Las tres columnas avanzaron lentamente y sin la menor señal de prisa o excitación. Cuando se encontraban a unas quinientas yardas de nosotros, la columna principal o central se detuvo al pie de una explanada que subía hacia la colina, al objeto de dar tiempo a las otras dos para rodear nuestra posición, que tenía, más o menos, la forma de una herradura, con los dos extremos apuntando hacia la ciudad de Loo. Sin duda su objetivo consistía en lanzar el ataque simultáneamente por tres flancos.
—¡Ay! ¡Daría cualquier cosa por una ametralladora! —gruñó Good al contemplar las apretadas falanges que se extendían a nuestros pies—. Limpiaría la llanura en veinte minutos.
—No la tenemos, así que de nada sirve lamentarse. Pero ¿por qué no dispara, Quatermain? A ver si puede alcanzar a ese tipo alto que parece estar al mando. Dos contra uno a que falla. Incluso le apuesto un soberano, que le pagaré religiosamente si salimos de ésta, a que la bala no le cae a menos de cinco yardas.
Me piqué, así que cargué el express, esperé hasta que mi amigo se hubo adelantado unas diez yardas a sus tropas para ver mejor nuestra posición, acompañado tan sólo por un ayudante, y entonces me tumbé, apoyé el express sobre una roca y apunté. El rifle, como todos los express, tenía la mira graduada para una distancia de sólo trescientas cincuenta yardas, de modo que, para dar margen al descenso de la bala en su trayectoria, le apunté al centro del cuello, con lo que, según mis cálculos, le alcanzaría en el pecho. Aquel hombre estaba inmóvil y me ofrecía todo tipo de facilidades, pero ya fuera por el nerviosismo, o por el viento, o porque se trataba de un disparo a mucha distancia, el caso es que ocurrió lo siguiente: pensando que había apuntado bien, apreté el gatillo y, cuando se hubo disipado la nubecilla de humo, descubrí con gran disgusto que mi hombre seguía en pie sin daño alguno, en tanto que su ayudante, que se encontraba al menos a tres pasos a la izquierda, estaba tendido en el suelo, al parecer muerto. El oficial al que había apuntado dio media vuelta rápidamente y corrió hacia sus tropas con signos evidentes de alarma.
—¡Bravo, Quatermain! —bramó Good—. Le ha asustado.
Aquello me encolerizó, porque, si puedo evitarlo, no me gusta fallar un tiro en público. Cuando sólo se sabe hacer bien una cosa, nos gusta mantener nuestra reputación intacta. Completamente fuera de mí por haber fracasado, actué irreflexivamente. Apunté rápidamente al general en su carrera y disparé el segundo proyectil. El pobre hombre alzó los brazos y cayó de bruces. Esta vez no fallé el disparo, y —lo digo como prueba de lo poco que pensamos en los otros cuando está en juego nuestro orgullo o nuestra reputación— fui lo suficientemente bruto como para sentirme encantado por ello.
Los guerreros que habían visto la proeza dieron vítores ante aquella exhibición de la magia del hombre blanco, que ellos tomaron como presagio de victoria, en tanto que las tropas a las que pertenecía el general —quien, en efecto, como supimos más tarde, era su comandante— empezaron a retroceder en desordenada confusión. Sir Henry y Good cogieron sus rifles y empezaron a disparar; este último disparó a bulto contra la densa masa que tenía ante él con un Winchester de repetición, y yo también hice un par de disparos con el resultado de que, por lo que pudimos juzgar, dejamos a ocho o diez hombres hors de combat[15].
En el momento en que dejamos de hacer fuego, se oyó un bramido amenazador que provenía de nuestra derecha, y a continuación un bramido semejante ala izquierda. Las otras dos divisiones habían entrado en combate con nosotros.
Al oír el ruido, la masa de hombres que teníamos frente a nosotros se abrió un poco y avanzó hacia la colina por la lengua de tierra herbosa a paso lento, cantando una canción con voz ronca. Nosotros mantuvimos un fuego continuo con nuestros rifles mientras se acercaban; Ignosi se sumaba a él de vez en cuando, y acabamos con varios hombres, aunque, por supuesto, no produjimos mayor efecto sobre aquella potente acometida de hombres armados que el que producen los guijarros sobre la ola rompiente.
Siguieron avanzando con gritos y entrechocar de lanzas; hacían retroceder a los destacamentos que habíamos situado entre las rocas al pie de la colina. Después, su avance fue un poco más lento, ya que si hasta entonces no habíamos ofrecido una resistencia seria, las fuerzas atacantes tenían que ascender la colina, y aminoraron el paso para no perder el resuello. Nuestra primera línea de defensa se encontraba aproximadamente en mitad de la ladera de la colina, la segunda unas cincuenta yardas más atrás y la tercera ocupaba el borde de la explanada.
Continuaron su avance lanzando su grito de guerra: «¡Twala! ¡Twala! ¡Chielé! ¡Chielé!». (`¡Twala! ¡Twala! ¡Mata! ¡Mata!’). «¡Ignosi! ¡Ignosi! ¡Chielé! ¡Chielé!», gritaban nuestros hombres. Ya estaban muy cerca y las tollas, o cuchillos arrojadizos, empezaron a centellear en ambos sentidos, y con un espantoso alarido comenzó el combate.
La masa de guerreros ondulaba de un lado a otro; los hombres caían en profusión como las hojas con el viento otoñal; pero no tardó en dejarse sentir la fuerza superior de las tropas atacantes, y nuestra primera línea de defensa retrocedió lentamente, hasta mezclarse con la segunda. Allí la lucha era feroz, pero los nuestros tuvieron que retroceder colina arriba, hasta que finalmente, al cabo de veinte minutos de haber comenzado la batalla, la tercera línea de defensa entró en acción.
Pero ya entonces los atacantes estaban agotados, además de haber sufrido muchas bajas entre heridos y muertos, y resultó que no tuvieron fuerzas para romper la tercera muralla impenetrable de lanzas. Durante un rato la densa masa de guerreros retrocedió y avanzó como una marea en los feroces flujos y reflujos de la batalla, con resultados dudosos. Sir Henry observaba la desesperada lucha con mirada enardecida; sin decir palabra, y seguido por Good, se abalanzó hacia lo más duro de la refriega. Yo me quedé donde estaba.
Los soldados vieron su alta figura al sumergirse en la batalla y gritaron:
—¡Nanzia Incubu! ¡Nanzia Unkungunklovo! (‘¡Ahí va el Elefante!’). ¡Chielé!¡Chielé!
A partir de aquel momento, los resultados de la batalla ya no fueron dudosos. Pulgada a pulgada, luchando con desesperada valentía, las fuerzas atacantes tuvieron que retroceder colina abajo, hasta que finalmente se retiraron a sus reservas con cierto desorden. También en ese mismo instante llegó un mensajero a decir que se había repelido el ataque por la izquierda. Ya empezaba a felicitarme porque el asunto parecía haber terminado de momento, cuando observamos con horror que los hombres que habían combatido en la defensa del flanco derecho retrocedían hacia nosotros por la explanada, seguidos por el enemigo, que atacaba en bandadas y que había vencido en aquel punto.
Ignosi, que se encontraba junto a mí, abarcó con una mirada la situación y dio órdenes rápidamente. Al instante se desplegó el regimiento de reserva que nos rodeaba (los «grises»).
Ignosi volvió a dar órdenes, que recibieron y repitieron los capitanes, y, al cabo de unos segundos, para mi profundo desagrado, me vi envuelto en una furiosa carga contra el enemigo. Protegién domelo más posible tras el enorme corpachón de Ignosi, hice de tripas corazón y me precipité hacia la muerte, como si aquello me gustase. Al cabo de uno o dos minutos —el tiempo parecía pasar con mucha rapideznos zambullimos entre los grupos de hombres que huían, que enseguida empezaron a reorganizarse detrás de nosotros y, a continuación, puedo asegurar que no sé lo que ocurrió. Todo lo que puedo recordar es un tremendo ruido de escudos entrechocados y la súbita aparición de un rufián enorme, cuyos ojos parecían literalmente salírsele de las órbitas, que se dirigía hacia mí con una lanza ensangrentada. Pero— y lo digo con orgullo —estuve a la altura de las circunstancias, y las circunstancias eran tales que la mayoría de las personas se hubiera derrumbado de una vez por todas. Al ver que si me quedaba donde estaba iba a palmarla, en el momento en que aquella aparición horripilante se me acercó, me arrojé al suelo frente a él, con tal astucia que, incapaz de detenerse, tropezó con mi cuerpo postrado. Antes de que pudiera levantarse, yo ya lo había hecho y zanjé la cuestión con mi revólver.
Al poco rato, alguien me derrumbó de un golpe y ya no recuerdo nada más del combate.
Cuando recobré el sentido, me encontré de nuevo en el koppie, con Good inclinado sobre mí con una calabaza de agua.
—¿Cómo se siente, muchacho? —preguntó angustiado.
Me levanté y me sacudí las ropas antes de contestar.
—Muy bien, gracias —repliqué.
—¡Gracias a Dios! Cuando vi que le llevaban en brazos, casi me mareé; creí que la había palmado.
—Todavía no, hijo. Supongo que sólo me dieron un golpe en la cabeza que me dejó fuera de combate. ¿En qué ha acabado?
—De momento, los hemos rechazado por todos los flancos. Las pérdidas son terribles; hay unas dos mil bajas entre muertos y heridos, y ellos deben haber perdido tres mil. ¡Fíjese, es todo un espectáculo! —añadió, señalando hacia las largas hileras de hombres que avanzaban de cuatro en cuatro.
En el centro de cada grupo, sostenida por cuatro hombres, había una especie de bandeja tapada, objeto que las tropas kukuanas siempre llevaban en grandes cantidades, con un asa en cada extremo. Sobre aquellas bandejas, cuyo número parecía infinito, yacían los heridos, a quienes examinaban rápidamente los curanderos al llegar al campamento; había diez por regimiento. Si la herida no presentaba carácter mortal, se llevaban al herido y lo atendían con todo el cuidado que permitían las circunstancias. Pero, si el estado del herido era crítico, lo que ocurría a continuación era espantoso, aunque sin duda era un acto de auténtica piedad. Uno de los curanderos, con la excusa de realizar una exploración, abría rápidamente una arteria con un cuchillo afilado, y al cabo de uno o dos minutos, el paciente expiraba sin dolor. Aquel día se aplicó a muchos casos. En la mayoría de las ocasiones, se hacía cuando la herida se había recibido en el cuerpo, porque el boquete abierto por las lanzas enormemente anchas que usaban los kukuanas hacía imposible, por regla general, la recuperación. En la mayoría de los casos, los pobres heridos ya estaban inconscientes, y en otros, el corte fatal de la arteria era tan rápido e indoloro que no parecían notarlo. No obstante, era un espectáculo espantoso y nos alegramos de poder huir de él. En verdad, no recuerdo que nada me haya afectado más que ver a aquellos valientes guerreros liberados del dolor por los curanderos de manos enrojecidas, excepto en la ocasión en que, tras una batalla, vi a los soldados swazis enterrar vivos a los heridos sin posibilidad de recuperarse.
Huimos de aquella escena macabra hacia el otro lado del koppie, y nos encontramos a sir Henry (que aún sujetaba un hacha de combate ensangrentada), a Ignosi, Infadoos y a uno o dos de los jefes entregados a una profunda consulta.
—¡Gracias a Dios que está usted aquí, Quatermain! No sé muy bien lo que quiere decir Ignosi. Al parecer, a pesar de que hemos vencido a los atacantes, Twala está recibiendo gran cantidad de refuerzos, y se prepara para sitiarnos con la intención de vencernos por hambre.
—Eso es horrible.
—Sí; especialmente porque Infadoos dice que se han agotado las reservas de agua.
—Sí, mi señor, así es —dijo Infadoos—. El torrente no puede cubrir las necesidades de tan gran multitud, y empieza a faltar. Antes de que caiga la noche, todos tendremos sed. Escucha, Macumazahn. Eres sabio, y sin duda has visto muchas guerras en las tierras de las que vienes; es decir, si es que hay guerras en las estrellas. Dinos, ¿qué debemos hacer? Twala ha traído muchos hombres nuevos para reemplazar a los que han caído. Pero Twala ha aprendido una lección. El halcón no pensaba encontrar preparada a la garza; pero nuestro pico le ha desgarrado el pecho; no volverá a golpearnos. Nosotros también estamos heridos, y él esperará a que muramos; se enroscará a nuestro alrededor como la serpiente alrededor del gamo, y hará la guerra de «esperar sentado».
—Te escucho —dije.
—Así pues, Macumazahn, ves que no tenemos agua, y que sólo nos queda un poco de comida, y debemos elegir entre estas tres cosas: languidecer como un león hambriento en su guarida, tratar de romper el cerco dirigiéndonos al norte, o… —y al llegar aquí se levantó y señaló hacia la densa masa que formaban nuestros enemigos— lanzarnos a la garganta de Twala. Incubu, el gran guerrero, que hoy ha luchado como el búfalo capturado en una red, y los soldados de Twala cayeron bajo su hacha como el maíz bajo la guadaña (yo lo he visto con mis propios ojos), Incubu dice: «A la carga». Pero el elefante siempre está dispuesto a la carga. Ahora, ¿qué dice Macumazahn, el astuto zorro viejo, que ha visto mucho y a quien le gusta atacar al enemigo por detrás? La última palabra depende de Ignosi, el rey, porque es derecho del rey decidir en la guerra; pero oigamos tu voz, ¡oh Macumazahn!, que vigilas en la noche, y también la tuya, tú, el del ojo transparente.
—¿Qué dices tú, Ignosi? —pregunté.
—No, padre mío —contestó nuestro antiguo sirviente, que en ese momento, investido con todo el armamento de la guerra, parecía un guerrero de pies a cabeza—, habla tú, y deja que yo, que no soy más que un niño al lado de tu sabiduría, oiga tus palabras.
Tras esta renuncia, y tras consultar rápidamente con Good y sir Henry, expuse brevemente mi opinión en el sentido de que, al estar atrapados, nuestra única oportunidad, especialmente teniendo en cuenta la falta de agua, consistía en lanzar un ataque contra las tropas de Twala, y recomendé que se llevara a cabo el ataque de inmediato, «antes de que nuestras heridas se enfriasen», y también antes de que, a la vista de las fuerzas abrumadoramente superiores de Twala, el corazón de nuestros soldados se derritiera como la grasa junto al fuego. Si no, añadí, algún capitán podría cambiar de opinión, hacer las paces con Twala y desertar a sus filas, o incluso traicionarnos y ponernos en sus manos.
Esta opinión pareció encontrar una acogida favorable, en líneas generales; a decir verdad, entre los kukuanas mis palabras eran recibidas con un respeto que nunca se les ha concedido ni antes ni después. Pero la decisión final sobre la línea a seguir dependía de Ignosi, quien, al haber sido reconocido como rey legítimo, podía ejercer los derechos casi ilimitados de soberanía, incluyendo, claro está, la decisión final en materia de estrategia militar, y hacia él se dirigieron todas las miradas.
Por fin, y tras una pausa, durante la que pareció sumirse en profunda meditación, dijo:
—Incubu, Macumazahn y Bougwan, valientes hombres blancos y amigos míos; Infadoos, mi tío, y jefes: he tomado una decisión. Atacaré a Twala hoy, y confiaré al golpe mi suerte, y mi vida, y también vuestras vidas. Escuchad: el ataque será así. ¿Véis cómo se curva la colina, al igual que la media luna, y cómo se extiende la llanura como una lengua verde hacia nosotros?
—Sí —contesté.
—Pues bien; ahora es mediodía, y los hombres están comiendo y descansando tras las fatigas de la batalla. Cuando el sol se haya inclinado y avanzado un poco hacia la oscuridad, que el regimiento, tío, avance junto con otro hacia la lengua verde. Y cuando Twala lo vea, lanzará sus fuerzas contra vosotros para aplastaron. Pero el lugar es estrecho, y los regimientos sólo podrán atacarte de uno en uno; así que podrán ser destruidos de uno en uno, y los ojos del ejército de Twala estarán clavados en una lucha como ningún hombre viviente ha presenciado jamás. Y contigo, tío, irá Incubu, mi amigo, para que cuando Twala vea su hacha de guerra flameando en la primera fila de los «grises», su ánimo desfallezca. Y yo iré con el segundo regimiento, que te seguirá a ti, para que si a ti te destruyen, como pudiera ocurrir, quede aún un rey por el que luchar, y conmigo vendrá Macumazahn, el sabio.
—Está bien, oh rey —dijo Infadoos. Al parecer, consideraba la certeza de la aniquilación total de su regimiento con absoluta calma. En verdad que estos kukuanas son un pueblo maravilloso. La idea de la muerte no parece importarles en absoluto cuando es en cumplimiento de su deber.
—Y mientras los ojos de la multitud de los regimientos de Twala estén fijos en la lucha —prosiguió Ignosi—, un tercio de los hombres que nos queden vivos (es decir, unos seis mil) avanzará por el lado derecho de la colina y caerá sobre el flanco izquierdo de las tropas de Twala, y otro tercio avanzará por el lado izquierdo y caerá sobre el flanco derecho de Twala. Y cuando yo vea que ambos están a punto de arrojarse sobre Twala, entonces, yo, con los hombres que me queden, atacaré de frente a Twala y, si la fortuna nos sonríe, la victoria será nuestra, y antes de que la noche conduzca sus caballos de unas montañas a otras, estaremos tranquilos en Loo. Y ahora, comamos y preparémonos. Infadoos, haz los preparativos para que se lleve a cabo el plan, y espera que mi padre blanco Bougwan vaya al lado derecho para que infunda valor a los hombres con su ojo brillante.
Se iniciaron los preparativos para el ataque, tan concisamente planeado y con tanta rapidez que dice mucho en favor de la perfección del sistema militar de los kukuanas. Al cabo de poco más de una hora, se habían servido las raciones, que se engulleron con prontitud; formaron las tres divisiones, se explicó el plan de ataque a los jefes, y excepto la guardia que quedaba a cargo de los heridos, todas las fuerzas, que ascendían a dieciocho mil en total, estaban listas para entrar en acción.
Al cabo de un rato, se acercó Good y nos estrechó la mano a sir Henry y a mí.
—Adiós, amigos —dijo—; me marcho con el ala derecha, cumpliendo órdenes. Por eso he venido a estrecharles las manos, por si acaso no volvemos a vernos —añadió significativamente.
Nos estrechamos las manos en silencio, no sin exteriorizar todo el entusiasmo que son capaces de mostrar los ingleses.
—Es una historia curiosa —dijo sir Henry; le temblaba un poco la profunda voz—; y confieso que no tengo esperanzas de ver el sol mañana. Por lo que puedo prever, los «grises», con quienes tengo que ir, habrán de luchar hasta que sean barridos, con objeto de permitir a las otras alas deslizarse sin ser vistas y rodear a Twala. Bueno, que sea lo que Dios quiera. ¡En cualquier caso, moriremos como hombres! Adiós, viejo amigo. Que Dios le bendiga. Espero que sobreviva para recoger los diamantes; si así ocurre, hágame caso: ¡no vuelva a mezclarse con pretendientes al trono!
Al cabo de unos segundos, Good nos apretó la mano con fuerza a ambos y se marchó; y entonces Infadoos se acercó a nosotros y llevó a sir Henry a ocupar su puesto al frente de los «grises», mientras que, lleno de malos presagios, yo partí con Ignosi hacia mi puesto en el segundo regimiento de ataque.