6. ¡Agua! ¡Agua!

Al cabo de dos horas, alrededor de las cuatro, me desperté. En cuanto quedó satisfecha la primera exigencia opresiva de la fatiga corporal, la torturante sed que padecía volvió a manifestarse. No pude seguir durmiendo. Había soñado que me bañaba en un arroyo, con riberas verdes pobladas de árboles, y me desperté en medio de aquel yermo, recordando que, como había dicho Umbopa, si no encontrábamos agua aquel día moriríamos de una forma espantosa. Ningún ser humano podía vivir mucho tiempo sin agua con aquel calor. Me incorporé y me froté la cara mugrienta con mis manos secas y callosas. Tenía los labios y los párpados pegados, y sólo después de frotarlos y de hacer un gran esfuerzo fui capaz de abrirlos. No faltaba mucho para el amanecer pero en la atmósfera no flotaba la luminosidad que anuncia el alba, sino una pesadez y una oscuridad cálidas que no puedo describir. Los demás aún dormían.

De repente, empezó a brotar luz suficiente para leer, así que saqué un pequeño volumen de bolsillo de las Ingoldsby Legends que traía conmigo y leí «El grajo de Reims». Al llegar a los versos que dicen:

Un hermoso niño llevaba

un aguamanil de oro con relieves,

rebosante del agua más pura

que fluye entre Reims y Namur,

literalmente me chupé mis cuarteados labios, o más bien traté de chupármelos. La sola idea de esa agua tan pura me volvía loco. Si hubiese aparecido por allí el cardenal con su campana, su libro y su cirio, me habría precipitado hacia él para beberme toda el agua, sí; incluso si hubiera estado llena de jabón con el que se hubiera lavado el Papa y aun a sabiendas de que pudieran caer sobre mí todas las excomuniones de la Iglesia católica por hacerlo. Casi me inclino a pensar que había perdido el seso, debido a la sed, al cansancio y la falta de alimento; porque me puse a pensar en lo perplejos que se habrían quedado el cardenal, el hermoso niño y el grajo al ver aparecer repentinamente a un pequeño cazador de elefantes quemado por el sol, de ojos castaños y pelo canoso, que metía su sucia cara en la jofaina y se tragaba hasta la última gota del agua preciosa. La idea me pareció tan divertida que me eché a reír en voz alta, o más bien solté una carcajada histérica que despertó a los otros, que se pusieron a frotarse sus sucias caras y a abrir sus párpados y labios pegados.

En cuanto estuvimos todos despiertos, nos pusimos a discutir la situación, que era realmente grave. No quedaba ni una gota de agua. Volvimos las cantimploras boca abajo y chupamos los bordes, pero todo fue inútil; estaban más secas que un hueso. Good, que tenía en su poder la botella de coñac, la sacó y la contempló con ansia; pero sir Henry se la quitó rápidamente, porque beber alcohol puro sólo hubiera servido para precipitar el final.

—Si no encontramos agua, moriremos —dijo.

—Si confiamos en el viejo mapa de Da Silvestra, tiene que haber agua cerca —dije.

Pero a nadie pareció convencerle esta observación. Era evidente que no podía depositarse mucha fe en el mapa. La luz se iba haciendo más intensa gradualmente, y mientras nos contemplábamos unos a otros con expresión de perplejidad, observé que Ventvógel, el hotentote, se había levantado y caminaba con los ojos fijos en el suelo. Se detuvo repentinamente y, emitiendo una exclamación gutural, señaló a la tierra.

—¿Qué pasa? —exclamamos.

Y todos nos levantamos al unísono y nos dirigimos a donde señalaba el hotentote.

—Muy bien —dije—;son huellas recientes de gacela. ¿Y qué?

—Pues que las gacelas no se alejan mucho del agua —contestó en holandés.

—Es cierto —repliqué—; lo había olvidado. Demos gracias a Dios por ello.

Aquel pequeño descubrimiento nos alegró un poco. Es increíble cómo se aferra uno a la más ligera esperanza en situaciones desesperadas y que pueda sentirse casi feliz con ella. En una noche oscura, es mejor una sola estrella que nada en absoluto.

Entretanto, Ventvógel tenía su chata nariz levantada y olfateaba el aire caliente como un viejo impala que percibe el peligro. En ese momento, volvió a hablar.

Huelo agua —dijo.

Sus palabras nos llenaron de júbilo, porque sabíamos el instinto tan extraordinario que poseen estos hombres nacidos en tierras salvajes.

En ese preciso instante salió el sol en todo su esplendor y reveló un panorama de tal grandeza ante nuestros ojos atónitos, que durante unos momentos nos olvidamos incluso de la sed.

Porque allí, a una distancia no mayor de cuarenta o cincuenta millas, relucientes como plata con los primeros rayos de sol de la mañana, estaban los senos de Saba; y a ambos lados se extendía, a lo largo de cientos de millas, la gran Berg de Sulimán. Ahora que, sentado tranquilamente, trato de describir el esplendor y belleza extraordinarios de aquel panorama, me faltan las palabras. Me siento impotente ante el recuerdo de aquel paisaje. Frente a nosotros se alzaban dos enormes montañas como no creo que puedan verse en toda África, y acaso en ninguna otra parte del mundo, con una altura de al menos quince mil pies, separadas por unas doce millas, unidas por escarpadas rocas, y destacando sobre el cielo con su terrible solemnidad blanca. Estas montañas, como los pilares de un pórtico gigantesco, tienen exactamente la misma forma que los pechos de una mujer. La base se elevaba suavemente de la llanura, y desde lejos parecían completamente redondas y lisas. En la cumbre de ambas había un extenso montículo redondo cubierto de nieve, que se correspondía exactamente con el pezón del pecho femenino. Los riscos que las unían tenían, en apariencia, unos mil pies de altura, y eran totalmente escarpados, y a cada lado, hasta donde llegaba la vista, se extendían riscos similares sólo interrumpidos acá y allá por mesetas, algo parecido a las mundialmente famosas formaciones de Ciudad de El Cabo, muy corrientes en África.

Está fuera de mis posibilidades describir la grandeza de aquel panorama. Había algo tan inexpresablemente solemne y abrumador en aquellos enormes volcanes —porque sin duda son volcanes extintos— que casi nos quitaba el aliento. Durante un rato, las luces de la mañana juguetearon sobre la nieve y las masas pardas y abultadas que había debajo, y después, como para separar con un velo aquel majestuoso panorama de nuestros ojos curiosos, a su alrededor se formaron extrañas neblinas y nubes que fueron espesando, hasta que sólo pudimos distinguir sus perfiles puros y gigantescos que se hinchaban como fantasmas entre la envoltura aborregada. En realidad, como descubrimos más adelante, normalmente estaban envueltas en esa extraña gasa neblinosa, lo que sin duda había influido en que no las hubiésemos visto antes con mayor claridad.

Apenas se habían desvanecido las montañas en la intimidad de sus ropajes de nubes, cuando la sed —que literalmente nos abrasaba— volvió a presentarse.

Era un consuelo que Ventvógel hubiera dicho que olía a agua, pero por mucho que mirábamos, no veíamos rastro de ella en ningún otro sitio. Hasta donde alcanzaba la vista, no había más que aridez sofocante y matojos de karoo. Rodeamos el altozano y miramos ansiosamente al otro lado, pero era la misma historia; no se veía una gota de agua; no había ninguna indicación de que existiera un pozo, una charca o un arroyo.

—Eres idiota —dije airadamente a Ventvógel—; no hay agua.

Pero siguió levantando su chata nariz para olfatear.

—La huelo, baas (‘amo’) —contestó—; está en el aire.

—Sí —dije—; sin duda está en las nubes, y de aquí a dos meses caerá y nos lavará los huesos.

Sir Henry se acariciaba pensativo la rubia barba. —Quizá esté en la cumbre de la colina— sugirió.

—¡Qué tontería! —dijo Good—. ¿A quién se le ocurre que pueda haber agua en la cima de una colina?

—Vamos a verlo —intervine, y con muy pocas esperanzas, escalamos dificultosamente las laderas empinadas de la colina, con Umbopa a la cabeza. De pronto, se detuvo como petrificado.

¡Nanzia manzie! (‘aquí hay agua’) —gritó.

Nos precipitamos hacia él, y allí, sin ningún género de duda, en una profunda hondonada o depresión, en la cumbre misma del koppie de arena, había una charca de agua. No nos detuvimos a preguntarnos cómo había llegado hasta un lugar tan extraño, ni dudamos ante su aspecto negruzco y poco atractivo. Era agua, o una buena imitación, y con eso teníamos suficiente. Nos precipitamos hacia la charca de un salto, y a los pocos segundos estábamos todos tumbados boca abajo sorbiendo aquel líquido poco apetecible como si fuera néctar digno de los dioses. ¡Cielo santo, cómo bebimos! Después de beber, nos despojamos de la ropa y nos sentamos en la charca, absorbiendo la humedad por nuestras pieles resecas. Tú, lector, que no tienes más que abrir un par de grifos para elegir «fría» o «caliente» de un inmenso depósito invisible, sólo puedes hacerte una pequeña idea del lujo que suponía revolcarse en aquella agua tibia, fangosa y salobre.

Al cabo de un rato salimos de la charca, verdaderamente refrescados, y nos lanzamos como fieras sobre el biltong que apenas habíamos podido tocar durante veinticuatro horas, y comimos hasta hartarnos. Después fumamos una pipa y nos acostamos junto a aquella bendita charca bajo la sombra que proyectaba la ribera, y dormimos hasta el mediodía.

Durante todo el día nos quedamos descansando junto al agua, agradeciendo a nuestra buena estrella el haber tenido la suerte de encontrarla, a pesar de lo mala que era, y sin olvidar rendir un homenaje de gratitud a la sombra de Da Silvestra, muerto tiempo atrás, que lo había anotado con tanta exactitud en el faldón de su camisa. Lo que más nos sorprendía era que hubiese durado tanto tiempo, y la única explicación que se me ocurre es suponer que estaba alimentada por algún arroyo que corría a gran profundidad.

Tras saciar nuestra sed y llenar las cantimploras hasta los topes, nos pusimos de nuevo en marcha con mucha mejor disposición de ánimo al salir la luna. Aquella noche recorrimos casi veinticinco millas, pero, como era de esperar, no encontramos más agua, aunque tuvimos la suerte de encontrar un poco de sombra al día siguiente tras unos hormigueros. Cuando salió el sol y despejó durante un rato las misteriosas neblinas, la Berg de Sulimán y los senos majestuosos, que ahora estaban sólo a una distancia de unas veinte millas, parecían erguirse justo por encima de nuestras cabezas, y se veían más grandes que nunca. Al acercarse la noche, nos pusimos de nuevo en marcha, y para decirlo en pocas palabras, con la luz de la mañana siguiente nos encontramos sobre las lomas más bajas del seno izquierdo de Saba, hacia el que nos habíamos dirigido continuamente. Para entonces ya se nos había agotado el agua. Sufríamos una sed terrible, y no veíamos ninguna posibilidad de aliviarla hasta llegar a la línea de nieve que se marcaba muy por encima de nuestras cabezas. Tras descansar una o dos horas, inducidos por la sed torturante, empezamos a caminar de nuevo, avanzando con dificultad a causa del asfixiante calor por las vertientes de lava, porque descubrimos que la enorme base de la montaña estaba compuesta totalmente de lechos de lava erupcionados en época remota.

Alrededor de las once estábamos completamente agotados, y nos encontrábamos en muy mal estado. La escoria de lava sobre la que teníamos que avanzar, aunque era relativamente lisa en comparación con otras escorias de las que he oído hablar, por ejemplo la que existe en la isla de Ascensión, era lo suficientemente áspera como para llagarnos dolorosamente los pies, y esto, junto a nuestras otras desventuras, acabó totalmente con nosotros. A unas cuantas yardas por encima de nuestras cabezas había grandes trozos de lava, y hacia ellos nos dirigimos con la intención de tumbarnos al amparo de su sombra. Al llegar allí y para nuestra sorpresa, en la medida en que nos quedaba capacidad para sorprendernos, vimos que en una pequeña altiplanicie o cuesta cercana la lava estaba cubierta de una densa hierba. Evidentemente, aquella tierra se había formado con lava descompuesta que con el paso del tiempo se había convertido en receptáculo de semillas depositadas por los pájaros. Pero aquella hierba no despertó en nosotros demasiado interés, porque no se puede vivir de hierba como Nabucodonosor. Para ello se necesita un designio de la Providencia y órganos digestivos especiales.

De modo que nos sentamos bajo las rocas y nos pusimos a quejarnos, y por primera vez deseé de todo corazón no haber comenzado nunca aquella estúpida aventura. Mientras estábamos allí sentados, observé que Umbopa se levantaba y se dirigía hacia la mancha de hierba, y unos minutos después, para migran asombro, pude ver que aquel individuo, habitualmente tan digno, se ponía a bailar y a gritar como un loco, agitando algo verde que llevaba en la mano. Nos precipitamos hacia él tan velozmente como nos lo permitieron nuestros cansados miembros, con la esperanza de que hubiese encontrado agua.

—¿Qué ocurre, Umbopa, pedazo de imbécil? —le grité en zulú.

—Que hay comida y agua, Macumazahn —y volvió a agitar una cosa verde.

Entonces vi lo que tenía en la mano. Era un melón. Nos habíamos topado con un melonar; había melones silvestres a miles, completamente maduros.

—¡Melones! —grité a Good, que estaba cerca de mí; y al cabo de un instante clavó sus dientes postizos en uno de ellos.

Creo que comimos seis cada uno hasta hartarnos y, a pesar de no ser de muy buena calidad, dudo que nada me haya parecido nunca tan sabroso.

Pero los melones no llenan mucho, y cuando hubimos satisfecho la sed con su pulpa, y tras dejar unos cuantos a refrescar mediante el simple procedimiento de cortarlos en dos y colocarlos boca arriba al sol ardiente para que se enfriasen por evaporación, empezamos a sentir un hambre terrible. Aún nos quedaba un poco de biltong, pero nuestros estómagos se negaban a admitir más biltongy además teníamos que racionarlo, porque no sabíamos cuándo encontraríamos más comida. Justo en aquel momento ocurrió un feliz percance: al mirar hacia el desierto vi una bandada de unos diez grandes pájaros que volaban hacia nosotros.

¡Skit, baas, skit! (‘dispare, amo, dispare’) —susurró el hotentote, tirándose al suelo de bruces, ejemplo que seguimos todos.

Entonces vi que los pájaros eran una bandada de pauw (‘avutardas’), y que iban a pasar a unas cincuenta yardas por encima de nuestras cabezas. Cogí uno de los Winchesters de repetición y esperé a que estuvieran casi encima de nosotros y entonces me levanté de un salto. Al verme, los pauw se agruparon, como yo esperaba que ocurriese, y disparé dos tiros al grueso de la bandada y, por suerte, cayó uno de ellos, un buen ejemplar que pesaba unas veinte libras. Al cabo de media hora habíamos encendido una hoguera con tronchos de melón, en la que asamos el ave, y preparamos una comida como no habíamos disfrutado desde hacía una semana. Comimos el pauw; no quedó nada, salvo los huesos y el pico, y después nos sentimos muchísimo mejor.

Aquella noche reemprendimos la marcha al salir la luna, cargados con la mayor cantidad de melones que pudimos. A medida que ascendíamos, el aire se enfriaba cada vez más, lo que suponía un gran alivio, y al amanecer, según nuestros cálculos, nos encontrábamos a no más de doce millas de la nieve. Encontramos más melones, con lo que desapareció nuestra angustia por el agua, porque sabíamos que pronto dispondríamos de nieve. Pero la ladera era muy escarpada, y la ascensión muy lenta; no recorríamos más de una milla por hora. Esa noche comimos el último pedazo de biltong. Hasta entonces, y con la excepción de los pauw, no habíamos visto ningún ser vivo en la montaña, ni nos habíamos topado con ningún torrente o arroyo, hecho que nos resultaba muy extraño, teniendo en cuenta la proximidad de la nieve, que, según pensábamos, debía derretirse a veces. Pero según descubrimos más tarde, debido a alguna causa que yo no puedo explicar, todos los torrentes discurrían por el norte de las montañas.

Empezamos a angustiarnos por la comida. Nos habíamos librado de morir de sed, pero parecía probable que sólo para morir de hambre. La mejor forma de describir los acontecimientos de los tres terribles días que siguieron es copiar las notas que tomé entonces en mi agenda.

»21 de mayo.—Salimos a las 11 de la mañana, al ver que el aire estaba suficientemente frío para viajar de día; llevamos unos cuantos melones. Avanzamos con gran dificultad todo el día, sin encontrar ninguno más, porque, evidentemente, hemos dejado atrás la región en que se dan. No hemos visto caza de ningún tipo. Nos detuvimos por la noche, al atardecer, sin comer nada durante horas. Por la noche pasamos un frío terrible.

»22.—Iniciamos la marcha a la salida del sol, débiles y medio desmayados. Sólo recorrimos cinco millas durante todo el día. Encontramos algunos montones de nieve, de la que comimos un poco, pero nada más. Acampamos por la noche bajo el saliente de una gran altiplanicie. Hace un frío espantoso. Bebimos un poco de coñac, y nos apretamos unos contra otros, bien arropados con las mantas para no morirnos. Sufrimos terriblemente por el hambre y el cansancio. Pensé que Ventvógel iba a morir en el transcurso de la noche.

»23.—Seguimos avanzando a duras penas en cuanto salió el sol y nos calentamos un poco los miembros. Nuestra situación es espantosa, y temo que, si no encontramos comida, éste será nuestro último día de viaje. Queda poco coñac. Good, sir Henry y Umbopa están muy animados, pero Ventvúgel se encuentra muy mal. Como la mayoría de los hotentotes, no soporta el frío. Las punzadas del hambre no son terribles, pero dejan una sensación de vacío en el estómago. Los otros dicen que les ocurre lo mismo. Nos encontramos ahora al nivel de la cordillera escarpada, o pared de lava, que une los dos senos, y el panorama es magnífico. A nuestra espalda el gran desierto refulgente y ondulante se pierde en el horizonte, y ante nosotros se extienden, casi uniformes, millas y millas de superficie nevada, suave y dura, pero en ligera ascensión, desde el centro de la cual se eleva hacia el cielo, a una altura de unos cuatrocientos pies, el pezón de la montaña, que parece tener una circunferencia de varias millas. No se ve ni un solo ser vivo. Que Dios nos ayude; temo que ha llegado nuestra última hora».

Y ahora voy a dejar a un lado el diario, en parte porque su lectura no es muy interesante, y en parte porque lo que sigue a continuación quizá requiera una narración más exacta.

Durante todo aquel día (23 de mayo), ascendimos penosamente por la ladera nevada; nos tumbábamos de vez en cuando a descansar. Debíamos parecer una cuadrilla extraña, esqueléticos y cargados de enseres, arrastrando los pies por la planicie deslumbrante, mirando ferozmente a nuestro alrededor con los ojos hambrientos. No es que fuese muy útil mirar, porque no había nada que comer. Ese día no recorrimos más de siete millas. Justo antes del crepúsculo nos encontramos bajo el pezón del seno izquierdo de Saba, que se elevaba hacia el cielo a cientos de pies de altura; era un enorme montículo de nieve helada. A pesar de lo mal que nos encontrábamos, no pudimos por menos de apreciar el maravilloso escenario, cuya belleza quedaba realzada por los rayos voladores de la luz del sol poniente, que manchaban aquí y allá la nieve de rojo sangre y coronaban la masa que se cernía sobre nuestras cabezas con una diadema de esplendor.

—Escuchen —dijo Good con voz entrecortada—; tenemos que estar cerca de la cueva a la que se refería ese caballero.

—Sí —dije—; si es que existe esa cueva.

—Vamos, Quatermain —gimió sir Henry—, no diga eso. Tengo una fe total en aquel hombre; recuerde lo del agua. Pronto encontraremos ese lugar.

—Si no lo encontramos antes de que oscurezca, somos hombres muertos; eso es todo —repliqué a modo de consuelo.

Caminamos penosamente y en silencio durante los siguientes diez minutos, hasta que Umbopa, que marchaba a mi lado arropado con su manta, y con un cinturón de cuero en torno al estómago para «hacer pequeña el hambre», como él decía, tan apretado que su cintura parecía la de una muchacha, me tomó del brazo.

—¡Mire! —dijo señalando hacia la ladera en que empezaba a tomar forma el pezón.

Seguí su mirada y, a unas cien yardas de distancia, vi lo que parecía ser un agujero en la nieve.

—Es la cueva —dijo Umpoba.

Llegamos a duras penas hasta allí, y tuvimos la certeza de que aquel agujero era la boca de la cueva, sin duda la misma a la que se refería Da Silvestra. Llegamos justo a tiempo, porque, en cuanto entramos en el refugio, el sol se puso con asombrosa rapidez, dejando el lugar casi a oscuras. En esas latitudes apenas hay crepúsculo. Nos arrastramos hasta el interior de la cueva, que no parecía ser muy grande, y pegándonos unos a otros para calentarnos, engullimos lo que quedaba de coñac —apenas un sorbo para cada uno— y tratamos de olvidar nuestras desventuras en el sueño. Pero el frío era demasiado intenso para permitirnos dormir. Estoy convencido de que a esa gran altura el termómetro no podía marcar menos de catorce o quince grados bajo cero. El lector imaginará mejor de lo que yo pueda describir lo que esto significaba para nosotros, debilitados como estábamos por las privaciones, la falta de alimento y el tremendo calor del desierto. Baste decir que nunca me había sentido tan cerca de morir de frío. Allí nos quedamos sentados, hora tras hora, en medio de un frío espantoso, sintiendo el acecho de la congelación que nos pellizcaba en los dedos, en los pies, en la cara. En vano nos apretujábamos unos contra otros; en nuestros miserables cuerpos muertos de hambre no había calor. A veces, uno de nosotros se sumía en una inquieta somnolencia de unos cuantos minutos, pero no podíamos dormir durante mucho tiempo, y acaso eso nos salvara, porque dudo que hubiésemos despertado. Creo que sólo nuestra fuerza de voluntad nos mantuvo vivos.

Poco antes del amanecer oí al hotentote, Ventvógel, cuyos dientes estuvieron castañeteando toda la noche, emitir un profundo suspiro, y después sus dientes dejaron de castañetear. No le di mayor importancia en aquel momento, y supuse que se había quedado dormido. Su espalda estaba apoyada contra la mía, y parecía enfriarse cada vez más, hasta que se quedó como un bloque de hielo.

Finalmente, el aire comenzó a ponerse gris con la luz; a continuación unas flechas doradas centellearon rápidas sobre la nieve, y el sol magnífico se asomó por encima de la pared de lava y acarició nuestras seis figuras y la de Ventvógel, que estaba sentado completamente muerto. No es de extrañar que tuviera la espalda tan fría el pobre hombre. Murió cuando le oí suspirar, y ya estaba casi rígido. Terriblemente impresionados nos apartamos del cadáver (es extraño el horror que nos inspira la compañía de un cuerpo muerto), y lo dejamos allí sentado con los brazos alrededor de las rodillas.

Para entonces el sol derramaba sus fríos rayos (porque allí eran fríos) directamente sobre la entrada de la cueva. De repente oí que alguien dejaba escapar una exclamación de terror, y volví la cabeza hacia la cueva.

Y esto es lo que vi: sentado en el fondo de la cueva, que no tenía más de cuarenta pies de largo, había otra forma humana, con la cabeza apoyada sobre el pecho, y los largos brazos caídos. Me quedé mirándolo y comprendí que también era un hombre muerto, y aún más, un hombre blanco.

También los otros lo vieron, y la visión resultó excesiva para nuestros nervios destrozados. Todos sin excepción salimos corriendo de la cueva, con toda la rapidez que nos permitían nuestros miembros medio congelados.