18. Abandonamos toda esperanza

Yo puedo ofrecer ninguna descripción adecuada de los horrores de aquella noche. Por suerte, quedaron algo mitigados por un sueño misericordioso, porque, incluso en circunstancias como las que nosotros atravesábamos, a veces la naturaleza hace prevalecer sus derechos. Pero yo no pude dormir mucho rato. Dejando a un lado el pensamiento aterrador del destino que nos esperaba —ya que incluso el hombre más valiente de la tierra puede perfectamente acobardarse ante la suerte que se cernía sobre nosotros, y yo nunca he pretendido ser valiente—, el silencio era demasiado intenso para permitirlo. Usted, lector, quizá haya estado despierto alguna noche y el silencio se le haya hecho opresivo, pero le diré con toda confianza que no puede hacerse idea de lo que es en realidad el silencio tangible y completo. En la superficie de la tierra hay siempre algún movimiento, que aunque en sí mismo sea imperceptible, al menos desgasta el agudo filo del silencio absoluto. Pero allí no había nada de esto. Estábamos enterrados en las entrañas de un enorme pico cubierto de nieve. A miles de pies por encima de nosotros soplaba el aire fresco sobre la blanca nieve, pero su sonido no llegaba hasta nosotros. Estábamos separados por un largo túnel y cinco pies de roca incluso de la espantosa cámara de los muertos; y los muertos no hacen ruido. Ni el estruendo de toda la artillería de los cielos y la tierra hubiera llegado hasta nuestros oídos en aquella tumba viviente. Estábamos aislados de todos los ecos del mundo; era como si estuviéramos ya muertos.

A pesar de todo, no se me escapaba la ironía de aquella situación. A nuestro alrededor había suficientes tesoros para pagar una modesta deuda nacional, o para construir una ilota de acorazados, y, sin embargo, nosotros hubiéramos cambiado de buena gana todo lo que allí había por la más ligera esperanza de escapar. Sin duda, no tardaríamos mucho en desear trocar todo aquello por un poco de comida o un vaso de agua y, andando el tiempo, incluso por el privilegio de poner un final rápido a nuestros sufrimientos. La auténtica riqueza, en cuya consecución gastan su vida los hombres, es, al fin y al cabo, algo sin valor.

Y así transcurrió la noche.

—Good —dijo por fin sir Henry, en un tono de voz que resultó espantoso en medio del profundo silencio—, ¿cuántas cerillas quedan en la caja?

—Ocho, Curtis.

—Encienda una para poder ver qué hora es.

Así lo hizo, y por contraste con la densa oscuridad, la llama casi nos cegó. Según mi reloj, eran las cinco. La hermosa aurora se sonrojaba sobre la nieve, muy por encima de nuestras cabezas, y la brisa debía estar disipando las brumas de la noche.

—Deberíamos comer un poco para mantener las fuerzas —dije.

—¿Para qué nos serviría comer? —replicó Good—. Cuanto antes muramos y acabemos con esto, tanto mejor.

—Mientras hay vida hay esperanza —sentenció sir Henry.

Así pues, comimos y bebimos unos sorbos de agua, y al cabo de un rato uno de nosotros sugirió que debíamos acercarnos a la puerta lo más posible y gritar, por si había alguna ligera posibilidad de que nos oyeran desde el exterior. Good, que debido a la larga práctica en el mar posee una voz aguda y penetrante, recorrió a tientas el pasadizo y empezó a gritar. Debo decir que hizo un ruido infernal. Jamás había oído unos alaridos semejantes, pero por el resultado que obtuvieron, hubiera servido lo mismo el zumbido de un mosquito.

Lo dejó al cabo de un rato y regresó sediento, por lo que tuvo que beber un poco de agua. Después de esa tentativa, desechamos la idea de gritar, porque repercutía en la reserva de agua.

De modo que volvimos a sentarnos apoyados contra las arcas de inútiles diamantes, en aquella terrible inacción que era una de las características más penosas de nuestro destino; y debo decir que, por mi parte, me abandoné a la desesperación. Apoyé la cabeza sobre los anchos hombros de sir Henry y rompí en llanto; creo que oí sollozar a Good al otro lado y renegar con voz ronca contra sí mismo por ello.

¡Ah, qué bueno y valiente era aquel gran hombre! No nos hubiera tratado con mayor ternura si hubiéramos sido dos niños asustados y él nuestra niñera. Olvidando sus propias desdichas, hizo todo lo posible por calmar nuestros nervios destrozados; nos contó historias sobre hombres que se habían encontrado en circunstancias semejantes a las nuestras y que habían sobrevivido milagrosamente; y, cuando esto dejó de animarnos, observó que, después de todo, no era más que la anticipación del final que a todos nos llega, que pronto acabaría todo y que la muerte por inanición es piadosa (lo que no es cierto). Después utilizó otra táctica que ya le había visto poner en práctica anteriormente, y nos sugirió que nos entregáramos a la merced del Poder Supremo, cosa que yo hice con todas mis fuerzas.

Es el suyo un carácter maravilloso, muy tranquilo pero fuerte.

Y así transcurrió el día, como había transcurrido la noche (si es que pueden utilizarse estos términos cuando se está rodeado por la más negra oscuridad), y al encender una cerilla para ver qué hora era, comprobé que eran las siete.

Volvimos a comer y a beber, y mientras tanto se me ocurrió una idea.

—¿Cómo es posible —pregunté— que el aire se mantenga fresco en este lugar? Es denso y pesado, pero sigue fresco.

—¡Cielo santo! —exclamó Good, levantándose de un salto—. No había pensado en eso. No puede entrar por la puerta de piedra, porque está cerrada herméticamente. Debe venir de otra parte. Si no existiera una corriente de aire, nos hubiéramos asfixiado desde el primer momento. Vamos a echar un vistazo.

Es portentoso el cambio que produjo en nuestro ánimo aquella chispa de esperanza. Al momento siguiente, los tres nos arrastrábamos por la cueva a cuatro patas, palpando el suelo para encontrar el menor indicio de una corriente de aire. De repente mi ardor quedó refrenado. Puse la mano sobre algo frío. ¡Era el rostro de la difunta Foulata!

Seguimos palpando durante una hora o más, hasta que finalmente sir Henry abandonó, desesperado, tras habernos hecho numerosas heridas al golpearnos la cabeza constantemente contra los colmillos de elefante, las arcas y las paredes de la cámara. Pero Good perseveró, diciendo, en un tono parecido a la jovialidad, que era mejor hacer eso que no hacer nada.

—Escúchenme, amigos —dijo de repente, con voz turbada—; vengan aquí.

No hace falta decir que nos precipitamos hacia él con toda rapidez.

—Quatermain, ponga su mano aquí, donde está la mía. ¿Siente algo?

Creo que por aquí sube aire. —Muy bien—. Se levantó y dio una patada, y nuestros corazones se agitaron con una llamarada de esperanza. Sonaba hueco.

Encendí una cerilla con manos temblorosas. Sólo me quedaban tres. Vimos que nos encontrábamos en el ángulo del extremo opuesto de la cámara del tesoro, hecho que explicaba que no nos hubiéramos dado cuenta del sonido hueco de aquel punto en nuestro exhaustivo examen anterior. Mientras duró el resplandor de la cerilla escudriñamos el lugar. Había una juntura en el suelo de roca y, ¡cielo santo!, allí, al nivel de la roca, una anilla de piedra. No dijimos ni media palabra; estábamos demasiado nerviosos y nuestros corazones latían demasiado deprisa, animados por la esperanza, para poder hablar. Good tenía un cuchillo en uno de cuyos extremos había uno de esos ganchos que se utilizan para extraer piedras de los cascos de los caballos. Lo abrió y arañó la anilla con él. Finalmente lo metió por debajo y lo levantó suavemente por temor a romper el gancho. La anilla comenzó a moverse. Al ser de piedra, no se había oxidado durante los siglos que había estado allí, como hubiera sido el caso de haber estado hecha de hierro. Por fin quedó de pie. Entonces la agarró con las manos y tiró con todas sus fuerzas, pero no se movió.

—Déjeme intentarlo —dije impaciente, porque la piedra estaba colocada de tal forma, justo en la esquina, que resultaba imposible que dos personas tiraran de ella al mismo tiempo. La cogí y me esforcé por levantarla, sin ningún resultado.

A continuación fue sir Henry quien lo intentó, y tampoco logró nada.

Good volvió a coger el gancho y raspó en torno a la grieta por la que se sentía ascender el aire.

—Ahora, Curtis —dijo—, ataque, y déjese los riñones en ello si es necesario. Usted tiene la fuerza de dos hombres. Espere.

Sacó un fuerte pañuelo de seda negra, que, fiel a sus hábitos de limpieza, aún conservaba, y lo pasó por la anilla.

—Quatermain, sujete a Curtis por la cintura y tire con todas sus fuerzas cuando yo diga: ¡Ahora!

Sir Henry desplegó sus enormes fuerzas y Good y yo hicimos lo mismo, con toda la energía que nos había otorgado la naturaleza.

—¡Tiren! ¡Tiren! Está cediendo —dijo sir Henry con voz entrecortada, y oí crujir los músculos de su enorme espalda. De repente se oyó un ruido de algo que se rompía, sentimos una corriente de aire y caímos de espaldas al suelo con una pesada losa encima. La fuerza de sir Henry lo había logrado.

—Encienda una cerilla, Quatermain —dijo en cuanto nos levantamos y recuperamos el aliento—; tenga cuidado.

La encendí y, ¡loado sea Dios!, ante nosotros vimos el primer peldaño de una escalera de piedra.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Good.

—Pues seguir la escalera, naturalmente, y encomendarnos a la Providencia.

—¡Esperen! —dijo sir Henry—. Quatermain, coja el biltongy el agua que queda. Podemos necesitarlos.

Fui arrastrándome hasta los arcones con ese propósito, y al mismo tiempo, se me ocurrió una idea. No habíamos pensado mucho en los diamantes durante las últimas veinticuatro horas; en verdad, la idea de los diamantes nos producía náuseas al ver las consecuencias que nos habían acarreado; pero pensé que podía guardarme algunos para el caso de que saliéramos de aquel agujero asqueroso. De modo que metí la mano en el primer arca y llené todos los bolsillos de mi cazadora. El último puñado —y esto fue una idea verdaderamente feliz— fue de las joyas grandes que contenía el tercer arcón.

—¡Oigan, amigos! —grité—. ¿No van a llevarse ningún diamante? Yo me he llenado los bolsillos.

—¡Al diablo con los diamantes! —dijo sir Henry—. Ojalá no vuelva a ver uno en mi vida.

Good no hizo el menor comentario. Creo que estaba despidiéndose de los restos de la pobre muchacha que tanto le había amado. Y por extraño que pueda parecerle a usted, lector, que estará sentado cómodamente en su casa reflexionando sobre la fortuna enorme, inconmensurable, que abandonábamos en aquellos momentos, puedo asegurarle que, si hubiera pasado veintiocho horas con prácticamente nada que comer ni que beber, no se hubiera molestado en cargarse de diamantes antes de internarse en las desconocidas entrañas de la tierra, con la loca esperanza de escapar de una muerte espeluznante. De no ser por el hábito, que se ha convertido prácticamente en una segunda naturaleza, adquirido a lo largo de toda mi vida, de no desechar nada que merezca la pena si existe la mínima posibilidad de llevármelo, estoy seguro de que no me hubiera molestado en llenarme los bolsillos de diamantes.

—Vamos, Quatermain —dijo sir Henry, que ya se encontraba en el primer peldaño de la escalera de piedra—. Tenga cuidado. Yo iré delante.

—Fíjense dónde ponen los pies; puede haber algún agujero debajo —dije.

—Es mucho más probable que haya otra habitación —dijo sir Henry mientras descendía lentamente, contando los peldaños.

Al llegar al decimoquinto peldaño se detuvo.

—Esto es el final —dijo—. ¡Gracias a Dios! Creo que hay un pasadizo. Bajen.

Good bajó a continuación y yo le seguí, y al llegar al final, encendí una de las dos cerillas que quedaban. A su luz vimos que nos encontrábamos en un estrecho túnel que discurría a izquierda y derecha, formando ángulo recto con la escalera que acabábamos de bajar. Sin darnos tiempo a descubrir nada más, la cerilla me quemó los dedos y se apagó. Entonces se nos planteó el delicado problema del camino que debíamos seguir. Naturalmente, era imposible saber cómo era el túnel ni hacia dónde se dirigía, y tomar un camino determinado podía conducirnos a la salvación, y el otro a la muerte. Nos quedamos absolutamente perplejos; finalmente Good cayó en la cuenta de que al encender la cerilla, la corriente de aire del pasadizo había hecho que la llamase torciera hacia la izquierda.

—Vayamos contra la corriente —dijo—; el aire va hacia adentro, no hacia afuera.

Nos pareció bien la sugerencia y, palpando las paredes con las manos, mientras tanteábamos el suelo a cada paso, salimos de aquella maldita cámara en nuestra desesperada lucha por sobrevivir. Si vuelve a entrar en ella algún ser vivo, cosa que no creo que suceda, encontrará huellas de nuestra presencia allí en las arcas abiertas llenas de joyas, en la lámpara vacía y en los blancos huesos de la pobre Foulata.

Tras caminar a tientas durante un cuarto de hora por el pasadizo, éste presentaba una curva o estaba simplemente interceptado por otro pasadizo, que seguimos para desembocar en un tercero. Así seguimos durante varias horas. Al parecer, nos encontrábamos en un laberinto de piedra que no llevaba a ninguna parte. Por supuesto, no sé qué eran todos esos pasadizos, pero pensamos que serían las galerías de una antigua mina, cuyos pozos se entrecruzaban una y otra vez dependiendo del lugar en que se encontrase la veta del mineral. Ésta es la única explicación que se nos ocurrió para justificar tal cantidad de pasadizos.

Nos detuvimos al cabo de un rato, completamente agotados por el cansancio y por la ansiedad que atenaza el corazón de los que ven sus esperanzas pospuestas, y devoramos los escasos restos de biltong y bebimos el último sorbo de agua, porque teníamos la garganta como hornos de cal. Teníamos la sensación de haber escapado a la Muerte en la oscuridad de la cámara del tesoro para encontrarnos con ella en la oscuridad de los túneles.

Mientras descansábamos, completamente deprimidos una vez más, me pareció oír un ruido, hecho que señalé a mis compañeros. Era muy débil y venía de muy lejos, pero era un ruido, un sonido, un murmullo apagado, porque los otros también lo oyeron. No hay palabras para describir lo que sentimos tras todas aquellas horas de espantoso silencio absoluto.

—¡Cielos! Es agua —gritó Good—. Vamos.

Nos dirigimos hacia el lugar de donde parecía provenir el débil murmullo, caminando a tientas por el pasadizo. A medida que avanzábamos se hizo cada vez más audible, hasta que, finalmente, pudimos oírlo perfectamente en medio del silencio. Seguimos caminando hasta que distinguimos claramente el inconfundible rumor de un torrente de agua. Pero, ¿cómo es posible que hubiera un torrente en las entrañas de la tierra? Ya habíamos llegado muy cerca, y Good, que marchaba a la cabeza del grupo, juró que podía olerla.

—Vaya con cuidado, Good —dijo sir Henry—. Debemos estar casi encima. Se oyó un chapoteo y un grito de Good.

Había caído al agua.

—¡Good! ¡Good! ¿Dónde está? —gritamos angustiados. Con intenso alivio por nuestra parte, oímos que una voz sofocada nos contestaba:

—Estoy bien; me he agarrado a una roca. Enciendan una cerilla para ver dónde están.

Así lo hice a toda prisa. Era nuestra última cerilla. Su débil resplandor nos mostró una oscura masa de agua que corría a nuestros pies. No podíamos ver qué profundidad tenía, pero sí que nuestro compañero estaba allí, a poca distancia, agarrado a una roca que sobresalía.

—Prepárense para cogerme —dijo Good—. Voy a tener que nadar un poco.

A continuación oímos un chapoteo y un ruido de forcejeo. A los pocos segundos se aferró a la mano extendida de sir Henry y le pusimos a salvo en el suelo del túnel.

—¡Caramba! —exclamó entre jadeos—. A esto le llamo yo llegar y besar el santo. Si no es porque pude agarrarme a esa roca y porque sé nadar, no lo cuento. Es como un canal de molino, y no se toca fondo.

Estaba claro que no podíamos seguir por allí, así que, después de que Good hubo descansado un poco, de habernos saciado con el agua del río subterráneo, que era dulce y fresca, y de habernos lavado la cara, que buena falta nos hacía, nos alejamos de las riberas de aquella laguna Estigia[22]* africana y volvimos sobre nuestros pasos por el túnel, con Good chorreando agua a la cabeza del grupo. Al cabo de un rato llegamos a otro túnel que se dirigía a la derecha.

—Podríamos seguir por aquí —dijo sir Henry con voz cansada—; todos los caminos son parecidos. Lo único que podemos hacer es seguir caminando hasta que caigamos desfallecidos.

Seguimos caminando a trompicones y lentamente durante un largo rato, completamente agotados, con sir Henry a la cabeza del grupo.

De repente se detuvo y chocamos con él.

—¡Miren! —dijo en un susurro—. O me estoy volviendo loco, o ahíhayluz.

Concentramos nuestras miradas y, en efecto, allá a lo lejos vimos un punto reluciente, no más grande que un ventanuco. Era tan pequeño que dudo que lo hubieran podido percibir otros ojos que no fueran los nuestros, que durante tantos días no habían visto otra cosa que oscuridad.

Exhalamos un gemido de esperanza y nos apresuramos. Al cabo de cinco minutos, ya no nos cabía ninguna duda: era, efectivamente, una mancha de débil luz. Otro minuto más y recibimos un soplo de aire fresco. Seguimos avanzando. El túnel se estrechó súbitamente. Sir Henry cayó de rodillas. El túnel se hizo aún más estrecho, hasta convertirse en un tubo poco más grande que una guarida de zorros excavada en la tierra, y en verdad tierra era. Ya no había rocas.

Sir Henry logró salir tras muchos forcejeos, y lo mismo le ocurrió a Good, y también yo lo logré, y por encima de nuestras cabezas vimos las benditas estrellas, y en nuestras fosas nasales penetró el aire fresco. De súbito, el suelo cedió bajo nuestros pies y todos caímos rodando entre hierba y arbustos por la tierra húmeda y suave.

Me agarré a lo primero que pude y me detuve. Me incorporé y grité con voz potente. Oí un grito que respondía desde abajo, donde se había detenido sir Henry en su loca carrera al llegar a terreno llano. Me arrastré hasta él, y le vi sano y salvo, aunque jadeante. Después nos pusimos a buscar a Good. Le encontramos a poca distancia, encajado en una raíz en forma de horquilla. Presentaba un buen número de magulladuras, pero pronto se recuperó.

Nos sentamos en la hierba, con tal mezcla de sentimientos que realmente creo que llegamos a gritar de alegría. Habíamos escapado de aquella espantosa mazmorra, que estuvo a punto de convertirse en nuestra tumba. Sin duda, un poder misericordioso había guiado nuestros pasos hasta la guarida de chacales en que desembocaba el túnel (porque eso debía ser). Y allá arriba, en las montañas, la aurora que creímos no volver a ver jamás se encendía con tonos rosados.

Al cabo de un rato, la luz grisácea se deslizó por las laderas y comprobamos que nos encontrábamos en el fondo, o casi en el fondo, del enorme foso de la entrada de la caverna. Podíamos distinguir las oscuras siluetas de los tres colosos que estaban sentados en el borde. Con toda seguridad, los espantosos pasadizos por los que habíamos deambulado en aquella noche interminable estaban conectados en un principio con la gran mina de diamantes. En cuanto al río subterráneo en las entrañas de la tierra, sólo Dios sabe qué era, o de dónde venía ni adónde iba. Yo, desde luego, no siento ningún deseo de conocer su curso.

La claridad aumentó y siguió aumentando. Ya podíamos vernos las caras, y nunca he posado los ojos en un espectáculo semejante antes de ese momento, ni tampoco después. Con las mejillas chupadas, los ojos hundidos, cubiertos de polvo y barro de pies a cabeza, magullados, ensangrentados, con los caracteres del miedo a una muerte inminente aún grabados en el rostro, éramos en verdad una aparición que podía haber asustado a la mismísima luz del día. Pero afirmo con toda solemnidad que Good aún llevaba su monóculo en la misma posición. Dudo que se lo haya quitado jamás. Ni la oscuridad, ni el chapuzón en el río subterráneo, ni el rodar por la ladera habían podido separar a Good de su monóculo. Nos levantamos al cabo de un rato, por temor a que nuestros miembros se quedasen rígidos si permanecíamos allí sentados, y empezamos a ascender las empinadas laderas del gran foso. Durante una hora o más caminamos penosamente por la arcilla azul, arrastrándonos con la ayuda de las raíces y matojos que la cubrían. Por fin llegamos a la gran carretera, en el lado del foso frente al que se alzaban los colosos.

Junto a la carretera, a una distancia de cien yardas, ardía un fuego entre unas chozas, y alrededor de la hoguera se veían varias siluetas. Nos dirigimos hacia allí, apoyándonos unos en otros y deteniéndonos a cada pocos pasos. Una de las siluetas se levantó, nos vio y cayó al suelo, gritando de miedo.

—¡Infadoos, Infadoos! ¡Somos nosotros, tus amigos!

Nos pusimos de pie. Él corrió hacia nosotros, mirándonos con los ojos desorbitados y aún temblando de miedo.

—¡Oh, mis señores, mis señores!… ¡Sois realmente vosotros, que habéis vuelto de la muerte! ¡Habéis vuelto de la muerte!

Y el viejo guerrero se postró a nuestros pies, se abrazó a las rodillas de sir Henry y lloró de alegría.