Se tarda entre cuatro y cinco días, según el barco y el estado del tiempo, en subir desde El Cabo hasta Durban. A veces, si es difícil atracar en East London, donde aún no han construido ese maravilloso puerto del que tanto hablan, y en el que han invertido tanto dinero, se produce un retraso de veinticuatro horas hasta que pueden salir las lanchas de carga para sacar las mercancías. Pero en esta ocasión no tuvimos que esperar, pues no se puede decir que hubiese rompiente en el rompeolas, y los remolcadores llegaron enseguida con sus largas filas de feos botes de fondo plano, en los que se arrojaban las mercancías con estrépito. No importaba de qué se tratase; las lanzaban por encima de la borda violentamente; tanto la porcelana como las prendas de lana recibían el mismo tratamiento. Vi un cajón que contenía cuatro docenas de botellas de champán hechas añicos, y el champán desparramado por la bodega del sucio barco de carga, burbujeando e hirviendo. Era un desperdicio lamentable, y lo mismo debieron pensar los cafres del barco, porque encontraron un par de botellas intactas, las descorcharon y bebieron el contenido. Pero no tuvieron en cuenta la expansión producida por el burbujeo en el vino, y al sentirse hinchados, se pusieron a rodar por la bodega del barco, gritando que aquella bebida magnífica estaba tagati (‘embrujada’). Yo les hablé desde el navío y les dije que era la medicina más fuerte del hombre blanco y que podían darse por muertos. Fueron a la orilla presas de pánico, y no creo que volvieran a tocar el champán.
Pues bien, durante todo el tiempo que duró la travesía hasta Natal, estuve pensando sobre la oferta de sir Henry. No volvimos a hablar sobre el tema durante uno o dos días, aunque les conté muchas historias de caza, todas verdaderas. No hay necesidad de contar mentiras respecto a la caza, porque a un hombre cuya ocupación sea la caza le acontecen muchas cosas curiosas; pero esto es otro asunto.
Por fin, una maravillosa tarde de enero, que es nuestro mes más cálido, entramos en la costa de Natal; esperábamos llegar al cabo de Durban con el crepúsculo. Desde la costa, East London es muy hermosa, con sus dunas rojas y florestas de intenso verdor, salpicada acá y allá de kraals cafres y ribeteada por una franja de blanco oleaje que asciende en pilares de espuma al chocar contra las rocas. Pero justo antes de llegar a Durban se pueden contemplar paisajes de una belleza muy peculiar. Profundas simas excavadas en las colinas por las lluvias torrenciales de siglos, por las que descienden los ríos centelleantes; el intenso verde de los arbustos, que crecen tal y como Dios los plantó, y el verde de diversos matices de los campos de cereales y de las plantaciones de azúcar, en tanto que acá y allá, una casa blanca, sonriendo al mar plácido, contempla el escenario y le proporciona un aire hogareño. A mi entender, por muy bello que sea un paisaje, necesita la presencia del hombre para alcanzar su plenitud; pero eso quizá se debe a que he vivido mucho tiempo en soledad y, por tanto, conozco el valor de la civilización, aunque, sin duda, esto está fuera de lugar. Estoy seguro de que el jardín del Edén era bello antes de que existiera el hombre, pero pienso que debió ser más bello cuando Eva se paseaba por él.
Nos equivocamos un poco en nuestros cálculos, y ya se había puesto el sol cuando echamos el ancla frente al cabo y oímos el cañonazo que avisaba a las buenas gentes de que había llegado el correo inglés. Era demasiado tarde para pensar en cruzar la barra esa noche, así que bajamos muy a gusto a cenar, después de ver cómo se llevaban el correo en el bote salvavidas.
Cuando regresamos a cubierta había salido la luna, y su luz brillaba con tal luminosidad sobre la orilla y el agua que casi hacía palidecer los destellos rápidos del faro. Desde la orilla llegaban los aromas dulces y picantes que siempre me traen a la memoria himnos y misioneros, y en las ventanas de las casas de Berea destellaban cientos de luces. Desde un gran bergantín cercano llegaba la música de los marineros que trabajaban en la leva del ancla para prepararse para el viento. Era, además, una noche perfecta, una de esas noches que sólo se disfrutan en Sudáfrica, que a todos cubría con un manto de paz, en tanto que la luna cubría todas las cosas con un manto de plata. Incluso el enorme perro dogo, que pertenecía a un pasajero muy deportivo, parecía rendirse a sus dulces influencias, y tras abandonar sus deseos de acercarse a un mandril encerrado en una jaula en el castillo de proa, se puso a roncar plácidamente a la puerta del camarote, sin duda soñando que había acabado con él, y feliz con el sueño.
Todos nosotros, es decir, sir Henry Curtis, el capitán Good y yo, nos sentamos junto al timón y quedamos en silencio unos momentos.
—Bueno, señor Quatermain —dijo al poco sir Henry—, ¿ha pensado en mi proposición?
—Sí —coreó el capitán Good—. ¿Qué ha pensado, señor Quatermain? Espero que nos conceda el placer de su compañía hasta las minas del rey Salomón, o hasta donde quiera que haya llegado el caballero que usted conoce como Neville.
Me levanté y vacié la pipa antes de contestar. No había tomado una decisión y necesitaba un momento más para hacerlo. Antes de que hubiese caído al mar la ceniza caliente, la tomé. Fue suficiente ese segundo de más. A menudo sucede así con las cosas que nos preocupan durante mucho tiempo.
—Sí, caballeros —dije volviendo a sentarme—, iré y, con su permiso, les diré por qué y en qué condiciones. En primer lugar, las condiciones que yo propongo.
»Primera: usted ha de correr con todos los gastos, y el marfil o cualesquiera objetos de valor que encontremos se dividirán entre el capitán Good y yo.
»Segunda: usted me pagará quinientas libras por mis servicios durante el viaje antes de iniciarlo, comprometiéndome yo por mi parte a servirle lealmente hasta que usted decida abandonar la empresa, o hasta que la coronemos con éxito, o hasta que sobrevenga la catástrofe.
»Tercera: que antes de partir firme un documento mediante el que se comprometa, en el caso de mi muerte o inhabilitación, a pagarle a mi hijo Harry, que estudia medicina allá en Londres, en el Guy’s Hospital, la suma de doscientas libras al año durante cinco años, fecha en la que ya podrá ganarse la vida por sí mismo. Creo que eso es todo, y quizá usted lo considere excesivo.
—No —contestó sir Henry—; acepto de buena gana sus condiciones. Estoy empeñado en este proyecto y estaría dispuesto a pagar más por su ayuda, especialmente teniendo en cuenta el conocimiento singular que usted posee.
—Muy bien. Y ahora que ya he expuesto mis condiciones, les diré las razones por las que he decidido acompañarlos. En primer lugar, caballeros, los he observado durante los últimos días, y si no les parece impertinente, les diré que son de mi agrado, y que pienso que nos acoplaremos muy bien juntos. Permítanme que les diga que, cuando se tiene ante sí un viaje tan largo como éste, eso es algo importante.
»Y ahora, en lo que se refiere al viaje en sí mismo, les diré lisa y llanamente, sir Henry y capitán Good, que no creo probable que lo finalicemos con vida, es decir, en caso de que intentemos atravesar las montañas de Sulimán. ¿Cuál fue el destino del viaje de Silvestre hace trescientos años? ¿Cuál fue el destino de su descendiente hace veinte años? ¿Cuál ha sido el destino de su hermano? Caballeros, les digo sinceramente que creo que nuestro destino no será muy diferente al suyo.
Hice una pausa para observar el efecto de mis palabras. El capitán Good parecía un poco incómodo, pero la expresión de sir Henry no cambió.
—Tenemos que arriesgarnos —dijo.
—Quizá se pregunte —proseguí— por qué, si pienso así, yo, que como les he dicho soy un hombre tímido, me aventuro a emprender semejante viaje. Es por dos razones. En primer lugar, soy fatalista, y creo que mi vida está señalada, independientemente de mis propios movimientos, y que si tengo que ir a las montañas de Sulimán a que me maten, iré allí y allí me matarán. Sin duda, Dios Todopoderoso conoce sus intenciones respecto a mí, así que no necesito preocuparme en ese sentido. En segundo lugar, soy pobre. Aunque durante casi cuarenta años me he dedicado a la caza y al comercio, nunca he tenido más que lo justo para vivir. Y bien, caballeros, no sé si son conscientes de que la vida media de un cazador de elefantes desde el momento en que empieza su oficio es de cuatro a cinco años. Verán, por tanto, que yo he sobrevivido a unas siete generaciones de mi clase, y pienso que mi hora no debe estar muy lejos. Ahora bien, si me ocurriese algo en el transcurso normal de mi trabajo, una vez saldadas mis deudas, no quedaría nada para mantener a mi hijo Harry mientras se prepara para ganarse la vida, en tanto que, en las presentes circunstancias, le proporcionarán medios durante cinco años. Y ésta es toda la historia en pocas palabras.
—Señor Quatermain —dijo sir Henry, que me había escuchado con atención y seriedad máximas—, sus motivos para comprometerse en una empresa que, en su opinión, sólo puede acabar en la catástrofe, reflejan la gran confianza que puede depositarse en usted. Tanto si tiene razón como si no, el tiempo y el transcurso de los acontecimientos son lo único que puede demostrarlo. Pero tanto si tiene razón como si se equivoca, también puedo decirle ahora mismo que voy a llegar hasta el fondo, sea para bien o para mal. Si nos van a dar una paliza, todo lo que tengo que decir es que espero que antes hayamos hecho unos cuantos disparos, ¿eh, Good?
—Sí, sí —intervino el capitán—, los tres estamos acostumbrados a afrontar el peligro y a defender nuestras vidas; así que de nada servirá echarse atrás ahora. Y ahora propongo que bajemos al salón y hagamos ciertas observaciones para desearnos buena suerte, ¿entienden?
Y así lo hicimos, a través del fondo de un vaso.
Al día siguiente bajamos a tierra y acomodé a sir Henry y al capitán Good en la pequeña choza que tengo en el Berea, a la que considero mi hogar. Sólo cuenta con tres habitaciones y una cocina y está construida con ladrillos verdes, con el tejado de hierro galvanizado, pero tiene un buen jardín con los mejores loquots que he visto nunca, y unos cuantos mangos jóvenes, de los que espero grandes cosas. Me los regaló el conservador del jardín botánico. Lo cuida un antiguo cazador mío, llamado Jack, a quien atacó un búfalo hembra y le desgarró de tal forma el muslo que no pudo volver a cazar. Pero es Griqua y puede hacer pequeños trabajos y cuidar de las plantas. Nunca se puede esperar que un criado zulú se interese mucho por la jardinería. Es un arte práctico, y las artes prácticas no son su especialidad.
Sir Henry y Good durmieron en una tienda de campaña plantada en el pequeño huerto de naranjos en un extremo del jardín (porque no había sitio para ellos en la casa), y entre el olor de las flores y el panorama de la fruta verde y dorada —porque en Durban se ven las tres cosas juntas en el árbol— puede decirse que es un lugar realmente agradable. Aquí hay pocos mosquitos, a menos que se desencadene una lluvia torrencial, hecho poco corriente.
Pero continuaré —porque, a menos que así lo haga, se cansarán de mi relato antes de que lleguemos a las montañas de Sulimán—; tras haber tomado la decisión, me puse a hacer los preparativos necesarios. En primer lugar, sir Henry me dio el documento por el que se proporcionarían medios de vida a mi hijo en caso de accidente. Hubo pequeñas dificultades para ejecutarlo legalmente, porque sir Henry era extranjero aquí y la propiedad que servía de garantía se encontraba al otro lado del mar, pero finalmente se superaron con la ayuda de un abogado, que cobró veinte libras por su trabajo, un precio que a mí me pareció escandaloso. Después me dio el cheque de quinientas libras.
Tras pagar ese tributo a mi sentido de la precaución, compré un carro y un tiro de bueyes, que eran una maravilla, en nombre de sir Henry. El carro medía veintidós pies, tenía los ejes de hierro, era muy fuerte, muy ligero, y todo él estaba hecho de madera de ocote. No era completamente nuevo, porque había hecho el viaje de ida y vuelta a los campos de diamantes, pero en mi opinión tenía más valor por esta razón, porque así se podía ver que la madera estaba bien curada. Si un carro tiene algo que le haga ceder, o si contiene madera verde, quedará demostrado en el primer viaje. Era lo que llamamos un carro «semitienda de campaña», es decir, que sólo estaban cubiertos los doce pies de la parte posterior, en tanto que la parte delantera quedaba libre para los objetos necesarios que teníamos que llevar con nosotros. En la parte posterior había un catre o cama, en el que podían dormir dos personas, así como estanterías para fusiles, y muchas otras pequeñas comodidades. Lo compré por veinticinco libras, y creo que costó barato.
Después compré un estupendo tiro de veinte bueyes zulúes «en sazón», a los que tenía echado el ojo desde hacía uno o dos años. El número corriente de bueyes para un buen tiro es dieciséis, pero compré cuatro más en previsión de posibles pérdidas. Estos bueyes zulúes son pequeños y ligeros; no alcanzan la mitad del tamaño de los bueyes africander, que normalmente se utilizan para el transporte; pero pueden sobrevivir en aquellos lugares en que los africander se morirían de hambre, y con una carga ligera pueden hacer cinco millas al día, son más rápidos y no se cansan con tanta facilidad. Más aún, este tipo de bueyes estaba completamente «en sazón», es decir, había viajado por toda Sudáfrica, y así se había inmunizado (hablando en términos relativos) contra el agua roja, que con tanta frecuencia destruye yuntas enteras de bueyes cuando entran en veldt o zona de pastos extraña. Por lo que se refiere al «mal de pulmón», que es una espantosa forma de pulmonía, muy extendida en este país, habían sido vacunados contra ella. Esto se hace practicando una hendidura en el rabo del buey e introduciendo un trozo de pulmón enfermo de un animal que haya muerto de ese mal. El resultado es que el buey enferma, el mal se desarrolla de una forma muy leve, y se le cae el rabo, por regla general, a un pie de la raíz, por lo que el animal queda inmunizado contra accesos futuros. Parece cruel privar al animal de su rabo, especialmente en un país en el que hay tantas moscas, pero es mejor sacrificar el rabo y quedarse con el buey que perder rabo y buey, porque un rabo sin buey no es muy útil, a no ser para sacudir el polvo. De todas formas, resulta extraño viajar detrás de veinte muñones en el lugar en que debía haber colas. Es como si la naturaleza hubiese cometido un error insignificante y hubiese adosado los ornamentos de popa de unos perros dogos a la grupa de los bueyes.
A continuación se planteó el problema de las provisiones y las medicinas, problema que requería la más cuidadosa consideración, porque teníamos que evitar sobrecargar el carro y, no obstante, llevar todo lo absolutamente necesário. Por suerte, resultó que Good era un poco médico, por haber estudiado, durante un período de su anterior carrera, un curso de instrucción médica y quirúrgica, que había seguido practicando con más o menos asiduidad. Por supuesto, no tenía título, pero sabía más sobre el tema que muchos hombres que pueden anteponer a su nombre la palabra doctor, como descubrimos más adelante, y poseía un espléndido cajón de medicinas de viaje y un buen instrumental. Mientras estábamos en Durban, amputó el dedo pulgar del pie de un cafre con una limpieza que daba gusto verlo. Pero se quedó pasmado cuando el cafre, que había contemplado la operación sentado estúpidamente, le pidió que le colocase otro, alegando que, en caso de necesidad, serviría uno «blanco».
Una vez resueltos satisfactoriamente estos problemas, aún quedaban dos puntos de importancia que tener en cuenta, a saber, las armas y los sirvientes. En lo referente a las armas, lo mejor que puedo hacer es redactar una lista de aquellas que finalmente elegimos entre la amplia colección que había traído consigo sir Henry de Inglaterra y las que yo tenía. La copio de mi agenda, donde las apunté en su día.
—Tres fusiles pesados del ocho doble para cazar elefantes, con un peso de dieciocho libras cada uno, con una carga de once dracmas de pólvora negra. Dos de ellos eran de una fábrica muy conocida en Londres, excelentes armeros, pero no sé por quién estaba hecho el mío, que no tenía tan buen acabado. Lo había llevado en varios viajes y cazado con él muchos elefantes, y siempre había demostrado ser un arma de calidad superior, en la que se podía confiar plenamente.
—Tres express del 500 doble, con capacidad para una carga de seis dracmas; armas ligeras inigualables para caza de peso medio, tal como antílopes y otros cérvidos, o para hombre, especialmente en espacios abiertos y con proyectil semiperforado.
—Una escopeta Keeper número 12 de cañón doble. Esta escopeta nos resultó de gran utilidad para cazar piezas para comer.
—Tres rifles Winchester de repetición (no carabinas).
—Tres revólveres Colt de acción única, con el modelo más pesado de cartucho.
En esto consistía todo nuestro armamento, y el lector observará que las armas de cada clase eran del mismo calibre y la misma marca, porque los cartuchos eran intercambiables, punto este muy importante. No voy a disculparme por lo prolijo de estos detalles, porque todo cazador experimentado sabe lo vital que es llevar un equipo adecuado de armas y municiones para el éxito de una expedición.
A continuación me referiré a los hombres que iban a venir con nosotros. Tras muchas consultas, decidimos que el número debía reducirse a cinco, a saber: el conductor, el guía y tres criados.
Encontré al conductor y al guía sin mucha dificultad, dos zulúes llamados, respectivamente, Goza y Tom, pero con los criados el asunto era más complicado. Tenían que ser de absoluta confianza y muy valientes, puesto que en un viaje de este tipo nuestra vida podía depender de su comportamiento. Finalmente encontré dos, uno de ellos un hotentote llamado Ventvúgel (‘pájaro de viento’), y el otro, un pequeño zulú llamado Khiva, que tenía el mérito de hablar inglés perfectamente. A Ventvógel lo conocía de antes; era uno de los mejores «rastreadores» con que me he topado, resistente como una tralla. Nunca parecía cansarse. Pero tenía un defecto muy común entre los de su raza: la bebida. Si se dejaba una botella de grog a su alcance, ya no se podía confiar en él. Pero como íbamos a la zona en que no hay tiendas donde comprar grog, no importaba mucho esta pequeña debilidad suya.
Tras contratar a estos dos hombres, busqué en vano a un tercero que se acomodara a mis propósitos, por lo que decidimos iniciar el viaje sin él, confiando en la suerte para encontrar al hombre adecuado en el camino. Pero la tarde antes del día que habíamos fijado para la salida, el zulú Khiva me comunicó que había un hombre que deseaba verme. Así pues, cuando hubimos cenado, porque estábamos sentados en la mesa en ese momento, le dije que lo trajese ante mí. Entró un hombre muy alto, apuesto, de unos treinta años de edad y, para ser zulú, de pigmentación muy clara, y levantando la empuñadura del bastón a modo de saludo, se acomodó en un rincón, en cuclillas, y permaneció sentado en silencio. No le hice caso durante un rato, porque es una gran equivocación obrar de otra forma. Si uno se precipita a entablar conversación inmediatamente, un zulú pensará que se encuentra ante una persona de poca dignidad o consideración. No obstante, advertí que era un keshla (‘hombre coronado’), es decir, que llevaba en la cabeza un aro negro, hecho con una especie de goma abrillantada con grasa y entremezclado con el pelo, atavío que normalmente adoptan los zulúes al alcanzar cierta edad o rango. También me sorprendió que su cara me resultase familiar. —Y bien— dije por fin, —¿cómo te llamas?
—Umbopa —contestó el hombre con un tono de voz pausado y profundo.
—Yo te he visto en alguna parte.
—Sí, el inkosi (‘jefe’) vio mi rostro en el lugar de la Pequeña Mano (Isandhlwana), el día antes de la batalla.
Entonces recordé. Yo fui uno de los guías de lord Chelmsford en la desafortunada guerra zulú, y tuve la suerte de abandonar el campamento, al mando de varios carros, el día anterior a la batalla. Mientras esperaba a que aparejasen el ganado, entablé conversación con este hombre, que ejercía cierta autoridad sobre los auxiliares nativos, y me comunicé sus dudas sobre la seguridad del campamento. Entonces le dije que mantuviese la boca cerrada y que dejase estos asuntos a otras mentes más sabias, pero después pensé en sus palabras.
—Lo recuerdo —dije—. ¿Qué es lo que deseas?
—Lo siguiente, Macumazahn —ése es mi nombre en lengua cafre, y significa ‘el hombre que se levanta en mitad de la noche’, o más sencillamente, ‘el que mantiene los ojos abiertos’—: He oído decir que se prepara una gran expedición hacia el norte, con los jefes blancos del otro lado del agua. ¿Son palabras ciertas?
—Sí.
—He oído decir que va a llegar hasta el río Lukanga, a una luna de viaje desde el país de Manika. ¿Es así, Macumazahn?
—¿Por qué preguntas adónde vamos? ¿Qué te importa a ti? —repliqué suspicaz, porque habíamos mantenido el objeto de nuestro viaje en el más estricto secreto.
—Porque si realmente van tan lejos, yo iría con ustedes, oh hombres blancos.
Había una cierta presunción de dignidad en la forma de hablar de aquel hombre, especialmente en la forma de usar la expresión «oh hombres blancos», en lugar de «oh inkosis (`jefes’)», que me sorprendió.
—Olvidas un poco los buenos modales —dije—. No piensas lo que dices. Ésa no es forma de hablar. ¿Cómo te llamas y dónde está tu kraal? Dínoslo, para que sepamos con quién estamos tratando.
—Me llamo Umbopa. Soy del pueblo zulú; pero no soy uno de ellos. Mi tribu está allá lejos, en el norte; fue abandonada cuando los zulúes bajaron aquí «hace mil años», mucho antes de que Chaka reinase en Zululandia. No tengo kraal. He vagado muchos años. Salí del norte cuando era niño y vine a Zululandia. Fui uno de los hombres de Cetywayo en el regimiento de Nkomabakosi, sirviendo a las órdenes del gran capitán Umslopogaasi del Hacha[5]. Huí de Zululandia y vine a Natal porque quería ver las costumbres del hombre blanco. Después luché en la guerra contra Cetywayo. Desde entonces he trabajado en Natal. Ahora estoy cansado y quisiera volver al norte. Mi sitio no está aquí. No quiero dinero, pero soy un hombre valiente, y puedo ganarme mi puesto y mi comida. He dicho.
Este hombre y su forma de hablar me dejaron perplejo. Por su porte, era evidente que, en general, decía la verdad, pero, en cierto sentido, era diferente a los zulúes corrientes, y desconfié de su oferta de venir con nosotros sin recibir paga. Al encontrarme en dificultades, traduje sus palabras a sir Henry y a Good, y les pedí su opinión.
Sir Henry me dijo que le pidiese que se pusiera de pie. Umbopa lo hizo así, desprendiéndose al mismo tiempo del enorme abrigo militar que llevaba, con lo que quedó desnudo, salvo por la moucha que le rodeaba la cintura y un collar de garras de león. Verdaderamente era un hombre de un aspecto magnífico; nunca había visto a un nativo más hermoso. Con una altura de unos seis pies y tres pulgadas, tenía una anchura proporcionada y estaba bien formado. Además, con la luz que había, su piel apenas parecía algo más que oscura, excepto en los lugares en que unas cicatrices negras señalaban antiguas heridas de azagayas. Sir Henry se acercó a él y le miró la cara, hermosa y orgullosa.
—Hacen buena pareja, ¿verdad? —dijo Good—. Son igual de altos.
—Me gusta tu aspecto, Umbopa, y te tomo a mi servicio —dijo sir Henry en inglés.
Evidentemente, Umbopa le entendió, porque contestó en zulú: —Está bien— y añadió, con una mirada apreciativa a la estatura y fortaleza del hombre blanco: —usted y yo somos hombres.