximidad del crepúsculo y Norrec al límite de sus fuerzas, la armadura pareció por fin comprender que tenía que ocuparse de nuevo de las debilidades de su anfitrión humano.
Se dirigió sin desearlo hacia el edificio. Había tres sombríos jumentos atados en el exterior y por lo menos otro más mostraba ruidosamente su desagrado desde un desvencijado establo que había más allá. Norrec se encontró anhelando su perdida espada; la armadura no se había molestado en recogerla cuando lo había sacado de la tumba.
Justo antes de llegar a la puerta, las piernas del veterano se combaron repentinamente. Se recuperó con rapidez y comprendió que la maldita armadura de Bartuc le había concedido el dudoso presente de permitirle entrar por sí mismo, presumiblemente para evitar sospechas.
Pero en aquel momento, el hambre y el descanso eran para Norrec más importantes que su propio orgullo, así que el soldado abrió la puerta de par en par. Rostros sombríos y suspicaces levantaron la mirada hacia él. Los allí presentes no eran solo una muestra de las razas orientales, sino también de los moradores del otro lado de los Mares Gemelos. Los cuatro eran mestizos, se dio cuenta Norrec, y aunque no tenía nada contra ellos, ciertamente no le parecieron la clase de hombre con los que le gustaría compartir posada.
La clase de lugar en la que uno debe vigilar su espalda hasta cuando va al cuarto de las putas. Sadun Tryst hubiera dicho algo así. Tryst, por supuesto, se hubiera sentado con cualquiera que le ofreciese una copa.
Pero Sadun estaba muerto.
—¡Cierra la puerta o lárgate! —gruñó el que estaba sentado más cerca.
Norrec obedeció; no deseaba enfrentamientos. Obligándose a actuar como si acabara de llegar a caballo, el exhausto guerrero mantuvo la cabeza alta mientras recorría con andares tranquilos la sala. El cuerpo le aullaba mientras se movía, pero no pensaba dejar que nadie en la sala lo supiera. Sospechaba que si les daba a aquellos hombres la menor prueba de debilidad, se aprovecharían de ella sin esperar un momento.
Se aproximó al que suponía que era el posadero, una figura colosal que imponía aún más respeto que sus parroquianos y que permanecía tras una barra gastada y arañada. Una mata de cabello castaño y sucio se abría paso bajo el borde de un viejo sombrero de viaje. Los ojos, pequeños y brillantes, miraban desde un rostro redondo y canino. Norrec había reparado en un extraño olor nada más entrar en la sala y ahora sabía que emanaba del hombre que tenía delante.
Si hubiera pensado que la armadura se lo permitiría, Norrec se habría marchado a pesar de su presente estado de necesidad.
—¿Qué? —murmuró por fin el posadero mientras se rascaba su enorme barriga. Su camisa había sido decorada con una variedad de manchas y tenía incluso un desgarrón bajo el brazo.
—Necesito comida —eso, más que cualquier otra cosa, tenía que conseguirlo cuanto antes.
—Yo necesito dinero.
Dinero. El desesperado soldado refrenó su creciente frustración. Otra cosa que había quedado atrás con los cadáveres ensangrentados de sus compañeros.
Repentinamente, su mano izquierda saltó adelante y el guantelete golpeó la barra con tal fuerza que el posadero dio un respingo. Los hombres que se sentaban a las mesas se pusieron en pie y algunos de ellos alargaron las manos hacia las armas.
El guantelete se apartó… dejando tras de sí una vieja pero resplandeciente moneda de oro.
Norrec se recobró antes que el resto y dijo:
—Y también una habitación.
Podía sentir que cada par de ojos presentes observaban ávidamente la moneda. Una vez más, Norrec maldijo a la funesta armadura. Ya que podía crear riqueza de la nada, podría haber producido algo menos conspicuo que el oro. Una vez más deseó tener consigo su espada o, al menos, un bueno y sólido cuchillo.
—Queda algo de estofado en la olla, allí —con un movimiento de la cabeza, el cetrino gigante indicó la cocina—. Hay una habitación libre en el segundo piso. La primera a la derecha.
—Comeré allí.
—Como gustes.
El posadero desapareció en la parte trasera unos pocos momentos y entonces regresó con un cuenco manchado que contenía algo que olía aún peor que él mismo. No obstante, Norrec lo aceptó gustoso. Estaba tan hambriento que incluso se hubiera comido la cabra que los diablillos habían mutilado si se la hubieran ofrecido de nuevo.
Con el cuenco bajo el brazo, Norrec siguió las indicaciones del posadero hasta la habitación. Mientras subía por la crujiente escalera de madera, escuchó murmullos apagados provenientes de la sala común. Apretó el puño desocupado. La moneda de oro se había grabado a fuego en las mentes de los hombres del piso de abajo.
La habitación resultó ser tan sombría y triste como el veterano había esperado, un armario oscuro y sucio con una ventana tan mugrienta que no permitía ver el exterior. La cama parecía estar a punto de desplomarse y lo que antaño habían sido sábanas blancas estaban ahora teñidas de un gris permanente. La solitaria lámpara de aceite daba apenas luz suficiente para iluminar sus alrededores inmediatos, por no hablar del resto de la habitación.
No había silla ni mesa algunas, así que se sentó cautelosamente sobre la cama y comenzó a devorar a cucharadas el contenido del cuenco. Si tal cosa era posible, sabía aún peor de lo que había imaginado, pero al menos parecía lo bastante fresco como para no matarlo.
La necesidad de dormir se hizo más urgente conforme la comida iba llenando su estómago. Norrec tuvo que esforzarse por permanecer despierto el tiempo suficiente para terminar y, en el momento mismo en que el cuenco estuvo vacío, lo depositó gentilmente en el suelo y se tumbó. En el fondo de su mente seguía preocupado por los parroquianos del piso de abajo, pero la fatiga no tardó en imponerse incluso a esta significativa preocupación.
Y mientras perdía lentamente la consciencia, Norrec empezó a soñar.
Se vio a sí mismo gritando órdenes a un infernal ejército de grotescos horrores que su imaginación jamás hubiera podido crear por sí misma. Salvajes abominaciones de pesadilla, cubiertas de escamas, ávidas de sangre… una sangre que Norrec parecía más que ansioso por proporcionarles. Eran demonios, sí, pero estaban bajo su control total. Arrasarían ciudades por él, masacrarían a sus habitantes en su nombre. Hasta el Infierno respetaba el nombre del Caudillo de la Sangre, él… Bartuc.
Aquel pensamiento hizo que el soldado luchara por fin por escapar al sueño. ¡Él nunca podría ser Bartuc! ¡Nunca ordenaría tales horrores para satisfacción de sus propios deseos! ¡Nunca!
Y sin embargo, tan absoluto poder tenía también su lado seductor.
Afortunadamente, la batalla interna librada por Norrec contra sí mismo terminó de forma abrupta cuando un ruido lo despertó de súbito. Abrió los ojos de inmediato y aguzó el oído para escuchar más. Qué era lo que había oído, el guerrero no podía decirlo. Un pequeño sonido, de algún modo insignificante, aunque un sonido que había encontrado asiento en su subconsciente.
Volvió a escucharlo, apenas audible al otro lado de la puerta cerrada. El crujido de unos pasos que ascendían lenta y, se hubiera dicho, muy cautelosamente.
Había otras habitaciones, sí, pero los hombres del piso de abajo no le habían parecido a Norrec tan educados como para subir con cuidado para no molestarlo. Si hubiesen subido los escalones con estrépito, sin preocuparse por él, no le hubiese dado mayor importancia. Sin embargo, tanta cautela indicaba que posiblemente tenían otra cosa en mente, algo que no sería del todo del agrado del soldado.
Si un fatigado viajero tenía una moneda de oro, era muy probable que tuviera más…
La mano de Norrec se deslizó hasta el lugar en el que debería haber estado su espada. No había nada allí. Eso lo dejaba por completo a merced de la propia armadura, una senda en la que no necesariamente podía confiar. Quizá la armadura descubriera que uno de los ladrones era más de su agrado y permitiera que el soldado fuera asesinado con facilidad…
El crujido cesó.
Norrec se incorporó tan silenciosamente como le fue posible.
Dos hombres armados con cuchillos irrumpieron por la desvencijada puerta y se precipitaron de inmediato hacia la figura que había frente a ellos. Detrás venía un tercer villano, que empuñaba una espada corta y curva. Cada uno de ellos rivalizaba con el soldado tanto en estatura como en musculatura, y tenían la ventaja de haberlo atrapado en una habitación con una ventana demasiado pequeña como para que Norrec pudiera escapar.
Alzó un puño, dispuesto a hacerles pagar…
Y el puño sostuvo de pronto un largo sable de hoja serrada y afilada. La mano de Norrec descendió con la hoja, moviéndose a tal velocidad que el primer adversario y él no pudieron hacer más que asistir boquiabiertos.
La hoja se hundió en el atacante, desgarrando la carne y los tendones sin esfuerzo. Una herida se abrió por todo el pecho del ladrón como por arte de magia y la sangre brotó con tal fuerza y rapidez que la víctima tardó un momento en percatarse de que había muerto.
El primer atacante se desplomó por fin sobre el suelo mientras sus compañeros trataban todavía de asumir aquel súbito y terrible giro de los acontecimientos. El que empuñaba la daga trató de retroceder, pero su camarada se lanzó hacia delante, ansioso por cruzar su espada con la de Norrec. Éste le hubiera advertido de la necedad de tal acto, pero al instante estaban trabados en combate.
Una vez, dos veces… eso fue todo lo que la armadura permitió a su oponente. Mientras el intruso levantaba la espada para lanzar un tercer golpe, la mano de Norrec dio un abrupto giro. La hoja del sable se volvió describiendo un salvaje zigzag.
El segundo villano retrocedió tambaleándose mientras sus fluidos vitales manaban de una horrenda herida que corría desde su garganta hasta su cintura. Dejó caer su espada al tiempo que trataba de prevenir lo inevitable.
Como si estuviera impaciente por poner fin al asunto, la mano de Norrec volvió a alzarse.
La cabeza de su enemigo chocó contra el suelo, rodó hasta una esquina y se detuvo… antes incluso de que el torso empezara a desplomarse.
—¡Dioses! —logró decir el soldado con voz entrecortada. Había sido entrenado para luchar, no para asesinar.
Bien consciente de sus posibilidades, el tercer intruso se había precipitado hacia la puerta. Norrec quería dejarlo ir, poner fin a la carnicería, pero la armadura decidió lo contrario, saltó sobre los dos cadáveres y fue tras él.
Al pie de la escalera, el único superviviente del trío luchaba por rodear al posadero, quien parecía estar tratando de averiguar por qué sus amigos habían fracasado en su tarea. Ambos hombres levantaron la vista y vieron la figura escarlata sobre ellos, la negra espada destellando. El posadero sacó una espada asombrosamente larga de su cinturón, un arma tan grande que Norrec temió por un momento que la armadura hubiera sobreestimado su invulnerabilidad. El otro hombre trató de reanudar su huida, pero un quinto malhechor que apareció de repente detrás del posadero lo empujó a la lucha.
Si esperaban interceptarlo en las escaleras, estaban muy equivocados. Norrec se vio a sí mismo saltando sobre el trío, cuyas caras de asombro rivalizaban sin duda con la suya. Dos de ellos lograron apartarse justo a tiempo, pero el solitario superviviente de la anterior debacle estaba demasiado aterrorizado como para moverse con rapidez.
La siniestra arma dispuso de él en cuestión de instantes: la hoja lo atravesó de lado a lado, reapareció por su espalda y retrocedió de inmediato.
—¡Por su derecha! —gruñó el fornido posadero—. ¡Por su derecha!
El otro espadachín obedeció. Norrec sabía con exactitud lo que el líder planeaba. Atacar desde lados opuestos, mantener al soldado distraído. Seguramente uno de ellos lograría acertarlo, en especial el posadero, cuya arma tenía casi el doble de alcance que la espada negra.
—¡Ahora! —ambos hombres golpearon al unísono, uno buscando la garganta de Norrec y el otro sus piernas, donde la armadura no lo protegía por completo. Resultaba evidente que aquellos dos habían combatido codo con codo antes de entonces, al igual que había hecho Norrec con Sadun y Fauztin. Norrec supo que, de haber estado solo, hubiera perecido allí mismo. Sin embargo, la armadura de Bartuc combatía con una velocidad y precisión que ningún ser humano podía igualar. No sólo obligó a descender a la colosal hoja del mayor de sus adversarios, sino que logró volverse a tiempo para desviar el golpe del segundo de los villanos. Y lo que es aún más asombroso, completó el movimiento con una salvaje estocada que se hundió en la garganta de este último.
Y mientras su compañero caía, la resolución del posadero se derritió por fin. Blandiendo todavía la espada delante de sí, empezó a retroceder hacia la puerta. La armadura empujó a Norrec hacia delante, pero no hostigó al último de sus enemigos.
Tras abrir la puerta de un manotazo, el posadero se volvió y se perdió corriendo en la noche. Ahora Norrec esperaba que la armadura de Bartuc lo persiguiera, pero en vez de hacerlo se volvió y lo llevó hasta el lugar en el que yacía uno de los otros cuerpos. Mientras Norrec se arrodillaba junto al cadáver, el sable se disolvió, dejándole ambas manos libres.
Para su horror, uno de los dedos se hundió en la herida mortal y retrocedió sólo cuando estuvo cubierto en gran parte de sangre. Se movió hasta el suelo de madera y dibujó sobre él un patrón.
—¡Heyat tokaris! —dejó escapar de pronto su boca—. ¡Heyat grendel!
La armadura retrocedió y, mientras lo hacía, una voluta de humo fétido y verdoso se elevó desde el sanguinolento patrón. Rápidamente formó unos brazos, unas piernas… y una cola y unas alas. Un semblante de reptil con demasiados ojos lo miró pestañeando, con desdén, un desdén que se desvaneció cuando el demonio vio lo que se erguía frente a sí.
—Señorrr… —dijo con voz áspera. Los ojos bulbosos miraron más de cerca—. ¿Señorrr?
—¡Heskar, grendel! ¡Heskar!
El demonio asintió. Sin más palabras, la monstruosa criatura se dirigió a la puerta abierta. En la distancia, Norrec escuchó el frenético ruido de los cascos de varios caballos que huían.
—¡Heskar! —volvió a ordenar su voz.
El horror reptiliano apretó el paso y abandonó la posada. Mientras salta al exterior, desplegó las alas, levantó el vuelo y desapareció en la noche.
Norrec no tenía que imaginar su objetivo. Por orden de Bartuc, había ido de caza.
—No lo hagas —susurró, seguro ahora de que cualquier espíritu que morara dentro de la armadura podía oírlo—. ¡Deja que se vaya!
La armadura se volvió hacia el primer cadáver.
—¡Maldita sea! ¡Déjalo estar! ¡No merece la pena!
Ajeno aparentemente a sus ruegos, volvió a obligarlo a arrodillarse cerca del cuerpo. La mano que anteriormente había tocado la herida con un solo dedo se plantó ahora sobre ella por entero, dejando que la sangre empapase la palma.
En el exterior se alzó un agudo y desquiciado grito humano… que fue cortado en seco con severa brusquedad.
En la otra mano de Norrec apareció una nueva arma, esta vez una daga escarlata con una punta doble en el extremo.
El aleteo le advirtió del regreso del demonio, pero Norrec no pudo girar el cuello lo bastante como para ver. Escuchó la pesada respiración de la criatura e incluso el sonido que hacían las membranosas alas al plegarse mientras descendía sobre la sala común.
—Nestu veraki… —la daga se movió hacia la garganta del cadáver—. Sestu verakuu…
El veterano soldado cerró los ojos mientras rezaba, esta vez por su propia alma. Conservaba los suficientes recuerdos sobre la muerte de sus amigos como para saber lo que iba a ocurrir a continuación. No tenía deseos de enfrentarse a ello y hubiera huido de haber podido hacerlo.
—Nestu hanti…
Pero ahora no podía hacer nada más que tratar de preservar tanto su cordura como su alma.
—Nestu hantiri…
La daga se hundió en la garganta del malhechor.
* * *
El general Augustus Malevolyn emergió del mar de almohadones, dejando a Galeona abandonada a los sueños que pudiera tener una hechicera de su calaña. Sin hacer ruido, se cubrió con algunas ropas y salió de la tienda.
Dos centinelas se pusieron firmes de inmediato, con la vista al frente. Malevolyn los saludó con un leve asentimiento de cabeza y siguió adelante.
Una ciudad de tiendas se levantaba hacia el oeste, las únicas moradas para los leales secuaces del general. A pesar de no ser más que un noble desheredado, había logrado reunir un ejército que, virtualmente, no tenía igual en todos los Reinos Occidentales. Por un precio, había servido a la causa de cualquier gobernante, reuniendo el dinero que había necesitado para sus futuras ambiciones. Hasta que un día había jurado no volver a servir a otro hombre y no descansar hasta que él mismo, Augustus Malevolyn, fuera señor de algo más que aquella extensión de tierra sin valor.
El general volvió la mirada hacia el sur, donde se extendía el vasto desierto de Aranoch. Desde hacía algún tiempo se había sentido atraído en aquella dirección, atraído no sólo por el hecho de que un premio tremendo, la rica y exuberante ciudad de Lut Gholein, se encontraba allí, a cierta distancia. A pesar de su proximidad al desierto, Lut Gholein se encontraba también a orillas de los Mares Gemelos. Debido a ello y a la fértil franja de tierra en la que se enclavaba, el reino había prosperado. En varias ocasiones, aspirantes a conquistadores habían tratado de añadir las riquezas de la ciudad a sus cofres, pero cada uno de aquellos intentos había terminado en un desastre total. No sólo estaba Lut Gholein bien defendida, sino que también parecía protegida por un encantamiento de buena fortuna. De hecho, en la mente de Malevolyn aquel encantamiento era cosa de hechicería. Algo protegía y vigilaba la ciudad.
Y ese algo era lo que más tentaba ahora mismo al comandante. De alguna manera estaba relacionado con su deseo de apoderarse del legado de Bartuc y hacerlo suyo. Malevolyn soñaba con ello, se descubría constantemente volviéndose con los pensamientos hacia ese deseo.
—Pronto —susurró para sus adentros—. Pronto…
¿Y qué harás con ese legado?, acudió el repentino pensamiento a su cabeza. ¿Emular a Bartuc? ¿Repetir sus errores al igual que sus victorias?
—No… —él no haría eso. A pesar de todo su poder, a pesar de las huestes demoníacas que obedecían sus órdenes, Bartuc había tenido un defecto que el general no podía pasar por alto. No había sido un militar de carrera. El afamado Caudillo de la Sangre había sido, en primer lugar y por encima de todo, un hechicero. Lo magos tenían su utilidad, en especial Galeona, pero eran demasiado inestables y estaban demasiado concentrados en su arte. Un verdadero comandante había de ser capaz de mantener su atención en el campo de batalla, en la logística y en los inesperados giros que daba la fortuna en la guerra. Aquella había sido en parte la razón de que Augustus Malevolyn no hubiera sido capaz de alcanzar verdadero poder con sus propias habilidades de hechicería; su carrera militar había sido su verdadera pasión.
Pero con la armadura, con la magia de Bartuc, podrías ser más que él, ¡la perfecta fusión de soldado y hechicero! Podrías ser más que Bartuc, podrías incluso llegar a eclipsarlo…
—Sí… sí… —el general concibió su imagen, grabada para siempre en los corazones y las mentes de quienes viviesen en el futuro. ¡El general Augustus Malevolyn, emperador del mundo!
E incluso los demonios se arrodillarán ante ti, te llamarán amo y señor.
Demonios. Sí, cuando la armadura fuera suya, sin duda la habilidad de convocar demonios no tardaría en seguirla. Todos los sueños que había tenido desde que por primera vez se pusiera el yelmo apuntaban a eso. Si reunía la armadura con el yelmo, los encantamientos que aquella poseía le otorgarían el poder.
La armadura… Frunció el entrecejo. ¡Necesitaba la armadura!
Y un idiota la tenía.
Malevolyn lo encontraría, encontraría al miserable estúpido y se la arrancaría, pieza a pieza. Entonces, recompensaría al cretino con el honor de ser el primero en morir a manos del nuevo Caudillo de la Sangre.
Sí, el general haría de la muerte de aquel idiota una cosa memorable.
Augustus Malevolyn siguió caminando, soñando con su gloria, soñando con lo que haría con los oscuros poderes que pronto estarían a su disposición. Y sin embargo, mientras caminaba y soñaba, seguía prestando meticulosa atención al campamento, porque un buen líder siempre vigilaba para asegurarse de que el desorden y el desaliño no se extendían entre sus fuerzas. Los imperios se conquistaban y se perdían por cosas aparentemente insignificantes como aquella.
No obstante, mientras tomaba nota del cuidado con el que sus leales guerreros realizaban sus tareas, no advirtió una sombra que no proyectaban las parpadeantes antorchas. Y tampoco advirtió que la misma sombra se había aparecido tras él unos momentos antes, susurrando lo que el general había creído que eran sus propios pensamientos, sus propias preguntas.
Sus propios sueños.
* * *
La sombra del demonio Xazak se desplazaba hacia la tienda de Galeona tras haber concluido a completa satisfacción el trabajo de aquella noche. Aquel humano presentaba posibilidades interesantes, posibilidades que tendría que explorar. Se le había ocurrido hacía tiempo que la armadura de Bartuc nunca aceptaría a un demonio de verdad como señor, pues, aunque el caudillo había terminado por compartir las creencias del Infierno, también había abrigado una desconfianza básica hacia todos salvo él mismo. No, si el espíritu de Bartuc permanecía, siquiera en parte, en la antigua armadura, demandaría un anfitrión humano, más susceptible, por muy frágiles y transitorios que pudieran ser sus cuerpos.
El general quería jugar a los caudillos. Aquello complacía a Xazak. La bruja tenía su utilidad, pero un sucesor del sanguinario Bartuc… el amo de Xazak, Belial, recompensaría a su humilde servidor por un hallazgo como ese. En lo últimos tiempos, no sólo no marchaba bien la guerra civil que lo enfrentaba a Azmodan por la supremacía en el Infierno, sino que habían llegado hasta sus oídos inquietantes rumores que aseguraban que uno de los Males Primarios, Diablo, había logrado escapar de su prisión mortal. Si era cierto, trataría también de liberar a sus hermanos, Baal y Mephisto, y entonces los tres intentarían recuperar sus tronos de manos de Azmodan y Belial. La terna no trataría bien a los demonios que tan lealmente habían servido a sus lugartenientes rebeldes. Si Belial caía, lo mismo le ocurriría a Xazak…
—¿Qué has estado haciendo?
La sombra se detuvo junto a la entrada en la morada de la hechicera.
—Éste tiene muchas obligaciones y no siempre puede estar a tu disposición, humana Galeona… —hizo un sonido zumbante, muy parecido al que hubiera soltado un gusano de arena justo antes de aplastar una presa entre sus mandíbulas—. Además, dormías…
—No tan profundamente como para no sentir tu magia en el aire. ¡Me prometiste que no utilizarías hechizos cerca de aquí! Augustus tiene cierta habilidad. ¡Podría advertirlo y preguntarse qué significa!
—No hay peligro de que tal cosa ocurra, éste te lo promete.
—¡Te lo pregunto de nuevo, demonio! ¿Qué estabas haciendo?
—Realizando un pequeño estudio del yelmo —mintió Xazak mientas se deslizaba hasta otra parte de la tienda—. Buscando a ese necio nuestro que no sabe lo que lleva.
El enfado de Galeona se trocó por interés.
—¿Y descubriste dónde se encuentra? Si pudiera decirle algo más a Malevolyn…
El demonio soltó una risilla, un sonido rasposo semejante al emitido por un abejorro atrapado en un frasco.
—¿Para qué, si ambos hemos acordado que la armadura nunca será suya?
—¡Porque todavía tiene el yelmo, necio, y hasta que encontremos la armadura, seguimos necesitando a Augustus por su conexión con el yelmo!
—Cierto —reflexionó el demonio—. Sus lazos con él son profundos… éste diría que tan profundos como la sangre.
La barbilla de Galeona se elevó mientras echaba el cabello atrás, señales que, según había descubierto Xazak tiempo atrás, significaban que la humana se había enfadado.
—¿Y eso qué significa?
La sombra no vaciló.
—Éste sólo pretendía hacer un chiste, hechicera. Sólo un chiste. Hablamos de cosas referentes a Bartuc, ¿no es así?
—Un demonio con sentido del humor —Galeona no parecía demasiado divertida—. Muy bien, te dejaré los chistes a ti; tú déjame a Augustus a mí.
—Éste no aspira a ocupar tu lugar en la cama del general…
La hechicera fulminó a la sombra con la mirada y acto seguido abandonó la tienda. Xazak sabía que iría a buscar a Malevolyn y que empezaría a reforzar su influencia sobre él. El demonio respetaba sus habilidades en esa materia a pesar de estar convencido de que, en un enfrentamiento entre Galeona y él mismo, seguramente la mujer llevaría las de perder. Después de todo, era una mortal, no uno de los ángeles caídos. De haberlo sido, Xazak hubiera estado más preocupado. Los ángeles eran astutos, actuaban entre bambalinas, hacían trucos en vez de enfrentarse directamente a sus enemigos.
La sombra del demonio retrocedió y se ocultó en la esquina más oscura. Ningún ángel había interferido hasta el momento, pero Xazak tenía la intención de seguir siendo cauto. Si uno de ellos aparecía, él lo tomaría entre sus garras y le arrancaría lentamente los miembros, uno por uno, al tiempo que escuchaba la dulce canción de sus aullidos.
—Venid a mí si os atrevéis, ángeles —susurró a la oscuridad—. Éste os recibirá con los brazos abiertos… ¡y con las garras y los colmillos!
La débil llama de la solitaria lámpara de aceite se encendió de pronto y por un breve instante iluminó más de lo normal la tienda de Galeona. Bajo aquella luz inesperada y brusca, la sombra siseó y se encogió. El contorno de un enorme insecto esmeralda y escarlata apareció durante un momento a la vista y enseguida volvió a desvanecerse mientras la llama se apagaba.
Xazak emitió sonidos de furia. Estaba agradecido de que Galeona no hubiera presenciado su reacción. Las lámparas de aceite solían lanzar destellos; sólo se había visto sorprendido por un acto mundano de la naturaleza, pero a pesar de todo, el demonio se acurrucó aún más entre los acogedores confines de la tienda. Desde allí podría maquinar a salvo. Desde allí podría utilizar sin peligro sus poderes para buscar al humano que vestía la armadura de Bartuc.
Desde allí podría vigilar mejor, por si aparecían esos cobardes de los ángeles.