3

Sangre.

—¿Por todo lo que es sagrado, Norrec? ¿Qué has hecho?

—Norrec. Amigo mío. Quizá deberías quitarte ese guantelete.

Sangre.

—¡Maldito seas! ¡Maldito seas!

—¡Sa… Sadun! ¡Su muñeca! Córtale…

Sangre por todas partes.

—¡Norrec! ¡Por el amor de dios! ¡Mi brazo!

—¡Norrec!

—¡Norrec!

La sangre de los más cercanos a él…

* * *

—¡Nooooo!

Norrec alzó la cabeza y gritó antes incluso de saber que había despertado. El azote de un viento helado le hizo recobrar por completo la consciencia y por primera vez advirtió el intenso dolor de su mejilla derecha. Sin pensarlo mucho, se llevó una mano al carrillo.

Frío metal acarició su piel. Con un sobresalto, Norrec se miró la mano… una mano cubierta por un guantelete escarlata, las yemas de cuyos dedos estaban ahora teñidas por un líquido rojizo.

Sangre.

Con gran agitación, devolvió la mano a la mejilla, aunque esta vez tocó la carne con un solo dedo. De esa manera, Norrec descubrió que estaba sangrando por tres sitios. Tres valles habían sido abiertos en su mejilla, como si algún animal lo hubiese atacado con las garras.

¡Norrec!

El destello de un recuerdo provocó un estremecimiento que recorrió al veterano. El rostro de Sadun, contorsionado por un miedo que Norrec no había visto más que en los más terribles campos de batalla. Los ojos de Sadun, suplicando, la boca abierta, de la que no escapaba sonido alguno.

La mano de Sadun… arañando desesperadamente el rostro de su amigo.

—No… —lo que Norrec recordaba no podía ser.

Otra imagen.

Fauztin sobre el suelo de la tumba y la sangre encharcando las piedras cercanas, la sangre que manaba del agujero en el que una vez había estado la garganta del Vizjerei.

El hechicero, al menos, había muerto con relativa rapidez.

—No… no… no —más horrorizado a cada momento que pasaba, medio enloquecido, el soldado se puso trabajosamente en pie. A su alrededor vio altas colinas, montañas incluso, y los primeros destellos de la luz del sol. No obstante, nada de todo ello le resultaba familiar. Nada se parecía al pico en el que sus amigos y él habían descubierto la tumba de Bartuc. Norrec dio un paso adelante mientras trataba de ordenar sus pensamientos.

Un sonido inquietante acompañaba cada movimiento. Bajó la mirada y descubrió que no sólo sus manos estaban cubiertas de metal. Una armadura. Allá donde posaba la vista, Norrec no veía más que las mismas placas metálicas tintadas del color de la sangre. Había creído que su asombro y su horror no podían aumentar, pero con sólo contemplar el resto de su cuerpo, el hasta entonces controlado soldado fue presa de un pánico total. Sus brazos, su torso, sus piernas, todo su cuerpo estaba ahora cubierto por la misma armadura escarlata. Y por si no fuera mofa suficiente, Norrec vio que incluso llevaba las antiquísimas pero todavía usables botas de cuero de Bartuc.

Bartuc… Caudillo de la Sangre. Bartuc, cuya negra magia había salvado aparentemente al impotente soldado a cambio de las vidas de Sadun y el hechicero.

¡Maldito seas! —tras volver de nuevo la mirada a sus manos, Norrec trató de arrancarse los guanteletes. Tiró con todas sus fuerzas, primero del izquierdo y luego del derecho. Sin embargo, fuese cual fuese el que intentaba quitarse, ninguno de los guanteletes de metal cedió más de un centímetro antes de aferrarse a su piel.

Miró a su interior y, al no descubrir impedimento alguno, volvió a intentarlo… pero tampoco en esta ocasión cedieron los guanteletes. Y lo que era peor, conforme salía el sol, Norrec pudo ver por vez primera que la sangre de su herida mejilla no era la única que manchaba el metal. Cada uno de sus dedos, e incluso la mayor parte de las palmas, tenían el aspecto de haber sido sumergidos en untuoso y rojizo tinte.

Pero no era tinte lo que las cubría.

—Fauztin —murmuró—. Sadun.

Con un aullido de furia, Norrec lanzó un puñetazo a la roca más cercana, con la intención de romperse cada dedo de la mano si eso era lo que hacía falta para liberarla. Sin embargo, en vez de ello lo único que consiguió fue que la roca cediera en parte, y el único daño sufrido por Norrec fue una violenta pulsación que le recorrió el brazo entero.

Cayó de rodillas.

—Noooo…

El viento ululaba, como si se estuviese mofando de él. Norrec permaneció inmóvil, con la cabeza agachada y los brazos inertes. Por su mente pasaban a destellos fragmentos de lo que había ocurrido en la tumba, y cada uno de ellos pintaba una escena más diabólica. Sadun y Fauztin, muertos los dos… muertos los dos por sus manos.

De una sacudida, la cabeza de Norrec volvió a levantarse. No exactamente por sus manos. Eran los malditos guanteletes, uno de los cuales lo había salvado de los impíos centinelas. Seguía culpándose en gran medida por las muertes porque quizá hubiese podido cambiar las cosas de haberse quitado inmediatamente el primer guantelete, pero por sí solo jamás hubiese matado a sus amigos.

Tenía que haber una manera de quitárselos, aunque tuviese que arrancarlos pieza por pieza y se llevase parte de su piel con el metal.

Decidido a hacer algo por sí mismo, el veterano guerrero volvió a ponerse en pie mientras trataba de identificar el paisaje que lo rodeaba. Desgraciadamente, no vio nada en lo que no hubiera reparado a primera vista. Montañas y colinas. Un bosque que se extendía en dirección norte. Ninguna señal de civilización, ni tan siquiera un distante jirón de humo.

Y, de nuevo, nada recordaba al pico en el que se encontraba la tumba de Bartuc.

—¿En qué lugar del Infierno…? —se detuvo, incómodo ante la mera mención de aquel maligno y supuestamente mítico reino. Ni siquiera de niño ni, ciertamente, durante su vida como soldado, había creído demasiado en ángeles o demonios, pero el horror del que acababa de formar parte había cambiado algunas de sus opiniones. Existieran o no ángeles y demonios, lo cierto era que el Caudillo de la Sangre había dejado tras de sí un legado monstruoso… un legado del que Norrec esperaba poder librarse rápidamente.

Confiando en que quizá ocurría que había estado demasiado obcecado la primera vez que intentara quitarse los guanteletes, decidió inspeccionarlos con mayor detalle. No obstante, mientras bajaba la mirada realizó un nuevo y horripilante descubrimiento.

La sangre no manchaba tan solo los guanteletes sino también la coraza. Y lo que era peor, tras un estudio más detallado Norrec descubrió que no había salpicado la armadura de forma accidental, sino que había sido extendida metódica e intencionadamente sobre ella.

Se estremeció de nuevo. Volvió con rapidez su atención a los guanteletes y buscó alguna protuberancia, algún saliente, incluso una indentación que pudiese haber provocado que se atascasen. Nada. No había nada que los inmovilizase. Con una mera sacudida debieran de haber resbalado y caído al suelo.

La armadura. Si no podía quitarse los guanteletes, seguramente podría soltar las demás piezas. Algunas de ellas tenían cierres visibles, y aunque llevase los guanteletes puestos no había de tener demasiadas dificultades para abrirlos. Otras piezas no tendrían cierres pues habrían sido diseñadas para deslizarse sin más y caer…

Se inclinó y probó suerte con una pierna. Al principio manipuló el cierre con cierta torpeza y entonces vio cómo podría sujetarlo mejor. Con gran cuidado, lo abrió.

E, inmediatamente, éste se cerró por sí solo.

Volvió a abrirlo, con el mismo resultado. Profirió una imprecación y lo intentó una tercera vez.

Esta vez, ni siquiera se abrió.

Sus intentos con otras piezas sólo obtuvieron resultados idénticamente frustrantes. Y lo que era peor, cuando trató de quitarse al menos las botas —a pesar del frío—, éstas, al igual que los guanteletes, se deslizaron apenas unos centímetros antes de negarse a salir.

—Esto no es posible… —Norrec tiró con más fuerzas pero de nuevo sin obtener resultados visibles.

¡Era una locura! Aquellos no eran más que atavíos, pedazos de metal y un par de botas gastadas. ¡Tenían que salir!

La desesperación de Norrec creció. Él era un hombre sencillo, un hombre que creía que el sol salía cada mañana, seguido cada noche por la luna. Los pájaros volaban y los peces nadaban. La gente llevaba ropa… ¡Pero la ropa nunca llevaba a la gente!

Lanzó una mirada feroz a las sanguinolentas palmas de sus manos.

—¿Qué queréis de mí? ¿Qué queréis?

Ninguna voz sepulcral se alzó a su alrededor para revelarle su siniestro destino. Los guanteletes no trazaron de repente símbolos o palabras sobre el suelo. Sencillamente, la armadura no iba a dejar escapar a su nuevo portador.

Sus pensamientos se vieron una vez más invadidos por grotescas imágenes de las muertes de sus compañeros, haciendo difícil que se concentrase. Rogó —suplicó— que desaparecieran, pero sospechaba que lo atormentarían para siempre.

Sin embargo, si no podía librarse nunca de las pesadillas, tal vez hubiese al menos algo que pudiera hacer respecto a la armadura maldita que llevaba. Fauztin había sido un hechicero de alguna reputación, pero incluso el Vizjerei había admitido que había otros practicantes del arte más habilidosos, más sabios que él.

Norrec no tendría más que encontrar a uno de ellos.

Miró hacia el este y luego hacia el oeste. Al este no vio nada salvo unas montañas altas y amenazantes, mientras que al oeste el paisaje parecía un poco más suave. Sí, sabía que podía estar decidiendo bajo suposiciones falsas, pero las mejores oportunidades, resolvió al fin, tenían que estar en esta última dirección.

El frío viento y la humedad lo estaban helando ya hasta los huesos, así que el fatigado veterano dio comienzo a su tremenda marcha. Era posible que muriese de frío y hambre antes siquiera de llegar a las montañas, pero una parte de sí sospechaba que no sería así. La armadura de Bartuc no se había apoderado de él para dejarlo morir sin más en mitad de las tierras salvajes. No, lo lógico era que tuviera otra idea en mente, una idea que se daría a conocer llegado el momento.

Norrec no esperaba aquella revelación con ninguna impaciencia.

* * *

El sol se desvaneció en un cielo cubierto y el tiempo se hizo aún más frío. El aire estaba también preñado de humedad. Respirando pesadamente, Norrec continuó adelante a pesar de todo. Hasta el momento no había visto la menor señal que indicase que estaba avanzando en la dirección apropiada. A juzgar por todo lo que el exhausto veterano sabía, podría haberse encaminado en dirección opuesta a la que hubiera debido tomar. Tal vez al este hubiese encontrado un reino justo tras el siguiente pico.

Esta clase de pensamientos, frustrantes como eran, lograban impedir que enloqueciese por completo. Cada vez que dejaba que su mente vagara con libertad, ésta regresaba a la tumba y al horror en el que había tomado parte. Los rostros de Fauztin y Sadun lo atormentaban, y de tanto en cuanto Norrec imaginaba que los veía, condenándolo desde alguna sombra.

Pero estaban muertos y, a diferencia del sanguinario caudillo, seguirían estándolo. Sólo los remordimientos de Norrec continuaban condenándolo.

Alrededor de mediodía empezó a tambalearse mientras caminaba. Al cabo de un rato se acordó de que no había comido ni bebido desde que despertara, y que el día anterior habían almorzado temprano. A menos que planease dejarse caer a un lado y morir, Norrec tenía que encontrar pronto alguna clase de sustento.

¿Pero cómo? No tenía armas ni trampas. Para conseguir agua bastaría con recoger parte de la nieve que cubría las cercanas rocas pero, según parecía, le costaría bastante más dar con comida.

Tras decidir que al menos calmaría su sed, caminó hasta un pequeño afloramiento de roca en el que el frío de las sombras había impedido que se fundiera un poco de hielo y nieve. Recogió lo que pudo y lo sorbió ávidamente, sin preocuparse por la tierra y la hierba que acompañaban al liquido.

En cuestión de segundos, su cabeza pareció aclararse un poco. Tras escupir un poco de tierra, Norrec consideró su siguiente paso. No había visto ni un solo animal salvaje que no fuera un pájaro. Y sin un arco o una honda no tenía la menor posibilidad de abatir a uno. Sin embargo, necesitaba comida…

Su mano izquierda se movió de súbito sin la menor deferencia a sus deseos. Los dedos se separaron y se doblaron hacia dentro, casi como si Norrec hubiese cogido una esfera invisible. La mano se volvió entonces hasta que la palma estuvo frente al paisaje, justo delante del asombrado guerrero.

De sus labios brotó una única palabra:

¡Jezrat!

La tierra que había unos cuantos pasos más allá se combó. Norrec pensó al principio que un temblor de tierra había sacudido la zona, pero sólo se formó una pequeña grieta, de unos dos metros por uno. El resto del suelo apenas tembló ligerísimamente.

Arrugó la nariz mientras unos vapores nocivos emanaban de la pequeña pero aparentemente profunda fisura. El aire ardió con zarcillos de humo amarillento que se extendían en todas direcciones.

¡Iskari! ¡Woyut! —las desconocidas palabras brotaron de su boca con gran ferocidad.

Desde el interior de la fisura se alzó un horripilante sonido confuso. Norrec trató de retroceder pero sus pies se negaron a moverse. El ruido se incrementó, convertido ahora en un barbullar de agudos sonidos animales.

Apenas pudo ahogar un jadeo estremecido mientras un rostro del que brotaban grotescos colmillos emergía, se hubiera dicho que un poco a regañadientes, salía a la luz de aquel día nuboso. De lo alto de la cabeza cubierta de escamas sobresalían un par de cuernos dentados y curvos. Sendos orbes redondos y amarillos con llameantes pupilas rojas se apartaron con lentitud del cielo y por fin se posaron, con evidente amargura, sobre el humano. La chata y porcina nariz de la criatura se arrugó como si estuviese olisqueando algo horrible… algo, se dio cuenta el guerrero, que debía de ser él.

Dos apéndices con garras de tres dedos se aferraron a ambos lados de la fisura mientras la criatura se encaramaba a la superficie. Unos pies chatos, hipertrofiados, de uñas curvas, se plantaron sobre el suelo. Norrec contempló a una criatura salida sin duda del inframundo, un ciudadano de las profundidades, de forma vagamente humanoide, jorobado, que, aunque apenas le llegaba a la cintura, poseía un cuerpo sorprendentemente musculoso bajo una piel cubierta tanto de escamas como de pelaje.

Y entonces una segunda criatura se unió a la primera… seguida inmediatamente por una tercera, una cuarta, una quinta…

La terrorífica jauría dejó de aumentar en número después de que apareciera la sexta. Media docena más de lo que Norrec hubiera deseado. Los demoníacos diablillos conversaron en su incomprensible lengua. Era evidente que no les agradaba estar allí y, asimismo, que tampoco les agradaba aquel a quien consideraban responsable de su situación. Algunas de ellas abrieron sus fauces erizadas de dientes y sisearon a Norrec mientras otras se limitaban a fruncir el ceño.

¡Gester! ¡Iskari! —las extrañas palabras volvieron a sobresaltarlo, pero el efecto que tuvieron sobre la monstruosa jauría resultó aún más sorprendente. Toda señal de desafío se desvaneció de inmediato mientras los diablillos se arrastraban delante de él y algunos llegaban a enterrarse en el suelo para demostrar lo abyectos que eran.

¡Dovru Sesti! ¡Dovru Sesti!

Significara lo que significase la frase, puso en fuga a las cornudas bestias. Chillando y emitiendo extraños sonidos, se alejaron en direcciones diferentes como si sus mismas vidas dependieran de ello.

Norrec suspiró. Cada vez que de sus labios brotaban palabras desconocidas, era como si su corazón se parase. El idioma resultaba parecido al que utilizaban tanto Fauztin como otros Vizjerei con los que el veterano había tenido relación a lo largo de los años, pero también sonaba más áspero, más siniestro que cualquier cosa que el asesinado amigo de Norrec hubiera pronunciado jamás, incluso en la más reñida de las batallas.

No tuvo tiempo de pensar más sobre ello porque, repentinamente, los sonidos de las criaturas se alzaron en la distancia. Norrec se volvió hacia el sur y vio que dos de las monstruosidades regresaban con sus andares bamboleantes y arrastrando tras de sí los restos sanguinolentos y destrozados de una cabra.

Había tenido hambre y ahora la armadura le proporcionaba lo que para ella era sustento.

Norrec palideció al ver el cuerpo. Él mismo había, por supuesto, sacrificado a menudo animales para comer, pero parecía que los demonios habían disfrutado capturando y matando a la desgraciada cabra. La cabeza casi le había sido arrancada del cuerpo y las patas pendían como si estuvieran rotas. Una parte de su flanco había sido desgarrada y de la enorme herida manaba sangre que iba dejando un reguero escarlata detrás del cuerpo.

Las grotescas criaturas dejaron caer el animal delante de Norrec y entonces retrocedieron. Al mismo tiempo que lo hacían, un tercer miembro de la jauría regresó, trayendo consigo un pequeño y sanguinolento cuerpo con una vaga semejanza a un conejo.

El cansado veterano examinó las horripilantes ofrendas en busca de algo que él pudiera encontrar comestible. Por muy excepcionales que fueran como cazadores aquellas criaturas cornudas, el trato que ofrecían a las piezas cobradas dejaba mucho que desear.

Los otros tres diablillos regresaron al cabo de unos momentos, transportando sus propias piezas. Una, un lagarto hecho jirones, fue desechado de inmediato por Norrec. Las otras, un par de conejos, los eligió por fin sobre el primero que le había sido ofrecido.

Mientras extendía el brazo hacia ellos, su mano izquierda volvió a rebelarse. El guantelete pasó sobre los conejos y, mientras lo hacía, un calor increíble empezó a quemar los dedos a Norrec.

—¡Maldita sea! —logró retroceder un paso. Rápidamente, el calor volvió a remitir pero su mano todavía palpitaba a causa del dolor. Desde el lugar en el que se habían reunido, los diablillos cuchicheaban y esta vez parecían bastante divertidos por lo ocurrido. No obstante, una rápida y furiosa mirada del guerrero los silenció.

Cuando su mano recuperó casi por completo la normalidad, Norrec devolvió su atención a los conejos… y los encontró cocinados por completo. Incluso el aroma que despedían olía a diversas especias, todas ellas muy sabrosas.

—Pues… no pienses que voy a darte las gracias por esto —musitó, a nadie en particular.

El hambre abrumó su buen sentido y el ajado guerrero se arrojó sobre la sorprendentemente bien preparada comida. No sólo devoró uno, sino los dos conejos con gran facilidad. Eran de buen tamaño y no tardaron en acallar los sonidos de su estómago. Después, se preguntó qué haría con el resto. Norrec aguardó, esperando que la armadura tomara la decisión por él, pero no ocurrió nada.

La jauría seguía observándolo pero sus miradas a menudo se deslizaban hasta la comida, lo que por fin le dio la respuesta a su pregunta. Alzó la mano, señaló la cabra y a los otros animales muertos e hizo un gesto a los diablillos.

No necesitaban demasiadas invitaciones. Con un deleite maniaco que hizo que el endurecido veterano se apartara con repugnancia, la diminuta horda cayó sobre la comida. Desgarraron la carne, lanzando trocitos y sangre en todas direcciones. El almuerzo de Norrec le provocó nauseas mientras observaba cómo los demonios arrancaban a los huesos todo cuanto podían devorar. Imaginó aquellas mismas garras y dientes sobre él…

¡Verash! —Tanto lo perturbaba lo que estaba viendo que apenas reaccionó a la severa palabra que acababa de salir de su boca.

Los diablillos retrocedieron como si hubieran sido golpeados. Acobardados, recogieron lo que quedaba de la carcasa de la cabra y lo arrastraron hacia la fisura. Con algún esfuerzo, las grotescas criaturas depositaron los restos en la grieta y entonces, una tras otra, desaparecieron.

La última lanzó al humano una última y curiosa mirada y luego desapareció en las entrañas de la tierra.

Frente a los ojos asombrados de Norrec, la grieta se cerró por sí sola, sin dejar tras de sí la menor señal de su existencia.

Muertos vivientes. Una armadura maldita. Demonios del inframundo. Norrec había presencia la acción de la magia en el pasado, incluso había escuchado historias sobre criaturas siniestras, pero nada podía haberlo preparado para todo lo que había ocurrido desde que entrara en aquella cueva. Deseó poder retroceder en el tiempo y cambiar las cosas, haber tomado la decisión de abandonar la tumba antes de que los guardianes se levantasen para asesinar a su grupo, pero sabía que aquello no era más posible que arrancarse la armadura del cuerpo.

Necesitaba descansar. La caminata había sido dura y, con comida en el estómago, el deseo de continuar se había desvanecido, al menos por algún tiempo. Era mejor dormir y continuar una vez hubiese descansado. Quizá sus pensamientos se aclarasen también y le permitiesen pensar mejor cómo escapar de aquella situación terrorífica.

Se inclinó hacia atrás y se estiró. Después de tantos años en el campo de batalla, cualquier lugar era bueno a la hora de encontrar una cama. La armadura haría que las cosas fueran un poco incómodas pero, a ese respecto, el cansado soldado había sufrido más en otras ocasiones.

—¿Qué demonios…?

Sus brazos y sus piernas lo obligaron a erguirse. Norrec trató de sentarse, pero ninguna parte de su cuerpo lo obedecía por debajo del cuello.

Los brazos cayeron inertes y se balancearon como si cada unos de los músculos hubiesen sido cortados. El pie izquierdo de Norrec avanzó; el derecho lo siguió enseguida.

—¡No puedo continuar, maldita sea! ¡Necesito descansar un poco!

La armadura no parecía sentir el menor interés por sus protestas y siguió marcando el paso. Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha.

—¡Una hora! ¡Dos a lo sumo! ¡Eso es todo lo que necesito!

Sus palabras resonaron como un eco inútil entre las montañas y colinas. Izquierda. Derecha. Le gustara o no, continuaría su ardua marcha.

Pero, ¿hacia dónde?

* * *

Esto nunca debería haber ocurrido, pensó Kara nerviosamente. Por la voluntad de Rathma, ¡esto nunca debería haber ocurrido!

La esfera esmeralda que había invocado para poder ver otorgaba a todo el cuadro una apariencia aún más perturbadora. Su rostro, de por sí pálido, había palidecido aún más. Kara se envolvió en su voluminosa capa negra, buscando algo de confort en su calidez. Bajo unas pestañas gruesas, los ojos plateados con forma de almendra contemplaban una escena que, sin duda, sus maestros nunca podrían haber imaginado. La tumba es segura para siempre, habían insistido una vez tras otra. Donde vacila la hechicería elemental de los Vizjerei, nuestras propias y seguras habilidades prevalecerán.

Pero ahora, aparentemente, tanto los más materialistas Vizjerei como los pragmáticos seguidores de Rathma habían fracasado en su cometido. Lo que habían tratado de apartar para siempre de los ojos de los hombres no había sido sólo encontrado, sino que de hecho había sido robado.

¿O había algo más en todo ello? ¿Cuan poderosos tenían que haber sido los intrusos para haber podido no sólo eliminar a los guardianes muertos vivientes, sino atravesar las irrompibles protecciones?

No tanto, pues dos de ellos habían muerto de forma violenta. Moviéndose con tal gracia que casi parecía deslizarse, la mujer ataviada de negro se aproximó al más cercano de los cadáveres. Se inclinó sobre él y, tras apartarse del rostro varias trenzas de color cuervo, inspeccionó los restos.

Un hombre enjuto y fuerte, un veterano de guerra curtido en el campo de batalla. Llegado de uno de los lejanos países occidentales. No un hombre guapo, ni siquiera antes de que alguien le hubiese dado una vuelta completa a su cabeza y casi le hubiese arrancado un brazo. La daga clavada en el pecho, sin duda un ejercicio de exceso, parecía ser la suya. Qué lo había matado, ni siquiera la nigromante podía decirlo… aún no. La herida había sangrado copiosamente, pero no tanto como hubiera sido normal. Además, ¿para qué abrir en canal a una víctima después de haberle roto el cuello?

Silenciosa como la muerte, la delgada pero curvilínea mujer se aproximó al otro cuerpo. Lo reconoció de inmediato como el de un Vizjerei, cosa que no la sorprendió en absoluto. Siempre entrometiéndose en todo, siempre buscando métodos para obtener ventajas los unos sobre los otros, los Vizjerei eran aliados poco dignos de confianza en el mejor de los casos. De no ser por ellos, toda aquella situación jamás hubiera tenido lugar. Bartuc y su hermano habían seguido sus primeras enseñanzas de los Vizjerei, en especial el uso temerario que hacían de demonios para los más poderosos conjuros de hechicería. Bartuc había sobresalido especialmente en este aspecto, pero sus constantes interacciones con los oscuros habían pervertido su propio pensamiento hasta hacerle creer que los demonios eran sus aliados. Éstos, a su vez, habían alimentado su creciente maldad hasta hacer de la suya un alma gemela a las del plano infernal, pero en el plano mortal.

Y aunque Horazon y sus camaradas magos habían abatido a Bartuc y derrotado sus huestes demoníacas, les había sido imposible destruir el cadáver del caudillo. La armadura, imbuida como era bien sabido con varios encantamientos siniestros, había continuado tratando de cumplir con su deber, protegiendo a su señor incluso después de la muerte. Sólo el hecho de que Bartuc no hubiera protegido por completo su garganta había permitido a sus enemigos decapitarlo.

En posesión de una cabeza y un torso que no podían quemar del todo, los Vizjerei habían acudido a los hermanos de Kara, habían registrado las densas junglas en busca de los solitarios practicantes de una hechicería que equilibraba vida y muerte, una hechicería que provocaba que quienes la empuñaban fueran conocidos como nigromantes. En conjunción, las dos órdenes habían trabajado muy duro para asegurarse de que los restos de Bartuc permanecían siempre apartados de la faz de la tierra y que, con el tiempo, incluso los encantamientos del caudillo terminaban por desvanecerse.

Kara tocó la garganta manchada de escarlata del hechicero muerto y advirtió que la mayor parte de ella había sido arrancada con un salvajismo que haría enmudecer el de la mayoría de los animales. A diferencia del guerrero, el mago había muerto muy rápidamente, aunque de forma brutal. Sus ojos, en los que resultaba todavía evidente el horror de lo que le había ocurrido, la miraban. Su expresión era una mezcla de asombro e incredulidad, casi… casi como si no pudiera creer quién había sido su asesino.

Y sin embargo, ¿cómo era posible que alguien hubiera asesinado a un Vizjerei sin lograr detener a los otros ladrones? ¿Habían tenido suerte, sin más y habían escapado de milagro? Kara frunció el ceño; después de que los guardianes muertos vivientes hubieran sido destruidos y las protecciones destrozadas, ¿qué había quedado allí que hubiese podido destruir a los intrusos? ¿Qué?

Deseó que los otros hubieran podido acudir, pero no había sido posible. Habían sido necesitados en otros lugares… por todas partes, se hubiera dicho. Un crecimiento generalizado de las actividades de las fuerzas oscuras se había sentido no sólo por todo Kehjistan, sino también en Scosglen. Los fieles de Rathma habían tenido que desperdigarse más que en toda su historia.

Y eso la dejaba solo a ella, una de las más jóvenes y menos curtidas de la fe. Sí, al igual que la mayoría de quienes seguían la senda de Rathma, la habían enseñado a ser independiente casi desde la cuna, pero ahora Kara sentía que estaba penetrando en un territorio para el que ninguna instrucción o experiencia hubieran podido prepararla.

No obstante, quizá… quizá este Vizjerei pudiera todavía revelarle algo sobre aquello a lo que se enfrentaba.

Kara sacó de su cinturón una daga de aspecto delicado pero muy resistente, cuya hoja había sido forjada en una forma curva, serpentina. Tanto la hoja como la empuñadura estaban talladas del marfil más puro pero, de nuevo, en esto las apariencias engañaban. Kara hubiera medido gustosa su hoja contra cualquier otra, sabiendo que los encantamientos con los que había sido protegida la hacían más fuerte y más precisa que la mayoría de las armas normales.

Sin repugnancia ni entusiasmo, la hechicera llevó la punta hasta una de las áreas más sangrientas de la destrozada garganta del Vizjerei. Volvió la hoja una y otra vez hasta que la punta estuvo completamente empapada de sangre. Entonces, sosteniendo la daga con la punta hacia abajo, susurró su hechizo.

Los grumos de intenso color rojizo de la punta resplandecieron. Musitó unas cuantas palabras más al tiempo que se concentraba.

Los grumos empezaron a cambiar, a crecer. Se movieron como si estuvieran vivos… o como si recordaran la vida.

Kara, llamada Sombra Nocturna por sus maestros, dio la vuelta a la daga y entonces la arrojó de punta contra el suelo.

La hoja se clavó hasta la mitad sin que la dura superficie de roca pudiera impedir su avance. Tras retroceder un paso con rapidez, observó mientras la daga de marfil era engullida por los hinchados grumos, que acto seguido se fundieron para crear una forma vagamente humana, poco más alta que el arma.

Trazando unos dibujos en el aire, la nigromante murmuró la segunda parte, la parte final de su encantamiento.

En un estallido de luz roja, una figura de tamaño natural se materializó allí donde se había erguido la daga. Completamente escarlata, de la cabeza a los pies, de la piel al atuendo, la miró con ojos vacíos. Vestía los atavíos de un hechicero Vizjerei, las mismas ropas, de hecho, que llevaba el cadáver que había en el suelo, tras ella.

Kara contempló con ansiedad al fantasma que ostentaba la apariencia del mago muerto. Sólo había hecho algo como aquello en una ocasión y en circunstancias mucho más favorables. Lo que se alzaba frente a ella hubiera sido llamado por la mayoría de los mortales un fantasma, un espíritu… y quienes lo llamaran de aquella manera hubieran estado sólo parcialmente en lo cierto. Extraído de la sangre vital de la víctima, contenía de hecho algunos jirones del espíritu del muerto, pero para convocar por completo un verdadero espectro hubieran sido necesarios más tiempo y mayores preparativos, y ahora Kara tenía que actuar con premura. Seguramente, este fantasma bastaría para responder a sus preguntas.

—¡Di tu nombre! —le ordenó.

La boca se movió pero ningún sonido brotó de ella. Sin embargo, una respuesta se formó en su mente.

Fauztin…

—¿Qué ha ocurrido aquí?

El fantasma la miró fijamente pero no contestó. Kara se maldijo al tiempo que recordaba que el fantasma sólo podría responder preguntas de una manera sencilla. Tras tomar aliento, preguntó:

—¿Destruíste tú a los muertos vivientes?

A algunos…

—¿Quién destruyó al resto?

Un titubeo. Luego… Norrec.

¿Norrec? Aquel nombre no significaba nada para ella.

—¿Un Vizjerei? ¿Un hechicero?

Para su sorpresa la forma espectral sacudió tenuemente su cabeza escarlata. Norrec… Vizharan.

El mismo nombre de nuevo. La segunda parte, Vizharan, significaba Sirviente de los Vizjerei en la antigua lengua, pero esa información servía de poco a Kara. Ese camino no conducía a ninguna parte. Se volvió hacia una cuestión diferente y mucho más importante:

—¿Fue ese Norrec el que se llevó la armadura del estrado?

Y de nuevo el fantasma sacudió la cabeza de manera débil. Kara frunció el ceño. No recordaba nada en sus enseñanzas que mencionase algo parecido. Quizá los Vizjerei se comportasen de forma inusual al ser convocados. Consideró la siguiente pregunta con sumo cuidado. Dadas las limitaciones del fantasma, la nigromante se dio cuenta de que podría pasarse todo el día y la noche formulando preguntas sin obtener conocimiento alguno que fuese de valor para su misión. Tendría que…

Un sonido vino desde el pasillo que había a su espalda.

La joven hechicera giró sobre sus talones. Durante el más breve de los momentos creyó ver una insignificante luz azulada allá a lo lejos, pero desapareció tan rápidamente que Kara tuvo que preguntarse si no se la habría imaginado. Podía haberse tratado tan sólo de un escarabajo fosforescente u otra clase de insecto, pero…

Se aproximó con cautela al túnel y se asomó con cuidado a la oscuridad. ¿Se había apresurado al dirigirse directamente a la cámara principal? ¿Podía ese tal Norrec seguir escondido allí, esperando a que alguien viniera?

Era absurdo, pero Kara había oído un sonido. De eso estaba segura.

Y en aquel momento volvió a escucharlo, sólo que esta vez mucho más lejos, en el pasillo.

Musitando un hechizo, Kara formó una segunda esfera esmeralda, que envió revoloteando por el corredor. Mientras ésta avanzaba veloz, la mujer de cabellos negros la seguía unos pasos atrás, tratando de distinguir algo.

Seguía sin haber ni rastro de ningún intruso, pero Kara no quería correr riesgos. Alguien que pudiera matar con tal facilidad a un hechicero Vizjerei suponía sin duda una amenaza cierta. No podía ignorar esa posibilidad sin más. Tras respirar profundamente, la nigromante se internó en el pasadizo rocoso…

…y se detuvo un instante más tarde, al tiempo que se reprendía por su descuido. Había abandonado su preciada daga tras de sí y no se atrevía a enfrentarse a un posible enemigo sin ella. No sólo le proporcionaba protección, tanto mundana como mágica, sino que al dejarla atrás la maga se arriesgaba incluso a la posibilidad de perderla a manos de quienquiera que pudiese estar acechando en la tumba.

Regresó con rapidez a la cámara mientras preparaba en su mente el hechizo para despedir al fantasma, y entonces descubrió que la figura escarlata ya había desaparecido.

Kara logró dar tan solo un paso más antes de que una nueva sorpresa la golpeara con idéntica fuerza. Junto con el fantasma había desaparecido su preciosa daga, pero no fue sólo eso lo que la dejó boquiabierta e incapaz incluso de articular palabra.

Tanto el cuerpo del hechicero Fauztin como el de su enjuto compañero habían desaparecido también.