La calavera les ofrecía una sonrisa ladeada, como si estuviera invitando alegremente al trío a unirse a ella para toda la eternidad.
—Parece que no somos los primeros —murmuró Sadun Tryst. El veterano y fibroso guerrero le dio unos golpecitos con la punta de su cuchillo, haciendo que el descarnado centinela se balancease. Detrás de la macabra visión, podían distinguir la escarpia que había atravesado la cabeza de su predecesor y lo había dejado colgado hasta que el tiempo había hecho que todo, a excepción de la cabeza, cayera al suelo hecho un confuso montón.
—¿Acaso creías que íbamos a serlo? —susurró una figura alta y encapuchada. Si Sadun tenía un porte esbelto, incluso aristocrático, Fautzin parecía casi cadavérico. El hechicero Vizjerei se movió como un fantasma mientras tocaba la calavera, esta vez con el dedo de una mano enguantada—. Pero esto no es cosa de hechicería. Sólo un trabajo de torpe pero eficaz mecánica. Nada que debamos temer.
—A menos que sea tu cabeza la que se clave en el siguiente poste.
El Vizjerei se tironeó la fina perilla gris. Sus ojos, ligeramente sesgados, se cerraron una vez como si reconocieran la verdad de la última afirmación de su camarada. Si el semblante de Sadun recordaba más bien al de una comadreja poco digna de confianza —y algunas veces la personalidad no le iba a la zaga—, Fautzin se asemejaba más a un gato consumido. La protuberancia que tenia por nariz, en constante agitación, y los bigotes que asomaban por debajo de aquella nariz no hacían sino contribuir a la ilusión.
Ninguno de los dos era reputado por su pureza, pero Norrec Vizharan le hubiera confiado su vida a cualquiera de ellos… y de hecho lo había hecho en varias ocasiones. Mientras se reunía con ellos, el veterano guerrero miró hacia delante, donde una vasta oscuridad anunciaba una cámara de gran tamaño. Hasta el momento habían explorado siete diferentes niveles y, curiosamente, los habían encontrado vacíos de todo salvo de las más primitivas trampas.
También los habían encontrado vacíos de cualquier tesoro, una tremenda decepción para el diminuto grupo.
—¿Estás seguro de que no hay hechicería aquí, Fauztin? ¿Ninguna en absoluto?
Los rasgos felinos, medio escondidos bajo la capucha, se arrugaron un poco más, ligeramente ofendidos. Los amplios hombros de su voluminosa capa conferían a Fauztin una apariencia llamativa, casi sobrenatural, en especial porque superaba en estatura al más musculoso Norrec, que en absoluto era un hombre pequeño.
—¿De verdad tienes que preguntarlo, amigo mío?
—¡Es que no tiene sentido! ¡Aparte de unas pocas trampas patéticas, no hemos encontrado nada que nos impida alcanzar la cámara principal! ¿Por qué molestarse en excavar todo esto para luego dejarlo tan mal defendido?
—Yo no llamaría nada a una araña del tamaño de mi cabeza —intervino Sadun con aire amargo mientras se rascaba de forma ausente su larga pero cada vez más escasa cabellera negra—. En especial porque en ese momento estaba sobre mi cabeza…
Norrec lo ignoró.
—¿Será lo que me temo? ¿Habremos llegado tarde? ¿Lo de Tristram se repite de nuevo?
Hacía tiempo, entre dos trabajos como mercenarios, habían visitado una pequeña y atribulada aldea llamada Tristram en busca de tesoros. La leyenda aseguraba que allí, en una guardia protegida por demonios, podría encontrarse un tesoro de tan extraordinario valor que convertiría en reyes a aquellos afortunados que sobrevivieran para dar con él. Norrec y sus amigos se habían dirigido allí, habían entrado en el laberinto en mitad de la noche sin advertirlo a los lugareños…
Y después de todos sus esfuerzos, después de combatir extrañas criaturas y evitar por escaso margen trampas mortales… habían descubierto que algún otro había vaciado el laberinto subterráneo de casi cualquier cosa de valor. Sólo al regresar a la aldea se habían enterado de la triste verdad: apenas unas semanas antes un gran campeón se había internado en el laberinto y, supuestamente, había abatido al terrible demonio, Diablo. No se había llevado oro ni joyas consigo, pero otros aventureros llegados poco después se habían aprovechado de sus esfuerzos, ocupándose de los peligros menores y llevándose todo cuanto pudieron cargar. Una diferencia de pocos días había dejado al trío sin nada para compensar sus esfuerzos…
El propio Norrec no había encontrado consuelo en las palabras de uno de los aldeanos, de dudosa cordura, quien les había advertido mientras se preparaban para marcharse de que el campeón, conocido como el Vagabundo, no había matado a Diablo sino que, en realidad, había liberado por accidente al funesto mal. Una mirada interrogativa de Norrec hacia Fauztin había sido respondida al principio por un indiferente encogimiento de hombros del hechicero Vizjerei.
—Siempre corren historias sobre demonios que escapan y terribles maldiciones —había añadido Fauztin en aquel momento, desechando por completo el tono de advertencia de la voz del aldeano—. Diablo se encuentra en la mayoría de las que cuchichean las gentes sencillas.
—¿No crees que pueda haber algo de verdad en ella? —cuando era niño, los mayores de Norrec lo habían aterrorizado con historias de Diablo, Baal y otros monstruos de la noche, todas ellas destinadas a hacer que se portara bien.
Sadun Tryst había soltado un bufido.
—¿Alguna vez has visto un demonio? ¿Conoces a alguien que lo haya visto?
Norrec no conocía a nadie.
—¿Y tú, Fauztin? Dicen que los Vizjerei pueden invocar demonios para que hagan su voluntad.
—Si yo pudiera hacer eso, ¿crees que estaría arrastrándome por laberintos y tumbas vacías?
Y ese comentario, más que ninguna otra cosa, había convencido a Norrec de que las palabras del aldeano no eran más que otro cuento. A decir verdad, no le había costado demasiado. Después de todo, la única cosa que entonces había importado al trío era la única que le importaba ahora: la riqueza.
Desgraciadamente, cada vez parecía más probable que, una vez más, les hubiese dado esquinazo.
Mientras escudriñaba el pasadizo, la otra mano enguantada de Fauztin apretó con fuerza la vara mágica que empuñaba. La punta enjoyada (la fuente de luz) se encendió durante un breve instante.
—Confiaba en no estar en lo cierto, pero ahora me temo que es así. No somos ni de lejos los primeros que penetran en este lugar.
El guerrero de cabellos ligeramente plateados profirió un juramento entre dientes. Había servido bajos las órdenes de muchos comandantes en su vida, especialmente durante las cruzadas de la Marca de Poniente, y al sobrevivir a esas diferentes campañas —a menudo por margen tan escaso como la piel de sus dientes— había llegado a una conclusión: nadie podía tener la esperanza de elevarse en el mundo sin dinero. Había ascendido al puesto de capitán, había sido degradado tres veces y finalmente se había retirado, asqueado, tras la última debacle.
La guerra había sido toda la vida de Norrec desde que fuera lo bastante mayor para sostener una espada. Una vez había tenido una especie de familia, pero ahora estaba tan muerta como sus ideales de entonces. Todavía se consideraba un hombre decente, pero la decencia no le llenaba a uno el estómago. Tenía que haber otro camino, había decidido Norrec…
Y así, en compañía de sus dos camaradas, se había lanzado a la búsqueda de tesoros.
Al igual que Sadun, tenía una buena colección de cicatrices, pero por lo demás el semblante de Norrec era más parecido al de un sencillo granjero. Grandes ojos castaños, con una cara abierta y una mandíbula fuerte; no hubiera parecido fuera de lugar detrás de un arado. No obstante, aunque esta visión atraía ocasionalmente al rudo veterano, sabía que necesitaría oro para pagar esa tierra. Esta gesta hubiera debido proporcionarle riquezas más allá de sus necesidades, más allá de sus sueños…
Ahora, parecía que todo ello había sido una pérdida de tiempo y de esfuerzo… de nuevo.
A su lado, Sadun Tryst arrojó su cuchillo al aire y lo recogió con destreza por la empuñadura mientras caía. Lo hizo otras dos veces; evidentemente estaba pensando. Norrec podía imaginar lo que se estaba diciendo. Habían pasado meses inmersos en esta búsqueda en particular, recorriendo al mar hasta el Kehjistan septentrional, durmiendo al raso y bajo la lluvia, siguiendo pistas falsas y recorriendo cuevas vacías, comiendo alimañas de todas clases cuando la caza había escaseado… y todo ello a causa de Norrec, el instigador de este nuevo fiasco.
Y lo que era peor, esta búsqueda había sido el resultado de un sueño, un sueño concerniente a un pico montañoso que guardaba algún parecido con la cabeza de un dragón. Si la hubiera visto sólo una o dos veces, Norrec podría haber olvidado la imagen, pero a lo largo de los años el sueño se había repetido demasiado. Allí donde había combatido, Norrec había buscado aquella montaña, pero siempre en vano. Y entonces un camarada, que más tarde moriría, venido de aquellas heladas tierras del norte, había mencionado de pasada un lugar como aquel. Se decía que estaba habitada por fantasmas y que los hombres que se aventuraban a acercarse desaparecían a menudo o eran encontrados años más tarde, los huesos quebrados y desnudados de toda la carne.
Allí y entonces, Norrec Vizharan había estado seguro de que el destino estaba tratando de llamarlo.
Pero si era así… ¿por qué una tumba que ya había sido saqueada?
Antaño la entrada había estado bien escondida en la pared de roca, pero ellos la habían encontrado abierta de par en par. Aquella debiera haber sido la primera pista sobre la verdad pero Norrec se había negado incluso a reconocer esta anomalía. Todas sus esperanzas, todas las promesas ofrecidas a sus compañeros…
—¡Maldita sea! —le dio una patada a la pared más cercana y sólo su recia bota le salvó de romperse algunos huesos. Arrojó su espada al suelo mientras continuaba maldiciendo su ingenuidad.
—Hay un nuevo general en la Marca de Poniente que está contratando mercenarios —sugirió Sadun con ánimo de colaboración—. Dicen que tiene ambiciones…
—No más guerra —musitó Norrec al tiempo que trataba de no dar muestras del dolor que recorría su pie—. Nada de tratar de morir por la gloria de otros.
—Sólo pensaba que…
El larguirucho hechicero golpeó una vez el suelo con la vara para llamar la atención de sus más mundanos camaradas.
—Llegados a este punto, sería una necedad no registrar la cámara central. Quizá quienes estuvieron aquí antes que nosotros hayan dejado algunas baratijas o unas pocas monedas. Encontramos algo de oro en Tristram. No nos haría daño buscar un poco más, ¿no crees, Norrec?
Sabía que el Vizjerei sólo pretendía mitigar la amargura de sus emociones, pero a pesar de ello la idea encontró arraigo en la mente del veterano. ¡Todo lo que necesitaba era un puñado de monedas de oro! Todavía era lo suficientemente joven para tomar una esposa, comenzar una nueva vida, puede que incluso formar una familia…
Norrec recogió la espada y sopesó el arma que tan bien le había servido a lo largo de los años. La había mantenido limpia y afilada, enorgulleciéndose de una de las pocas posesiones a las que podía considerar verdaderamente suyas. Una mirada de determinación recorrió su semblante.
—Vamos.
—Tienes un verdadero don con las palabras, para ser alguien que utiliza tan pocas —bromeó Sadun con el hechicero mientras se ponían en marcha.
—Y tú usas demasiadas palabras para ser alguien que tiene tan pocas cosas que decir.
La amistosa discusión de sus camaradas ayudó a asentar la mente atribulada de Norrec. Le recordó a otros tiempos, cuando entre los tres habían logrado salir adelante en medio de mayores dificultades.
No obstante, la charla fue languideciendo conforme se aproximaban a la que sin duda tenía que ser la última y más significativa caverna. Fauztin se detuvo y examinó la punta enjoyada de su vara.
—Antes de que entremos, será mejor que vosotros dos encendáis antorchas.
Habían guardado las antorchas para un caso de emergencia, pues la vara del hechicero les había servido bien hasta el momento. Fautzin no dijo nada más, pero mientras Norrec utilizaba la yesca para encender la suya se preguntó si el Vizjerei habría al fin encontrado alguna magia de importancia. Si era así, quizá quedara todavía algún tesoro…
Cuando su propia antorcha estuvo ardiendo, Norrec la utilizó para encender la de Sadun. Envueltos en una iluminación más segura, los tres hombres reanudaron la marcha.
—Os lo juro —gruñó el membrudo Sadun unos momentos más tarde—. Os juro que tengo de punta el cabello de la nuca.
Norrec sentía lo mismo. Ninguno de los guerreros objetó nada cuando el Vizjerei tomó la delantera. Los clanes del Lejano Oriente habían estudiado durante mucho tiempo las artes mágicas y el pueblo de Fauztin las había estudiado durante más tiempo que la mayoría. Si surgía una situación en la que la hechicería tuviera un papel, parecía sensato dejar que el delgado conjurador se encargara de ella. Norrec y Sadun estarían allí para protegerlo frente a otra clase de ataques.
Aquello había funcionado hasta el momento.
A diferencia de las pesadas bota de los guerreros, las sandalias que calzaba Fautzin no hacían ruido mientras caminaba. El mago alargó la vara y Norrec advirtió que, a pesar de su poder, la joya apenas lograba iluminar los alrededores. Sólo las antorchas parecían funcionar como debieran.
—Este lugar es antiguo y poderoso. Puede que nuestros predecesores no hayan sido tan afortunados como primero pensamos. Todavía podríamos encontrar algún tesoro.
Y posiblemente algo más. La mano de Norrec empuñó con fuerza la espada hasta que sus nudillos se pusieron blancos. Quería el oro, sí, pero también quería vivir para poder gastarlo.
Al ver que no podía confiarse en la vara, los dos guerreros se adelantaron. Eso no significaba que Fautzin no fuera a ser capaz de ayudar al grupo. El veterano sabía que en aquel mismo momento su camarada mago estaría considerando los más rápidos y seguros conjuros para enfrentarse a lo que quiera que pudieran encontrar.
—Esto está tan oscuro como una tumba —murmuró Sadun.
Norrec no dijo nada. Ahora se encontraba unos pasos por delante de sus camaradas y fue el primero en llegar a la propia cámara. A pesar de los peligros que podían acechar en su interior, casi se sentía arrastrado hacia ella, como si algo desde allí lo estuviese llamando…
Un brillo cegador abrumó al trío.
—¡Dioses! —profirió Sadun—. ¡No puedo ver!
—Aguardad un momento —les advirtió el hechicero—. Pasará.
Y así fue pero conforme sus ojos se iban acostumbrando, Norrec Vizharan pudo contemplar al fin una visión tan notable que tuvo que parpadear dos veces para asegurarse de que no se trataba de una quimera urdida por sus deseos.
Las paredes estaban cubiertas de patrones intrincados y enjoyados en los que hasta él podía sentir la magia. Piedras preciosas de todos los tipos y colores imaginables decoraban cada patrón, bañando la cámara en un despliegue pasmoso de colores retractados y reflejados. Por añadidura, bajo aquellos símbolos mágicos, no menos codiciosos para la vista, se encontraban los tesoros que el trío había venido a buscar. Montones de oro, montones de plata, montones de joyas. Contribuían al resplandor reinante, haciendo que la cámara brillara más que el día. Cada vez que uno de ellos movía su antorcha, la luz alteraba de alguna manera la apariencia de la estancia para añadir nuevas dimensiones no menos asombrosas que las hasta entonces contempladas.
Sin embargo, por muy imponente que resultara todo ello, una visión espantosa mermaba en gran medida el entusiasmo de Norrec.
Tendidos sobre el suelo hasta donde alcanzaba la vista se encontraban los numerosos, enmarañados y putrefactos cuerpos de aquellos que lo habían precedido, a él y a sus amigos, a aquel lugar predestinado.
Sadun sostuvo su antorcha sobre el más próximo, un cadáver casi descamado que todavía llevaba una armadura de cuero podrida.
—Debe de haber habido una batalla en este lugar.
—Estos hombres no murieron todos al mismo tiempo.
Norrec y el guerrero de menor talla se volvieron hacia Fauztin, cuyo semblante, de ordinario privado de emoción, ostentaba ahora una expresión preocupada.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir, Sadun, que salta a la vista que algunos de ellos llevan muertos mucho más tiempo que otros, puede que hasta siglos. El que hay a tus pies es uno de los más recientes. Algunos de los que hay allí ya no son más que huesos.
El delgado guerrero se encogió de hombros.
—Sea como sea, a juzgar por su aspecto, todos ellos tuvieron una muerte bastante horrible.
—Eso parece.
—Entonces… ¿qué fue lo que los mató?
Norrec respondió.
—Mirad allí. Creo que esos se mataron entre sí.
Los dos cadáveres a los que señalaba se habían atravesado el torso mutuamente. Uno de ellos, con la boca todavía abierta en lo que parecía un último y horrorizado grito, vestía ropas semejantes a las del momificado cuerpo tendido a los pies de Sadun. El otro sólo estaba cubierto por jirones de tela y algunas hebras de cabello pegadas a un esqueleto por lo demás pelado.
—Debes de estar confundido —replicó el Vizjerei con una leve inclinación de cabeza—. Uno de los guerreros es claramente mucho más viejo que el otro.
Eso hubiera supuesto Norrec de no ser por la hoja que atravesaba el torso del otro cadáver. No obstante, las muertes de dos hombres acaecidas mucho, mucho tiempo atrás tenían poca relevancia en las actuales circunstancias.
—Fautzin, ¿sientes algo? ¿Hay alguna trampa aquí?
La sombría figura sostuvo durante un instante la vara en alto frente a la cámara y entonces volvió a bajarla, con evidente repugnancia.
—En este lugar hay demasiadas fuerzas en conflicto, Norrec. No puedo sentir con claridad lo que debo buscar. Pero tampoco siento nada peligroso… aún.
A su lado, presa de la impaciencia, Sadun se agitaba de un lado a otro.
—¿Entonces abandonamos todo esto, abandonamos nuestros sueños o nos arriesgamos un poco y recogemos riquezas por valor de unos pocos imperios?
Norrec y el hechicero intercambiaron una mirada. Ninguno de ellos podía ver una razón para no continuar, en especial cuando había delante de ellos tantas tentaciones. Por fin, el veterano guerrero resolvió la cuestión penetrando unos pocos pasos en la cámara principal. Al comprobar que ningún gran relámpago o criatura demoníaca lo golpeaban, Sadun y el Vizjerei lo imitaron presurosos.
—Debe de haber por lo menos un par de docenas —Sadun saltó sobre dos esqueletos que todavía seguían enzarzados en su pelea—. Y eso sin contar los que están hechos pedazos…
—Sadun, cierra la boca o te la cerraré yo… —ahora que estaba ya caminando entre ellos, Norrec no quería más discusiones sobre los saqueadores de tumbas. Todavía le preocupaba que tantos hubieran muerto de forma tan violenta. Seguramente, alguien habría sobrevivido. Pero si era así, ¿por qué las monedas y los demás tesoros parecían virtualmente intactos?
Y entonces otra cosa apartó sus pensamientos de estás cuestiones, al advertir de pronto que más allá de los tesoros, al otro extremo de la cámara, había un estrado en lo alto de un tramo de escaleras naturales. Y, más importante aún, en lo alto de ese estrado descansaban unos restos mortales embutidos todavía en una armadura.
—Fautzin… —una vez que el mago estuvo a su lado, Norrec señaló al estrado y murmuró—. ¿Qué te parece eso?
Por toda respuesta, Fauztin frunció los delgados labios y se aproximó cuidadosamente a la plataforma. Norrec lo siguió de cerca.
—Explicaría muchas cosas… —oyó murmurar al Vizjerei—. Explicaría la presencia de tantas presencias mágicas en conflicto y de tantas señales de poder…
Por fin, el hechicero volvió la mirada hacia él.
—Acércate y míralo por ti mismo.
Norrec hizo eso mismo. La sensación de incomodidad que había embargado anteriormente al veterano se incrementó ahora mientras contemplaba el macabro espectáculo que coronaba la plataforma.
Había sido un hombre de aspiraciones militares, al menos eso podía asegurarlo, a pesar de que de sus atavíos no quedaban más que unos pocos jirones desgastados. Las botas de fino cuero, de las que sobresalían trozos de los pantalones, yacían caídas a ambos lados. Lo que probablemente hubiera sido una camisa de seda apenas resultaba visible bajo la majestuosa coraza que descansaba ladeada sobre la caja torácica. Por debajo de todo ello, los pedazos ennegrecidos de una túnica antaño regia cubrían gran parte de la parte superior de la plataforma. Unos guanteletes bien forjados y las grebas con forma de canalón creaban la ilusión de unos brazos hechos todavía de carne y tendones; mientras otras piezas, montadas unas encima de otras, hacían lo propio para los hombros. Menos convincente resultaba la armadura de las piernas que, junto con los huesos correspondientes, se había inclinado como si algo la hubiera perturbado en algún momento.
—¿Lo ves? —preguntó Fautzin.
Sin saber a qué se refería exactamente, Norrec entornó la mirada. Aparte del hecho de que la propia armadura parecía teñida con una tonalidad perturbadora aunque familiar del rojo, no podía ver nada que hubiera tenido que…
No tenía cabeza. El cuerpo de la plataforma no tenía cabeza. Norrec miró más allá de la plataforma, no encontró ni rastro de ella en el suelo. Se lo mencionó al hechicero.
—Sí, es exactamente como se describía —la enjuta figura se precipitó hacia la plataforma, casi demasiado ansiosa para gusto del veterano. Fauztin alargó una mano pero la retrajo un instante antes de tocar lo que yacía sobre ella—. El cuerpo sentado en dirección norte. La cabeza y el yelmo, separados en la batalla y vueltos a separar luego en el tiempo y en la distancia para asegurar un fin absoluto. Las señales del poder sobre las paredes, para contrarrestar la oscuridad y contenerla dentro del cadáver… pero… —la voz de Fauztin se apagó mientras continuaba mirando.
—¿Pero qué?
El mago sacudió la cabeza.
—Nada, supongo. Quizá es sólo que estar tan cerca de él turba mis nervios más de lo que estoy dispuesto a admitir.
Un poco exasperado a estas alturas por las sombrías palabras de Fauztin, Norrec apretó los dientes.
—Entonces… ¿quién es? ¿Algún príncipe?
—¡Por el Cielo, no! ¿Es que no lo ves? —una mano enguantada señaló la roja coraza—. Ésta es la tumba de Bartuc, señor de los demonios, maestro de la más negra hechicería…
—El Caudillo de la Sangre —las palabras escaparon de los labios de Norrec como un jadeo entrecortado. Conocía muy bien las historias sobre Bartuc, quien se había alzado de entre las filas de los hechiceros sólo para volverse hacia la oscuridad, hacia los demonios. Ahora el rojo de la armadura cobraba un perfecto y horrible sentido; era el color de la sangre humana.
En su locura, Bartuc, a quien incluso los demonios que lo habían seducido habían terminado por temer, se había bañado antes de cada batalla en la sangre de enemigos caídos. Su armadura, antaño de un dorado brillante, había sido teñida para siempre por sus pecaminosos actos. Había arrasado ciudades hasta los cimientos, cometido atrocidades sin freno alguno, y hubiera seguido haciéndolo para siempre —eso aseguraban las leyendas— de no ser por los desesperados actos de su propio hermano, Horazon y otros hechiceros Vizjerei que habían utilizado el conocimiento que aún conservaban de la magia ancestral, más natural que la hechicería, para derrotar al demonio. Bartuc y sus huestes de demonios habían sido vencidos cuando acariciaban el triunfo con la punta de los dedos y el propio caudillo se había decapitado a sí mismo mientras trataba de lanzar un peligroso contraconjuro.
Desconfiando todavía del vasto poder de su hermano, aun después de muerto, Horazon había ordenado que el cuerpo de Bartuc fuera ocultado para siempre de la vista de los hombres. Por qué no lo habían quemado sin más, Norrec no lo sabía, pero él lo hubiera intentado sin duda. Sea como fuere, poco tiempo después habían empezado a aparecer tumores sobre el lugar en el que reposaba el cuerpo del Caudillo de la Sangre. Muchos eran los que habían buscado esta tumba, en especial aquellos que practicaban las artes oscuras y estaban interesados en la magia que podía todavía conservar, pero nadie había reclamado su hallazgo.
Era muy posible que el Vizjerei conociera más detalles que Norrec, pero el veterano entendía a la perfección lo que habían encontrado. La leyenda aseguraba que Bartuc había vivido algún tiempo con el pueblo de Norrec y que quizá algunos de aquellos entre los que el soldado había crecido habían sido, de hecho, descendientes del monstruoso déspota. Sí, Norrec conocía muy bien el legado del caudillo.
Se estremeció y, sin pensar, comenzó a apartarse del estrado.
—Fauztin… nos vamos de este lugar.
—Pero, amigo mío, seguramente…
—Nos vamos.
La figura encapuchada estudió los ojos de Norrec y entonces asintió.
—Quizá tengas razón.
Agradecido, Norrec se volvió hacia su otro camarada.
—¡Sadun! ¡Olvídalo todo! ¡Nos vamos de aquí! Ahora…
Algo que había cerca de la sombría entrada de la cámara atrajo su atención, algo que se movía… y que no era Sadun Tryst. En aquel momento, el tercer miembro del grupo estaba ocupado tratando de llenar un saco con todas las joyas que podía encontrar.
—¡Sadun! —le espetó el otro guerrero—. ¡Suelta el saco! ¡Deprisa!
La cosa que había cerca de la entrada se arrastró hacia delante.
—¿Estás loco? —exclamó Sadun, sin molestarse siquiera en mirar atrás—. ¡Esto es lo que siempre hemos soñado!
Un movimiento estrepitoso atrajo la atención de Norrec, un movimiento estrepitoso que provenía de más de una dirección a la vez. Tragó saliva mientras la primera figura que se había movido aparecía a la vista.
Las cuencas vacías del momificado guerrero con el que primero se habían encontrado respondieron a su propia y aterrorizada mirada.
—¡Sadun! ¡Mira detrás de ti!
Ahora, por fin había logrado la atención de su camarada. El delgado soldado dejó caer el saco al instante, mientras giraba sobre sus talones y desenvainaba la espada. Sin embargo, cuando vio lo que tanto Norrec como Fauztin estaban ya contemplando, su semblante adquirió la palidez de los huesos.
Uno por uno empezaban a levantarse, cada cadáver y cada esqueleto de aquellos que habían precedido al trío a esta tumba. Norrec entendía ahora por qué nadie había salido jamás con vida y por qué sus amigos y él podrían muy pronto ser añadidos a las filas de la macabra guarnición.
—¡Korosaq!
Uno de los esqueletos que se encontraban más cerca del hechicero se desvaneció en un estallido de llamas anaranjadas. Fauztin apuntó con un dedo a otro, un necrófago medio descarnado al que todavía le quedaban algunos jirones de su antigua cara. Repitió la palabra de poder.
No ocurrió nada.
—Mi hechizo… —confundido, Fauztin no advirtió que otro de los esqueletos, situado a su izquierda, levantaba una espada oxidada pero todavía funcional con el evidente propósito de separarle la cabeza de los hombros.
—¡Cuidado! —Norrec paró el golpe y luego lanzó una estocada. Por desgracia, su ataque no hizo nada y pasó sin causar daño entre las costillas del esqueleto. Presa de la desesperación, propinó una patada a su terrorífico enemigo y éste salió despedido y chocó contra otro de los bamboleantes no-muertos.
Estaban en franca inferioridad numérica frente a una hueste de enemigos que no podían ser abatidos por medios normales. Norrec vio cómo Sadun, separado de sus dos amigos, se encaramaba a un montón de monedas y trataba de defenderse de dos guerreros de pesadilla, una cadavérica cáscara y medio esqueleto que todavía conservaba un brazo. Varios más se acercaban por detrás de estos dos.
—¡Fauztin! ¿Puedes hacer algo? —De nuevo, el Vizjerei pronunció una palabra: esta vez, las dos criaturas que se estaban enfrentando a Sadun quedaron congeladas. Aprovechando la oportunidad, Tryst las golpeó con todas sus fuerzas.
Ambos monstruos se rompieron en incontables pedazos y sus mitades superiores se dispersaron sobre el suelo de piedra.
—¡Has recuperado tus poderes! —las esperanzas de Norrec se incrementaron.
—No los había perdido. Me temo que sólo tengo una oportunidad para usar cada hechizo… ¡Y la mayoría de los que me quedan requieren mucho tiempo!
Norrec no tuvo oportunidad de comentar las terribles noticias porque su propia situación se había vuelto desesperada. Intercambió rápidos golpes con primero uno y luego otro de los cada vez más numerosos muertos vivientes. Los necrófagos parecían lentos en sus reacciones, cosa a la que daba gracias, pero su número y perseverancia acabarían por proporcionar ventaja a los fantasmales guardianes de la tumba del caudillo. Quien hubiese concebido esta última trampa lo había hecho bien, porque cada grupo que entraba allí se unía a las filas de los que atacarían al siguiente. Norrec podía imaginarse de dónde habían venido los primeros muertos vivientes. Antes había señalado a sus amigos que, a pesar de que en su camino se habían encontrado con trampas activadas y criaturas muertas, no habían visto un solo cuerpo hasta que se había topado con el cráneo de la cabeza atravesada. Seguramente, el primer grupo que había penetrado en la tumba de Bartuc había perdido a algunos de sus miembros mientras se dirigía a la cámara interior, sin saber que los camaradas muertos se convertirían más tarde en la peor pesadilla de los supervivientes. Y así, con cada nuevo grupo, las filas de los guardianes habían crecido… y estaban a punto de volver a hacerlo con la adición de Norrec, Sadun y Fauztin.
Uno de los cadáveres momificados le hizo a Norrec un corte en el brazo izquierdo. El veterano utilizó la antorcha que portaba en el otro brazo para incendiar la carne seca y convirtió al zombi en un infierno ambulante. Arriesgando el pie, Norrec lo envió de una patada contra su camarada.
No obstante, y a pesar de este éxito, la horda de muertos continuaba presionándolos.
—¡Norrec! —gritó Sadun desde alguna parte—. ¡Fauztin! ¡Me atacan por todos lados!
Pero ninguno de ellos podía ayudarlo pues los dos estaban igualmente asediados. El mago hizo retroceder a un esqueleto con la vara, pero otros dos llenaron enseguida el espacio dejado por éste. Las criaturas habían empezado a moverse con mayor fluidez y velocidad. Muy pronto, Norrec y sus amigos no contarían ya con ninguna ventaja. Tras separarlo de Fauztin, tres cadavéricos guerreros obligaron a Norrec a retroceder hacia las escaleras y, finalmente, a subir a lo alto del estrado. Los huesos del Caudillo de la Sangre traquetearon en el interior de su armadura pero, para gran alivio de Norrec, no se alzaron para dirigir aquel ejército infernal.
Al otro lado de la cámara se alzó una bocanada de humo y supo que el hechicero había logrado acabar con otro de los muertos vivientes, pero Norrec era consciente de que Fauztin no podría destruirlos a todos. Hasta el momento, ninguno de los guerreros había logrado otra cosa que mantenerlos de raya. Sin carne para que mordieran sus hojas, sin órganos vitales para rebanar, los cuchillos y las espadas no significaban nada.
La idea de levantarse un día como uno de aquellos para asesinar a los siguientes incautos que penetrasen en la tumba hizo que un estremecimiento recorriera la columna vertebral de Norrec. Se movió a lo largo del extremo del estrado lo mejor que pudo, tratando de encontrar una vía de escape. Para su vergüenza, Norrec supo entonces que abandonaría gustoso a sus camaradas si se hubiese materializado de pronto una salida a la libertad.
Sus fuerzas vacilaban. Una hoja lo alcanzó en el muslo. El dolor no sólo hizo que gritara, sino que también logró que soltara la espada. El arma cayó con estrépito por los escalones y desapareció tras los necrófagos que avanzaban hacia él.
Con las piernas casi dobladas, Norrec agitó la antorcha frente a los atacantes con una mano mientras con la otra buscaba algún apoyo en la plataforma. Sin embargo, en vez de piedra sus dedos se posaron sobre frío metal, que tampoco le ofreció apoyo.
Su pierna herida cedió al fin. Norrec cayó sobre una de sus rodillas, arrastrando consigo el objeto metálico al que accidentalmente se había aferrado.
La antorcha salió despedida. Un mar de rostros grotescos llenó la horrorizada vista de Norrec mientras trataba de ponerse en pie. El desesperado guerrero alzó la mano con la que había tratado de encontrar algún asidero, como si estuviese tratando en silencio de suplicar a los muertos vivientes una clemencia que pudiese aplazar lo inevitable.
Sólo en este último momento advirtió que la mano que se había levantado se había de alguna manera cubierto de metal… un guantelete.
El mismo guantelete que antes había visto en la mano del esqueleto de Bartuc.
Mientras el pasmoso descubrimiento encontraba asiento en su mente, una palabra que Norrec no entendió brotó como un desgarro de sus labios y resonó con eco por toda la cámara. Los enjoyados dibujos de las paredes parpadearon, empezaron a brillar cada vez con más intensidad, y los enemigos de ultratumba del trío quedaron paralizados.
Otra palabra, más ininteligible aún, emergió con un estallido del asombrado veterano. Los dibujos de poder se volvieron cegadores, ardientes…
…y explotaron.
Una terrorífica oleada de energía pura recorrió la cámara y pasó sobre los muertos vivientes. Volaron fragmentos por todas partes, obligando a Norrec a hacerse un ovillo tan pequeño como le fue posible. Suplicó en una plegaria que el fin fuera relativamente rápido e indoloro.
La magia consumió a los muertos vivientes allá donde se encontraban. Los huesos y la carne seca ardieron como si estuvieran hechos de aceite. Sus armas se fundieron, creando pilas de escorias y cenizas.
Mas ningún miembro del grupo sufrió el menor daño.
—¿Qué está ocurriendo? ¿Qué está ocurriendo? —escuchó que gritaba Sadun.
El infierno se movió con acerada precisión, arrasando a los guardianes de la tumba pero a nada más. Conforme sus números menguaban, lo hacía también la intensidad de sus fuerzas, hasta que no quedó nada de ellas. La cámara quedó sumida en una oscuridad casi completa. La única iluminación existente provenía ahora de las dos antorchas y de la poca luz que reflejaban las muchas piedras hechas pedazos.
Norrec contempló boquiabierto los devastadores resultados, mientras se preguntaba qué era lo que acababa de presenciar y si anunciaría una situación aún más terrible. Entonces bajó la mirada hacia el guantelete, temeroso de dejarlo en su mano pero no menos temeroso de lo que podía ocurrir si trataba de quitárselo.
—Han… han sido devorados —alcanzó a decir Fauztin mientras se ponía trabajosamente en pie. Su túnica estaba cubierta de cortes y de uno de sus brazos, que mostraba una fea herida, manaba todavía sangre.
Sadun descendió de un salto del lugar en el que había estado combatiendo. En apariencia estaba completamente ileso.
—¿Pero cómo?
¿Cómo, sí? Norrec flexionó los dedos del guantelete. El metal se le antojaba casi una segunda piel, mucho más confortable de lo que jamás hubiera creído posible. Parte de su miedo se desvaneció mientras las posibilidades de lo que podría hacer se volvían más obvias.
—Norrec —se escuchó la voz de Fauztin—, ¿cuándo te has puesto eso?
No le prestó atención. Estaba pensando que podría ser interesante probar el otro guantelete —mejor aún, toda la armadura— y ver cómo le sentaba. Cuando era un recluta joven, había soñado en una ocasión con ascender hasta el grado de general y reunir grandes riquezas gracias a sus victorias en el campo de batalla. Ahora aquel sueño viejo, desvaído mucho tiempo atrás, parecía de pronto fresco y, por primera vez, plausible…
Una sombra se cernió sobre su hombro. Levantó la mirada y vio al mago, que lo observaba con preocupación.
—Norrec, amigo mío. Quizá deberías quitarte ese guantelete.
¿Quitárselo? De pronto, la idea de hacerlo le pareció un absoluto disparate al soldado. ¡Aquel guantelete había sido lo único que les había salvado la vida! ¿Por qué quitárselo? ¿Era posible… era posible que, sencillamente, el Vizjerei lo codiciase para sí? En las cosas de la magia, los que eran como Fauztin no conocían la lealtad. Si Norrec no le daba el guantelete, tal vez Fauztin lo tomase sin más cuando él no pudiera hacer nada para impedírselo.
Una parte de la mente del veterano trató de desechar tan odiosas ideas. Fauztin le había salvado la vida más de una vez. Sadun y él eran sus mejores (y únicos) amigos. Sin duda, el mago no intentaría algo tan burdo… ¿o sí?
—¡Norrec, escúchame! —una arista de emoción, acaso envidia, acaso miedo, preñaba la voz del otro—. Es vital que te quites el guantelete ahora mismo. Volveremos a dejarlo en la plataforma…
—¿Qué ocurre? —exclamó Sadun—. ¿Qué le pasa, Fauztin?
Norrec se convenció de que había estado en lo cierto al principio. El hechicero quería su guantelete.
—Sadun. Prepara tu espada. Puede que tengamos que…
—¿Mi espada? ¿Quieres que la use contra Norrec?
Algo que había dentro del veterano guerrero se hizo con el control. Norrec observó, como si se encontrara a mucha distancia, cómo la mano cubierta por el guantelete se lanzaba hacia delante como una exhalación y tomaba al Vizjerei por la garganta.
—¡Sa… Sadun! ¡Su muñeca! Córtale por…
Por el rabillo del ojo, Norrec vio que su otro camarada titubeaba y entonces alzaba el arma para atacar. Una furia como nunca había experimentado consumió al veterano. El mundo se volvió de un rojo sangriento… y entonces se hizo una negrura completa.
Y en aquella negrura, Norrec Vizharan escuchó gritos.