16. El Lugar de la Muerte

Al anochecer del tercer día después de la escena descrita en el capítulo anterior, acampamos en unas cabañas al pie de las Tres Brujas, como llamaban al triángulo de montañas en que acababa la gran carretera de Salomón. El grupo estaba compuesto por nosotros tres y Foulata, que cuidaba de nosotros, especialmente de Good; por Infadoos y por Gagool, a quien llevaban en una litera, en cuyo interior la oía murmurar y blasfemar durante todo el día, y por un grupo de guardias y sirvientes. Las montañas, o más bien los tres picos de las montañas, porque la mole era a todas luces producto de un solo movimiento de tierras, tenían, como ya he dicho, forma de triángulo; la base miraba hacia nosotros, había un pico a nuestra derecha, otro a la izquierda y el tercero frente a nosotros. Nunca olvidaré el espectáculo que ofrecían aquellos tres picos imponentes a la luz del sol naciente del siguiente día. En lo alto, muy por encima de nuestras cabezas, recortadas contra el azul del cielo, se elevaban sus sinuosas guirnaldas de nieve. Por debajo de la nieve, los picos adquirían un color púrpura, debido a los matorrales, al igual que los páramos que ascendían en pendiente hacia las laderas. Justo delante de nosotros se extendía la cinta blanca de la gran carretera de Salomón, que llegaba hasta el pie del pico central, a unas cinco millas, y allí se detenía. Aquél era su punto final.

Será mejor que deje que el propio lector imagine los sentimientos de intensa excitación que nos embargaban mientras caminábamos aquella mañana. Por fin nos acercábamos a las prodigiosas minas que habían sido la causa de la miserable muerte del viejo portugués, tres siglos atrás, de mi pobre amigo, su desgraciado descendiente, y también, según temíamos, de George Curtis, hermano de sir Henry. ¿Estaríamos destinados nosotros, después de todo lo que habíamos pasado, a correr la misma suerte? La maldición había caído sobre ellos: ¿caería también sobre nosotros? Por alguna razón, mientras subíamos el último tramo de la hermosa carretera, no pude evitar un cierto sentimiento de superstición sobre el asunto, y creo que lo mismo les ocurrió a Good y a sir Henry.

Ascendimos penosamente la carretera bordeada de matorrales durante una hora y media o más; caminábamos tan deprisa a causa de la excitación que los portadores de la litera de Gagool apenas podían seguir nuestro paso, y su ocupante gritaba continuamente para que nos detuviésemos.

—Id más despacio, hombres blancos —dijo, asomando su horrible rostro entre las cortinas y clavando sus ojos centelleantes en nosotros—. ¿Por qué corréis al encuentro de la maldición que ha de caer sobre vosotros, buscadores de tesoros?

Soltó una de esas terribles carcajadas suyas, que indefectiblemente me producían un escalofrío que recorría mi espina dorsal, y que durante un rato consiguió que se enfriara nuestro entusiasmo.

Pero seguimos caminando, hasta que ante nosotros vimos un amplio hoyo circular de laderas empinadas que se extendía entre nosotros y el pico, de unos trescientos pies de profundidad y media milla de circunferencia.

—¿No se imaginan lo que es eso? —pregunté a sir Henry y a Good, que contemplaban estupefactos aquel espantoso foso.

Negaron con la cabeza.

—Es evidente que nunca han visto las minas de diamantes de Kimberley. Pueden apostar cualquier cosa a que son las minas de diamantes del rey Salomón. Miren —dije, señalando los estratos de arcilla dura y azul que aún podían verse entre la hierba y los arbustos que cubrían los bordes del foso—, es la misma formación. Estoy seguro de que si bajamos ahí encontraremos «tubos» de roca saponácea. Y miren —concluí, señalando una serie de rocas planas situadas en una suave pendiente, bajo el nivel de un curso de agua excavado en la roca viva en una época lejana—, si eso no son mesas que se emplearon para lavar la ganga, yo soy cura.

En el borde de aquel enorme agujero, que era el foso dibujado en el mapa del gentilhombre portugués, la gran carretera se bifurcaba y lo rodeaba. En muchos puntos, aquella carretera de circunvalación estaba totalmente construida a base de grandes bloques de piedra, al parecer con el objeto de servir de apoyo a los bordes del foso e impedir la caída de piedras. Seguimos avanzando por aquella carretera, movidos por la curiosidad de ver qué podían ser tres objetos imponentes que se distinguían desde el otro lado del gran hoyo. Al acercarnos, vimos que se trataba de unos colosos de una extraña especie, y conjeturamos acertadamente que eran los tres Silenciosos que tanto temor inspiraban a los kukuanas. Pero hasta que no estuvimos muy cerca de ellos, no pudimos comprender toda la majestad de los Silenciosos.

Sobre enormes pedestales de roca oscura, con inscripciones en caracteres desconocidos, separados unos de otros por veinte pasos y de cara a la carretera que cruzaba la llanura de unas sesenta millas que desembocaba en la ciudad de Loo, había tres colosales formas sentadas —dos de hombre y una de mujer— que medían cada una veinte pies desde la cabeza hasta el pedestal.

La escultura femenina, que estaba desnuda, poseía unabelleza serena, pero, por desgracia, sus rasgos estaban dañados a causa de los muchos siglos de exposición a la intemperie. A ambos lados de la cabeza sobresalían las puntas de una media luna. Por el contrario, los dos colosos masculinos estaban vestidos y presentaban unos rasgos faciales horripilantes, especialmente el de la derecha, que tenía cara de demonio. El de la izquierda poseía unos rasgos serenos, pero su serenidad resultaba espantosa. Era la calma propia de una crueldad inhumana, la crueldad que, según apuntó sir Henry, atribuían los antiguos a los seres que podían imponerse al bien, que podían contemplar los sufrimientos de la humanidad, si no con regocijo, sí al menos sin sufrir ellos mismos. Formaban una trinidad que inspiraba profundo temor, allí sentados en soledad, mirando eternamente la llanura.

Al contemplar aquellos Silenciosos, como los llaman los kukuanas, volvió a apoderarse de nosotros una intensa curiosidad por saber qué manos los habían esculpido, quién había excavado el foso y construido la carretera. Mientras miraba asombrado, recordé de repente —ya que estoy familiarizado con el Antiguo Testamento— que Salomón vagabundeó durante algún tiempo en busca de extraños dioses; conocía el nombre de tres de ellos: Astoreth, diosa de los sidonios; Chemosh, dios de los moabitas, y Milcom, dios de los hijos de Ammon, y sugerí a mis compañeros que las tres estatuas que teníamos ante nosotros podían representar a aquellas falsas divinidades.

—Hum —dijo sir Henry, que era un erudito, pues se había graduado brillantemente en lenguas clásicas en la universidad—. Puede que haya algo de eso. La Astoreth de los hebreos era la Astarté de los fenicios, que eran los grandes mercaderes de la época de Salomón. Astarté, que después se convirtió en la Afrodita de los griegos, estaba representada con cuernos, como una media luna, y en la frente de la figura femenina que tenemos ante nosotros se aprecian claramente esos cuernos. Quizá estos colosos fueron concebidos por el funcionario fenicio que dirigía estas explotaciones. ¿Quién sabe[18]?

Con ellos en tropel llegó Astoreth, /que los fenicios llaman Astarté, /la reina de los cielos, la de cuernos /como una media luna, a cuya imagen / brillante por las noches, a la luz /de la luna, las vírgenes sidonias /ofrecían sus votos y sus cánticos.

Antes de que hubiéramos acabado de examinar aquellas extraordinarias reliquias de la remota antigüedad, Infadoos llegó al lugar en que nos encontrábamos y, tras saludar a los Silenciosos, levantó su lanza y nos preguntó si teníamos intención de entrar en el Lugar de la Muerte inmediatamente, o si queríamos esperar hasta después de la comida del mediodía. Si estábamos listos para entrar de inmediato, Gagool había dicho que deseaba guiarnos. Como no eran más que las once de la mañana, quemados por la curiosidad, anunciamos que queríamos penetrar en el recinto al instante, y sugerimos llevar algo de comida para el caso de que nos retrasáramos en la cueva. Así pues, trajeron la litera de Gagool y la buena señora bajó de ella por su propio pie. Entretanto, Foulata, a petición mía, colocó unos trozos de biltong o carne seca junto a dos calabazas de agua en una cesta de juncos. Frente a nosotros, a una distancia de unos cincuenta pasos de la parte posterior de los colosos, se alzaba una escarpada muralla de roca, de una altura de unos ochenta pies o más, que subía en pendiente hasta formar la base del elevado pico cubierto de nieve que se cernía en el aire a tres mil pies por encima de nosotros. En cuanto bajó de la litera, Gagool nos dirigió una malvada sonrisa, y a continuación, apoyándose en un bastón, se dirigió renqueante hacia la escarpada pared de roca. La seguimos hasta llegar a un estrecho portal con sólidas arcadas, que parecía la entrada de la galería de una mina.

Allí nos esperaba Gagool, aún con aquella malvada sonrisa en su rostro horripilante.

—Y bien, hombres blancos de las estrellas —dijo con voz aflautada—, grandes guerreros, Incubu, Bougwan y Macumazahn, el sabio, ¿estáis dispuestos? Tened en cuenta que yo estoy aquí para cumplir las órdenes de mi señor el rey y para mostraros el lugar en que se encuentran las piedras brillantes. ¡Ja,ja,ja!

—Estamos dispuestos —contesté.

—¡Bien! ¡Bien! Fortaleced vuestros corazones para poder soportar lo que vais a ver. ¿Vienes tú también, Infadoos, que traicionaste a tu señor?

Infadoos frunció el ceño al contestar:

—No, yo no voy. Yo no tengo nada que hacer ahí dentro. Pero tú, Gagool, refrena tu lengua, y mira cómo tratas a mis señores. Tú respondes de ellos, y si les sucede lo más mínimo morirás, Gagool, tú que eres cincuenta veces bruja. ¿Has oído?

—Te he oído, Infadoos. Te conozco bien. Siempre te han gustado las palabras altisonantes, y cuando eras un niño recuerdo que amenazaste a tu propia madre. Eso fue ayer mismo. Pero no temas; sólo vivo para cumplir las órdenes del rey. He llevado a cabo las órdenes de muchos reyes, Infadoos, hasta que al final ellos llevaron a cabo las mías. ¡Ja, ja! Voy a mirarles la cara una vez más. ¡También veré la de Twala! Vamos, vamos; aquí está la lámpara —y, sacando una gran calabaza llena de aceite de debajo de su capa de piel, le colocó una mecha de junco.

—¿Vienes tú, Foulata? —preguntó Good en su canallesco kukuana, que había mejorado gracias a las enseñanzas de la joven.

—Tengo miedo, mi señor —contestó tímida la muchacha.

—Entonces, dame la cesta.

—No, mi señor; allá donde tú vayas, iré yo también.

«¡Maldición! —pensé—. Raro será que salgamos de ésta».

Sin más preámbulos, Gagool se sumergió en el pasadizo, que era suficientemente ancho como para que pudieran caminar dos personas de lado, y muy oscuro. Seguimos el sonido de su voz aflautada que nos animaba a seguir adelante, no sin cierto temor, situación que no alivió el sonido súbito de un batir de alas.

—¡Vaya! ¿Qué es eso? —gritó Good—. Alguien me ha dado un golpe en la cara.

—Son murciélagos —dije—; continúe.

Tras haber caminado unos cincuenta pasos, según nuestros cálculos, observamos que el pasadizo se iluminaba débilmente. Al momento siguiente, nos encontramos en el lugar más hermoso en que se hayan posado jamás los ojos de un hombre vivo.

Que el lector imagine la nave de la catedral más grande en que haya puesto el pie, sin ventanas, desde luego, pero ligeramente iluminada desde arriba (presumiblemente mediante respiraderos conectados con el exterior practicados en el techo, que formaban una bóveda a cien pies por encima de nuestras cabezas), y se hará una idea del tamaño de la enorme cueva en la que nos encontrábamos, con la diferencia de que esta catedral, concebida por la naturaleza, era más alta y más ancha que cualquiera construida por el hombre. Pero su gigantesco tamaño era la menor de las maravillas de aquel lugar, porque, dispuestos en fila en toda su longitud, había descomunales pilares de algo que parecía hielo, pero que en realidad eran estalactitas enormes. Me resulta imposible dar una idea de la belleza y la grandeza sobrecogedoras de aquellos pilares de espato blanco, algunos de los cuales no medían menos de veinte pies de diámetro en la base, y se elevaban con toda su belleza grandiosa pero delicada hasta el lejano techo. Había otros en proceso de formación. En estos casos, en el suelo de roca había unas columnas que, como dijo sir Henry, parecían las columnas quebradas de un templo antiguo griego, en tanto que, en las alturas, pendiente del techo, se podía vislumbrar el extremo de un carámbano enorme.

Mientras las contemplábamos, podíamos oír el proceso de formación, porque al poco rato cayó una gota de agua desde el lejano carámbano hasta la columna de abajo, produciendo un diminuto chapoteo. En algunas columnas sólo caía una gota cada dos o tres minutos, y en estos casos resultaría interesante calcular cuánto tiempo tardaría en formarse un pilar, digamos de ochenta pies de altura por diez de diámetro, al ritmo con que caía el agua. El siguiente ejemplo demostrará que, en líneas generales, el proceso es incalculablemente lento. Cortado en uno de los pilares, descubrimos una figura con una tosca similitud a una momia y, sobre ella, algo que parecía ser un dios egipcio, sin duda obra de algún trabajador de las minas de la antigüedad. Aquella obra de arte había sido realizada a tamaño natural, método por el que los tipos ociosos, ya sea un obrero fenicio o un peón inglés, tratan de inmortalizarse a expensas de las obras maestras de la naturaleza, es decir, a unos cinco pies del suelo. Sin embargo, en el momento en que lo vimos nosotros, que debía de ser casi tres mil años después de su realización, la columna sólo tenía ocho pies de altura y aún seguía en proceso de formación, lo que indica un ritmo de crecimiento de un pie cada mil años, o poco más de una pulgada por siglo. Lo supimos porque, mientras estábamos junto a ella, oímos caer una gota de agua.

En algunos casos, las estalactitas adoptaban formas extrañas, presumiblemente cuando la gota de agua caía en el mismo sitio. Así, una masa enorme, que debía de pesar unas cien toneladas, tenía forma de púlpito, bellamente labrado en toda su superficie, de tal modo que parecía encaje. Otras semejaban extrañas bestias, y en los lados de la cueva había dibujos como abanicos de marfil, como los que deja la escarcha en un cristal.

Alrededor de la nave central se abrían cuevas más pequeñas, exactamente igual, como observó sir Henry, que las capillas de las grandes catedrales. Algunas tenían grandes dimensiones, pero otras —y eso constituye un hermoso ejemplo de cómo la naturaleza lleva a cabo su labor de artesanía según leyes invariables, e independientemente del tamaño— eran minúsculas. Una de estas cavernas no era mayor que una casa de muñecas inusualmente grande, pero podría haber servido de modelo para toda la cueva, porque se producía el mismo goteo, los minúsculos carámbanos colgaban del techo igual que en la nave central y las columnas tenían idénticas formaciones.

Pero no teníamos mucho tiempo para examinar aquel maravilloso lugar con todo el detenimiento que hubiésemos deseado, porque, por desgracia, Gagool parecía ser insensible a las estalactitas, y su única preocupación consistía en acabar aquel asunto rápidamente. Aquel hecho me irritó más por cuanto yo tenía especiales deseos de descubrir, si era posible, el sistema por el que entraba la luz en aquel lugar, y si lo había hecho la mano del hombre o la naturaleza, y también si lo habían utilizado en la antigüedad, cosa que parecía probable. Pero nos consolamos con la idea de examinarlo a fondo cuando regresáramos, y seguimos los pasos de nuestra misteriosa guía.

Nos llevó hasta el fondo de la caverna enorme y silenciosa donde encontramos otra entrada, no abovedada como la primera, sino cuadrada en la parte superior, como en los templos egipcios.

—¿Estáis preparados para entrar en el Lugar de la Muerte? —preguntó Gagool, a todas luces con la intención de hacernos sentir incómodos.

—Continúa, bruja —dijo Good en tono solemne, tratando de aparentar que no estaba asustado, como en realidad nos ocurría a todos, salvo a Foulata, que se había cogido del brazo de Good en busca de protección.

—Esto tiene un aspecto fantasmagórico —dijo sir Henry asomando la cabeza por la oscura entrada—. Vamos, Quatermain; seniores priores[19]. ¡No haga esperar a la vieja dama! —concluyó, y se hizo a un lado cortésmente para que yo me colocara a la cabeza del grupo, cosa que no le agradecí en mi fuero interno.

Tap, tap, tap, resonaba el bastón de la vieja Gagool por el pasadizo, al caminar renqueante, riendo entre dientes de una forma repugnante. Yo la seguía, abrumado por un presentimiento inexpresable de que algo terrible nos iba a suceder.

—Vamos, siga adelante, amigo —dijo Good—, o perderemos de vista a nuestra gentil guía.

Empujado por las palabras de mi compañero, entré en el pasadizo y tras caminar unos veinte pasos me encontré en una lúgubre estancia de unos cuarenta pies de longitud, treinta de anchura y otros treinta de altura, que sin duda había sido excavada por la mano del hombre en una época remota. Aquella estancia no estaba tan bien iluminada como la amplia antecámara de estalactitas, y todo lo que pude vislumbrar a primera vista fue una enorme mesa de piedra que ocupaba todo un lado de la estancia, con una colosal figura blanca en un extremo y varias figuras blancas de tamaño natural alrededor. A continuación vi un objeto pardo, sentado en el centro de la mesa, y al cabo de unos momentos, cuando mis ojos se acostumbraron a la luz y descubrí lo que eran todas aquellas cosas, emprendí una carrera tan veloz como me lo permitieron mis piernas.

Por regla general, no soy un hombre nervioso, ni dado a las supersticiones, ya que he vivido lo suficiente como para saber que son una estupidez. Pero debo admitir que aquella visión me trastornó, y de no haber sido porque sir Henry me cogió por el cuello de la camisa y me detuvo, creo sinceramente que al cabo de otros cinco minutos hubiera estado fuera de aquella cueva de estalactitas, y ni por todos los diamantes de Kimberley me hubiera animado a entrar de nuevo. Pero sir Henry me sujetó con fuerza, y me detuve porque no me quedó más remedio. A los pocos segundos sus ojos también se acostumbraron a la luz; me soltó y se puso a limpiarse las gotas de sudor de la frente. Good profirió un juramento con voz débil, y Foulata le rodeó el cuello con los brazos y chilló.

Sólo Gagool seguía riendo entre dientes.

En verdad era una visión fantasmagórica. Allí, al extremo de la larga mesa de piedra, sujetando con sus dedos esqueléticos una lanza grande y blanca estaba sentada la Muerte en persona, bajo la forma de un colosal esqueleto humano de una altura de quince pies o más. Mantenía la lanza muy por encima de su cabeza, como si estuviera a punto de descargarla. Una mano huesuda descansaba sobre la mesa de piedra, en la posición que adopta un hombre que va a levantarse de su asiento, en tanto que el cuerpo se inclinaba hacia adelante de tal forma que las vértebras del cuello y la calavera brillante y sonriente se proyectaban hacia nosotros, y las cuencas vacías de sus ojos se clavaban en nuestras personas, las mandíbulas un poco abiertas como si fuese a hablar.

—¡Cielo santo! —exclamé débilmente—. ¿Qué es eso?

—¿Y qué es eso? —dijo Good, señalando al grupo blanco sentado a la mesa.

—¿Y qué demonios es eso? —dijo sir Henry, señalando a la parda criatura que estaba sentada a la mesa.

¡Ji, ji, ji! —rió Gagool—. La maldición cae sobre los que penetran en la cámara de los muertos. ¡Ji, ji, ji, ja, ja!

—Vamos, Incubu, el valiente en la batalla, entra a ver al que mataste. Y aquel ser vetusto le cogió la chaqueta con sus dedos flacos y le condujo hacia la mesa. Los demás los seguimos.

A los pocos momentos Gagool se detuvo y señaló el objeto pardo que estaba sentado a la mesa. Sir Henry lo miró y retrocedió con una exclamación. Y no es de extrañar, ya que, completamente desnudo, con la cabeza que el hacha de sir Henry le había separado del cuerpo reposando sobre sus rodillas, estaba sentado a la mesa el cadáver de Twala, último rey de los kukuanas. En efecto, con la cabeza colocada sobre las rodillas estaba sentado en toda su fealdad, con las vértebras sobresaliendo una pulgada de la carne hundida del cuello, exactamente igual que una réplica negra de Hamilton Tighe[20]. Por la superficie del cadáver se había extendido una delgada película vidriosa, que contribuía a darle un aspecto aún más aterrador. Durante unos momentos no fuimos capaces de explicarnos aquel hecho, hasta que finalmente observamos que del techo de la cámara caía agua ininterrumpidamente sobre el cuello del cadáver, desde donde se extendía por toda la superficie hasta salir por un pequeño orificio que había en la mesa. Entonces comprendí lo que ocurría: el cuerpo de Twala se estaba convirtiendo en una estalactita.

Confirmamos esta opinión al mirar las formas blancas que estaban sentadas en el banco de piedra que rodeaba la mesa. Eran formas humanas, o más bien lo habían sido; ahora eran estalactitas. Éste es el modo que tiene el pueblo kukuana de preservar a sus reyes muertos desde tiempo inmemorial. Los petrifica. No llegué a descubrir en qué consistía la técnica exactamente, si es que existía tal técnica, aparte de mantenerlos durante un largo período bajo las gotas de agua. Pero allí estaban, congelados y preservados para toda la eternidad con aquel fluido silíceo.

Es imposible imaginar algo más terrorífico que aquel espectáculo de reyes difuntos (había veintisiete en total; el padre de Ignosi era el último), con sus sudarios de espato como hielo a través de los que podían vislumbrarse los rasgos, sentados en torno a aquel inhóspito tablero, con la Muerte en persona como invitada. El que la práctica de esta técnica para preservar a sus reyes debe ser muy antigua, resulta evidente por su número, ya que, calculando en quince años la media de duración de un reinado, y suponiendo que se encontraran allí todos los reyes —cosa improbable, ya que algunos debieron morir en el campo de batalla, lejos de su tierra—, la fecha del comienzo de esta práctica quedaría situada en cuatro siglos y cuarto atrás.

Pero la Muerte colosal, que se sienta a la cabecera de la mesa, es mucho más vieja y, si no me equivoco, debe su origen al mismo artista que concibió los tres colosos. Está tallada en una sola estalactita y, considerada como obra de arte, está admirablemente pensada y ejecutada. Good, que entendía de anatomía, aseguró que, a su juicio, el diseño del esqueleto era perfecto hasta en los huesos más pequeños.

En mi opinión, ese objeto es una extravagancia de la fantasía de un escultor de la antigüedad, y su presencia ha sugerido al pueblo kukuana la idea de colocar a sus reyes difuntos bajo su espantosa presidencia. O quizá alguien la colocó allí para asustar a los merodeadores que tuvieran deseos de entrar en la cámara del tesoro, que está situada detrás. No lo sé. Todo lo que puedo hacer es describirla tal y como es, para que el lector saque sus propias conclusiones.

¡En cualquier caso, así es la Muerte Blanca y así son los Muertos Blancos!