11. Hacemos una señal

Durante un buen rato —yo diría que unas dos horas—, nos quedamos sentados y en silencio, porque nos sentíamos demasiado abrumados por los recuerdos de los horrores que habíamos presenciado para poder hablar. Finalmente, cuando ya estábamos a punto de acostarnos —porque ya la noche se acercaba al alba—, oímos ruidos de pasos. Luego se oyó la consigna del centinela, que estaba apostado a la puerta del kraal, a la que por lo visto respondieron, aunque no en un tono de voz audible, ya que los pasos se aproximaron. A los pocos segundos entró Infadoos en la cabaña seguido de una media docena de jefes de aspecto muy digno.

—Mis señores —dijo—, he venido, cumpliendo mi palabra. Mis señores e Ignosi, legítimo rey de los kukuanas, he traído conmigo a estos hombres —y señaló a los jefes, que estaban en fila—, que son grandes hombres entre nosotros, pues cada uno de ellos tiene a su mando tres mil soldados, que sólo viven para cumplir con su deber para con el rey. Les he contado lo que he visto y lo que he oído. Ahora, permitid que ellos también vean la serpiente sagrada que te rodea la cintura, y que oigan tu historia, Ignosi, para que decidan si deben hacer causa común contigo contra Twala, el rey.

Por toda respuesta, Ignosi volvió a despojarse de su taparrabos y exhibió la serpiente que llevaba tatuada. Los jefes se acercaron a él por turno y la examinaron a la débil luz de la lámpara, y sin decir palabra se colocaron al otro lado.

Entonces lgnosi volvió a ponerse la moocha y, dirigiéndose a ellos, repitió la historia que nos había contado por la mañana.

—Ahora que lo habéis oído, jefes —dijo Infadoos cuando Umbopa terminó el relato—, ¿qué decís? ¿Os quedaréis al lado de este hombre y le ayudaréis a recuperar el trono de su padre, o no? La tierra clama contra Twala, y la sangre del pueblo corre como las aguas en primavera. Lo habéis visto esta noche. Tenía en mente hablar con otros dos jefes: ¿dónde están ahora? Las hienas aúllan alrededor de sus cadáveres. Pronto estaréis como ellos si no lucháis. Decidíos, hermanos míos.

El mayor de los seis hombres, un guerrero bajo y de fuerte complexión, con el pelo blanco, se adelantó unos pasos y dijo:

—Tus palabras son ciertas, Infadoos. La tierra clama. Mi propio hermano se encuentra entre los que han muerto esta noche, pero hay un asunto de gran importancia y que cuesta trabajo creer. ¿Cómo sabemos que si alzamos nuestras lanzas en son de guerra no lo haremos a favor de un impostor? Como he dicho, es un asunto de gran importancia, y nadie conoce el final. Porque ten por seguro que correrán ríos de sangre antes de que lo llevemos a cabo. Habrá muchos que permanezcan fieles al rey, porque los hombres adoran al sol que aún calienta con sus rayos en el cielo, y no al que todavía no ha salido. Grande es la magia de los hombres blancos que vienen de las estrellas, e Ignosi está protegido por sus alas. Si él es en verdad el rey legítimo, que nos hagan una señal, y que el pueblo tenga una señal para que todos la podamos ver. Así los hombres se unirán a nosotros, al saber que la magia de los hombres blancos está de su parte.

—Tenéis la señal de la serpiente —repliqué.

—Mi señor, eso no es suficiente. Pueden haber colocado ahí la serpiente cuando nació este hombre. Mostradnos una señal. No nos moveremos sin una señal.

Los demás asintieron con decisión, y yo me volví, perplejo, hacia sir Henry y Good, y les expliqué la situación.

—Creo que tengo una idea —dijo Good exultante—. Dígales que nos concedan unos minutos para pensar.

Así lo hice, y los jefes se retiraron. En cuanto se hubieron marchado, Good se dirigió hacia donde estaba la cajita que contenía las medicinas, la abrió y sacó un cuaderno, en cuya cubierta había un calendario.

—Miren esto, amigos. ¿No es mañana cuatro de junio?

Habíamos ido tomando nota del paso de los días con sumo cuidado, por lo que pudimos confirmarlo.

—Muy bien. En ese caso, ya tenemos la señal. «Cuatro de junio, eclipse total de luna. Comienza a las 8.15, hora de Greenwich. Visible en Tenerife, África, etc». Dígales que va a oscurecer la luna mañana por la noche.

Era una idea estupenda. En realidad, lo único que podíamos temer era que el calendario de Good estuviese equivocado. Si hacíamos una profecía falsa sobre un tema semejante, nuestro prestigio se desvanecería para siempre, y lo mismo ocurriría con la oportunidad de Ignosi de acceder al trono.

—Supongamos que el calendario esté equivocado —sugirió sir Henry a Good, que estaba muy ocupado en hacer unos cálculos en una página del cuaderno.

—No veo ninguna razón para suponer tal cosa —replicóLos eclipses siempre llegan a su tiempo. Al menos, ésa es mi experiencia con ellos, y el calendario dice explícitamente que será visible en África. He hecho unos cálculos lo mejor que he podido, sin conocer nuestra posición exacta, y supongo que el eclipse empezará aquí alrededor de las diez mañana por la noche, y durará hasta las doce y media. Durante una hora y media, o quizá más, la oscuridad será absoluta.

—Bien —dijo sir Henry—, supongo que debemos correr ese riesgo.

Yo asentí, aunque tenía mis dudas, porque los eclipses no son ninguna tontería, y envié a Umbopa a llamar de nuevo a los jefes. Llegaron al poco rato y me dirigí a ellos en estos terminos:

—Grandes hombres del pueblo kukuana, y tú, Infadoos, escuchadme. No nos gusta mostrar nuestros poderes, porque hacerlo significa interrumpir el curso de la naturaleza, y sumir al mundo en el temor y la confusión, pero como este asunto es de gran importancia, y como estamos enfadados con el rey debido a la matanza que hemos presenciado y debido a las acciones de Gagool, la isanusi, que quería enviar a la muerte a nuestro amigo Ignosi, hemos decidido romper la norma y dar una señal que puedan ver todos los hombres. Venid aquí —y, conduciéndolos a la puerta de la cabaña, señalé el globo rojo de la luna—. ¿Qué veis allí?

—Vemos la luna que se oculta —contestó el portavoz del grupo.

—Eso es. Ahora, decidme, ¿es posible que un hombre mortal haga desaparecer la luna antes de su hora habitual, y que cubra la tierra con las cortinas de la negra noche?

El jefe rió un poco.

—No, mi señor, eso no lo puede hacer ningún hombre. La luna es más fuerte que el hombre que la contempla, y tampoco ella puede alterar su curso.

—Eso es lo que vosotros creéis. Pero yo os digo que mañana por la noche, dos horas antes de la medianoche, nosotros haremos que la luna desaparezca durante una hora y media, y una profunda oscuridad cubrirá la tierra, y ésa será la señal de que Ignosi es el verdadero rey de los kukuanas. Si hacemos esto, ¿quedaréis satisfechos?

—Sí, mis señores —contestó el viejo jefe con una sonrisa, la misma que se reflejaba en los rostros de sus compañeros—; si lo hacéis, quedaremos suficientemente satisfechos.

—Se hará. Nosotros tres, Incuba, Bougwan y Macumazahn, lo hemos dicho, y se hará. ¿Has oído, Infadoos?

—Lo he oído, mi señor, pero lo que prometes es increíble: hacer desaparecer la luna, madre del mundo, cuando está llena.

—Sin embargo, así lo haremos, Infadoos.

—Está bien, mis señores. Hoy, dos horas después del crepúsculo, Twala enviará a buscar a mis señores para presenciar la danza de las muchachas, y una hora después de que comience la danza, la muchacha a quien Twala considere la más bella morirá a manos de Scragga, el hijo del rey, como sacrificio a los Silenciosos de piedra que vigilan junto a las montañas de allá lejos —dijo, señalando los extraños picos donde supuestamente acababa la carretera de Salomón—. Después, que mis señores oscurezcan la luna y salven la vida de la doncella, y el pueblo creerá.

—Sí —dijo el anciano jefe, aún con una ligera sonrisa—, entonces el pueblo creerá de verdad.

—A dos millas de Loo —prosiguió Infadoos—, hay una colina, curva como la luna llena, una fortaleza en la que se hallan acuartelados mi regimiento y otros tres regimientos a cuyo mando están estos hombres. Esta mañana haremos planes para que puedan trasladarse allí otros dos o tres regimientos. Entonces, si mis señores pueden realmente oscurecer la luna, tomaré a mis señores de la mano y los conduciré en la oscuridad a las afueras de Loo hasta llegar a ese lugar, en el que estarán a salvo, y podremos declarar la guerra a Twala.

—Está bien —dije—. Ahora, dejadnos dormir un rato y preparar nuestra magia.

Infadoos se puso de pie y, después de saludarnos, partió con los demás jefes.

—Amigos míos —dijo Ignosi en cuanto se hubieron marchado—, ¿podéis hacer realmente esa maravilla o les habéis dicho palabras vacías a esos hombres?

—Creemos poder hacerlo, Umbopa, quiero decir, Ignosi.

—Es extraño —replicó—, y de no ser vosotros ingleses, no lo hubiera creído, pero los «caballeros» ingleses no mienten. Si sobrevivimos, tened la seguridad de que os recompensaré.

—Ignosi —dijo sir Henry—, prométeme una cosa.

—Te lo prometo, Incubu, amigo mío, antes de oír de qué se trata —replicó aquel enorme hombre con una sonrisa—. ¿Qué es?

—Es lo siguiente: que si llegas a ser rey de este pueblo, acabarás con la caza de brujos como la que hemos presenciado esta noche, y que en esta tierra no se matará a ningún hombre sin haberlo juzgado.

Ignosi quedó pensativo durante unos momentos, después de que yo hube traducido estas palabras, y contestó:

—Las costumbres de los hombres negros no son las mismas de los hombres blancos, Incubu, ni damos el mismo valor a la vida que vosotros. Pero te lo prometo. Si está en mi poder, acabaré con ello, las cazadoras de brujos no trabajarán más ni ningún hombre irá a la muerte sin juicio previo.

—Entonces, trato hecho —dijo sir Henry—, y ahora, descansemos un poco.

Como estábamos completamente agotados, pronto nos quedamos profundamente dormidos, y así seguimos hasta que Ignosi nos despertó, alrededor de las once. Entonces nos levantamos, nos lavamos y tomamos un sustancioso desayuno. A continuación salimos de la cabaña y dimos un paseo; nos entretuvimos en examinar la estructura de las cabañas kukuanas y en observar las costumbres de las mujeres.

—Espero que el eclipse se produzca —dijo sir Henry.

—Si no es así, pronto acabará todo para nosotros —repliqué lúgubremente—, porque, tan cierto como que ahora estamos vivos, algunos jefes le irán con el cuento al rey, y entonces se producirá otro tipo de eclipse que no nos va a gustar nada.

Regresamos a la cabaña y comimos un poco, y pasamos el resto del día ocupados en recibir visitas de cortesía y curiosidad. Finalmente se puso el sol y disfrutamos de un par de horas de tranquilidad, tanta como nos permitían nuestros melancólicos presagios. Alrededor de las ocho y media llegó un mensajero de Twala para invitarnos a la gran «danza anual de las muchachas» que estaba a punto de celebrarse.

Nos pusimos apresuradamente las cotas de malla que nos había regalado el rey, cogimos los rifles y la munición para tenerlos a mano en caso de que tuviésemos que huir, como nos había sugerido Infadoos, y partimos con valentía, aunque por dentro temblábamos de miedo. La gran explanada que se extendía ante el kraal del rey presentaba un aspecto muy diferente del que tenía la noche anterior. En lugar de las apretadas filas de guerreros ceñudos, se veían innumerables grupos de muchachas kukuanas, no precisamente muy tapadas, coronadas cada una de ellas con una guirnalda de flores y con una hoja de palma en una mano y en la otra un largo lirio. En el centro de la explanada iluminada por la luna estaba sentado Twala, el rey, con la vieja Gagool a sus pies, escoltados por Infadoos, su hijo Scragga y doce guardias. También estaban presentes una serie de jefes, entre los que reconocí a la mayoría de nuestros amigos de la noche anterior.

Twala nos recibió con aparente cordialidad, aunque observé que clavaba malignamente su único ojo en Umbopa.

—Bienvenidos, hombres blancos de las —estrellas— dijo. —Éste es un espectáculo distinto al que contemplaron vuestros ojos anoche a la luz de la luna, aunque no tan bonito. Las muchachas son hermosas, y si no fuera por ellas —señaló a su alrededor—, ninguno de nosotros estaría aquí esta noche. Pero los hombres son mejores. Los besos y las tiernas palabras de las mujeres son dulces; ¡pero el sonido del entrechocar de las lanzas de los hombres es más dulce, y aún es más dulce el olor de la sangre de los hombres! ¿Queréis esposas de nuestro pueblo, hombres blancos? Si es así, elegid a las más bellas y serán vuestras, tantas como deseéis —dijo, y se detuvo, esperando nuestra respuesta.

Como aquella perspectiva no parecía desprovista de atractivos para Good, que, como la mayoría de los marinos, es enamoradizo, yo, por ser el mayor y el más prudente, preví las infinitas complicaciones que podría acarrearnos semejante cosa (porque las mujeres traen problemas; eso es tan seguro como que la noche sigue al día), y me apresuré a contestar:

—Gracias, oh rey; pero nosotros, los hombres blancos, sólo nos unimos con mujeres blancas como nosotros. ¡Vuestras doncellas son hermosas, pero no son para nosotros!

El rey se echó a reír.

—Muy bien. Existe un proverbio en nuestra tierra que dice: «Los ojos de las mujeres siempre brillan, sea cual sea su color», y otro que dice: «Ama a la que está presente, porque sin duda la que está ausente te es infiel». Pero quizá no ocurre lo mismo en las estrellas. En una tierra en que todos los hombres son blancos, cualquier cosa es posible. Sea como deseáis, hombres blancos, ¡las muchachas no van a suplicaros! De nuevo os doy la bienvenida; y sé bienvenido tú también, hombre negro. Si Gagool se hubiera salido con la suya, ahora estarías rígido y frío. ¡Tienes suerte de venir tú también de las estrellas! ¡Ja,ja!

—Puedo matarte a ti antes de que tú me mates, oh rey —contestó Ignosi tranquilamente—, y hacer que quedes rígido antes de que mis miembros dejen de moverse.

Twala dio un respingo.

—Hablas con mucho descaro, muchacho —replicó airadamente—; no presumas tanto.

—El que tiene la verdad en sus labios puede ser descarado. La verdad es una lanza afilada que acierta en el blanco. ¡Es un mensaje de olas estrellas, oh rey!

Twala frunció el ceño y su único ojo refulgió ferozmente, pero no dijo nada más.

—¡Que empiece la danza! —gritó, y al instante se adelantaron las muchachas coronadas de flores, en grupos, cantando una dulce canción y girando las delicadas palmas y las flores blancas. Bailaban y bailaban, y la luz triste de la luna les confería un aire extraño y espiritual; ora giraban una y otra vez, ora se unían en mímica lucha, cimbreándose, arremolinándose acá y allá; avanzaban, retrocedían en una ordenada confusión deliciosa de presenciar. Por fin se detuvieron, y una joven bellísima se separó de las filas y empezó a hacer piruetas que hubieran avergonzado a la mayoría de las bailarinas de ballet clásico. Finalmente se retiró, agotada, y otra muchacha ocupó su lugar, y después otra y otra, pero ninguna de ellas podía compararse con la primera, ni en gracia ni en destreza ni en atractivos personales.

Cuando hubieron bailado todas las muchachas elegidas, el rey levantó la mano.

—¿Cuál os parece la más bella, hombres blancos? —preguntó.

—La primera —respondí sin pensar.

Al instante me arrepentí, al recordar que Infadoos había dicho que la mujer más bella era ofrecida en sacrificio.

—Entonces, mi opinión coincide con la vuestra, y mis ojos con los vuestros. Es la más bella, y mala cosa es para ella, porque debe morir.

¡Sí, debe morir! —dijo Gagool, lanzando una mirada con sus rápidos ojos a la pobre muchacha, quien, como aún ignoraba el espantoso destino que le estaba reservado, permanecía a unas diez yardas de un grupo de muchachas, ocupada en deshacer nerviosamente en trocitos una flor de su guirnalda, pétalo a pétalo.

—¿Por qué, oh rey? —pregunté, refrenando con dificultad mi indignación—. La muchacha ha bailado bien y nos ha complacido; además es hermosa. Sería una crueldad recompensarla con la muerte.

Twala se echó a reír y replicó:

—Es nuestra costumbre, y las estatuas de piedra que están allí sentadas —y señaló hacia las tres cumbres distantes— deben tener lo que les corresponde. Si no enviara a la muerte esta noche a la muchacha más bella, la desgracia caería sobre mí y sobre mi casa. La profecía de mi pueblo dice así: «Si el rey no ofrece en sacrificio a una muchacha bella el día de la danza de las doncellas a los viejos que vigilan en las montañas, caerán él y su casa». Escuchad, hombres blancos; mi hermano, que reinó antes que yo, no ofreció el sacrificio, debido al llanto de la mujer, y cayó, y también su casa, y yo reino en su lugar. Se acabó. ¡Debe morir!

A continuación, volviéndose hacia los guardias, dijo:

—Traedla aquí. Scragga, afila tu lanza.

Dos hombres dieron un paso al frente, y al mismo tiempo la muchacha, al comprender su destino inminente, lanzó un grito y se dispuso a huir. Pero unas manos fuertes la sujetaron y la trajeron ante nosotros, mientras luchaba por escapar y lloraba.

—¿Cómo te llamas, muchacha? —dijo Gagool—. ¡Vaya! ¿No contestas? ¿Quieres que el hijo del rey cumpla su misión inmediatamente?

Ante esta insinuación, Scragga, que parecía más malvado que nunca, avanzó unos pasos y levantó su gran lanza; y, al hacerlo, vi que la mano de Good se deslizaba hacia su revólver. La pobre muchacha vislumbró el débil destello del acero a través de sus lágrimas, y ello aquietó su angustia. Dejó de forcejear, entrelazó las manos convulsivamente y se puso a temblar de pies a cabeza.

—¡Mirad! —gritó Scragga, lleno de júbilo—. Tiembla ante la vista de mi pequeño juguete antes de haber probado su sabor —y dio unos golpecitos en la ancha hoja de la lanza.

—¡Si tengo ocasión, pagarás por esto, perro! —oí murmurar a Good para sí.

—Ahora que te has calmado, dinos tu nombre, querida. Vamos, habla, y no temas nada —dijo Gagool burlona.

—¡Oh madre! —replicó la muchacha con voz trémula—. Me llamo Foulata, y soy de la casa de Suko. ¡Oh madre!, ¿por qué tengo que morir? ¡No he hecho nada malo!

—Consuélate —prosiguió la anciana con su odioso tono de burla—. Debes morir como sacrificio a los viejos que están sentados allí lejos —y señaló hacia las cumbres—; pero es mejor dormir por la noche que trajinar por el día; es mejor morir que vivir, y tú morirás por la mano regia del mismísimo hijo del rey.

La muchacha llamada Foulata se retorció las manos, angustiada, y gritó: —¡Oh cruel, soy tan joven! ¿Qué he hecho para no volver a ver nacer el sol después de la noche, o las estrellas siguiendo sus huellas en la tarde; para no recoger más flores cuando pese en ellas el rocío, ni escuchar la risa de las aguas? ¡Desgraciada de mí, que nunca volveré a ver la cabaña de mi padre, ni a sentir el beso de mi madre, ni a cuidar al niño enfermo! ¡Desgraciada de mí, a la que ningún amante rodeará con sus brazos ni mirará a los ojos, ni ningún hijo varón nacerá de mí! ¡Oh cruel, cruel! De nuevo se retorció las manos y volvió su rostro bañado en lágrimas y coronado de flores hacia el cielo, tan hermosa en su desesperación— porque era una mujer realmente bella —que sin duda hubiera ablandado el corazón de cualquiera que fuera menos cruel que los tres demonios que teníamos enfrente. Las súplicas del príncipe Arturo a los rufianes que iban a dejarle ciego no fueron más conmovedoras que las de aquella muchacha salvaje.

Pero no conmovieron a Gagool ni al amo de Gagool, aunque sí vi signos de piedad en los guardias situados a su espalda y en los rostros de los jefes. Con respecto a Good, emitió una especie de resoplido de indignación, e hizo un movimiento como para acercarse a ella. Con toda la rapidez propia de una mujer, la muchacha condenada interpretó lo que pasaba por la mente de Good, y con un movimiento súbito saltó hacia él y se abrazó a sus «hermosas piernas blancas».

—¡Oh padre blanco de las estrellas! —gritó—. Cúbreme con el manto de tu protección; déjame deslizarme hasta la sombra de tu fuerza para salvarme. ¡Oh, protégeme de estos hombres crueles y de los designios de Gagool!

—Está bien, bonita, yo cuidaré de ti —bramó nerviosamente Good en sajón—. Vamos, levántate; sé buena chica.

Se agachó y le tomó la mano.

Twala se volvió e hizo un gesto a su hijo, que avanzó con la lanza en alto.

—Ahora le toca a usted —me susurró sir Henry—. ¿A qué espera?

—Estoy esperando a que se produzca el eclipse —contestéHe tenido los ojos clavados en la luna desde hace media hora y nunca la he visto más saludable.

—Bueno, tiene que arriesgarse ahora mismo, o matarán a la muchacha. Twala empieza a perder la paciencia.

Reconociendo la fuerza del argumento, y tras lanzar una mirada desesperada a la brillante cara de la luna, ya que ni el más ferviente astrónomo para demostrar una teoría pudo esperar con tal ansiedad un acontecimiento celeste, me coloqué con toda la dignidad de que fui capaz entre la muchacha postrada y la lanza de Scragga, que avanzaba hacia ella.

—Rey —dije—, esto no debe hacerse. No vamos a tolerar tal cosa. Deja marchar a la muchacha.

Twala se levantó de su asiento, airado y atónito, y brotó un murmullo de sorpresa entre los jefes y las cerradas filas de muchachas, que se habían acercado a nosotros en anticipación de la tragedia.

¡Que no debe hacerse! Tú, perro blanco, que ladras al león en su cueva. ¡Que no debe hacerse! ¿Es que estás loco? Anda con cautela, no vaya a ser que acabes como este polluelo, tú y los que contigo están. ¿Cómo puedes impedirlo? ¿Quién eres tú para interponerte entre mi voluntad y yo? Retírate, te digo. Scragga, mátala. ¡Eh, guardias! Prended a esos hombres.

A estas órdenes acudieron velozmente varios hombres armados que se encontraban detrás de la cabaña, donde se habían apostado, evidentemente, de antemano.

Sir Henry, Good y Umbopa se agruparon junto a mí y levantaron los rifles.

—¡Deteneos! —grité con decisión, aunque en ese momento tenía el alma en vilo—. ¡Deteneos! Nosotros, los hombres blancos de las estrellas, decimos que no debe hacerse. Acercaos un paso más y apagaremos la luna y sumiremos la tierra en la oscuridad. Probaréis el sabor de nuestra magia.

Mi amenaza surtió efecto. Los hombres se detuvieron, y Scragga se quedó inmóvil frente a nosotros, con la lanza en alto.

—¡Oídle, oídle! —dijo Gagool—. Escuchad al embustero que dice que va a apagar la luna como si fuese una lámpara. Que lo haga y la chica será perdonada. Sí, que lo haga, o si no, que muera con la muchacha, él y los que con él están.

Levanté la vista hacia la luna, y vi, con júbilo y alivio intensos, que no nos habíamos equivocado. En el filo de la gran esfera había un reborde oscuro, en tanto que sobre la brillante superficie se esparcía una ligera bruma.

Alcé la mano solemnemente hacia el cielo, ejemplo que siguieron sir Henry y Good, y cité uno o dos versos de las Ingoldsby Legends en el tono de voz más impresionante que pude adoptar. Sir Henry tomó el relevo con un versículo del Antiguo Testamento, en tanto que Good se dirigió a la reina de la noche con una sarta de palabrotas del corte más clásico que se le ocurrieron.

La penumbra, la sombra de una sombra se deslizó lentamente por la brillante superficie, y al mismo tiempo oí un profundo gemido de terror que ascendía de la multitud que nos rodeaba.

—¡Mira, oh rey! —grité—. ¡Mira, Gagool! ¡Mirad, jefes y pueblo y mujeres! ¡Comprobad si los hombres blancos de las estrellas cumplen su palabra o si son tan sólo unos embusteros!

La luna se oscurece ante vuestros ojos; pronto todo estará sumido en la oscuridad; sí, oscuridad en la hora de la luna llena. Habéis pedido una señal: aquí la tenéis. ¡Oscurécete, oh luna! Retira tu luz, tú que eres pura y santa. Aplasta contra el polvo a los de corazón orgulloso y cubre el mundo de tinieblas.

Los espectadores dejaron escapar un alarido de terror. Algunos estaban petrificados por el miedo; otros caían de rodillas y gritaban. En cuanto al rey, permanecía inmóvil en su asiento, pálido bajo su oscura piel. Sólo Gagool conservaba el valor.

—¡Pasará! —gritó—. He visto algo parecido antes. Ningún hombre puede apagar la luna. No os asustéis. Quedaos quietos. La sombra pasará.

—¡Esperad y lo veréis! —repliqué, vociferando con excitación—. Siga usted, Good. No recuerdo más versos. Jure, sea buen chico. Good respondió noblemente al reto que se le imponía a su capacidad inventiva. Hasta aquel momento no tenía la menor idea de las dimensiones que pueden alcanzar los poderes imprecatorios de un oficial de la Marina. Estuvo hablando durante diez minutos sin parar, sin apenas repetirse.

Entretanto, el anillo oscuro seguía ensanchándose, mientras toda la asamblea fijaba la mirada en el cielo y lo contemplaba en un silencio fascinado. Sombras extrañas y malignas invadían la luna, una quietud ominosa llenó el lugar; todos quedaron inmóviles como la muerte. Transcurrieron varios minutos con lentitud en medio de aquel solemne silencio y, mientras discurrían, la luna llena fue entrando cada vez más en la sombra de la tierra, a medida que se deslizaba el segmento de tinta de su círculo con terrible majestad por los cráteres lunares. La gran esfera pálida parecía acercarse y aumentar de tamaño. Adquirió un tinte cobrizo; después, el trozo de superficie que no se había oscurecido aún se tornó gris y ceniciento, y finalmente, a medida que se acercaba el eclipse total, se veían refulgir fantasmagóricamente las montañas y las mesetas a través de las tinieblas escarlata.

El anillo de oscuridad siguió creciendo; ya cubría más de la mitad de la esfera rojo sangre. El aire se hizo denso y adquirió un tinte escarlata oscuro aún más intenso. Y así siguió, hasta que apenas podíamos ver los feroces rostros que teníamos delante de nosotros. No se oía ningún ruido entre los espectadores.

—La luna se muere…, los hechiceros han matado a la luna —aulló Scragga—. ¡Todos moriremos en las tinieblas!

Movido por el miedo o la ira, o por ambas cosas a la vez, levantó su lanza y la arrojó con todas sus fuerzas contra el ancho pecho de sir Henry. Pero se había olvidado de las cotas de malla que nos había regalado el rey, que llevábamos debajo de nuestras ropas. El acero rebotó sin herirle, y antes de que pudiera repetir el golpe, sir Henry le arrebató la lanza y le atravesó.

Cayó muerto.

Ante aquello, enloquecidos por el terror de las tinieblas crecientes de la maligna sombra que, según creían, estaba devorando la luna, los grupos de muchachas se dispersaron en terrible confusión y corrieron hacia las puertas chillando. Pero el pánico no quedó en eso. El propio rey, seguido por los guardias, algunos jefes y Gagool, que renqueaba tras ellos con increíble celeridad, huyeron hacia las cabañas, de forma que al cabo de unos minutos la futura víctima, Foulata, Infadoos y la mayoría de los jefes con quienes nos habíamos entrevistado la noche anterior, y nosotros, quedamos solos en el escenario, junto al cuerpo de Scragga.

—Y ahora, jefes —dije—, os hemos dado la señal. Si estáis satisfechos, corramos al lugar del que nos hablasteis. No se puede deshacer el hechizo ahora. Durará una hora y la mitad de una hora. Aprovechemos la oscuridad.

—Vamos —dijo Infadoos, disponiéndose a partir, ejemplo que siguieron los atemorizados jefes, Foulata, a quien Good había tomado de la mano, y nosotros.

Antes de que hubiéramos llegado a la puerta del kraal, la luna desapareció del todo, y desde todos los puntos del firmamento las estrellas se precipitaron en el cielo de negrura de tinta.

Cogidos de la mano, avanzamos a tropezones en la oscuridad.