Nos detuvimos a la salida de la cueva, con una sensación de ridículo.
—Yo voy a volver —dijo sir Henry.
¿Por qué? —preguntó Good.
—Porque pienso que… que lo que hemos visto podría ser mi hermano.
No se nos había ocurrido, así que volvimos a entrar en la cueva para comprobarlo. Tras la brillante luz del exterior, nuestros ojos, debilitados de mirar la nieve, no pudieron perforar las tinieblas de la cueva durante un rato. Pero finalmente nos acostumbramos a la semioscuridad y avanzamos hacia el cuerpo muerto.
Sir Henry se arrodilló y miró de cerca su cara.
—Gracias a Dios —dijo con un suspiro de alivio—; no es mi hermano.
Entonces me acerqué yo y lo miré. Era el cadáver de un hombre alto, de mediana edad, con rasgos aquilinos, pelo canoso y largo bigote negro. La piel estaba completamente amarilla y pegada a los huesos. Sus ropas, salvo lo que parecían ser los restos de unas calzas de lana, habían desaparecido, y el esquelético cuerpo estaba desnudo. En torno al cuello colgaba un crucifijo de marfil amarillo. El cadáver estaba congelado, completamente rígido.
—¿Quién demonios puede ser? —dije.
—¿No lo adivina? —preguntó Good.
Negué con la cabeza.
—Pues José da Silvestra, naturalmente. ¿Quién si no?
—Imposible —dije con voz entrecortada—; murió hace trescientos años.
—¿Y qué impide que se mantenga así durante trescientos años en esta atmósfera, si se puede saber? —preguntó Good—. Sólo con que el aire sea lo suficientemente frío, la carne y la sangre se mantendrán tan frescos como el cordero de Nueva Zelanda, y Dios sabe que aquí hace suficiente frío. No llega el sol; no entra ningún animal que pueda despedazarlo o destruirlo. Sin duda, su esclavo, al que se refiere en el mapa, le quitó la ropa y lo dejó aquí. No podía enterrarlo él solo. Mire —prosiguió, agachándose y recogiendo un hueso de forma extraña, uno de cuyos extremos había sido raspado y acababa en punta—, y éste es el hueso que utilizó para dibujar el mapa.
Nos quedamos atónitos durante unos momentos, olvidando nuestras propias desventuras ante aquella visión tan extraordinaria y, a nuestro entender, casi milagrosa.
—Ah —dijo sir Henry—, y de ahí sacó la tinta —y señaló una pequeña herida en el brazo izquierdo del cadáver—. ¿Habrá algún hombre que haya visto una cosa semejante?
Ya no cabía duda sobre el tema, que he de confesar que me aterraba. Allí teníamos sentado al hombre cuyas indicaciones, escritas diez generaciones atrás, nos habían llevado a aquel lugar. En mi propia mano tenía la pluma rudimentaria con que las había escrito, y de su cuello pendía el crucifijo que habían besado sus labios moribundos. Al mirarlo, mi imaginación podía reconstruir toda la escena: el viajero que moría de frío y de hambre, y a pesar de ello luchaba por comunicar al mundo el gran secreto que había descubierto; la espantosa soledad de su muerte, cuya evidencia estaba sentada ante nosotros. Incluso me parecía que podía distinguir entre sus rasgos fuertemente marcados el parecido con los de mi pobre amigo Silvestre, su descendiente, que había muerto veinte años atrás en mis brazos, pero quizá fueran figuraciones mías. En cualquier caso, allí estaba, triste recuerdo del destino que con tanta frecuencia sorprende a los que se adentran en lo desconocido; y probablemente allí se quedaría, coronado con la pavorosa majestad de la muerte, durante siglos, para sobrecoger las miradas de los viajeros como nosotros, si es que alguien vuelve a invadir su soledad. Aquello nos dejó estupefactos, ya casi al borde de la muerte por hambre y frío como estábamos.
—Vamos —dijo sir Henry en voz baja—; esperen, le daremos un compañero.
Levantó el cuerpo muerto del hotentote Ventvógel, y lo colocó cerca del viajero Da Silvestra. Después se agachó y de un tirón arrancó el cordel putrefacto del crucifijo que le rodeaba el cuello, porque tenía los dedos demasiado fríos para intentar desatarlo. Creo que aún lo conserva. Yo cogí la pluma, y mientras escribo esto la tengo ante mí; a veces firmo con ella.
Después de dejar a aquellos dos hombres, al orgulloso blanco de una época pasada y al pobre hotentote en su eterna vigilia en medio de las nieves perpetuas, salimos arrastrándonos de la cueva al bendito sol y reanudamos el camino, preguntándonos en nuestros corazones cuántas horas pasarían hasta vernos como ellos.
Al cabo de media milla, llegamos al borde de una altiplanicie, porque el pezón de la montaña no se elevaba desde el centro mismo, aunque desde el desierto así parecía. No podíamos ver lo que se extendía a nuestros pies, porque el paisaje estaba velado por espirales de bruma matutina. Pero al poco se despejaron las capas superiores de niebla y dejaron al descubierto a unas quinientas yardas por debajo de nosotros, al final de una pendiente oblonga de nieve, una mancha de vegetación, por la que corría un arroyo; tomando el sol de la mañana, unos de pie y otros sentados, había un grupo de diez o quince grandes antílopes (a esa distancia no podíamos distinguir con claridad lo que eran).
La vista de aquellos animales nos llenó de un júbilo exorbitado. Si podíamos hacernos con ella, allí había comida en cantidad suficiente. Pero el problema consistía en cómo obtenerla. Las bestias estaban a seiscientas yardas, distancia excesiva para disparar cuando nuestra vida dependía de los resultados.
Consideramos apresuradamente la conveniencia de acechar a los animales, pero finalmente desechamos un poco a regañadientes esta posibilidad. En primer lugar, el viento no era favorable, y además era seguro que, por mucho cuidado que tuviésemos, los animales nos verían en cuanto nuestras figuras se recortasen sobre el fondo de nieve que teníamos necesariamente que atravesar.
—Bueno, habrá que intentarlo desde donde estamos —dijo sir Henry—. ¿Qué utilizamos, Quatermain, los rifles de repetición o los express?
Éste era otro problema. Los Winchesters de repetición (dos en total; Umbopa llevaba el del pobre Ventvógel y el suyo) sólo tenían un alcance de trescientas cincuenta yardas de distancia, pasada la cual disparar con ellos era más o menos una cuestión de azar. Por otra parte, si acertábamos, al ser las balas del rifle express expansivas, teníamos muchas más probabilidades de abatir al animal. Era un asunto complicado, pero decidí que debíamos arriesgarnos a utilizar los express.
—Que cada uno se encargue del que tiene enfrente. Apunten al lomo, bien alto —dije—; tú, Umbopa, darás la señal para que todos disparemos a la vez.
Se hizo una pausa; cada hombre apuntaba lo mejor que podía, como es de imaginar cuando se sabe que la propia vida depende del disparo.
—¡Fuego! —dijo Umbopa en zulú, y casi al mismo instante los tres rifles sonaron con estrépito; ante nosotros se elevaron durante unos momentos tres nubes de humo, y cientos de resonancias atravesaron la silenciosa nieve. El humo se disipó, y descubrimos, ¡oh alegría!, un gran macho que yacía sobre el lomo, pateando furiosamente en agonía de muerte. Dimos un grito de triunfo; estábamos salvados; no moriríamos de hambre. A pesar de nuestra debilidad, atravesamos a toda velocidad la pendiente de nieve que nos separaba del animal, y a los diez minutos de haber disparado teníamos el corazón y el hígado humeantes del animal ante nosotros. Pero entonces surgió una nueva dificultad; no teníamos combustible y, por tanto, no podíamos encender fuego para cocinarlo. Nos miramos desolados.
—Cuando se está muerto de hambre, no se puede ser caprichoso —dijo Good—; tendremos que comer carne cruda.
No había otra forma de resolver el dilema, y el hambre que nos corroía hacía que la proposición fuese menos desagradable de lo que habría sido en cualquier otro caso. Así que cogimos el corazón y el hígado y los enterramos durante unos minutos bajo un montón de nieve para enfriarlos. Luego los lavamos en el agua helada del arroyo, y finalmente los comimos con avidez. Parece asqueroso, pero, sinceramente, nunca había probado nada tan bueno como aquella carne cruda. Un cuarto de hora después éramos unos hombres diferentes. Recobramos la vida y el vigor, nuestros débiles pulsos se fortalecieron y la sangre empezó a correr por nuestras venas. Pero, conscientes de los resultados del exceso de alimento en un estómago vacío, tuvimos la precaución de no comer demasiado, y paramos cuando aún sentíamos hambre.
—¡Gracias a Dios! —dijo sir Henry—. Esa bestia nos ha salvado la vida. ¿Qué es, Quatermain?
Me levanté y fui a mirar el animal, porque no estaba seguro de que fuese un antílope. Era del tamaño aproximado de un burro, con grandes cuernos curvos. Nunca había visto uno igual; aquella especie era nueva para mí. Era pardo, con rayas ligeramente rojizas, y tenía un pelaje muy denso. Después descubrí que los nativos de aquel maravilloso país llaman a esta especie finco. Es muy rara, y sólo se encuentra en las grandes alturas, donde no vive ninguna otra especie. El animal había recibido el balazo en la paletilla; aunque, por supuesto, no pudimos saber quién de nosotros lo había derribado. Creo que Good, acordándose del estupendo disparo de la jirafa, se lo atribuía secretamente a su propia destreza, y los demás no le contradijimos.
Habíamos estado tan ocupados en saciar nuestros vacíos estómagos que hasta entonces no nos había dado tiempo a mirar a nuestro alrededor. Pero ahora, tras encargar a Umbopa que cuartease la mejor carne para llevarnos la mayor cantidad posible, nos pusimos a inspeccionar los alrededores. La niebla ya había aclarado, porque eran las ocho y el sol la había absorbido, de modo que pudimos apreciar con una sola mirada toda la región que se extendía ante nosotros. No sé cómo describir el magnífico panorama que se desplegaba ante nuestros ojos embelesados. Nunca he visto nada igual, y creo que nunca volveré a verlo.
Por detrás y por encima de nosotros se erguían los senos de Saba, y por debajo, a unos cinco mil pies debajo de donde nos encontrábamos, se extendían leguas y leguas del más delicioso paisaje de fértiles campos. Acá había densas manchas de grandiosos bosques, acullá un gran río serpenteaba en su lecho de plata. A la izquierda había una vasta extensión de hierba o veldt, ondulante y de color intenso, en la que distinguíamos incontables manadas de animales salvajes o reses; a esa distancia no podíamos precisarlo. A la derecha, el terreno era más o menos montañoso, es decir, se erguían colinas solitarias en mitad de la llanura, con parcelas de tierras de cultivo entre medias, en las que se veían claramente grupos de chozas de forma abovedada. El paisaje se nos ofrecía como un mapa en el que los ríos centelleaban como serpientes plateadas y se alzaban con solemne magnificencia picos como los de los Alpes, coronados de guirnaldas de nieve caprichosamente retorcidas, todo ello presidido por el sol alegre y el profundo aliento de la vida feliz de la Naturaleza.
Mientras lo contemplábamos, nos sorprendieron dos cosas. La primera, que el paisaje que teníamos ante nosotros debía encontrarse al menos a cinco mil pies por encima del desierto que habíamos atravesado, y la segunda, que todos los ríos discurrían de sur a norte. Como sabíamos por dolorosas razones, no había agua en absoluto en la zona sur de la vasta región en que nos encontrábamos, pero en la parte norte había muchos arroyos, la mayoría de los cuales parecían unirse con el gran río que podíamos ver serpenteando más allá de lo que nuestra vista alcanzaba.
Nos sentamos un rato y contemplamos en silencio el bello panorama. Finalmente, sir Henry rompió el silencio. Dijo:
—¿No hay nada en el mapa referente a la gran carretera de Salomón?
Asentí, con los ojos aún fijos en la distancia.
—¡Sí, mire; allí está! —y señaló hacia la derecha.
Good y yo miramos en aquella dirección, y allí vimos lo que parecía ser una amplia carretera que serpenteaba hacia la llanura. No la habíamos visto al principio porque, al llegar a la llanura, se adentraba en terreno accidentado. No dijimos nada; al menos, no mucho; empezábamos a perder la capacidad de asombro. Por alguna razón, no nos resultaba especialmente extraordinario encontrar una especie de calzada romana en aquella extraña tierra. Nos limitamos a aceptar el hecho sin más.
—Bueno —dijo Good—; debe quedar bastante cerca si acortamos por la derecha. ¿Les parece que iniciemos la marcha?
Era una medida prudente, y en cuanto nos hubimos lavado la cara y las manos en el río, empezamos a caminar. Durante aproximadamente una milla nos abrimos paso entre arbustos y atravesamos extensiones de nieve hasta que repentinamente, al remontar un pequeño altozano, nos topamos con la carretera, que se extendía a nuestros pies. Era una carretera espléndida, excavada en la roca viva, de al menos cincuenta pies de anchura y, al parecer, en buen estado; pero lo que resultaba curioso es que parecía empezar allí. Descendimos y nos adentramos en ella, pero a sólo cien pasos por detrás de nosotros, en dirección a los senos de Saba, desaparecía, cubierta toda la superficie de la montaña por lomas entremezcladas con extensiones de nieve.
—¿Qué le parece, Quatermain? —preguntó sir Henry.
Moví la cabeza; no se me ocurría nada.
—¡Ya la entiendo! —dijo Good—. Sin duda, la carretera pasaba por la cordillera y atravesaba el desierto hasta el otro lado, pero allí se ha cubierto de arena, y encima de nosotros ha quedado destruida por la lava fundida de una erupción volcánica.
Aquella idea parecía lógica y, en cualquier caso, la aceptamos y seguimos descendiendo por la montaña. Viajar cuesta abajo por aquel magnífico camino y con los estómagos llenos era muy diferente a caminar cuesta arriba, sobre nieve, medio muertos de hambre y casi congelados. En realidad, de no haber sido por los recuerdos melancólicos del triste destino del pobre Ventvógel, y de aquella lóbrega cueva en que quedara haciendo compañía al viejo portugués, nos hubiéramos sentido verdaderamente felices, a pesar de saber que nos acechaban peligros desconocidos. A cada milla que recorríamos, el aire se hacía más ligero y fragante, y el paisaje resplandecía ante nosotros con una belleza aún más luminosa. En cuanto a la carretera, debo decir que nunca había visto una obra de ingeniería como aquélla, aunque sir Henry dijo que la gran carretera que atraviesa el San Gotardo, en Suiza, es muy parecida. Ninguna dificultad debió ser realmente seria para el magnífico ingeniero de la antigüedad que la ideó. Llegamos a una gran hondonada de trescientos pies de anchura y al menos cien de profundidad. La vasta hondonada había sido rellenada, al parecer, por enormes bloques de piedra tallada, con arcos abiertos en el fondo para la conducción de agua, sobre los que discurría la carretera, sublime. En otro punto la carretera estaba excavada en zigzag en el borde de un precipicio de quinientos pies de profundidad, y en un tercer punto pasaba bajo un túnel en la base de un risco a lo largo de treinta yardas o más.
Observamos que los lados del túnel estaban cubiertos de originales esculturas, en su mayoría figuras con cotas de malla que conducían carros. Una de ellas, que era extraordinariamente bella, representaba una escena bélica, en la que se veía un grupo de prisioneros que marchaba penosamente en la distancia.
—Bueno —dijo sir Henry, tras inspeccionar aquella antigua obra de arte—; me parece muy bien llamar a esto carretera de Salomón, pero, en mi humilde opinión, los egipcios estuvieron aquí antes de que pusieran el pie las gentes de Salomón. Si esto no son obras egipcias, sólo puedo decir que se parecen mucho.
Hacia el mediodía habíamos descendido lo suficiente por la montaña para llegar a la región, en que podía encontrarse leña. Primero topamos con arbustos diseminados, que a medida que avanzábamos eran cada vez más numerosos, hasta que finalmente encontramos la carretera que serpenteaba entre un bosquecillo de árboles plateados semejantes a los que se ven en las laderas de la meseta de Ciudad de El Cabo. Nunca me había topado con ellos en mis viajes, excepto en El Cabo, y su presencia allí me sorprendió enormemente.
—¡Ah! —exclamó Good al observar las brillantes hojas de los árboles con evidente entusiasmo—. Aquí hay mucha leña; vamos a detenernos y a hacer la cena. Ya casi he digerido la carne cruda.
Nadie hizo la menor objeción, de modo que abandonamos la carretera y avanzamos hacia un arroyo cuyo rumor se oía a poca distancia, y al rato ya habíamos encendido un brillante fuego con ramas secas. Cortamos unos sustanciosos trozos de la carne de finco que llevábamos y procedimos a asarlos colocándolos en el extremo de unos palos afilados, al modo de los cafres, y los comimos con delectación. Una vez saciados, encendimos las pipas y nos entregamos a un placer que, comparado con las fatigas que habíamos sufrido recientemente, nos pareció punto menos que divino.
El arroyo, cuyas orillas estaban tapizadas con densas masas de una especie gigante de culantrillo entremezclado con matojos plumosos de espárragos silvestres, canturreaba alegremente a nuestro lado, el suave viento murmuraba entre las hojas de los árboles plateados, las palomas se arrullaban a nuestro alrededor y los pájaros de brillantes plumas centelleaban como gemas vivientes de rama en rama. Era como estar en el paraíso.
La magia de aquel lugar, combinada con la abrumadora sensación de los peligros que habíamos dejado atrás, y de haber llegado por fin a la tierra prometida, parecían cubrirnos con un hechizo que nos obligaba a guardar silencio. Sir Henry y Umbopa estaban sentados hablando una mezcla de inglés chapurreado y de zulú de andar por casa en voz baja, pero con animación, y yo estaba tumbado con los ojos semicerrados, sobre la fragante alfombra de helechos, y los observaba.
De repente eché en falta a Good, y miré a mi alrededor para ver qué estaba haciendo. Le descubrí sentado en la orilla del riachuelo, en el que se había bañado. Estaba desnudo, salvo por la camisa de franela, y como habían reaparecido sus hábitos naturales de extraordinaria limpieza, se hallaba entregado a la tarea de su aseo personal. Había lavado el cuello de gutapercha, sacudido con esmero los pantalones, la chaqueta y el chaleco, y en ese momento los doblaba con sumo cuidado, hasta que se encontró en disposición de ponérselos; meneó la cabeza tristemente al observar los numerosos rotos y descosidos que tenían, resultado natural de nuestro espantoso viaje. A continuación cogió las botas, las frotó con un manojo de helechos y finalmente las restregó con un trozo de grasa que había recogido cuidadosamente de la carne de finco, hasta que adquirieron un aspecto relativamente respetable. Tras inspeccionarlas detenidamente, provisto de su monóculo, se las calzó y se entregó a una nueva ocupación. De una pequeña bolsa que llevaba sacó un peine de bolsillo en el que había un pequeño espejo, y en él se examinó. Al parecer, no se encontraba satisfecho, porque empezó a peinarse con sumo cuidado. Después hizo un pausa, mientras volvía a contemplar el efecto, que aún no resultaba satisfactorio. Se palpó el mentón, en el que se habían acumulado las frondas de una barba de diez días. «No se pondrá a afeitarse…», pensé.
Pero así fue. Cogió el trozo de grasa con que había frotado las botas y lo lavó cuidadosamente en el arroyo. Después se puso a hurgar una vez más en la bolsa, de la que sacó una pequeña navaja de afeitar con guarnición, como las que usan las personas que temen cortarse o las que inician un viaje por mar. A continuación se frotó vigorosamente el rostro y el mentón con la grasa y empezó a afeitarse. Pero a todas luces, se trataba de una operación dolorosa, porque gemía mientras la realizaba, y yo tenía convulsiones de risa contenida al verle luchar contra aquella barba hirsuta. Me resultaba extraño que un hombre se molestase en afeitarse en semejante lugar y en tales circunstancias. Finalmente, logró liberarse de los pelos del lado derecho del rostro y del mentón, y en aquel momento, yo, que le observaba, percibí un destello de luz que pasó rozándole la cabeza.
Good se levantó de un salto con un juramento (si no hubiera tenido una navaja de seguridad, sin duda se habría cortado el cuello), y yo hice lo mismo, pero sin juramento, y vi lo siguiente. A poco más de veinte pasos de donde yo me encontraba, y a unos diez de Good, había un grupo de hombres. Eran muy altos y de pigmentación cobriza, y algunos llevaban grandes penachos de plumas negras y capas cortas de piel de leopardo; esto es lo que pude apreciar en aquel momento. Delante de ellos había un joven de unos diecisiete años, con la mano aún levantada y el cuerpo inclinado hacia delante en la actitud de una escultura griega de un lanzador de jabalina. Sin duda, el destello de luz que había visto era un arma que él había arrojado.
Mientras los miraba, un hombre anciano con aspecto de guerrero se adelantó unos pasos al grupo y, cogiendo al joven por el brazo, le dijo algo. A continuación avanzaron hacia nosotros.
Sir Henry, Good y Umbopa ya habían cogido sus rifles y apuntaban amenazadoramente. El grupo de nativos siguió avanzando. Se me ocurrió que no podían saber lo que era un rifle, ya que de otro modo no los hubieran tratado con tanto desprecio.
—¡Bajen los rifles! —grité a los demás, al comprender que nuestra única posibilidad de salvación estaba en la conciliación. Obedecieron y, avanzando unos pasos, me dirigí al hombre anciano que había frenado al joven.
—Saludos —dije en zulú, sin saber qué idioma debía utilizar. Para mi sorpresa, me comprendieron.
—Saludos —respondió aquel hombre, no exactamente en la misma lengua, sino en un dialecto tan estrechamente relacionado con ella que ni Umbopa ni yo tuvimos dificultad en comprenderla. En realidad, como descubrimos más tarde, el idioma que hablaban aquellas gentes era una forma arcaica de la lengua zulú, que guardaba con ella aproximadamente la misma relación que el inglés de Chaucer con el inglés del siglo diecinueve.
—¿De dónde venís? —prosiguió—. ¿Quiénes sois? ¿Y por qué los rostros de tres de vosotros son blancos y el rostro del cuarto es como el de los hijos de nuestra madre? —y señaló a Umbopa. Miré a Umbopa y me di cuenta de que tenía razón. Umbopa tenía los mismos rasgos que los hombres que había frente a mí, y lo mismo ocurría con su fuerte complexión. Pero no tenía tiempo para reflexionar sobre esa coincidencia.
—Somos extranjeros y venimos en son de paz —contesté, hablando con mucha lentitud para que me entendiesen—, y este hombre es nuestro criado.
—Mentís —replicó—; ningún extranjero puede atravesarlas montañas donde mueren todas las cosas. Pero no importan vuestras mentiras; si sois extranjeros, debéis morir, porque ningún extranjero puede vivir en la tierra de los kukuanas. Es la ley real. ¡Preparaos para morir, oh extranjeros!
Me quedé un poco titubeante ante aquellas palabras, especialmente al ver que las manos de algunos hombres del grupo descendían hacia los costados, de los que colgaban unos objetos que me parecieron cuchillos grandes y pesados.
—¿Qué dice ese tipo? —preguntó Good.
—Dice que nos van a rebanar el cuello —contesté inexorable.
—Oh, Dios mío —gimió Good y, como era su costumbre cuando estaba perplejo, se llevó la mano a la dentadura postiza, se despegó la parte superior y volvió a colocarla en la mandíbula con un chasquido. Fue un gesto sumamente afortunado, porque, a los pocos segundos, el digno grupo de kukuanas profirió al unísono un grito de terror, y retrocedió varias yardas.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
—Es su dentadura —susurró sir Henry con excitación—. La ha movido… ¡Quítesela, Good, quítesela!
Obedeció y deslizó la dentadura en la manga de su camisa de franela.
Al cabo de unos instantes, la curiosidad había vencido al temor, y los hombres avanzaron lentamente. Al parecer, habían olvidado sus amistosas intenciones de liquidarnos:
—¿Cómo es posible, oh extranjeros —preguntó el anciano con solemnidad—, que este hombre —y señaló a Good, que sólo llevaba la camisa de franela y no había acabado de afeitarse—, que lleva ropas y cuyas piernas están desnudas, que tiene pelo en un lado de su cara enfermiza y no en el otro, y un ojo brillante y transparente, tenga dientes que se mueven solos, que se salen de las mandíbulas y vuelven a su sitio por su propia voluntad?
—Abra la boca —le dije a Good, que inmediatamente frunció los labios y sonrió al anciano caballero como un perro furioso, mostrando ante su mirada atónita dos encías rojas delgadas como líneas, tan vírgenes de marfil como un elefante recién nacido. La concurrencia emitió un grito sofocado.
—¿Dónde están los dientes? —gritaron—. Los hemos visto con nuestros propios ojos.
Girando la cabeza con lentitud, en un gesto de inefable desprecio, Good se pasó la mano por la boca. Luego volvió a sonreír, y héteme aquí dos hileras de hermosos dientes.
El joven que había lanzado el cuchillo se arrojó al suelo y dio rienda suelta a un prolongado alarido de terror; y con respecto al anciano caballero, se le entrechocaron las rodillas de terror.
—Veo que sois espíritus —dijo en un balbuceo—. ¿Acaso algún hombre nacido de mujer tiene pelo en un lado de la cara y no en el otro, o un ojo redondo y transparente, o dientes que se mueven y se esfuman y vuelven a nos, señores?
Aquello fue un verdadero golpe de suerte, y como es de suponer, me precipité a aprovechar la oportunidad.
—Perdón concedido —repliqué con una sonrisa imperialPero debéis saber la verdad. Venimos de otro mundo, aunque somos hombres como vosotros; venimos— proseguí —de la estrella más grande que brilla en la noche.
—¡Ah! ¡Oh! —exclamaron a una los estupefactos aborígenes.
—Sí —proseguí—, así es. —Y volví a sonreír con benevolencia mientras pronunciaba el sorprendente embuste—. Hemos venido a quedarnos con vosotros algún tiempo, y a bendeciros con nuestra presencia. Como podéis ver, amigos, me he preparado para la visita aprendiendo vuestro idioma.
—Así es, así es —corearon.
—Pero, mi señor —intervino el anciano caballero—, lo habéis aprendido muy mal.
Le lancé una mirada de indignación que le amedrentó.
—Y ahora, amigos —proseguí—, comprenderéis que después de tan largo viaje nuestros corazones sientan la necesidad de vengar tal recibimiento, quizá fulminando a la mano impía que… que, en pocas palabras, arrojó un cuchillo a la cabeza de aquel cuyos dientes se mueven.
—Perdonadle, señores —dijo el anciano suplicante—; es el hijo del rey, y yo soy su tío. Si algo sucede, me pedirán cuentas de su sangre.
—Sí, es así —atajó el joven con gran énfasis.
—Quizá dudéis de nuestro poder para vengarnos —proseguí, haciendo caso omiso de sus palabras—. Esperad, que os lo demostraré. Tú, perro esclavo —dirigiéndome a Umbopa en tono fiero—, dame el tubo mágico que habla —y le guiñé un ojo, señalando mi rifle express.
Umbopa se puso a la altura de las circunstancias y me tendió el rifle con lo más parecido a una sonrisa que nunca había visto en su digno rostro. Con una profunda reverencia dijo:
—Aquí está, oh señor de señores.
Ahora bien, justo antes de pedir el rifle, había observado un pequeño gamo que estaba entre unas rocas a una distancia de unas setenta yardas, y decidí arriesgarme a disparar.
—¿Veis aquel animal? —dije señalando el gamo al grupo que tenía frente a mí—. Decidme, ¿es posible que un hombre nacido de mujer lo mate desde aquí con un ruido?
—No es posible, mi señor —contestó el anciano—. Pues yo lo mataré —dije tranquilamente. El anciano sonrió.
—Eso no lo puede hacer mi señor —dijo.
Alcé el rifle y apunté al gamo. Era un animal pequeño, por lo
que era fácil errar el tiro, pero sabía que no fallaría.
Aspiré una profunda bocanada de aire y apreté lentamente el gatillo. El animal estaba inmóvil como una estatua.
¡Bang, pum! El gamo dio un salto en el aire y cayó sobre las rocas, fulminado.
El grupo de nativos emitió un grito de terror.
—Si queréis carne —dije con frialdad—, id a coger ese gamo.
El anciano hizo una señal, y uno de sus seguidores se separó del grupo y volvió al poco rato con el gamo. Observé con satisfacción que le había acertado justo en el lomo. Rodearon el cuerpo de la pobre bestia, mirando con consternación el agujero que había hecho el proyectil.
—Como veis —dije—, no hablo en vano.
No hubo réplica.
—Si dudáis de nuestro poder —proseguí—, que uno de vosotros suba a esa roca y haré con él lo mismo que con este gamo.
Nadie parecía dispuesto a aceptar el reto, así que finalmente habló el hijo del rey.
—Son palabras cuerdas. Tú, tío, súbete a la roca. Lo que ha matado la magia es un gamo, pero no podrá matar a un hombre.
El anciano no aceptó la idea de buena gana. Por el contrario pareció muy molesto.
—¡No, no! —exclamó apresuradamente—. Mis viejos ojos han visto suficiente. Sin duda sois brujos. Llevémoslos ante el rey. Pero, si alguien quiere otras pruebas, que él mismo se suba a la roca, y que el tubo mágico hable.
Inmediatamente se oyeron exclamaciones de desaprobación.
—No malgastéis la magia buena en nuestros miserables cuerpos —dijo uno—; nos damos por satisfechos. Toda la magia de nuestro pueblo no puede compararse con ésta.
—Así es —secundó el anciano, en tono de intenso alivio—; así es sin duda ninguna. Escuchad, hijos de las estrellas, hijos del ojo brillante y de los dientes móviles, que rugís como el trueno y matáis desde la distancia. Soy Infadoos, hijo de Kafa, en otro tiempo rey del pueblo kukuana. Este joven es Scragga.
—Pues casi me corta el cuello[10] —murmuró Good.
—Scragga, hijo de Twala, el gran rey; Twala, marido de mil mujeres, dueño y señor absoluto de los kukuanas, guardián de la gran carretera, terror de sus enemigos, estudioso de la magia negra, jefe de cien mil guerreros; Twala, el del ojo único, el negro, el terrible.
—Pues bien —dije displicente—, llevadnos entonces ante Twala. No hablamos con gentes inferiores ni con subordinados.
—Está bien, mis señores, os llevaremos ante él, pero el camino es largo. Estamos cazando a tres días de viaje del lugar en que vive el rey. Pero tened paciencia y os llevaremos hasta allí.
—Está bien —dije sin darle importancia—; tenemos todo el tiempo, porque nosotros no morimos. Estamos dispuestos. Llevadnos. ¡Pero tened cuidado vosotros dos, Infadoos y Scragga! No traméis nada, no nos tendáis ninguna trampa, porque, antes de que vuestros cerebros de barro hayan pensado en ello, lo sabremos y nos vengaremos. La luz del ojo transparente del que lleva las piernas desnudas y tiene media barba os destruirá y acabará con vuestra tierra; sus dientes se clavarán en vosotros y os devorarán, a vosotros y a vuestras mujeres e hijos. Los tubos mágicos os hablarán en voz alta y os dejarán como un colador. ¡Tened cuidado!
Este magnífico discurso no erró el blanco; en realidad, apenas era necesario, porque nuestros amigos ya estaban profundamente impresionados por nuestros poderes.
El anciano hizo una profunda reverencia y murmuró la palabra Koom, Koom, que después descubrí que era el saludo real, equivalente al bayéte de los zulúes, y dando media vuelta se dirigió a sus seguidores. Éstos procedieron de inmediato a recoger todos nuestros enseres y pertenencias, con objeto de transportarlos, con la única excepción de los rifles, que no querían tocar bajo ningún concepto. Incluso cogieron las ropas de Good, que estaban, como recordará el lector, pulcramente dobladas junto a él.
—Oh, mi señor del ojo transparente y los dientes que desaparecen —dijo el anciano—, dejad vuestras ropas. Sus esclavos las llevarán con mucho gusto.
—¡Pero quiero ponérmelas! —gruñó Good en inglés, nervioso.
Umbopa tradujo sus palabras.
—No, mi señor —atajó Infadoos—. ¿Es que mi señor va a ocultar sus hermosas piernas blancas —a pesar de ser muy moreno, Good tenía una piel singularmente blanca— de la vista de sus siervos? ¿En qué hemos ofendido a nuestro señor para que nos haga una cosa así?
Al oír al nativo, estuve a punto de soltar la carcajada, y entretanto, uno de los hombres del grupo inició la marcha con las ropas del capitán.
—¡Maldita sea! —gruñó Good—. Ese negro bribón se ha llevado mis ropas.
—Mire, Good —dijo sir Henry—; ha aparecido en estas tierras con un cierto aspecto y tiene que mantenerlo. No le favorecería volver a ponerse los pantalones. De aquí en adelante tendrá que vivir con una camisa de franela, las botas y el monóculo.
—Sí —dije yo—, y con bigotes en un solo lado de la cara. Si cambia alguna de estas características, pensarán que somos impostores. Lo siento mucho por usted, pero le digo en serio que tiene que hacerlo. Como empiecen a sospechar de nosotros, nuestra vida valdrá menos que un penique.
—¿De verdad piensan eso? —preguntó Good, lúgubre.
—Desde luego que sí. Sus «hermosas piernas blancas» y su monóculo son los rasgos distintivos de nuestro grupo y, como dice sir Henry, debe mantenerlos. Dé gracias al cielo por llevar las botas puestas y porque la temperatura sea cálida.
Good suspiró y no dijo nada más, pero tardó dos semanas en acostumbrarse a su atavío.