Diez días después de aquella memorable mañana nos encontrábamos de nuevo en nuestro viejo cuartel general de Loo y, por extraño que parezca, no nos sentíamos demasiado mal tras la terrible experiencia, salvo por el hecho de que mis hirsutos cabellos, tras salir de aquella caverna, estaban tres veces más canosos que al entrar, y porque Good no volvió a ser el mismo tras la muerte de Foulata, que pareció conmoverlo terriblemente. Debo decir que, considerando el asunto desde el punto de vista de un viejo hombre de mundo, pienso que su desaparición fue un acontecimiento afortunado, ya que, en otro caso, hubiera traído complicaciones. La pobre criatura no era una muchacha nativa corriente, sino una persona de gran belleza, casi diría que extraordinaria, y de espíritu sumamente refinado. Pero ni la belleza ni el refinamiento hubieran bastado para hacer deseable una unión entre ella y Good, porque, como ella misma dijo: «¿Acaso puede el sol desposarse con la oscuridad, o lo blanco con lo negro?».
No creo necesario decir que no volvimos a penetrar en la cámara del tesoro del rey Salomón. Tras recuperarnos de nuestras fatigas, proceso en el que tardamos cuarenta y ocho horas, bajamos al gran foso con la esperanza de encontrar el agujero por el que habíamos salido de la montaña, pero sin éxito. En primer lugar, había llovido, con lo que se habían borrado nuestras huellas; y además, las laderas del enorme foso estaban llenas de guaridas de osos hormigueros y todo tipo de agujeros. Era imposible saber a cuál de ellos debíamos nuestra salvación. Asimismo, el día antes de regresar a Loo, examinamos con mayor detenimiento las maravillas de la cueva de estalactitas y, empujados por una sensación de inquietud, incluso penetramos una vez más en la cámara de los muertos, y al pasar bajo la lanza de la Muerte Blanca, miramos, con una mezcla de sentimientos que me resulta imposible describir, la mole de roca que nos cortó el camino de salida, pensando en los inconmensurables tesoros que había detrás, en la misteriosa bruja cuyos restos yacían aplastados debajo de ella y en la hermosa muchacha de cuya tumba era pórtico. He dicho que miramos la «roca», porque, a pesar de examinarla detenidamente, no pudimos encontrar señales de la juntura de la puerta deslizante. Tampoco dimos con el secreto, que ahora se ha perdido para siempre, que la ponía en funcionamiento, a pesar de que lo intentamos durante una hora o más. Era verdaderamente un mecanismo increíble, característico, por su imponente e inescrutable simplicidad, de la era en que fue concebido; y dudo que el mundo posea otro semejante.
Finalmente, abandonamos la tarea, contrariados, aunque si la mole se hubiese alzado de repente ante nuestros ojos, dudo que hubiéramos tenido suficiente valor para pisar los restos machacados de Gagool y para entrar una vez más a la cámara del tesoro, incluso con la esperanza de encontrar innumerables diamantes. No obstante, hubiera llorado ante la idea de dejar todo aquel tesoro, quizá el más grande que se haya acumulado a lo largo de la historia, en aquel lugar. Pero no quedaba más remedio. Sólo con la dinamita hubiéramos podido abrirnos paso a través de cinco pies de roca sólida.
Así que lo dejamos. Quizá un explorador de una época futura y remota se tope con el «Ábrete, Sésamo», e inunde el mundo de gemas. Pero lo dudo. Tengo el presentimiento de que aquellas joyas por valor de millones de libras, escondidas en tres cofres de piedra, no brillarán en el cuello de una bella mujer terrenal. Ellas y los huesos de Foulata se harán compañía hasta el fin de todas las cosas.
Iniciamos el camino de regreso con un suspiro de decepción y al día siguiente partimos hacia Loo. Pero era una ingratitud por nuestra parte sentirnos decepcionados; porque, como recordará el lector, yo había tomado la precaución, gracias a una idea luminosa, de llenarme de gemas los bolsillos de mi vieja cazadora antes de abandonar aquella mazmorra. Muchas desaparecieron al rodar por la pendiente del foso, y entre ellas se contaban la mayoría de los diamantes grandes que había colocado encima de los otros. Pero, hablando en términos relativos, aún quedaba una enorme cantidad, que incluía dieciocho grandes piedras que oscilaban entre los cien y los treinta quilates cada una. Mi vieja cazadora aún contenía suficientes tesoros como para convertirnos a todos, si no en millonarios, sí al menos en hombres extraordinariamente ricos, y para conservar suficientes piedras como para formar las tres mejores colecciones de gemas de Europa. Así que no nos había ido tan mal.
Al llegar a Loo, fuimos cordialmente recibidos por Ignosi, a quien encontramos bien y muy ocupado en consolidar su poder y en reorganizar los regimientos que habían sufrido mayor cantidad de pérdidas en la gran batalla contra Twala.
Escuchó con profundo interés nuestra increíble historia; pero cuando le contamos el horripilante fin de Gagool, se quedó pensativo.
—Ven aquí —gritó a un induna (‘consejero’) muy anciano, que estaba sentado con otros en círculo, rodeando al rey, pero a una distancia que le impedía oír. El anciano se levantó, se acercó, saludó al rey y se sentó.
—Tú eres viejo —dijo Ignosi.
—¡Sí, mi señor y rey!
—Dime: cuando eras niño, ¿conociste a Gagool, la maestra de brujas?
—Sí, mi señor y rey.
—¿Cómo era ella entonces? ¿Joven como tú?
—¡No, mi señor y rey! Era como ahora; vieja y seca, muy fea y llena de maldad.
—Ya no. Ha muerto.
—Entonces, ¡oh rey!, ha desaparecido una maldición de esta tierra.
—¡Vete!
—¡Kootn! Me voy, cachorro negro que desgarró la garganta del viejo perro. ¡Koom!
—Ya veis, hermanos —dijo Ignosi—; era una mujer extraña, y me alegro de que haya muerto. Os hubiera dejado morir en aquel lugar tenebroso, y quizá hubiera encontrado la forma de asesinarme, como encontró la forma de asesinar a mi padre y de coronar como rey a Twala, a quien amaba de todo corazón. Pero continuad vuestra historia. ¡Sin duda no existe otra similar!
Tras haberle narrado todos los detalles de la huida, aproveché la oportunidad de dirigirme a Ignosi para hablarle de nuestra marcha de Kukuanalandia.
—Y ahora, Ignosi, ha llegado el momento de decirte adiós y de empezar a buscar una vez más nuestra propia tierra. Ten en cuenta, Ignosi, que llegaste con nosotros como sirviente, y ahora, al dejarte, eres un rey poderoso. Si nos estás agradecido, recuerda que debes hacer lo que prometiste: gobernar con justicia, respetar la ley y no enviar a nadie a la muerte sin juicio previo. Así prosperarás. Mañana, al despuntar el día, nos darás una escolta que nos conduzca más allá de las montañas. ¿No es así, oh rey?
Ignosi se cubrió la cara con las manos durante un rato antes de contestar.
—Mi corazón está triste —dijo al fin—. Tus palabras me parten el corazón en dos. ¿Qué he hecho yo, Incubu, Macumazahn y Bougwan, para que me dejéis desolado? Vosotros, que estuvisteis junto a mí en la rebelión y la batalla, ¿vais a dejarme en tiempos de victoria y paz? ¿Qué deseáis? ¿Mujeres? ¡Elegidlas por todo el país! ¿Un lugar para vivir? Sabed que la tierra es vuestra hasta donde alcanza la vista. ¿Queréis las casas del hombre blanco? Vosotros enseñaréis a mi pueblo a construirlas. ¿Queréis ganado para tener carne y leche? Todo hombre casado os traerá un buey o una vaca. ¿Animales salvajes para cazar? ¿Acaso no camina el elefante por mis bosques y duerme el hipopótamo entre los juncos? ¿Queréis hacer la guerra? Mis impis (‘regimientos’) sólo esperan vuestras órdenes. Si hay algo más que pueda loros, os lo daré.
—No, Ignosi, no queremos esas cosas —repliqué—; deseamos volver a nuestro país.
—Ahora comprendo —dijo Ignosi con amargura y ojos centelleantes— que amáis a las piedras brillantes más que a mí, vuestro amigo. Ya tenéis las piedras. Ahora marcharéis a Natal y atravesaréis la negra agua movediza y las venderéis, y seréis ricos; tal es el deseo del hombre blanco. Malditas sean las piedras y malditos los que las buscan. Que la muerte caiga sobre aquel que ponga el pie en el Lugar de la Muerte para buscarlas. He dicho, hombres blancos; podéis marchar.
Posé mi mano en su brazo.
—Ignosi —repliqué—, dinos: cuando viajaste por Zululandia y estuviste entre los hombres blancos de Natal, ¿no anhelaba tu corazón volver a la tierra de la que te habló tu madre, tu tierra natal, donde viste por primera vez la luz, y donde jugaste cuando eras niño, la tierra en que está tu hogar?
—Así es, Macumazahn.
—De la misma forma anhelan nuestros corazones volver a nuestra tierra y a nuestro hogar.
Se hizo el silencio. Cuando Ignosi lo rompió, el tono de su voz era diferente.
—Comprendo que tus palabras son, como siempre, sabias y razonables, Macumazahn; al que vuela por el aire no le gusta correr por la tierra. Al hombre blanco no le gusta vivir codo con codo con el negro. Bien; debéis partir y dejar triste mi corazón, porque para mí estaréis como muertos, puesto que no pueden llegarme noticias desde el lugar en que estaréis.
»Pero escuchad y haced saber a todos los hombres blancos mis palabras. Ningún otro hombre blanco cruzará las montañas; ni siquiera si llega a vivir hasta tan lejos. No quiero ver mercaderes con sus pistolas y su ginebra. Mi pueblo luchará con la lanza y beberá agua, como lo hicieron sus antepasados. No dejaré que ningún predicador siembre el miedo en el corazón de los hombres ni que los incite contra el rey ni que abra caminos a los hombres blancos. Si un hombre blanco llega a mi puerta, lo haré retroceder; si llegan cien, los echaré; si llega un ejército, lucharé contra él con todas mis fuerzas, y no me vencerá. Nadie vendrá a buscar las piedras brillantes, no; ni siquiera un ejército, porque, si viene, yo enviaré a mis regimientos a cegar el foso, a romper las columnas blancas de las cuevas y a llenarlas de rocas, de modo que nadie pueda llegar a la puerta de la que habláis, cuya forma de abrirse se ha perdido. Pero para vosotros tres, Incubu, Macumazahn y Bougwan, el camino estará siempre abierto, porque sabed que os amo más que al aire que respiro.
»Y así os marcharéis. Infadoos, mi tío, y mi induna os tomarán de la mano y os guiarán, con un regimiento. Sé que existe otro camino para atravesar las montañas, y ellos os lo mostrarán. Adiós, hermanos míos, valientes hombres blancos. No me veáis más, porque mi ánimo no podría soportarlo. Daré un decreto que será anunciado de una montaña a otra, por el que vuestros nombres, Incubu, Macumazahn y Bougwan, serán como los nombres de los reyes muertos, y aquel que los pronuncie morirá[23]. Y así vuestro recuerdo permanecerá en el país para siempre.
»Id, o mis ojos se llenarán de lágrimas como los de una mujer. A veces, cuando volváis la vista atrás hacia el sendero de la vida, o cuando seáis viejos y os reunáis para sentaros junto al fuego, porque el sol ya no dé más calor, pensaréis en cómo luchamos codo con codo en aquella gran batalla que planeaste con tus sabias palabras, Macumazahn, o en que tú fuiste la punta del cuerno que desgarró el flanco de Twala, Bougwan; en tanto que tú, Incubu, estuviste en el anillo de los «grises», y los hombres cayeron bajo tu hacha como el maíz bajo la hoz, ¡ay!, y pensarás en cómo tú doblegaste la fuerza del toro salvaje (Twala) y tiraste su orgullo sobre el polvo. Adiós para siempre, Incubu, Macumazahn y Bougwan, mis señores y amigos.
Se puso de pie, nos miró intensamente durante unos segundos y después se cubrió la cabeza con un pliegue de su kaross, como para ocultar la cara a nuestras miradas.
Nos fuimos en silencio.
Al amanecer del día siguiente salimos escoltados por nuestro viejo amigo Infadoos, que tenía el corazón roto por nuestra partida, y por el regimiento de «búfalos». A pesar de lo temprano de la hora, la calle principal de la ciudad estaba flanqueada por multitud de personas que nos dirigían el saludo real al pasar, a la cabeza del regimiento, en tanto que las mujeres nos bendecían por haber librado al país de Twala y arrojaban flores a nuestro paso. Fue una despedida verdaderamente conmovedora, nada parecido a lo que suele ocurrir con los nativos.
No obstante, ocurrió un ridículo percance, que resultó oportuno porque nos proporcionó algo de que reírnos.
En el momento en que llegábamos a las puertas de la ciudad, apareció corriendo una hermosa muchacha con flores en la mano y se las ofreció a Good (al parecer, a todas les gustaba Good; yo creo que su monóculo y la media barba le proporcionaban un valor de fábula) y le dijo que quería pedirle una gracia.
—Habla.
—Que mi señor enseñe las hermosas piernas blancas a su sierva, para que su sierva pueda verlas y recordarlas durante toda su vida, y hablar de ellas a sus hijos. Su sierva ha viajado durante tres días para verlas, porque su fama se ha extendido por todo el país.
—¡Que me cuelguen si lo hago! —exclamó Good nervioso.
—Vamos, vamos, querido amigo —dijo sir Henry—, no se puede negar a complacer a una dama.
—Ni hablar —dijo Good con obstinación—; es una perfecta indecencia.
Pero finalmente consintió en levantarse los pantalones hasta las rodillas, entre exclamaciones de extasiada admiración de todas las mujeres presentes, especialmente de la joven cuyo deseo había satisfecho, y así tuvo que caminar hasta que salimos de la ciudad.
Me temo que las piernas de Good no volverán a inspirar jamás tanta admiración. De sus dientes móviles y de su «ojo transparente» llegaron a cansarse un poco, pero no de sus piernas.
Mientras viajábamos, Infadoos nos contó que había otro paso por las montañas, al norte de la gran carretera de Salomón, o más bien que había un lugar por el que se podía bajar el precipicio que separaba Kukuanalandia del desierto, interrumpido por los Senos de Saba. Al parecer, hacía más de dos años, un grupo de cazadores kukuanas había descendido por ese camino hasta el desierto, en busca de avestruces, cuyas plumas eran muy apreciadas entre ellos para confeccionar tocados guerreros, y que en el transcurso de la expedición de caza se alejaron de las montañas y sufrieron a causa de la sed. Pero, al ver árboles en el horizonte, se dirigieron hacia ellos y descubrieron un oasis grande y fértil de varias millas de extensión, con agua en abundancia. Fue por este oasis por donde nos sugirió que regresáramos. La idea nos pareció buena, porque así podríamos evitar los rigores del paso de la montaña. Teníamos a nuestra disposición a algunos de aquellos cazadores para que nos guiaran hasta el oasis, desde el cual, según afirmaron, ellos habían visto otros puntos fértiles en el desierto[24].
Caminando sin prisas, en la noche del cuarto día de viaje nos encontramos una vez más en la cresta de las montañas que separan Kukuanalandia del desierto, que se extendía en ondas arenosas a nuestros pies, a unas veinticinco millas al norte de los Senos de Saba.
Al amanecer del día siguiente, nos condujeron al borde de una pendiente escarpada por la que debíamos descender al precipicio para llegar al desierto, que se extendía abajo, a más de dos mil pies.
Allí nos despedimos de Infadoos, verdadero amigo y guerrero curtido, quien nos deseó toda suerte de parabienes con gran solemnidad y casi llorando de pena.
—Mis señores —dijo—, nunca verán mis viejos ojos a nadie como vosotros. ¡Ah! ¡Cómo acuchillaba Incubu a los enemigos en la batalla! ¡Ah! ¡Cómo cortó de un solo golpe la cabeza de mi hermano Twala! Fue hermoso, ¡muy hermoso! No tengo esperanzas de ver nada igual, a no ser en un sueño feliz.
Lamentamos mucho separarnos de él. Good estaban tan emocionado que le regaló un recuerdo… ¿No se lo imaginan? Un monóculo. (Después descubrimos que era uno de repuesto). Infadoos quedó encantado al comprender que la posesión de semejante objeto aumentaría su enorme prestigio y, tras varios intentos vanos, por fin consiguió ajustárselo al ojo. Nunca he visto nada tan incongruente como aquel viejo guerrero con monóculo. Los monóculos no pegan con las capas de piel de leopardo y los penachos de plumas negras de avestruz.
A continuación, tras comprobar que nuestros guías iban bien provistos de agua y víveres, y de recibir el atronador saludo de despedida de los «búfalos», estrechamos la mano del viejo guerrero e iniciamos el descenso. Resultó ser una tarea ardua, pero por la tarde nos encontrábamos en el fondo del precipicio sin haber sufrido percances.
—¿Saben una cosa? —dijo sir Henry aquella noche mientras contemplábamos los enhiestos picos que se alzaban por encima de nuestras cabezas, sentados junto al fuego—. Creo que hay lugares en el mundo peores que Kukuanalandia, y que he pasado épocas menos felices que los últimos dos meses, aunque nunca tan extrañas. ¿Y ustedes, amigos?
—A mí casi me gustaría volver —dijo Good con un suspiro.
En cuanto a mí, pensé que bien está lo que bien acaba; pero en el transcurso de una larga vida de peligros, nunca me había enfrentado con ninguno parecido a los que había sufrido últimamente. Al pensar en aquella batalla, aún me recorre un escalofrío por todo el cuerpo. ¡Y con respecto a nuestra experiencia en la cámara del tesoro…!
A la mañana siguiente iniciamos una penosa marcha a través del desierto, con una buena reserva de agua que transportaban nuestros cinco guías, y por la noche acampamos a cielo abierto, para continuar al amanecer del día siguiente.
A mediodía del tercer día de viaje vimos los árboles del oasis de que hablaban los guías, y una hora antes de la puesta del sol caminábamos una vez más sobre hierba y escuchábamos el sonido del correr del agua.