20. Lo encontramos

Y ahora llego a lo que tal vez sea el hecho más extraño de esta no menos extraña historia, y que demuestra la forma increíble de suceder que tienen las cosas.

Caminaba yo tranquilamente, un poco delante de los otros dos, por las riberas del riachuelo que fluía desde el oasis hasta el punto en que se lo tragaban las sedientas arenas del desierto, cuando de repente me detuve y me froté los ojos. Allí, a menos de veinte yardas, en una situación envidiable, a la sombra de una especie de higuera, y al lado del riachuelo, había una bonita cabaña, construida más o menos al modo de los cafres, con hierba y juncos, pero con una auténtica puerta en lugar de un simple agujero.

«¿Qué demonios pinta una cabaña aquí?», me dije para mis adentros. En ese mismo momento se abrió la puerta de la cabaña y salió renqueando un hombre blanco vestido con pieles de animales y con una enorme barba negra. Ningún cazador puede llegar a semejante lugar, y sin duda ningún cazador se hubiera establecido allí. Seguí mirando y mirando, y lo mismo hizo aquel hombre, y en ese mismo instante llegaron junto a mí sir Henry y Good.

—Miren allí, amigos —dije—. ¿Es un hombre blanco o es que estoy loco?

Sir Henry miró; también miró Good, y, de repente, el hombre blanco lisiado profirió un fuerte grito y se dirigió hacia nosotros corriendo. Cuando estuvo cerca, cayó al suelo, como desmayado.

Sir Henry llegó a mi lado de un salto.

—¡Cielo santo! —gritó—. ¡Es mi hermano George!

Al ruido del alboroto, salió de la choza otra persona también cubierta de pieles, con un rifle en la mano, y vino corriendo hacia nosotros. Al verme, también profirió un grito.

—¡Macumazahn! —exclamó—. ¿No me reconoces, baas? Soy Jim, el cazador. Perdí la nota que me diste para que se la entregase al baas, y llevamos aquí casi dos años. Aquel hombre cayó a mis pies y rodó por el suelo, llorando de alegría.

—¡Insensato! —dije—. ¡Desollado tenías que estar!

Entretanto, el hombre de la barba negra se había recuperado y levantado, y él y sir Henry se estrecharon las manos con fuerza, al parecer sin decir palabra. Pero, cualquiera que hubiera sido el motivo de su riña en el pasado (sospecho que se trataba de una dama, pero nunca lo pregunté), evidentemente estaba olvidado.

—Querido muchacho —dijo al fin sir Henry—; creía que habías muerto. He ido hasta las montañas de Salomón para buscarte, y te encuentro colgado en el desierto, como un viejo aasvógel (‘buitre’).

—Intenté cruzar las montañas de Salomón hace casi dos años —replicó aquel hombre en el tono vacilante de quien ha tenido pocas oportunidades recientes de hablar en su lengua materna—, pero al llegar allí me cayó una roca en la pierna y me la rompió, y no he podido avanzar ni retroceder.

—¿Cómo está usted, señor Neville? —dije—. ¿Se acuerda de mí?

—Pero, vaya —dijo—, si es Quatermain… y Good. Esperen un momento, amigos; me estoy mareando otra vez. ¡Es todo tan extraño y, cuando se ha perdido la esperanza, tan hermoso!

Aquella noche, junto al fuego, George Curtis nos contó su historia, que, a su manera, era casi tan asombrosa como la nuestra, y que, resumida, venía a consistir en lo siguiente: hacía poco menos de dos años había salido del kraal de Sitanda con la intención de llegar a las montañas. En cuanto a la nota que yo le había enviado por mediación de Jim, resultó que el nativo la había perdido, y que Curtis no había oído hablar de ella hasta aquel día. Pero, fiándose de ciertos informes que le habían proporcionado los nativos, se dirigió, no a los Senos de Saba, sino a la pendiente en forma de escalera de la que nosotros veníamos, que, sin duda, era una ruta mejor que la que había señalado Da Silvestra en el mapa. Él y Jim sufrieron grandes penalidades en el desierto, pero finalmente llegaron al oasis, donde le ocurrió un terrible accidente a Curtis. El mismo día de su llegada se encontraba sentado junto al río, mientras Jim extraía miel de una colmena de abejas sin aguijón, que abundan en el desierto, en la pequeña elevación de terreno que formaba la ribera, justo encima de George Curtis. Al hacerlo, se desprendió una enorme roca que cayó sobre la pierna derecha de éste y la aplastó de un modo atroz. Desde ese día había quedado tan lisiado que le resultó imposible avanzar ni retroceder, por lo que prefirió la posibilidad de morir en el oasis a la certeza de perecer en el desierto.

En cuanto a la comida, se las habían arreglado bastante bien, ya que contaban con una buena provisión de municiones, y al oasis acudían a beber gran número de animales salvajes, especialmente por la noche. Los mataban o les tendían trampas, y utilizaban la carne como alimento y, cuando sus ropas se desgastaron, las pieles para abrigarse.

—Y así —concluyó— hemos vivido durante casi dos años, como un Robinson Crusoe con su criado Viernes, esperando contra toda esperanza que llegara algún nativo a ayudarnos a salir de aquí, pero no ha venido nadie. Anoche decidimos que Jim iba a dejarme para intentar llegar al kraal de Sitanda y traer ayuda. Iba a marcharse mañana, pero yo tenía pocas esperanzas de volver a verlo; y ahora apareces tú y de la forma más inesperada, tú, a quien imaginaba viviendo cómodamente en la vieja Inglaterra, olvidado por completo de mi persona, y me encuentras en el lugar más insospechado. Es la cosa más increíble del mundo, y también la más misericordiosa.

A continuación sir Henry se puso a contarle los acontecimientos principales de nuestra aventura, y se quedaron en vela hasta altas horas de la madrugada, hablando.

—¡Caramba! —exclamó George Curtis al mostrarle unos diamantes—. Bueno, al menos ustedes han logrado algo después de tantas desdichas, porque lo que es yo…

Sir Henry se echó a reír.

—Son de Quatermain y Good. Forman parte del trato según el cual, en caso de haber botín, debían repartírselo entre los dos.

Esta observación me hizo reflexionar y, tras hablar con Good, le dije a sir Henry que deseábamos que se llevara un tercio de los diamantes, o que, si no lo hacía así, le diera su parte a su hermano, que había sufrido incluso más que nosotros por obtenerlos. Finalmente, le convencimos para que aceptase este acuerdo, pero George Curtis no se enteró hasta que transcurrió algún tiempo.

Creo que, llegado a este punto, debo dar por terminada esta historia. El viaje de regreso al kraal de Sitanda por el desierto fue muy arduo, especialmente porque teníamos que ayudar a caminar a George Curtis, cuya pierna derecha estaba verdaderamente débil y se le astillaban los huesos continuamente. Pero lo logramos, y entrar en más detalles sólo significaría repetir lo que nos había ocurrido anteriormente.

Seis meses después de nuestro regreso al kraal de Sitanda, donde hallamos nuestras armas y otras pertenencias intactas, pese a que el viejo sinvergüenza a cuyo cuidado las habíamos dejado se sintió muy contrariado de que hubiéramos sobrevivido para reclamarlas, nos encontramos una vez más sanos y salvos en mi casita de Berea, cerca de Durban, donde ahora escribo. Allí me despedí de todos mis compañeros del viaje más extraño que he hecho en el transcurso de una vida larga y rica en experiencias.

Justo en el momento en que escribía las últimas palabras, vi llegar a un cafre por la avenida de los naranjos con una carta en un bastón hendido que acababa de recoger en la oficina de correos. Resultó ser de sir Henry y, como habla por sí misma, la reproduzco entera.

1 de octubre de 1884 Brayley Hall, Yorkshire

Estimado Quatermain:

Le envié unas líneas hace unas cuantas semanas para decirle que nosotros tres, George, Good y yo, llegamos sin novedad a Inglaterra. Desembarcamos en Southampton y nos dirigimos a la ciudad. Tendría que haber visto el magnífico aspecto que presentaba Good al día siguiente, perfectamente afeitado, con una levita que le sentaba como un guante, monóculo nuevo, etc., etc. Fui a dar un paseo con él por el parque, me encontré con algunos conocidos, y les conté inmediatamente la historia de las «hermosas piernas blancas» de Good.

El capitán está furioso, especialmente porque alguna persona con muy mala idea lo ha publicado en un periódico.

Pero vayamos al grano. Good y yo llevamos los diamantes a Streeter para que los tasaran, como habíamos acordado, y realmente no me atrevo a decirle la cifra que nos dieron, de tan grande como es. Nos dijeron que, naturalmente, los habían valorado un poco a ojo de buen cubero, porque no tenían noticias de que nadie hubiera puesto en el mercado nada parecido y en tan grandes cantidades. Al parecer son de la mejor calidad (salvo uno o dos ejemplares de los más grandes), idénticos en todos los sentidos a las mejores gemas brasileñas. Les pregunté si querían comprarlos, pero respondieron que no podían hacerlo y nos recomendaron que los fuéramos vendiendo poco a poco, por temor a inundar el mercado. No obstante, ofrecen ciento ochenta mil libras por una pequeña partida.

Tiene que volver a Inglaterra, Quatermain, para ver todos estos asuntos, especialmente si insiste en ofrecer el magnífico regalo de un tercio de los diamantes, que no me pertenece a mí, a mi hermano George. En cuanto a Good, no sirve para estas cosas. Anda demasiado ocupado en afeitarse y en otras cuestiones relacionadas con el vano adorno corporal. Creo que todavía está muy afectado por lo de Foulata. Me ha contado que, desde su regreso, no ha visto a ninguna mujer que pueda compararse con ella, ni por su figura ni por la dulzura de su expresión.

Quiero que vuelva a Inglaterra, querido y viejo camarada, y que se compre una casa cerca de aquí. Ya ha trabajado bastante, y ahora tiene un montón de dinero. Aquí cerca hay una casa en venta que le iría a las mil maravillas. Venga: cuanto antes, mejor. Puede acabar de escribir sus aventuras en el barco. Nos hemos negado a contar la historia hasta que usted lo haga por escrito, por temor a que no nos crean. Si parte al recibir la presente carta, llegará aquí por Navidades, y le invito a pasarlas conmigo. Van a venir Good y George, y su hijo Harry (esto es un soborno). Lo he llevado conmigo a una cacería que ha durado una semana y me cae muy bien. Es muy simpático. Me pegó un tiro en una pierna, me extrajo los perdigones y después hizo ciertas observaciones sobre las ventajas de llevar a un estudiante de medicina en las cacerías.

¡Adiós, viejo amigo! No puedo decirle nada más, pero sé que vendrá, aunque sólo sea por complacer a su sincero amigo:

HENRY CURTIS

P. S. —He colocado los colmillos del elefante que mató al pobre Khiva en el recibidor, sobre la cornamenta del búfalo que usted me regaló, y tienen un aspecto espléndido. El hacha con que le corté la cabeza a Twala está clavada en la pared, sobre mi escritorio. Ojalá hubiéramos podido traer las cotas de malla.

H. C.

Hoy es martes. El viernes sale un vapor, y creo que voy a hacer caso a Curtis y a tomarlo para ir a Inglaterra, aunque sólo sea para ver a mi hijo Harry y para ocuparme de la publicación de esta historia, tarea que no me gustaría confiar a nadie.

ALLAN QUATERMAIN