Viajamos durante toda la tarde por aquella magnífica carretera, que nos conducía inexorablemente hacia el noroeste. Infadoos y Scragga caminaban con nosotros, pero sus seguidores marchaban a unos cien pasos por delante.
—Infadoos —dije al cabo de un rato—, ¿quién hizo esta carretera?
—Fue construida hace mucho tiempo, mi señor; nadie sabe cómo ni cuándo, ni siquiera Gagool, la mujer sabia, que ha vivido durante muchas generaciones. Nosotros no somos lo suficientemente viejos como para recordar su construcción. Ahora nadie puede hacer carreteras así, pero el rey no permite que en ella crezca la hierba.
—¿Y quién hizo las inscripciones que hay en las paredes de las cuevas que hemos encontrado en el camino? —pregunté, refiriéndome a las esculturas de estilo egipcio que habíamos visto.
—Mi señor, las mismas manos que construyeron la carretera hicieron las maravillosas inscripciones, pero no sabemos quién.
—¿Cuándo llegó la raza kukuana a estas tierras?
—Mi señor, nuestra raza bajó hasta aquí como el viento de una tormenta hace diez mil lunas, desde las grandes tierras que se extienden más allá —y señaló al norte—. No pudieron seguir avanzando debido a las grandes montañas que rodean el país —y señaló hacia los picos cubiertos de nieve—; así lo dicen las voces de nuestros antepasados que han llegado hasta nosotros, sus hijos, y así lo dice Gagool, la mujer sabia, la que olfatea a los hechiceros. De todos modos, el país era bueno, así que se asentaron aquí y se hicieron fuertes y poderosos, y ahora somos numerosos como las arenas del mar, y cuando Twala, el rey, convoca a sus ejércitos, sus penachos de plumas cubren la llanura hasta donde alcanza la vista de un hombre.
—Pero si el país está cercado por montañas, ¿contra quién luchan los ejércitos?
—No, mi señor, el país está abierto por allí —y de nuevo señaló al norte—, y de cuando en cuando nos atacan guerreros que llegan en nubes desde una tierra que no conocemos, y nosotros los matamos. Desde la última guerra, ha pasado la tercera parte de la vida de un hombre. En ella murieron muchos millares de guerreros, pero destruimos a los que venían a devorarnos, y desde entonces no ha habido otra guerra.
—Vuestros guerreros deben aburrirse de estar apoyados sobre sus lanzas.
—Mi señor, hubo una guerra inmediatamente después de haber destruido al pueblo que nos atacó, pero fue una guerra civil, de hermano contra hermano.
—¿Y cómo fue?
—Mi señor, el rey, mi hermanastro, tenía un hermano nacido el mismo día y de la misma mujer. Nuestras costumbres no permiten vivir a los gemelos, mi señor; el más débil debe morir. Pero la madre del rey escondió al niño más débil, que nació el último, ya que su corazón lo amaba, y el niño es Twala, el rey. Yo soy su hermano mayor, nacido de otra madre.
—¿Y bien?
—Mi señor: Kafa, nuestro padre, murió cuando nosotros llegamos a la edad viril, y le sucedió en el trono mi hermano, Imotu, que reinó durante algún tiempo y tuvo un hijo de su esposa favorita. Cuando el niño contaba tres años, inmediatamente después de la gran guerra, durante la que nadie pudo sembrar ni cosechar, el hambre asoló nuestra tierra, y el pueblo empezó a murmurar debido al hambre, y a buscar algo que llevarse a la boca como leones hambrientos. Fue entonces cuando Gagool, esa mujer sabia y terrible que nunca muere, se dirigió al pueblo con estas palabras: «El rey Imotu no es rey». Imotu estaba entonces enfermo a causa de una herida, acostado en su choza sin poder moverse.
»Entonces Gagool entró en una choza y sacó a Twala, mi hermanastro y hermano gemelo del rey, a quien había escondido desde su nacimiento entre las rocas, le arrancó la moocha (‘taparrabos’), mostró a los kukuanas la marca de la serpiente sagrada enroscada en torno a su cintura, con la que se señala al hijo mayor de un rey al nacer, y gritó en voz alta: “¡Mirad, éste es vuestro rey, a quien yo he salvado para vosotros hasta hoy!”.
Y el pueblo, enloquecido por el hambre y privado de la razón y del conocimiento de la verdad, gritó: «¡El rey! ¡El rey!», pero yo sabía que no era cierto, porque Imotu, mi hermano, era el mayor de los gemelos y nuestro rey legítimo. Y cuando el tumulto alcanzaba su punto culminante, Imotu, el rey, a pesar de estar tan enfermo, salió arrastrándose de su cabaña, con su mujer tomada de la mano y seguido por su hijito Ignosi (‘el iluminado’).
«¿A qué viene todo este ruido? —preguntó—. ¿Por qué gritáis ¡el rey!, ¡el rey!?».
»Entonces Twala, su propio hermano, nacido de la misma mujer y a la misma hora, corrió hacia él; le cogió por los cabellos, y le atravesó el corazón con su cuchillo. Y el pueblo, que es inconstante y siempre está dispuesto a adorar al sol que más calienta, empezó a batir palmas y a gritar: “¡Twala es rey! ¡Ahora sabemos que Twala es rey!”».
—¿Y qué le ocurrió a su mujer y a su hijo Ignosi? ¿También los mató Twala?
—No, mi señor. Al ver que su señor había muerto, la mujer cogió al niño dando un grito y huyó. A los dos días llegó a un kraal, hambrienta, pero nadie quiso darle comida ni leche, muerto su señor rey, porque todos los hombres detestan a los desgraciados. Pero, al anochecer, una niñita salió a escondidas y le llevó comida, y la mujer bendijo a la niña y se dirigió a las montañas con su hijo antes de que el sol saliera de nuevo, y allí habrá perecido, porque nadie la ha visto a ella ni al niño Ignosi desde entonces.
—Entonces, si Ignosi hubiera vivido, ¿sería él el verdadero rey de los kukuanas?
—Así es, mi señor; tiene la serpiente sagrada en la cintura. Si vive, él es el rey, pero, ¡ay!, hace tiempo que murió.
Mirad, mi señor —y señaló hacia un amplio grupo de chozas que se extendía en la llanura a nuestros pies, rodeado por una cerca que a su vez estaba rodeada de un gran foso—. Ése es el kraal, en que vieron por última vez a la mujer de Imotu con su hijo Ignosi. Allí es donde dormiremos esta noche, si es que —añadió dubitativo— mis señores duermen realmente en este mundo.
—Mientras estemos entre los kukuanas, mi buen amigo Infadoos, haremos lo que hacen los kukuanas —dije majestuosamente, y me volví apresuradamente para dirigirme a Good, que se arrastraba de mal humor detrás de mí, completamente ocupado en insatisfactorias tentativas de impedir que la brisa de la tarde levantara los faldones de su camisa de franela, y para mi asombro me topé con Umbopa, que caminaba inmediatamente detrás de mí y que, a todas luces, había estado escuchando con sumo interés mi conversación con Infadoos. En su rostro había una expresión extraña, la del hombre que lucha, sin lograrlo totalmente, por recordar algo olvidado tiempo atrás.
Durante todo aquel rato habíamos avanzado a buen paso hacia la llanura ondulante que se extendía a nuestros pies. Las montañas que habíamos cruzado se alzaban ahora por encima de nuestras cabezas, y los senos de Saba estaban púdicamente velados por diáfanos cendales de niebla. A medida que avanzábamos, el paisaje se hacía cada vez más hermoso. La vegetación era exuberante, sin llegar a ser tropical; el sol, brillante y cálido, no quemaba, y una deliciosa brisa soplaba suavemente por las fragantes laderas de las montañas. Verdaderamente, esta nueva tierra era poco menos que el paraíso terrenal; nunca he visto otra igual por su belleza, su riqueza natural y su clima. El Transvaal es un país hermoso, pero no tiene ni punto de comparación con Kukuanalandia.
En cuanto emprendimos la marcha, Infadoos envió un mensajero a avisar de nuestra llegada a los habitantes del kraal, que, a la sazón, estaba bajo su mando militar. El hombre partió a una velocidad extraordinaria que, según me dijo Infadoos, mantendría durante todo el camino, puesto que correr era un ejercicio muy practicado entre su pueblo.
El resultado del mensaje no se hizo esperar. Al llegar a unas dos millas de distancia del kraal vimos que, formación tras formación, los guerreros salían a las puertas del poblado y se dirigían hacia nosotros.
Sir Henry puso su mano sobre mi hombro y comentó que, al parecer, nos íbamos a encontrar con una cálida recepción. Algo en su tono de voz llamó la atención de Infadoos.
—No temáis nada, mis señores —se apresuró a decir—, porque en mi pecho no hay lugar para la traición. Este ejército se encuentra bajo mi mando y sale a recibirnos por órdenes mías.
Asentí tranquilamente, aunque en mi interior no estaba nada tranquilo.
A una media milla de las puertas del kraal había una larga franja de terreno elevado que ascendía suavemente desde la carretera. Y allí formaron las compañías. Resultaba un panorama espléndido, cada compañía compuesta por unos trescientos hombres fuertes que marchaban a paso ligero colina arriba, con lanzas centelleantes y plumas ondulantes, para ocupar el lugar que les correspondía. En el momento en que llegábamos a la colina, salían doce de estas compañías, que sumaban en total tres mil seiscientos hombres, y ocupaban sus puestos en la carretera.
Nos acercamos a la primera compañía y tuvimos la oportunidad de contemplar el más extraordinario grupo de hombres que jamás he visto. Eran todos ya maduros, en su mayoría veteranos de unos cuarenta años, y ni uno solo medía menos de seis pies y tres o cuatro pulgadas. Llevaban en la cabeza pesados penachos negros de plumas de sakaboola, como los que utilizaban nuestros guías. En torno a la cintura y bajo la rodilla derecha llevaban unos anillos blancos de rabo de buey, y con la mano izquierda sujetaban escudos redondos de unas veinte pulgadas de diámetro. Estos escudos eran muy curiosos. El armazón consistía en una plancha delgada de hierro batido, sobre la que se había superpuesto una piel blanca de buey.
Las armas que cada hombre portaba eran sencillas pero sumamente útiles; consistían en una lanza corta y muy pesada de doble filo, con mango de madera, y la hoja tenía un diámetro de unas seis pulgadas en la parte más ancha. Estas lanzas no se usaban como armas arrojadizas, sino que, al igual que el bangwan zulú o azagaya de estocada, sólo estaban destinadas a la lucha cuerpo a cuerpo, en la que la herida que infligen es terrible. Además de los bangwans, cada hombre llevaba tres cuchillos grandes y pesados, de unas dos libras. Un cuchillo iba sujeto al cinto de cola de buey, y los otros dos a la parte posterior del escudo redondo. Estos cuchillos, que los kukuanas llaman topas, cumplen la misma función que las azagayas arrojadizas de los zulúes. Un guerrero kukuana sabe lanzarlos con gran precisión a una distancia de cincuenta yardas, y tiene la costumbre de cargar contra el enemigo arrojando una verdadera andanada de ellos al entrar en el combate cuerpo a cuerpo.
Cada compañía permaneció inmóvil como estatuas de bronce hasta que llegamos frente a ellos, momento en que, obedeciendo a una señal dada por el oficial que llevaba como distintivo una capa de piel de leopardo y se encontraba unos pasos delante de la compañía, todas las lanzas se alzaron en el aire, y de las trescientas gargantas ascendió, en un súbito bramido, el saludo real de Koom. Entonces, cuando hubimos pasado, la compañía formó detrás de nosotros y nos siguió hacia el kraal, hasta que finalmente el regimiento completo de «grises» (así llamados por los escudos blancos, fuerza de choque del pueblo kukuana) marchaba a nuestra espalda a un paso que hacía temblar la tierra.
Finalmente nos separamos de la gran carretera de Salomón y llegamos al profundo foso que rodeaba el kraal, que tenía por lo menos una milla de circunferencia y estaba cercado por una fuerte empalizada de estacas hechas de troncos de árboles. En la puerta, el foso estaba cubierto por un primitivo puente levadizo que la guardia dejó caer para que pasáramos. El kraal estaba extraordinariamente bien distribuido. Por el centro discurría una amplia avenida cortada en ángulo recto por otras avenidas, dispuestas de tal modo que las cabañas quedaban separadas en bloques cuadrados, y cada bloque era el cuartel general de la compañía. Las cabañas tenían techos abovedados y estaban construidas, como las de los zulúes, con una estructura de ramas hábilmente bardadas con hierba, pero, a diferencia de las zulúes, tenían puertas por donde se podía pasar sin tropiezo. Además eran mucho más grandes y estaban rodeadas por una galería de unos seis pies de ancho, bellamente pavimentada con cal en polvo bien apisonada.
A ambos lados de la amplia avenida que cruzaba el kraal, había cientos de mujeres en fila, que habían salido a vernos atraídas por la curiosidad. Para pertenecer a una raza nativa, estas mujeres son extraordinariamente bellas. Son altas y esbeltas, con una figura maravillosamente estilizada. El pelo, a pesar de llevarlo corto, es más rizado que lanoso, los rasgos son con frecuencia aquilinos y los labios no son desagradablemente gruesos, como sucede con la mayoría de las razas africanas. Pero lo que más nos impresionó fue su porte sosegado, extraordinariamente digno. Son tan distinguidas a su modo como las damas asiduas a un salón de moda, y en este sentido difieren de las mujeres zulúes y de sus parientes, las masai, que viven más allá de la zona de Zanzibar. La curiosidad las había hecho salir para vernos, pero no permitieron que por sus labios pasara ninguna expresión de asombro o de violenta crítica mientras caminábamos, cansados, frente a ellas. Ni siquiera cuando el viejo Infadoos señaló con un movimiento subrepticio de la mano la maravilla culminante de las «hermosas piernas blancas» del pobre Good, exteriorizaron el sentimiento de admiración que sin duda dominaba su pensamiento. Se limitaron a clavar sus ojos en la blancura de nieve de sus piernas (la piel de Good es extraordinariamente blanca). Pero fue suficiente para Good, que es modesto por naturaleza.
Cuando llegamos al centro del kraal, Infadoos se detuvo a la puerta de una choza grande, que estaba rodeada a cierta distancia por un círculo de cabañas más pequeñas.
—Entrad, hijos de las estrellas —dijo en un tono de voz grandilocuente—, y dignaos descansar un poco en nuestra humilde morada. Se os traerá un poco de comida, para que no tengáis que apretaron el cinturón a causa del hambre; miel y leche y uno o dos bueyes, y unos corderos; no mucho, mis señores, pero al fin comida es.
—Está bien, Infadoos —dije—; estamos cansados de viajar por los reinos del aire; déjanos descansar.
Acto seguido entramos en la cabaña, que encontramos perfectamente dispuesta para nuestra comodidad. Habían tendido divanes de piel curtida para que descansáramos sobre ellos y habían colocado agua para que nos laváramos.
De repente oímos gritos fuera y, al acercarnos a la puerta, vimos una hilera de damiselas que portaban leche y tortas de maíz, y un cántaro de miel. Detrás de ellas venían unos jóvenes que conducían un magnífico ternero. Aceptamos los regalos, y a continuación uno de los jóvenes cogió el cuchillo de su cinto y cortó limpiamente la garganta del animal. A los diez minutos estaba muerto, desollado y troceado. Después separaron la mejor parte de la carne para nosotros, y yo, en nombre de nuestro grupo, ofrecí el resto a los guerreros que nos custodiaban, quienes lo cogieron y distribuyeron el «regalo de los hombres blancos».
Umbopa, ayudado por una joven extraordinariamente atractiva, se puso a hervir nuestra porción de carne en un gran recipiente de arcilla sobre una hoguera que encendieron a la puerta de la cabaña, y cuando ya casi estaba lista la comida, enviamos un mensaje a Infadoos en el que pedíamos a él y a Scragga, el hijo del rey, que nos acompañasen.
Vinieron al poco y se sentaron sobre unos pequeños taburetes, de los que había varios alrededor de la cabaña (porque por lo general, los kukuanas no se sientan en cuclillas, como los zulúes), y nos ayudaron a despachar nuestra cena. El anciano se mostró sumamente afable y cortés, pero nos pareció que el joven nos observaba con recelo. Al igual que los demás, estaba atemorizado por nuestra blancura y nuestros poderes mágicos; pero se me antojaba que, al descubrir que comíamos, bebíamos y dormíamos como el resto de los mortales, su temor empezaba a disiparse para dar paso a un recelo resentido, que nos hacía sentirnos bastante incómodos.
En el transcurso de la comida, sir Henry me sugirió que convendría tratar de descubrir si nuestros huéspedes sabían algo de la suerte que había corrido su hermano, o si le habían visto u oído hablar de él; pero yo pensé que sería más prudente no hablar del asunto en aquellos momentos.
Después de cenar llenamos las pipas y las encendimos, operación que dejó a Infadoos y a Scragga atónitos. Evidentemente, los kukuanas no estaban familiarizados con la costumbre divina de fumar tabaco. La planta crece en abundancia en Kukuanalandia, pero, al igual que los zulúes, sólo la utilizan en forma de rapé, y no supieron identificarla bajo aquella nueva forma.
Al cabo de un rato pregunté a Infadoos cuándo proseguiríamos el viaje, y quedé encantado al saber que habían hecho los preparativos necesarios para que pudiésemos salir a la mañana siguiente, y que ya habían enviado mensajeros para informar al rey Twala de nuestra llegada.
Al parecer, Twala se encontraba en su cuartel general, un lugar llamado Loo[11], dirigiendo los preparativos de la gran fiesta anual que se celebraba en la primera semana de junio. A esa asamblea acudían todos los regimientos, a excepción de ciertos destacamentos que quedaban como guarnición, y desfilaban ante el rey, y después se celebraba la caza de brujos anual.
Debíamos partir al amanecer, e Infadoos, que iba a acompañarnos, esperaba que, a no ser que nos detuviera algún percance o la crecida de un río, llegaríamos a Loo en la noche del segundo día.
Tras proporcionarnos esta información, nuestros visitantes se despidieron, deseándonos buenas noches, y tras disponer un turno de guardia, tres de nosotros nos acostamos y disfrutamos del dulce sueño que recompensa el cansancio, en tanto que el cuarto permanecía en vela, en prevención de una posible traición.