14. La última carga de los «grises»

Transcurrieron unos minutos, y los regimientos destinados a llevar a cabo el ataque por los flancos se pusieron en marcha, silenciosos, manteniéndose cautelosamente al amparo de la elevación de terreno con objeto de ocultar su avance a la aguda mirada de los exploradores de Twala.

Dejamos pasar media hora más desde la partida de las alas del ejército antes de que los «grises» y el regimiento de apoyo conocido como los «búfalos», que estaba destinado a soportar el peso de la batalla, hicieran el menor movimiento.

Casi todos los hombres que formaban ambos regimientos eran tropas de refresco, y conservaban toda su fuerza, pues los «grises» habían estado en reserva durante la mañana y habían perdido pocos hombres al rechazar el ataque que logró romper la línea de defensa, cuando yo me uní a la carga y me golpearon, quedando aturdido. Con respecto a los «búfalos», habían formado la tercera línea de defensa en el flanco izquierdo y, como la fuerza atacante no había conseguido romper la segunda línea en aquel punto, apenas habían llegado a entrar en acción.

Infadoos, que era un general curtido y conocía la vital importancia de mantener alta la moral de sus hombres en la víspera de un combate tan desesperado, aprovechó la pausa para arengar a su regimiento, los «grises», en lenguaje poético. Les explicó el honor que recibirían al ser colocados al frente de la batalla y al tener al gran guerrero blanco de las estrellas luchando en sus filas, y prometió grandes recompensas de ganado y promoción a todos aquellos que sobrevivieran, en el caso de que las armas de Ignosi resultaran victoriosas.

Observé las largas hileras de negros penachos ondulantes y los severos rostros que coronaban, y suspiré al pensar que al cabo de una hora, la mayoría, o acaso la totalidad, de aquellos magníficos guerreros veteranos, entre los que no había ninguno con menos de cuarenta años de edad, yacerían muertos o moribundos sobre el polvo. No podía ser de otro modo; estaban condenados a la matanza por la sabia indiferencia hacia la vida humana que caracteriza al gran general, que a menudo salva sus tropas y alcanza sus fines, para dar al resto del ejército la oportunidad del éxito. Estaban predestinados a la muerte, y lo sabían. Su deber consistía en enfrentarse, regimiento tras regimiento, a todo el ejército de Twala en la estrecha franja verde que se extendía a nuestros pies hasta exterminarlo, o hasta que las alas de nuestro ejército encontrasen la oportunidad favorable para lanzarse a la carga. Y, a pesar de ello, no vacilaban, ni pude detectar el menor signo de temor en el rostro de ninguno de ellos. Allí estaban, erguidos, dirigiéndose a una muerte segura, a punto de abandonar la bendita luz del día para siempre, y sin embargo, capaces de pensar en su destino sin un estremecimiento. No pude evitar contrastar en esos momentos su estado de ánimo con el mío, que distaba mucho de estar tranquilo, y de proferir un suspiro de admiración y envidia. Hasta entonces nunca había visto una dedicación tan absoluta al concepto del deber, y una indiferencia tan completa hacia sus amargos frutos.

—¡Mirad a vuestro rey! —concluyó el anciano Infadoos, señalando a Ignosi—. Id a luchar y a morir por él, como es el deber de los hombres valientes, y caiga la maldición y la vergüenza eternas sobre el nombre de aquel que retroceda ante la muerte por su rey o que vuelva la espalda al enemigo. ¡Mirad a vuestro rey, jefes, capitanes y soldados! Y ahora, rendid homenaje a la serpiente sagrada, y después, seguidnos, que Incubu y yo os mostraremos el camino que lleva al corazón de las tropas de Twala.

Hubo una pausa, y después, repentinamente, un murmullo surgió de entre las apretadas falanges, como el lejano susurro del mar, producido por el suave golpear de los mangos de seis mil lanzas contra los escudos. Fue creciendo lentamente, hasta alcanzar las dimensiones de un rugido que resonó como el trueno sobre las montañas y llenó el aire de pesadas oleadas ruidosas. Después decreció y se desvaneció lentamente, y estalló el saludo real.

Pensé para mis adentros que Ignosi podía sentirse orgulloso de sí mismo aquel día, porque ningún emperador romano recibió jamás semejante salutación de los gladiadores a punto de morir.

Ignosi correspondió a aquel magnífico acto de homenaje levantando su hacha de guerra, y a continuación los «grises» desfilaron en formación de triple columna, compuesta cada una de ellas por unos mil guerreros, exclusivamente oficiales. Cuando la última columna hubo avanzado unas quinientas yardas, Ignosi se colocó a la cabeza de los «búfalos», regimiento que estaba formado de modo similar en triple columna, dio la orden de iniciar la marcha y partimos. Yo, no es necesario decirlo, elevaba las más sentidas plegarias por poder salir de aquel entuerto con el pellejo completo. Me he encontrado en muchas situaciones extrañas, pero nunca en una tan desagradable como aquélla, ni que presentara tan pocas posibilidades de salir sano y salvo.

Cuando llegamos al borde de la meseta, los «grises» ya se encontraban a medio camino de la pendiente que acababa en la lengua de tierra herbosa que ascendía hasta la vertiente de la montaña, algo así como cuando la ranilla de la pata de un caballo entra en la herradura. Grande era la excitación en el campamento de Twala, que estaba situado en la llanura, y, un regimiento tras otro, el ejército iniciaba la marcha a paso ligero para llegar al borde de la lengua de tierra antes de que las fuerzas atacantes de sembocaran en la llanura de Loo.

Esta lengua de tierra, con una profundidad de unas tres cientas yardas, medía en el arranque o parte más ancha no más de cuatrocientos cincuenta pasos de anchura, en tanto que en el extremo apenas alcanzaba los noventa. Los «grises», quienes al descender la ladera y subir al extremo de la lengua de tierra marchaban en columnas, al llegar al lugar en que volvía a ensancharse recobraron la formación en triple columna y se detuvieron en seco.

Entonces, nosotros, es decir, los «búfalos», nos trasladamos al extremo de la lengua y ocupamos nuestras posiciones de reserva, a unas cien yardas detrás de la última columna de los «grises», sobre un terreno ligeramente más elevado. Entretanto, nos dio tiempo a observar las tropas de Twala, que evidentemente se habían reforzado desde el ataque de la mañana, y cuyo número, a pesar de las bajas, no era menor de cuarenta mil soldados, que avanzaban rápidamente hacia nosotros. Pero, a medida que se acercaban al arranque de la lengua, titubeaban al descubrir que tan sólo podía avanzar un regimiento por la garganta y que a unas setenta yardas de la boca, sin que se le pudiera atacar más que de frente, se encontraba el célebre regimiento de los «grises», orgullo y gloria del ejército kukuana, dispuesto a defender el camino contra sus tropas como los tres romanos que defendieron el puente contra miles de hombres*[16].

Se quedaron titubeantes y finalmente se detuvieron; no estaban muy impacientes por cruzar sus lanzas con las de aquellas tres columnas de hoscos guerreros firmes y dispuestos al ataque. No obstante, al poco rato llegó corriendo un general de elevada estatura, revestido con el acostumbrado penacho de ondulantes plumas de avestruz y escoltado por un grupo de jefes y ayudantes; era, en mi opinión, ni más ni menos que el propio Twala. Dio unas órdenes, y el primer regimiento lanzó un grito, y cargó contra los «grises», que permanecieron completamente inmóviles y silenciosos hasta que las tropas atacantes se encontraron a cuarenta yardas de distancia, y una andanada de topas o cuchillos arrojadizos tableteó entre las filas.

A continuación, con un salto y un rugido, se precipitaron hacia adelante, lanzas en ristre, y los dos regimientos chocaron en terrible contienda. A los pocos segundos llegó hasta nuestros oídos el entrechocar de los escudos como el rugido del trueno, y toda la llanura pareció cobrar vida con los destellos de luz que se reflejaban en las lanzas mortíferas. La masa de hombres que luchaban oscilaba de un lado a otro, pero aquello no duró mucho tiempo. De repente, las columnas atacantes parecieron menguar y, con un lento y largo empuje, los «grises» pasaron por encima de ellas, al igual que una gran ola crece y pasa sobre una cresta hundida. Lo habíamos logrado. Aquel regimiento estaba completamente destruido, pero a los «grises» sólo les quedaban dos columnas; una tercera parte de sus hombres había muerto.

Hombro contra hombro, se detuvieron en silencio y esperaron el ataque; y me regocijó ver la barba rubia de sir Henry al moverse de un lado a otro ordenando las filas. ¡Estaba vivo!

Entretanto, nosotros avanzamos hacia el campo de batalla, que estaba cubierto por unos cuatro mil seres humanos postrados, muertos, moribundos y heridos y literalmente teñido de rojo por la sangre. Ignosi dio una orden que rápidamente recorrió las filas, al efecto de que no se matara a ninguno de los enemigos heridos y, por lo que pudimos juzgar, la orden fue cumplida escrupulosamente. Hubiera sido un espectáculo terrible si hubiésemos tenido tiempo de pensar en ello.

Pero avanzaba un segundo regimiento, con el distintivo de penachos de plumas, faldillas y escudos blancos, dispuesto a atacar a los dos mil «grises» que quedaban, y que esperaban en el mismo silencio amenazador de antes, hasta que el enemigo estuvo a unas cuarenta yardas de distancia, momento en que se abalanzaron contra ellos con irresistible fuerza. Una vez más se produjo el espantoso retumbar del choque de los escudos, y ante nuestros ojos volvió a repetirse la inexorable tragedia.

Pero en esta ocasión quedó en suspenso durante más tiempo; en realidad, durante un rato pareció imposible que volvieran a vencer los «grises». El regimiento atacante, que estaba compuesto por hombres jóvenes, combatió con furia extraordinaria, y al principio pareció que la fuerza de su número hacía retroceder a los veteranos. La matanza fue espantosa; a cada minuto caían cientos de hombres; y entre los gritos de los guerreros y los gemidos de los moribundos, combinados con la música del entrechocar de las lanzas, se oía un continuo sonido silbante, «s gee, s gee», la señal de triunfo del soldado victorioso al traspasar con su lanza el cuerpo del enemigo caído.

Pero la perfecta disciplina y el valor decidido e inmutable pueden hacer maravillas, y un soldado veterano vale por dos jóvenes, como pronto se hizo evidente en el caso que nos ocupa. Porque, cuando empezábamos a pensar que todo había acabado para los «grises» y nos disponíamos a ocupar su puesto en cuanto dejaran sitio tras su total destrucción, oí la profunda voz de sir Henry que sobresalía por encima del estruendo y vi su hacha de combate que se agitaba sobre su penacho de plumas. Entonces se produjo un cambio: los «grises» dejaron de combatir, se quedaron inmóviles como rocas contra las que rompían una y otra vez las furiosas oleadas de los lanceros, que volvían a retroceder. Al poco rato empezaron a moverse (en esta ocasión hacia adelante). Como no tenían armas de fuego no había humo, por lo que pudimos verlo todo. Al minuto siguiente el ataque aminoró.

—¡Ah, son verdaderos hombres! Volverán a vencer —dijo en voz alta Ignosi, que rechinaba los dientes con excitación a mi lado—. ¡Mira lo que han hecho!

De pronto, como volutas de humo que salen de la boca de un cañón, el regimiento atacante se dispersó en grupos, con sus blancos tocados agitándose al viento, y dejó a sus oponentes victoriosos, pero, ¡ay!, no era más que un regimiento. De la valiente columna triple que cuarenta minutos antes había entrado en acción con una fuerza de tres mil hombres quedaban, como mucho, seiscientos guerreros cubiertos de sangre; el resto había caído. Y, no obstante, vitoreaban y agitaban sus lanzas en señal de triunfo, y después, en lugar de reunirse con nosotros, tal y como esperábamos, echaron a correr en persecución de los grupos de enemigos que huían. Tomaron posesión de un altozano; adoptaron de nuevo la triple formación, y se agruparon en círculo. Y entonces, gracias a Dios, vi a sir Henry en la cima de la loma, al parecer sano y salvo, y a su lado nuestro viejo amigo Infadoos. Los regimientos de Twala se abalanzaron sobre la fatal franja de tierra y, una vez más, se inició la batalla.

Como pueden haber conjeturado hace tiempo quienes leen esta historia, yo soy francamente un poco cobarde y sin duda nada aficionado a la lucha, aunque, por alguna razón, mi destino haya sido con frecuencia encontrarme en situaciones desagradables y verme obligado a derramar sangre humana. Pero siempre lo he detestado, y he evitado, en lo posible, que mi sangre disminuyera mediante el uso juicioso de mis piernas. No obstante, en esos momentos y por primera vez en mi vida, sentí bullir en mi pecho el ardor marcial. En mi cerebro brotaron fragmentos bélicos de las Ingoldsby Legends, junto a ciertos versos sanguinarios del Antiguo Testamento, como setas en la oscuridad; mi sangre, que hasta entonces estaba casi helada de horror, empezó a golpear en mis venas y me invadió un deseo salvaje de matar sin piedad. Recorrí con la mirada las apretadas filas de guerreros situados detrás de nosotros y, por alguna razón, en ese mismo instante, se me ocurrió pensar si mi rostro tendría el mismo aspecto que el de ellos. Allí estaban con las cabezas asomando por encima de los escudos, las manos inquietas, los labios entreabiertos, sus fieros rasgos encendidos por el ardiente deseo de luchar y en sus ojos una mirada como la del sabueso que avista a su presa.

Tan sólo el corazón de Ignosi, a juzgar por su relativo autodominio, parecía latir con la calma habitual bajo su capa de piel de leopardo, aunque incluso él seguía rechinando los dientes. No pude soportarlo por más tiempo.

—¿Vamos a quedarnos aquí hasta que echemos raíces, Umbopa, quiero decir, Ignosi, mientras Twala devora a nuestros hermanos allá? —pregunté.

—No, Macumazahn —contestó—. Ahora el momento está maduro; cojámoslo.

Mientras hablaba, un regimiento de tropas de refresco se abalanzó sobre el círculo de guerreros que había en la loma y, rodeándolo, lo atacó por el lado opuesto.

En ese momento, levantando su hacha de combate, Ignosi dio la señal de avanzar y, emitiendo el grito de guerra kukuana, los «búfalos» cargaron con un empuje como el embate del mar.

No soy capaz de contar lo que siguió inmediatamente. Todo lo que recuerdo es una acometida furiosa, aunque ordenada, que pareció sacudir la tierra; un súbito cambio de frente y de posiciones del regimiento contra el que iba dirigida la carga; después un choque espantoso, un sordo rugido de voces y un continuo flamear de lanzas, visto a través de una neblina roja de sangre.

Cuando mi mente se despejó, me encontré junto a los restos de los «grises» cerca de la cumbre de la loma, y justo detrás de mí, ni más ni menos que al propio sir Henry. En ese momento no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí, pero sir Henry me contó después que fui arrastrado por la furiosa carga de los «búfalos» casi hasta sus pies y que allí me quedé cuando ellos, a su vez, fueron rechazados. Entonces él salió del círculo y me empujó hasta el interior.

Con respecto al combate que siguió, ¿quién podría describirlo? Una y otra vez las multitudes embestían contra nuestro círculo momentáneamente reducido, y una y otra vez los hacíamos retroceder. Como dice el poeta en alguna parte:

Los tenaces lanceros aún competían

con el bosque impenetrable y oscuro;

ocupaban el lugar que dejaban sus camaradas

cuando ellos caían.

Era un espectáculo espléndido ver a aquellos valientes batallones saltar reiteradamente las barreras de sus muertos, protegiéndose a veces con los cadáveres de nuestros lanzazos, para que luego sus propios cadáveres se amontonaran en rápida sucesión. Era hermoso contemplar a aquel obstinado y viejo guerrero, Infadoos, tan sereno como si estuviera en un desfile, dar órdenes, vituperar, e incluso bromear, para mantener alta la moral de los pocos hombres que le quedaban y con cada embate dirigirse adonde la lucha era más reñida para ayudar a rechazarla. Y aún más hermoso era ver a sir Henry, cuyo penacho de plumas de avestruz había quedado tronchado por un lanzazo, de modo que su largo pelo rubio ondulaba al viento. Allí se erguía el gran danés, porque no era otra cosa con las manos, el hacha y la armadura rojos de sangre, y nadie sobrevivía a su arremetida. Una y otra vez le vi abatir a los guerreros que se aventuraban a presentarle batalla, y a cada golpe gritaba: «¡Ohoy! ¡Ohoy!», como sus antepasados bersekires, y el golpe rompía con un crujido escudo y lanza, destrozaba el tocado de plumas, el pelo y el cráneo, de forma que ya nadie se acercaba de propio intento al gran tatagi (`hechicero’) blanco, que mataba sin errar.

Pero, de repente, se oyó «Twala, y Twala», y de la masa de guerreros salió nada menos que el gigantesco rey tuerto en persona, también armado con hacha y escudo, y revestido de cota de malla.

—¿Dónde estás, Incubu, hombre blanco que asesinó a mi hijo Scragga? ¡A ver si puedes matarme a mí! —gritó, y al mismo tiempo lanzó una tolla a sir Henry, quien, por fortuna, la vio venir y la evitó con el escudo, que quedó atravesado; se hincó en la plancha de hierro de la parte posterior.

Entonces, con un alarido, Twala se abalanzó sobre él, y le asestó con el hacha un golpe en el escudo con tal ímpetu que, a pesar de ser un hombre fuerte, sir Henry cayó de rodillas.

Pero de momento la cosa no fue más lejos, porque en ese instante surgió de los regimientos atacantes algo así como un gemido de desaliento, y al levantar la vista comprendí el motivo.

A derecha e izquierda, la llanura estaba animada por los penachos de plumas de los guerreros atacantes. Habían llegado los escuadrones que cubrían los flancos, para nuestro alivio. No podían haber elegido mejor momento. Como había predicho Ignosi, todo el ejército de Twala había fijado su atención en la sangrienta lucha que se desarrollaba en torno a los restos de los «grises» y los «búfalos», que estaban librando una batalla por su cuenta a cierta distancia, regimientos que habían formado el centro de nuestro ejército. Hasta que las alas estuvieron a punto de cerrarse sobre ellos, no se apercibieron de su proximidad. Y entonces, antes de que pudieran adoptar una formación adecuada para la defensa, los «impis» saltaron sobre sus flancos como perros de presa.

A los cinco minutos estaba decidida la suerte de la batalla. Atacados por ambos flancos y desmoralizados por la espantosa matanza que habían sufrido a manos de los «grises» y los «búfalos», los regimientos de Twala se batieron en retirada, y muy pronto la llanura que se extendía entre la ciudad de Loo y nosotros quedó sembrada de grupos de soldados que huían. En cuanto a las fuerzas que nos habían rodeado a nosotros y a los «búfalos» hacía escaso tiempo, se desvanecieron rápidamente como por arte de magia, y al poco nos quedamos solos, como una roca de la que se ha retirado el agua del mar. ¡Pero qué panorama! Todo alrededor los muertos y los moribundos yacían en montón, y de los valientes «grises» sólo quedaban vivos noventa y cinco hombres. De este regimiento habían caído más de dos mil novecientos, en su mayoría para no volver a levantarse.

—Hombres —dijo Infadoos con tranquilidad, mientras en los intervalos que dejaba para vendarse una herida del brazo supervisaba lo que quedaba de su regimiento—; habéis mantenido la reputación de nuestro regimiento, y los hijos de vuestros hijos hablarán de esta jornada de lucha —a continuación dio media vuelta y estrechó la mano de sir Henry—. Eres un gran hombre, Incubu —dijo sencillamente—; he vivido una larga vida entre guerreros, y he conocido a muchos hombres valientes, pero nunca he visto a ninguno como tú.

En ese momento, los «búfalos» empezaron a desfilar junto a nosotros para dirigirse a Loo, y al tiempo nos llegó un mensaje de Ignosi en el que se nos pedía a Infadoos, a sir Henry y a mí que nos reuniéramos con él. Así que, tras dar las órdenes necesarias para que los noventa «grises» que quedaban recogieran a los heridos, nos reunimos con Ignosi, quien nos informó que iba a marchar sobre Loo para completar la victoria capturando a Twala, si era posible. Antes de comenzar nuestra marcha, vimos a Good, que estaba sentado sobre un hormiguero a unos cien pasos de nosotros. A su lado se encontraba el cuerpo de un kukuana.

—Debe de estar herido —dijo sir Henry, con ansiedad.

Mientras hacía esta observación, ocurrió algo terrible. El cadáver del soldado kukuana, o lo que parecía ser su cadáver, se puso de pie repentinamente, derribó a Good del hormiguero y comenzó a asestarle lanzazos. Nos precipitamos hacia él aterrorizados, y al acercarnos vimos que el membrudo guerrero asestaba golpe tras golpe sobre el postrado Good, que ante cada aguijonazo agitaba los miembros en el aire. Al vernos venir, el kukuana dio un último golpe con toda su maldad al grito de: «¡Toma, hechicero!», y echó a correr. Good no se movió y llegamos a la conclusión de que nuestro pobre camarada había muerto. Nos acercamos a él tristemente y nos quedamos verdaderamente estupefactos al encontrarle pálido y débil, pero con una serena sonrisa en los labios y el monóculo aún sujeto al ojo.

—Excelente armadura —murmuró al ver nuestras caras que se inclinaban sobre él—. Ese tipo debe de haber quedado agotado —dijo, y a continuación se desmayó. Al examinarle, observamos que tenía una herida grave en la pierna, producida por una topa, pero que la cota de malla había impedido que la lanza del último atacante le hiciera poco más que unos rasguños. Había escapado de la muerte por los pelos. Como no podía hacerse nada por él de momento, lo colocamos en uno de los escudos que se utilizaban para transportar a los heridos y lo llevamos con nosotros.

Al llegar a la primera puerta de Loo, encontramos a uno de nuestros regimientos de guardia que obedecía las órdenes que habían recibido de Ignosi. Los demás regimientos también montaban guardia en las otras puertas de la ciudad. El oficial al mando del regimiento se acercó a nosotros, saludó a Ignosi como rey y le informó que el ejército de Twala se había refugiado en la ciudad, en tanto que el propio Twala había escapado, pero él pensaba que estaban completamente desmoralizados y se rendirían. Ignosi, después de consultar con nosotros, envió emisarios a cada puerta, con la orden de que las abrieran los defensores, y prometió bajo palabra real conceder la vida y el perdón a todos los soldados que depusieran las armas. El mensaje no dejó de producir su efecto. Al poco rato, y entre los gritos y vítores de los «búfalos», el puente quedó tendido sobre el foso y las puertas del otro lado de la ciudad se abrieron de par en par.

Tras tomar las precauciones debidas en previsión de una posible traición, entramos en la ciudad. A lo largo de las calles había millares de guerreros desalentados, cabizbajos, con los escudos y las lanzas a sus pies, quienes, al pasar Ignosi, le saludaron como rey. Seguimos caminando hacia el kraal de Twala. Al llegar a la explanada, en la que uno o dos días antes habíamos presenciado la revista de tropas y la caza de brujos, la encontramos desierta. Pero no completamente desierta, porque en el otro extremo, delante de su cabaña, estaba Twala sentado, con un único ayudante: Gagool.

Era un espectáculo triste verle allí sentado, con su hacha y su escudo a un lado, la barbilla sobre el pecho cubierto por la cota de malla, con una vieja apergaminada por única compañía, y, a pesar de sus crueldades y maldades, se apoderó de mí la compasión, al verle así «caído de su alto estado». No quedaba ni un sólo soldado de sus ejércitos, ni un solo cortesano de los cientos que le habían adulado, ni una sola de sus mujeres para compartir su suerte o para endulzar la amargura de su caída. ¡Pobre salvaje! Estaba aprendiendo la lección que el destino enseña a la mayoría de aquellos que viven lo suficiente: que los ojos de los humanos son ciegos para los vencidos, y que quien está indefenso y caído encuentra escasos amigos y poca piedad. En este caso, no merecía ninguna.

Entramos en fila por la puerta del kraal y atravesamos la explanada en la que estaba sentado el antiguo rey. Cuando se dio la orden de alto, el regimiento se detuvo a unas cincuenta yardas y, acompañados tan sólo por una pequeña guardia, avanzamos hacia él, en tanto que Gagool nos increpaba amargamente. Al acercarnos, Twala levantó por primera vez su cabeza coronada de plumas, y clavó su único ojo, que parecía refulgir de furia contenida, casi con tanto brillo como el diamante que llevaba en la frente, sobre su rival, Ignosi.

—¡Saludos, oh rey! —dijo con amarga burla—. Tú que has comido de mi pan, y que con la ayuda de la magia del hombre blanco has engañado a mis regimientos y vencido a mi ejército, ¡saludos! ¿Qué suerte me reservas, oh rey?

—¡La suerte que por ti corrió mi padre, cuyo trono has usurpado durante todos estos años! —contestó inexorable.

—Está bien. Te mostraré cómo se muere, para que lo recuerdes cuando llegue tu hora. Mira, el sol se esconde, ensangrentado —y señaló con su roja hacha de guerra hacia el globo que se ocultaba—; es bueno que mi sol se ponga con él. Y ahora, ¡oh rey!, estoy dispuesto a morir, pero invoco el privilegio de la casa real kukuana[17] de morir en combate. No puedes negármelo, o incluso esos cobardes que hoy han huido se avergonzarán.

—Otorgado. Elige. ¿Contra quién quieres luchar? Yo no puedo luchar contigo, porque el rey sólo combate en la guerra.

El siniestro ojo de Twala recorrió nuestras filas y, cuando se posó en mí, sentí que la situación había adquirido nuevos tintes muy negros. ¿Y si me elegía a mí como adversario? ¿Qué oportunidades tendría yo contra un salvaje desesperado de seis pies y cinco pulgadas de altura, con una anchura proporcionada? Sería mejor suicidarme directamente. Decidí rápidamente negarme a combatir, incluso si ello implicaba que me expulsaran de Kukuanalandia. Creo que es mejor ser expulsado que hecho pedazos con un hacha de guerra.

Al cabo de unos instantes, Twala habló.

—Incubu, ¿qué dices tú? ¿Quieres que terminemos lo que empezamos hoy o tendré que llamarte cobarde, hombre blanco, cobarde hasta los hígados?

—No —intervino Ignosi apresuradamente—; no vas a luchar con Incubu.

—No, si es que tiene miedo —dijo Twala.

Por desgracia, sir Henry comprendió sus palabras y la sangre afluyó a sus mejillas.

—Lucharé con él —dijo—; ya verá si le tengo miedo.

—Por el amor de Dios —atajé—; no arriesgue su vida contra la de un hombre desesperado. Cualquiera que le haya visto a usted hoy sabe que no es un cobarde.

—Lucharé con él —respondió, hosco—. Ningún hombre sobre la faz de la tierra puede llamarme cobarde. ¡Estoy dispuesto!

Dio unos pasos al frente y levantó su hacha.

Me retorcí las manos ante aquel absurdo acto de quijotismo. Pero si estaba decidido a luchar, yo no podía impedírselo.

—No luches, hermano blanco —dijo Ignosi, posando su mano con cariño en el brazo de sir Henry—; ya has peleado bastante y, si te viera morir por su mano, mi corazón se partiría en dos pedazos.

—Voy a luchar, Ignosi —replicó sir Henry.

—Está bien, Incubu. Eres un hombre valiente. Será un buen combate. Mira: Twala, el elefante, está dispuesto.

El rey depuesto soltó una estruendosa carcajada, dio unos pasos al frente y se encaró con Curtis. Se quedaron en esa posición durante unos momentos y el sol poniente inundó de luz sus fornidos cuerpos y los revistió de fuego. Formaban una buena pareja.

Empezaron a caminar en círculo uno frente a otro, con las hachas levantadas.

De repente, sir Henry se abalanzó hacia adelante y descargó un golpe terrible sobre Twala, que se hizo a un lado. El golpe fue tan fuerte que sir Henry casi perdió el equilibrio, circunstancia que aprovechó su adversario inmediatamente. Hizo girar la pesada hacha sobre su cabeza y la descargó con tremenda fuerza. El corazón me dio un salto en el pecho; pensé que todo había terminado. Pero no; con un rápido movimiento ascendente del brazo izquierdo, sir Henry interpuso el escudo entre su cuerpo y el hacha, con el resultado de que un trozo del escudo quedó cortado limpiamente y el hacha cayó sobre su hombro izquierdo, pero no con la suficiente fuerza como para producirle una herida grave. A los pocos segundos, sir Henry descargó otro golpe, que Twala también esquivó con el escudo.

A continuación, se produjo un golpe tras otro, que eran recibidos por los escudos o esquivados. La excitación se hizo muy intensa; el regimiento que contemplaba el combate olvidó la disciplina y, acercándose, empezó a gritar y a gemir a cada embestida. Justo en ese momento, Good, que hasta entonces había estado tendido junto a mí, recobró el sentido, se incorporó, me agarró por el brazo y empezó a caminar a la pata coja, arrastrándome tras él, lanzando gritos de ánimo a sir Henry.

—¡Déle, muchacho! —vociferó—. ¡Buen golpe! ¡Déle fuerte! —y cosas por el estilo.

Sir Henry, tras parar un nuevo golpe con el escudo, se abalanzó con todas sus fuerzas. La arremetida atravesó el escudo de Twala y la cota de malla, y le hirió en el hombro. Con un alarido de dolor y furia Twala devolvió el golpe, con tal fuerza que partió el mango de cuerno de rinoceronte del hacha de su adversario, a pesar de estar guarnecido con bandas de acero, e hirió a Curtis en la cara.

Un grito de desaliento brotó de las gargantas de los «búfalos» al caer al suelo la ancha hoja del hacha de nuestro héroe; y Twala, alzando de nuevo su arma, se lanzó sobre él con un grito. Cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos, fue para ver el escudo de sir Henry en el suelo y al propio sir Henry con los brazos entrelazados en torno a la cintura de Twala. Oscilaban de uno a otro lado, arremetían uno con tra otro como osos, tensaban sus poderosos músculos para salvar la amada vida y el aún más amado honor. Con un supremo esfuerzo, Twala hizo perder pie al inglés y cayeron los dos juntos, rodando de un lado a otro sobre el pavimento de tierra apisonada. Twala asestaba golpes con su hacha a la cabeza de Curtis, y sir Henry trataba de atravesar la armadura de Twala con la tolla que había sacado de su cinturón.

Era un combate terrible, un espectáculo espantoso.

—¡Quítele el hacha! —bramó Good, y quizá nuestro héroe le oyó.

Sea como fuere, dejó caer la topa e intentó agarrar el hacha, que estaba sujeta a la muñeca de Twala por una banda de cuero de búfalo, y aún rodando de un lado a otro, lucharon por ella como gatos salvajes, con jadeos entrecortados. De pronto se rompió la cinta de cuero y, con un esfuerzo sobrehumano, sir Henry se liberó con el arma en su poder. Unos segundos después se encontraba de pie, chorreándole roja sangre de la herida de la cara, y lo mismo Twala. Éste sacó la pesada tolla del cinturón y asestó un golpe a Curtis que le alcanzó en el pecho. El golpe dio en el blanco, con gran fuerza, pero quienquiera que hubiese hecho la cota de malla conocía su oficio, porque el acero la rechazó. Twala volvió a acometerlo con un salvaje alarido y el pesado cuchillo volvió a rebotar, y sir Henry retrocedió trastabillando. Una vez más arremetió Twala contra él, y al mismo tiempo el enorme inglés hizo acopio de energías, giró el hacha sobre su cabeza y le acometió con todas sus fuerzas.

Un grito de expectación surgió de mil gargantas, y ¡he aquí el resultado!: la cabeza de Twala cayó, salió rodando y rebotando por el suelo hacia donde se encontraba Ignosi y se detuvo a sus pies. Durante unos momentos, el cadáver se mantuvo de pie, con la sangre saliendo a borbotones de las arterias cercenadas; después, con un crujido sordo cayó al suelo, y la gargantilla de oro que rodeaba el cuello cayó rodando por el pavimento. Al mismo tiempo, agotado por la debilidad y la pérdida de sangre, sir Henry se desmayó y cayó pesadamente.

Lo levantaron inmediatamente y muchas manos solícitas le mojaron el rostro con agua. Sus grandes ojos grises se abrieron de par en par.

No estaba muerto.

Entonces, mientras se ponía el sol, me acerqué a donde yacía la cabeza de Twala, desaté el diamante de la frente del muerto y se lo tendí a Ignosi.

—Tómalo —dije—, legítimo rey de los kukuanas.

Ignosi se colocó la diadema en la frente, después puso un pie sobre el ancho pecho de su enemigo decapitado e inició un cántico, o más bien un himno triunfal, tan hermoso, y sin embargo tan salvaje, que no tengo esperanzas de poder dar una idea de lo que decía. En una ocasión oí a un erudito que poseía una bonita voz leer en voz alta unos pasajes del poeta griego Hornero, y recuerdo que el sonido de los versos parecieron inmovilizar mi sangre. El cántico de Ignosi, pronunciado en un idioma tan bello y sonoro como el griego, provocó el mismo efecto en mí, aunque me encontraba agotado de tantos trajines y tantas emociones.

Ahora —empezó a decir— nuestra rebelión ha sido coronada por la victoria, y nuestras maldades quedan justificadas por la fuerza.

»Por la mañana, los opresores se levantaron y se desplegaron, se endosaron sus penachos y se prepararon para el combate.

»Se levantaron y cogieron sus lanzas; los soldados dijeron a sus capitanes: «Vamos, guiadnos»… y los capitanes gritaron al rey: «Dirige tú la batalla».

»Se levantaron llenos de orgullo; veinte mil hombres y aún veinte mil más.

»Sus penachos de plumas cubrieron la tierra como las plumas de un pájaro cubren su nido; agitaron sus lanzas ygritaron; blandieron sus lanzas al sol; anhelaban la batalla y estaban contentos.

»Se alzaron contra mí; los más fuertes avanzaron rápidamente para aplastarme. Gritaron: «¡]a, ja, ja! Puedes darte pormuerto».

»Entonces yo lancé mi aliento sobre ellos; y mi aliento fue como el aliento de una tormenta, y ¡hete aquí que dejaron de existir!

»Mis rayos lo atravesaron. Destruí su fuerza con los rayos de mis lanzas; los hice caer a tierra con el trueno de mi voz.

»Huyeron, se dispersaron, desaparecieron como la neblina de la mañana.

»Son pasto de los cuervos y los zorros, y el campo de batalla ha engordado con su sangre.

»¿Dónde están los poderosos que se levantaron esta mañana?

»Reclinan la cabeza, pero no están dormidos; yacen, pero no duermen.

»Han sido olvidados; han entrado en las tinieblas y de allí no regresarán. Sí, otros se llevarán a sus mujeres, y a sus hijos no volverán a recordarlos.

»Y yo, ¡el rey!, he hallado mi nido como el águila.

»¡Escuchad! He vagado durante mucho tiempo en la noche, pero he regresado con mis pequeños al despuntar el alba.

»Cobíjate a la sombra de mis alas, oh pueblo, y yo te protegeré y no serás débil.

»Es ésta una buena hora; la hora del botín.

»Míos son los ganados que pacen en los valles; las vírgenes de los kraals también son mías.

»Ya ha pasado el invierno y el verano está próximo.

»Ahora el Mal ocultará su rostro y la Prosperidad f lorecerá en la tierra como un lirio.

»¡Regocíjate, regocíjate, pueblo mío!

»Que toda la tierra se regocije porque el tirano ha caído y yo soy ahora el rey.

Se detuvo, y la muchedumbre allí congregada estalló en un profundo grito.

¡Tú eres el rey!

Y así fue como la profecía que le hice al emisario se convirtió en realidad, y al cabo de cuarenta y ocho horas el cadáver decapitado de Twala se ponía rígido a la puerta de su cabaña.