En la tierra de Aranoch, en el más septentrional linde del vasto y opresivo desierto que cubría la mayor parte de aquella tierra, permanecía acampado el pequeño pero resuelto ejército del general Augustus Malevolyn. Había levantado el campamento algunas semanas atrás por razones que todavía desconcertaban a la mayoría de sus soldados, pero nadie se hubiera atrevido a cuestionar las decisiones del general. La mayoría de los hombres seguía a Malevolyn desde sus primeros días en la Marca de Poniente y el fanatismo que sentían por su causa era incuestionable. Pero en silencio se preguntaban por qué no habría querido seguir adelante.
Muchos estaban seguros de que tenía algo que ver con la chillona tienda situada no lejos de la del comandante, la tienda en la que moraba la bruja. Cada mañana, Malevolyn acudía a ella, evidentemente en busca de presagios del futuro en los que basarse para tomar sus decisiones. Además, cada mañana, Galeona visitaba la tienda del general… por asuntos más personales. Cuánta influencia tenía ella sobre sus decisiones, era cosa que nadie podía decir con certeza, pero había de ser substancial.
Y mientras el sol de la mañana empezaba a asomar sobre el horizonte, la bien acicalada figura del Augustus Malevolyn emergió de sus aposentos, los pálidos y bien afeitados rasgos —descritos en una ocasión por un rival ahora fallecido como «el mismo semblante de la Señora Muerte sin su inherente amabilidad»— privados por completo de expresión. Malevolyn estaba ataviado con una armadura del negro más oscuro a excepción del ribete escarlata que recorría cada uno de sus bordes, en especial en torno al cuello. Además, la coraza estaba decorada con el símbolo de un zorro rojo sobre tres espadas plateadas, el único recuerdo del lejano pasado del general. Dos ayudantes de campo lo atendieron mientras se ponía unos guanteletes negros y escarlata que parecían acabar de salir de la forja. De hecho, toda la armadura de Malevolyn parecía estar en perfectas condiciones, el resultado de la labor nocturna de limpieza de unos soldados acostumbrados a entender lo que para sus vidas podía significar hasta el más leve rastro de óxido.
Cubierto por completo a excepción de la cabeza, Malevolyn marchó hacia los aposentos de su hechicera, su amante. Con el aspecto de la pesadilla de un fabricante de tiendas, la morada de Galeona parecía haber sido tejida como un edredón, con remiendos de más de dos docenas de colores diferentes cosidos una y otra vez. Sólo aquellos que, como el general, sabían ver más allá de las apariencias, podían haberse dado cuenta de que los diversos colores conformaban patrones específicos, y sólo aquellos que conociesen los secretos de la hechicería hubieran reconocido el poder inherente de los mismos.
Tras Malevolyn venían los dos ayudantes, uno de los cuales transportaba en los brazos un fardo cubierto que por su forma semejaba algo parecido a una cabeza. El oficial que transportaba el objeto se movía con incomodidad, como si aquel objeto lo llenase de desconfianza y no poco miedo.
* * *
El comandante no se molestó en anunciarse, a pesar de lo cual, justo en el mismo momento en que llegaba a la cerrada cortina de la tienda de la bruja, una voz femenina, profunda y tentadora a un tiempo, le dijo que pasara.
A pesar de que la luz del sol había empezado a juguetear con el campamento, el interior de la tienda de Galeona estaba tan a oscuras que, de no ser por la lámpara de aceite que colgaba del techo, el general y sus ayudantes de campo no habrían podido ver ni medio metro más allá de sus narices. Y de ser así, se hubieran perdido toda una visión.
Por todas partes colgaban bolsas y frascos y objetos sin nombre. Aunque en una ocasión le habían ofrecido un arcón para guardar sus mercancías, la hechicera había declinado la oferta y encontraba al parecer algún propósito en el hecho de colgar cada una de ellas en lugares cuidadosamente preseleccionados. El general Malevolyn no cuestionaba sus costumbres; con tal de que le proporcionase las respuestas que deseaba, Galeona podría haber colgado cadáveres resecos del techo y él no hubiera hecho el menor comentario.
Y de hecho, eso casi era lo que ella hacía. Aunque, por fortuna, muchas de sus posesiones permanecían ocultas dentro de sus contenedores, aquellas que pendían a la vista incluían los cuerpos desecados de diversas criaturas raras así como partes diversas de otras. Asimismo, había objetos que parecían haber sido fabricados a partir de partes del cuerpo humano, aunque hubiese sido necesario un examen demasiado minucioso para poder asegurar que lo eran.
Por si la inquietud que su guarida provocaba en todos a excepción de su comandante y amante fuera poca, la lámpara creaba de alguna manera sombras que no se movían como debieran. De vez en cuando, los hombres de Malevolyn veían cómo la llama parpadeaba en una dirección al mismo tiempo que la sombra se movía en otra. En general, las sombras hacían además que la habitación pareciera mucho más grande por dentro de lo que sus dimensiones exteriores sugerían, como si al penetrar en ella, el recién llegado lo hubiese hecho en un lugar que no estaba del todo situado en el plano mortal.
Y como elemento central de esta inquietante e insólita cámara, la hechicera Galeona suponía la visión más arrebatadora y al mismo tiempo perturbadora de todas. Mientras se alzaba de entre los almohadones multicolores que cubrían la intrincada alfombra, un fuego se agitó en el interior de cada hombre. Una cabellera negra y lustrosa cayó en cascada para revelar un semblante redondo y sugerente engalanado por unos labios rojos y tentadores, una nariz generosa pero agradable y unos ojos de color verde profundo, muy profundo, que sólo admitían comparación con los intensos y esmeraldas del propio general. Unas tupidas pestañas cubrieron a medias aquellos ojos mientras la bruja parecía devorar a cada uno de los recién llegados con sólo una mirada.
—Mi general… —ronroneó, cada palabra una promesa.
De voluptuosas formas, Galeona lucía sus encantos como hacía con cada arma de que disponía. Llevaba un traje tan corto como era posible sin renunciar a sus funciones más básicas, y unas resplandecientes joyas acentuaban los bordes cerca del pecho. Cuando se movía, lo hacía como si el viento la estuviese arrastrando con delicadeza, mientras sus finos atavíos se enroscaban de forma seductora a su alrededor.
Los efectos visibles de sus encantos sobre Malevolyn no fueron más que un delicado toque de su enguantada mano sobre la mejilla morena de ella, que la hechicera aceptó como si estuviese siendo acariciada por la más suave de las pieles. Sonrió, revelando unos dientes en todo perfectos salvo por su agudeza, que los hacía parecer felinos.
—Galeona… mi Galeona. ¿Has dormido bien?
—Cuando de hecho dormí, sí… mi general.
Malevolyn soltó una carcajada.
—Sí, lo mismo que yo —su levísima sonrisa se esfumó de pronto—. Hasta que tuve el sueño.
—¿Sueño? —una momentánea agitación de la respiración reveló que Galeona no se tomaba en absoluto a la ligera el comentario.
—Sí… —pasó junto a ella, observando sin ver en realidad una de las piezas más macabras de su colección. Jugueteó con ella, movió una de sus articulaciones mientras hablaba—. El Caudillo de la Sangre renacido…
Ella se le acercó, de pronto un ángel oscuro junto a su hombro, los ojos muy abiertos por la impaciencia.
—Contádmelo, mi general, contádmelo todo…
—Vi que la armadura sin el hombre se liberaba de la tumba y luego los huesos llenaron la armadura, seguidos después por músculos y tendones. Entonces la carne cubrió el cuerpo, pero no era Bartuc tal y como se ha representado su imagen —el oficial ataviado de ébano parecía decepcionado—. Un rostro más bien mundano, en todo caso, aunque se sabe que los artesanos nunca tallan rostros como ése. Quizá aquél fuera el verdadero rostro del Caudillo, aunque en mi sueño parecía más bien el de un alma atormentada…
—¿Es eso todo?
—No, luego vi sangre, sobre su rostro y después de que apareciera, se marchó. Las montañas cedieron paso a las colinas y las colinas a la arena y vi que se hundía en esa arena… y entonces el sueño terminó.
Uno de los otros oficiales entrevió una sombra en la esquina más lejana de la tienda. Se movió subrepticiamente en dirección al general. Acostumbrado por la experiencia a no hablar de tales cosas, tragó saliva y contuvo la lengua, confiando en que la sombra no se volviera, más tarde, en su dirección.
Galeona se apoyó sobre la coraza del general Malevolyn y lo miró a los ojos.
—¿Alguna vez habíais tenido ese sueño antes, mi general?
—De ser así te lo habría dicho.
—Sí, así es. Ya sabéis lo importante que es que me lo contéis todo —se separó de él y regresó al montón de almohadones de felpa. Una resplandeciente película de sudor cubría cada porción visible de su cuerpo—. Y esto por encima de todo… Porque éste no es un sueño ordinario. No, no lo es.
—Yo también lo sospecho —hizo un ademán negligente hacia el ayudante de campo que llevaba el objeto cubierto por la tela. El hombre se adelantó un paso, al mismo tiempo que apartaba el material para mostrar lo que había debajo.
Un yelmo de cresta serrada resplandeció bajo la tenue luz de la solitaria lámpara. Antiguo pero intacto, habría cubierto la mayor parte de la cabeza y del semblante de su propietario, sin dejar más que dos delgadas aberturas para los ojos, un fino pasillo para la nariz y un segundo, más ancho pero también fino, para la boca. Por detrás, el yelmo se prolongaba hasta muy abajo y protegía el cuello, pero dejaba la garganta completamente al descubierto.
Incluso en la débil iluminación reinante en la estancia uno podía discernir con toda claridad que el yelmo había estado antaño teñido del rojo de la sangre.
—Pensé que podrías necesitar el yelmo de Bartuc.
—Puede que tengas razón —Galeona se separó de Malevolyn y extendió el brazo hacia la reliquia. Sus dedos rozaron los del ayudante de campo y el hombre se estremeció. Ahora que el general no estaba mirando y el segundo oficial no podía ver desde aquel ángulo, la hechicera aprovechó la oportunidad para dejar que su mano acariciara durante un breve instante la muñeca del oficial. Lo había saboreado una o dos veces, cuando sus apetitos habían demandado un cambio de ritmo, pero sabía que nunca se atrevería a hablarle a su comandante de sus encuentros. Era mucho más probable que Malevolyn lo hiciera ejecutar a él que a su preciada bruja.
Tomó el yelmo con las manos y lo colocó en el suelo, cerca del lugar en el que había estado sentada al principio. El general despidió a sus hombres y luego se reunió con Galeona, sentado directamente frente a ella.
—No me falles, querida mía. En este asunto mi resolución es inquebrantable.
Por primera vez, un jirón de la confianza de Galeona se disipó. Augustus siempre había sido un hombre de palabra, en especial por lo que se refería a la suerte de quienes no satisfacían sus expectativas.
Escondiendo sus preocupaciones, la siniestra hechicera posó las palmas de las manos sobre el yelmo. El general se quitó los guanteletes e hizo lo mismo.
La llama de la lámpara parpadeó, pareció menguar hasta convertirse casi en nada. Las sombras se alargaron, se espesaron y, sin embargo, al mismo tiempo parecieron más vivas, más independientes de la frugal luz. Despedían una sensación irreal, ultraterrena, cosa, no obstante, que no molestaba en absoluto al general Malevolyn. Estaba al tanto de algunos de los poderes con los que Galeona trataba y sospechaba la naturaleza de otros. Como un hombre de guerra con ambiciones imperiales, los veía a todos ellos como herramientas útiles para su causa.
—Lo igual llama a lo igual, la sangre a la sangre… —las palabras se deslizaban presurosas por los opulentos labios de Galeona. Había pronunciado muchas veces esa misma letanía para su patrón—. ¡Deja que lo que fue suyo llame a lo que fue suyo! ¡Lo que llevó la sombra de Bartuc debe estar de nuevo reunido!
Malevolyn sintió que su pulso se aceleraba. El mundo pareció alejarse de él. Las palabras de Galeona resonaban como un eco, se convirtieron en el único foco.
Al principio no vio nada salvo un gris eterno. Entonces, frente a sus ojos, una imagen se destiló de la monotonía, una imagen que de alguna manera le era familiar. Volvió a ver la armadura de Bartuc y a alguien que la llevaba ahora, pero esta vez el general estaba seguro de que el hombre que tenía frente a sí no podía ser el legendario caudillo.
—¿Quién? —siseó—. ¿Quién?
Galeona, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás por la concentración, no le respondió. Una sombra se movió detrás de ella, una sombra que, pensó Malevolyn vagamente, semejaba un gran insecto. Entonces, mientras la imagen que tenía frente a sí crecía, devolvió su atención por entero al propósito de identificar y localizar al extraño.
—Un guerrero —murmuró la hechicera—. Un hombre curtido en muchas campañas.
—¡Olvida eso! ¿Dónde está? ¿Está cerca?
¡La armadura del Caudillo! Después de tanto tiempo, de tantas pistas falsas…
Ella se retorcía a causa del esfuerzo. A Malevolyn no le importaba, dispuesto a llevarla hasta sus límites y más allá si era necesario.
—Montañas… picos fríos, gélidos…
Aquello no era de ninguna ayuda, el mundo estaba lleno de montañas, en especial el norte y la costa de los Mares Gemelos. Incluso la Marca de Poniente tenía las suyas.
Galeona se estremeció dos veces.
—La sangre llama a la sangre…
El general apretó los dientes. ¿Por qué se repetía?
—¡La sangre llama a la sangre!
Ella se balanceó y estuvo a punto de soltar el yelmo. Su lazo con el hechizo pendía de un hilo. Malevolyn intentó con todas sus fuerzas mantener la visión por sí mismo a pesar de que sus propias habilidades mágicas palidecían en comparación con las de Galeona. Y, sin embargo, por un momento, logró enfocar mejor aquel rostro. Un rostro sencillo. En absoluto el de un líder. De alguna manera, atemorizado. No acobardado, pero claramente fuera de su elemento…
La imagen empezó a desvanecerse. El general profirió una silenciosa maldición. La armadura había sido encontrada por algún maldito soldado raso o desertor que probablemente no tenía la menor idea de su valor o de su poder.
—¿Dónde estoy?
La visión desapareció de forma tan abrupta que le sobresaltó incluso a él. Al mismo tiempo, la oscura bruja dejó escapar un jadeo y cayó sobre los almohadones, arruinando por completo el hechizo.
Una fuerza tremenda apartó las manos de Malevolyn del yelmo. Una áspera sucesión de epítetos emergió como un torrente de la boca del general.
Con un gemido, Galeona se incorporó lentamente hasta recobrar una posición sedente. Se sujetaba la cabeza con una mano mientras miraba al general.
Éste, por su parte, estaba considerando si debía o no ordenar que la azotaran, por tentarlo con la nueva de que la armadura había sido encontrada y dejarlo después sin saber dónde se encontraba.
Ella vio su sombría mirada y supo lo que posiblemente significaba.
—¡No os he fallado, mi general! ¡Después de todo este tiempo, el legado de Bartuc está a vuestro alcance!
—¿Su legado? —Malevolyn se puso en pie, apenas capaz de mantener a raya su frustración y su furia—. ¿Su legado? ¡Bartuc comandaba demonios! ¡Extendió su poder sobre gran parte del mundo! —el pálido comandante señaló el yelmo con un ademán—. ¡Le compré eso a un buhonero como un recuerdo, un símbolo de lo que deseaba conseguir! ¡Una reliquia falsa, pensé entonces, pero bien hecha! ¡El Yelmo de Bartuc! —el general estalló en una seca carcajada—. ¡Sólo al ponérmelo me di cuenta de la verdad… me di cuenta de que sí era el yelmo!
—¡Sí, mi general! —Galeona se puso en pie con rapidez, posó sus manos sobre el pecho del general y sus dedos acariciaron el metal como si fuese su propia carne—. Y empezasteis a tener los sueños, las visiones de…
—Bartuc… ¡He visto sus victorias, he visto su gloria, he visto su fuerza! Las he vivido, todas ellas… —el tono de Malevolyn creció en amargura—, ¡pero sólo en mis sueños!
—¡Fue el destino el que trajo el yelmo hasta vos! El destino y el espíritu de Bartuc, ¿no lo veis? Él desea que seáis su sucesor, confiad en mí —lo arrulló la bruja—. ¡No puede haber otra razón porque sois el único que ha tenido esas visiones sin mi ayuda!
—Cierto —después de los dos primeros incidentes, sucedidos en un período en el que Malevolyn había llevado el yelmo, el general había ordenado a unos pocos de sus oficiales de confianza que utilizaran el artefacto. Ni siquiera aquellos que lo habían llevado durante varias horas habían tenido después sueños semejantes. Aquello, a los ojos de Augustus Malevolyn, había sido la prueba de que él mismo había sido elegido por el espíritu del caudillo para sucederlo en su gloria.
Malevolyn sabía todo cuanto un hombre mortal podía saber sobre Bartuc. Había estudiado todo documento, investigado toda leyenda. Aunque, en el pasado, muchos se habían encogido de temor ante la oscura y demoníaca historia del caudillo, temiendo de alguna manera verse mancillados por ella, el general había devorado cada brizna de información existente sobre él.
En estrategia y fuerza física era rival para Bartuc, pero Malevolyn sólo era capaz de manejar la magia más débil. Apenas suficiente para encender una vela. Galeona le había proporcionado mayor poder, por no hablar de otros placeres, pero para poder emular de verdad la gloria del caudillo, Malevolyn necesitaba algún medio con el que convocar no un demonio, sino muchos.
La armadura le allanaría ese camino, de eso había adquirido una certeza obsesiva. La exhaustiva investigación llevada a cabo por Malevolyn había descubierto que Bartuc la había imbuido con formidables encantamientos. Los frugales poderes del propio general habían sido aumentados ya por el yelmo; sin duda, la armadura completa le daría lo que deseaba. Seguro que eso era lo que deseaba la sombra de Bartuc. Las visiones tenían que ser una señal.
—Hay una cosa que puedo deciros, mi general —susurró la hechicera—. Una cosa que os dará aliento para vuestra búsqueda.
Él la tomó por los brazos.
—¿Qué? ¿Qué es?
Ella esbozó una mueca momentánea a causa del dolor de su abrazo.
—Él… el necio que lleva ahora la armadura… ¡se aproxima!
—¿Viene a nosotros?
—Quizá, si el yelmo y el resto están destinados a reunirse pero, aunque no sea así, cuanto más se aproximen, más fácil me será localizarlo con exactitud. —Galeona soltó uno de sus brazos y tocó la mejilla de Malevolyn—. Sólo tenéis que esperar un poco más, amor mío. Sólo un poco más.
Tras soltarla, el general reflexionó.
—¡Lo buscarás cada mañana y cada tarde! ¡No debes ahorrar esfuerzos! ¡En el momento mismo en que descubras dónde se encuentra ese cretino, yo debo ser informado! ¡Marcharemos inmediatamente tras él! ¡Nada se interpondrá entre mi destino y yo!
Recogió el yelmo y, sin decir otra palabra, abandonó la tienda, seguido de inmediato por sus ayudantes de campo. La mente de Malevolyn volaba mientras se imaginaba a sí mismo embutido en la armadura completa. Se alzarían legiones demoníacas para obedecer sus órdenes. Caerían ciudades. Un imperio que abarcaría… que abarcaría el mundo entero.
Augustus Malevolyn sujetaba el yelmo de forma casi protectora mientras regresaba a sus propios aposentos. Galeona había tenido razón. Sólo tenía que ser un poco más paciente. La armadura vendría a él.
—Yo lograré lo que tú soñaste una vez con hacer —susurró a la sombra ausente de Bartuc—. ¡Tu legado será mi destino! —los ojos del general centellearon—. Y muy pronto…
* * *
La bruja se estremeció mientras Malevolyn desaparecía tras la entrada de la tienda. Últimamente su inestabilidad había ido en aumento, en especial cuanto más tiempo llevaba el antiguo yelmo. En una ocasión, incluso le había descubierto hablando como si fuese el Caudillo de la Sangre en persona. Galeona sabía que el yelmo —y posiblemente toda la armadura— contenía alguna fuerza mágica misteriosa, pero hasta el momento no había sido capaz de identificarla o controlarla.
Si pudiese controlarla… ya no necesitaría a su amante. Una lástima, en algunos sentidos, pero siempre habría otros machos. Otros machos más maleables.
Una voz rompió el silencio, una voz rasposa y profunda que a la bruja le recordaba en alguna medida al zumbido de un millar de moscas agonizantes.
—La paciencia es una virtud… ¡Éste debería saberlo! ¡Ciento veintitrés años en este plano mortal en busca del caudillo! Tanto tiempo… y ahora aparece de pronto.
Galeona miró a su alrededor, escudriñó las sombras, en busca de alguien en particular. Finalmente lo encontró en una esquina lejana de la tienda, una forma oscilante, forma de insecto, que sólo resultaba visible para aquellos que miraban con verdadera atención.
—¡Guarda silencio! ¡Alguien podría escucharte!
—Nadie oye cuando éste así lo quiere —dijo la voz áspera—. Eso lo sabes bien, humana…
—Entonces acalla tu voz por bien de mi cordura, Xazak —la hechicera de oscura piel miró fijamente la sombra pero no se le aproximó. Después de todo este tiempo, todavía no confiaba por completo en su constante compañero.
—Cuan tiernos los oídos de los humanos —la sombra cobró más forma; ahora parecía un insecto específico, una mantis religiosa. No obstante, una mantis como aquella hubiera tenido dos metros y medio, si no más—. Cuan suaves y frágiles sus cuerpos…
—Será mejor que no hables de esa manera…
Un sonido bajo, quitinoso se extendió por la tienda. Galeona apretó los dientes, sabiendo que a su compañero no le gustaba recibir reproches. Xazak se aproximó con movimientos sinuosos.
—Háblale a éste de la visión que habéis compartido.
—Ya lo viste.
—Pero éste querría oírlo de ti… por favor… complácele.
—Muy bien —tras respirar profundamente, describió con tanto lujo de detalles como le fue posible al hombre y la armadura. Seguramente Xazak lo había visto todo pero, por alguna razón, el imbécil siempre le pedía que le contara las visiones. Galeona trató de acelerar las cosas ignorando al hombre casi por completo y prestando más atención a la propia armadura y al paisaje que se distinguía a duras penas al fondo.
Xazak la interrumpió bruscamente.
—¡Éste ya sabe que la armadura es la verdadera! ¡Ya sabe que vaga por el plano mortal! ¡El humano! ¿Qué hay del humano?
—Totalmente ordinario. No había nada especial en él.
—¡Nada es ordinario! ¡Descríbelo!
—Un soldado. De rostro sencillo. Un guerrero corriente. El hijo de unos granjeros, posiblemente, a juzgar por su apariencia. Nada extraordinario. Algún pobre necio que se topó con la armadura y, como evidentemente piensa el general, no tiene idea de lo que es.
De nuevo el sonido quitinoso. La sombra retrocedió un poco. Cuando Xazak habló, su voz sonaba profundamente decepcionada.
—¿Es seguro que el camino de este mortal lo aproxima a nosotros?
—Eso parece.
La sombría figura quedó inmóvil. Era evidente que Xazak estaba pensando en algo… Galeona esperó… y esperó un poco más. Xazak carecía del concepto del tiempo por lo que a los demás se refería. Sólo le preocupaba cuando se trataba de sus propias necesidades y deseos.
Dos destellos de un profundo amarillo aparecieron donde la cabeza de la sombra parecía estar. Lo que podría haber sido el contorno de un apéndice terminado en dedos con tres garras apareció momentáneamente a la vista y entonces volvió a desaparecer con rapidez.
—Deja que venga, entonces. Éste habrá decidido para entonces si una marioneta es mejor que otra… —la forma de Xazak se hizo indistinta. Toda semejanza a una mantis, o a cualquier otra criatura, desapareció—. Deja que venga…
La sombra se fundió con los sombríos rincones.
Galeona profirió una maldición para sus adentros. Había aprendido mucho de la impía criatura. Había incrementado su poder en muchos aspectos gracias a su pasada tutela. Sin embargo, mucho más que de Augustus, hubiera deseado deshacerse de Xazak, estar libre de aquel ser horripilante. El general podía ser manipulado hasta un punto, pero no ocurría lo mismo con su secreto compañero. Con Xazak, la hechicera participaba en un continuo juego del gato y el ratón en el que demasiado a menudo se sentía en el papel de la segunda de las criaturas. No obstante, uno no rompía sin más un pacto sellado con uno de la raza de Xazak; si no se comportaba con precaución, Galeona podría encontrarse privada de los miembros y la cabeza… antes de que él la dejara morir al fin.
Y esto hizo que considerara por fin una idea nueva.
El que llevaba la armadura de Bartuc parecía ciertamente un guerrero, un soldado y, tal como ella misma lo había descrito, un hombre sencillo. En otras palabras, un necio. Galeona sabía bien cómo manipular a tales hombres. Dado que era un hombre, estaría indefenso ante sus encantos; dado que era un necio, nunca se daría cuenta de ello.
Tendría que ver cómo iban las cosas con el general y con Xazak. Si parecía que uno u otro podía serle de utilidad, Galeona haría lo que pudiera para inclinar la balanza en su favor. Ciertamente, Malevolyn con la armadura del caudillo podría ocuparse de su siniestro compañero. Sin embargo, si era Xazak el que obtenía primero la reliquia completa, él sería al que habría de seguir.
Sin embargo, el extraño seguía siendo una posibilidad. Sin duda a él podría llevarlo de un lado a otro por la nariz, podría decirle lo que debía hacer. Representaba un potencial donde los otros dos representaban un riesgo.
Sí, Galeona pretendía mantener vigilado a aquel idiota por su propio interés. Sería mucho más susceptible a sus deseos que un ambicioso y ligeramente loco comandante militar… y ciertamente menos peligroso que un demonio.