La relación entre la tecnología cyborg y los viajes espaciales promete ser estimulante. Tal vez los espacios oscuros nunca vuelvan a parecer hostiles cuando la máquina-hombre amplíe nuestro campo de adaptación a esos entornos nuevos. Pero surgirán milagros crueles y dolor. Este relato es una visión de una civilización que ocupa todo el Sistema Solar y se extiende hacia las estrellas; aquí aparecen los colores y los sonidos del cambio. Aquí está el espíritu humano en un momento en que parece impotente para renacer, pero preparado con una nueva fuerza…
G. Zebrowski
* * *
Reluciente…, como una aguja de fuego…
¿La voz de quién? Él no lo sabía.
El interestelar…, dos de ellos…
En ese momento, todos hablaban a la vez y sus voces se mezclaban caóticamente.
Avanzarán uno más allá de Plutón para la prueba, dijo alguien.
Hermoso… Estamos esperando…, esperando.
Era la voz de ella. Él sintió frío dentro del pecho.
Esto era lo terrible de su aislamiento, pensó él. Todavía podía oírlo todo. No sólo en el despacho del Inspector, en Marsópolis, donde estaba sentado.
En todas partes.
Todos los susurros del sonido que abarcaban el sistema con palpitaciones de radio de c al cubo. Todas las medias palabras, los pensamientos a medias desde los planetas interiores hasta las estaciones espaciales situadas mucho más allá de Plutón.
Y la soledad era algo súbito y agonizante. La soledad y la pérdida de dos mundos.
No es que no pudiera anular las voces si lo deseaba, las voces lejanas que entrelazaban el espacio a la velocidad de la luz elevada al cubo. Pero…, también podría anular todo pensamiento de los vivos y buscar el estado fetal inconsciente de ser simplemente.
Oía la voz que pronunciaba monótonamente los números de los cargamentos. Realizó el pequeño cambio mental y la masa apretada de transistores, profundamente hundida en su cuerpo metálico y plástico, emitió la voz con claridad y agudeza. Se trataba de una nave triplanetaria del cinturón crepuscular de Mercurio.
Tuvo una imagen fugaz de llanuras encogidas por las llamas bajo un cielo monstruoso y cegador.
Después la voz, que decía: De acuerdo…, marcación tres cero seis y la cuenta descendente desde diez hasta la caída libre…
Ésa se encontraba más allá de Saturno… Visión recordada de brillantes cintas de luz que entrelazaban un sorprendente cielo azul.
Pensó: Nunca volveré a ver eso.
Y: Faro Espacial Tres a MRX dos dos… Faro Espacial Tres… Alfil a torre cuatro reina…
Y también estaba la voz suave, la voz distinta: Matt… Matt… ¿Dónde estás?… Matt, ven… Oh, Matt…
Pero la ignoró.
Miró a la recepcionista y vio que sus dedos trazaban complejos dibujos en el teclado de su máquina de escribir eléctrica.
Matt… Matt…
«No, basta», pensó. Allí no había nada para él, salvo amargura. El aislamiento de estar separado de la humanidad. La soledad. ¿Amor? ¿Afecto? Las palabras carecían de significado en esa existencia.
Comprendió que este viaje del primer martes de cada mes a través de la silenciosa ciudad marciana hasta el Puerto Triplanetario, se había convertido en un ritual. Un tributo formalizado a algo que estaba totalmente muerto. Un ritual vacío, un gesto débil e inútil.
Esa mañana había sabido que allí no habría nada.
—No, nada —había dicho la muchacha del despacho del Inspector—. Nada de nada.
Nada para él en su mundo gris y robótico del no-tacto, no-gusto.
Ella le miró, como todos lo hacían, los que veían más allá del inteligente disfraz humano del rostro plástico y los ojos mudos.
Él esperó…, escuchando.
Cuando entró, el Inspector sonrió y dijo:
—Hola, Matt —y después, con un gesto de la cabeza—: Pasa.
La muchacha frunció el ceño, silenciosamente reprobatoria.
Después que ambos se sentaran, el Inspector agregó:
—¿Por qué no vuelves a casa?
—¿A casa?
—Retornas a la Tierra.
—¿Es eso «a casa»?
Las voces susurraron en su oído mientras el Inspector fruncía el ceño y encendía un cigarro negro.
Y: …Matt… Matt… Cuatro rey a…, menos tres…, menos dos… Más allá de Deimos, el sol relampaguea en sus costados… Matt…
—¿Qué intentas hacer? —inquirió el Inspector—. ¿Apartarte totalmente del mundo?
—Eso ya está hecho —afirmó—. Con toda eficacia.
—Mira, seamos brutales. Nosotros no te debemos nada.
—No —dijo.
—Fue solamente un acuerdo de negocios —agregó el Inspector—. Y si no se hubiese hecho —señaló el cuerpo que Freck llevaba—, Matthew Freck habría sido poco más que una página de algún polvoriento archivo oficial. O algo peor —agregó.
—Supongo que sí —dijo Freck.
—Podrías retornar mañana. A la Tierra. A una nueva vida. Nadie tiene por qué saber quién o qué eres, a menos que tú lo digas.
Freck se miró las manos, las manos cuidadosamente venosas, tan humanas, y los muslos de potentes músculos cubiertos por los pantalones celotérmicos.
—Los técnicos hicieron un buen trabajo —declaró—. En realidad, es mejor que mi viejo cuerpo. Más joven y potente. Y durará más. Pero… —flexionó sensualmente las manos y observó el modo en que las delicadas cintas de plástico contráctil articulaban sus dedos—. Pero la farsa no funcionará. Fuimos hechos para una cosa.
—Yo no puedo cambiar la política de la Compañía —dijo el Inspector—. Bueno, sé que el experimento no dio resultado. En realidad, la tecnología avanza demasiado rápido. De todos modos, fue un mal compromiso. Necesitábamos algo ligeramente más veloz, más que humano para pilotar las nuevas naves. Las reacciones humanas, la velocidad de un impulso nervioso no eran suficientes; el equipo electrónico era demasiado voluminoso, y las unidades de memoria orgánica que crearnos para nuestros primeros pilotos cibernéticos no poseían suficiente iniciativa. Por eso aprovechamos la oportunidad de utilizarles a ustedes cuando Jenks vino a vernos por primera vez. Pero no estábamos dispuestos a enfrentar la realidad. Intentamos establecer un compromiso…, mantener la forma humana.
—Bueno, nosotros les dimos lo que entonces necesitaban. Nos deben algo a cambio —intervino.
—Cumplimos nuestro contrato —aseguró el Inspector—. Contigo y los otros cien como tú que pudimos salvar. Todo a cambio de la capacidad que sólo tú tenías. Fue un intercambio justo.
—De acuerdo, entonces, deme una nave. Es lo único que quiero.
—Ya te lo he explicado: acoplamiento directo.
—No. Si supiera lo que está pidiendo…
—Escucha, en este momento se está probando una de las interestelares. Y están las estaciones más allá de Plutón.
—¿Las estaciones? Vuelve a hablar como el director. Totalmente inmóviles. ¿Qué tipo de vida sería ése, la existencia como una unidad independiente durante incontables años sin el más mínimo contacto con la humanidad?
—Las estaciones no son inútiles —agregó el Inspector. Se inclinó hacia delante y dio una palmada a la tapa del escritorio—. Tú más que nadie deberías saber que el Mecanismo de Impulsión de Bechtoldt no puede instalarse dentro de los poderosos campos de gravedad del sistema. Por eso necesitamos las estaciones. Han sido montadas para instalar el mecanismo después que la nave abandone el sistema propiamente dicho mediante sus motores atómicos.
—Todavía no ha respondido a mi pregunta.
—En este momento, «Stargazer I» se dirige a una de las estaciones transplutonianas. «Stargazer II» lo seguirá dentro de pocos días.
—¿Y bien?
—Si quieres, puedes contar con una de ellas. Bueno, no pienses que se trata de una limosna. Nosotros no actuamos de ese modo. Las dos últimas naves estallaron debido a que los pilotos no estaban lo bastante cualificados para ocuparse del acoplamiento. Necesitamos el mejor piloto, y ése eres tú —hizo una larga pausa y agregó—: Más vale que lo sepas. Hemos colocado todas nuestras esperanzas en esas dos naves. Durante los últimos tres años hemos perdido fuerza política y, si alguna de las dos falla, Triplaneta y las demás asociaciones perderán las subvenciones gubernamentales. Estamos hartos de vernos reducidos a nueve planetas minúsculos. Estamos haciendo aquello por lo que tú trabajaste durante toda tu vida. Ahora iremos a las estrellas…, y todavía puedes participar en ello.
—Eso solía significar algo para mí —comentó—, pero después de un tiempo uno empieza a perder la identificación con la humanidad y sus impulsos.
Cuando comenzó a levantarse, el Inspector agregó:
—Sabes que, sujeto a un cuerpo humanoide, no puedes operar una nave ni una estación modernas. Es demasiado ineficaz. Tienes que convertirte en una parte de la estructura.
—Ya le he dicho que no puedo hacerlo.
—¿De qué tienes miedo? ¿De la soledad?
—Ya he estado solo anteriormente —replicó.
—Entonces, ¿de qué?
—¿De qué tengo miedo? —sonrió con su sonrisa mecánica—. De algo que usted jamás comprendería. Tengo miedo de lo que ya me ha ocurrido. —El Inspector permaneció en silencio—. Cuando uno comienza a perder las emociones básicas, los modos de pensar básicos que lo hacen humano, bueno… ¿De qué tengo miedo? Tengo miedo de convertirme aún más en una máquina —aclaró.
Antes que el Inspector pudiera abrir la boca, se marchó.
Una vez fuera, se cerró la chaqueta celotérmica y acomodó el respirador. Después accionó el ajuste del reóstato del pecho de la chaqueta, hasta que la pequeña luz enjoyada situada encima del mecanismo resplandeció en la penumbra matinal. Evidentemente, no necesitaba el calor que las ropas le suministraban, pero la farsa, la simulación de ser totalmente humano, habría sido incompleta sin ese toque vital.
Durante el regreso bajo la luz gris perlina, escuchó las múltiples voces que recorrían de un lado a otro las líneas de las naves. Oyó frases comerciales de un centenar de puertos distintos y, con el ojo de su mente, siguió el rápido avance de «Stargazer I» más allá de la órbita de Urano, hacia su cita con la estación que la adaptaría al Mecanismo de Impulsión de Bechtoldt.
Y pensó: «Señor, si pudiera dar el salto con ella», y luego: «Pero no a ese precio, no por lo que le costó a los demás, a Jim, a Martha, a Art…, y a Beth. (Olvida el nombre…, olvida el nombre…, perdida para ti como todos los demás…)»
La ciudad había despertado a la vida en el intervalo que pasó en el despacho del Inspector. Se cruzó con numerosas figuras que corrían, semejantes a ojos con sus ropas celotérmicas y sus respiradores transparentes. Lo ignoraron totalmente y durante un instante experimentó el loco impulso de arrancarse el respirador de la cara y detenerse a esperar…
A esperar, salvaje y desafiador, que alguien reparara en él.
Los torturados retorcimientos de los carteles de neón brillaban a lo largo de las calles anchas y, de vez en cuando, un pequeño coche eléctrico, precariamente equilibrado en dos ruedas, pasaba a su lado con un suave ronroneo, mientras los focos dibujaban una guadaña brillante en su senda. Nunca se había acostumbrado totalmente al crepúsculo del día marciano. Pero era un error de los técnicos que habían construido su cuerpo. En el patético deseo de imitar el cuerpo humano, frecuentemente habían incorporado las limitaciones humanas junto con sus fuerzas.
Se detuvo un momento ante una tienda y contempló ociosamente el escaparate lleno de cosas pequeñas, frágiles y extrañas de las muertas ciudades marcianas del norte. Comprendió que el escaparate estaba tan fuera de lugar como la calle y los edificios individuales a presión que la bordeaban. Como alguien había propuesto, hubiese sido mejor albergar toda la ciudad bajo una sola unidad a presión. Pero así se habían iniciado las colonizaciones marcianas, y los hombres seguían aferrados a costumbres más adecuadas para otro mundo.
Bueno, ésa era una característica común que había compartido con su raza. Naturalmente, el Inspector estaba en lo cierto. Del mismo modo que la ciudad, él también era un compromiso. Las viejas costumbres de pensamiento prevalecían y moldeaban las nuevas formas.
Pensó que debería comer algo. No había desayunado antes de salir hacia el puerto. Habían logrado darle una sensación de hambre, pero les había resultado imposible capturar el gusto.
Pero la idea de la comida, por algún motivo, le resultaba desagradable.
Entonces pensó que tal vez debería emborracharse.
Pero ni siquiera eso parecía demasiado satisfactorio.
Caminó, encontró un bar abierto y entró. Dejó su respirador en la cámara de aire y, bajo la mirada semiobservadora de un hombre gordo y menudo que luchaba con su cartera, simuló que desconectaba el reóstato de su traje.
Después entró, saludó distraídamente al aburrido tabernero y se acercó a una mesa de la esquina. Después que el tabernero le sirviera whisky y agua, se sentó y escuchó:
Seis y siete…, y veinte cero tres…
… te leo…
… y aquí afuera no ves nada, absolutamente nada. Se parece a… Matt… Matt…
… caballo cuatro rey…, jaque en tres… Matt…
Por primera vez en varias semanas, efectuó el cambio. Podía hablar sin producir un sonido audible, lo cual era conveniente. Una cuestión de subverbalización.
Dijo en silencio: Ven.
Matt, ¿dónde estás?
En un bar.
Estoy lejos…, muy lejos. El sol es como el agujero de un alfiler en una sábana negra.
Creo que voy a emborracharme a lo grande.
¿Por qué?
Porque quiero. ¿No es motivo suficiente? Porque es la única cosa total y completamente humana que puedo hacer bien.
Te extrañé.
¿Que me extrañaste a mí? Quizá, mi voz. Hay poco más.
Deberías estar aquí con nosotros…, con Art y conmigo…, dijo jadeante. Traerán las nuevas. Las grandes naves. Son hermosas. Más grandes y veloces que las que tú y yo condujimos.
Llevarán «Stargazer I» para realizar las pruebas, le contó él.
Lo sé. Mi estación cuenta con uno de los mecanismos de impulsión. Ahora la estación tres se ocupa de «Stargazer I».
Él tragó saliva con furia y pensó en lo que el Inspector había dicho.
Ah, me gustaría ser una de ellas, agregó Beth
La mano de él se tensó en el vaso y, durante un instante, creyó que éste se rompería entre sus dedos. Ella no había dicho «estar en».
Ser…, ser…, me gustaría ser una de ellas.
¿Te gustaría?, le preguntó. Eso está bien.
Oh, eso está bien, ojos sembrados de estrellas, pensó él, te quiero a ti y a la nave y a las estrellas y al sentido de ser…, yo soy la nave…, yo soy la estación…, yo soy cualquier cosa menos humano…
Matt, ¿qué ocurre?
Voy a emborracharme.
Se acerca una nave. Emite señales.
Vio que el tabernero le miraba desconcertado. Comprendió que hacía quince minutos que tenía el mismo trago. Levantó el vaso y bebió y tragó deliberadamente.
Tengo que marcharme un minuto, dijo ella.
Hazlo, le respondió.
Después: Lo siento, Beth. No quise desahogarme contigo.
Regresaré, afirmó ella.
Y él quedó solo, envuelto en el aislamiento que había terminado por conocer a la perfección. Se preguntó si semejante soledad le impulsaría finalmente al cambio que… No, eso nunca ocurriría… El recuerdo de cómo había sido eso todavía lo acosaba.
Hubiera preferido morir en ese lejano y frío valle plutoniano, se dijo, antes que llegar a este día. Pensó en Jenks, en Catherine y en David y envidió la oscuridad última e irreflexiva que habían compartido. Incluso la muerte era mejor que volver a enfrentar esa aterrorizante pérdida de humanidad que él había sufrido una vez.
Permaneció sentado, miró a su alrededor y por primera vez reparó realmente en su entorno. En la barra había dos turistas: un hombre gordo y de mentón caído con un traje de calle de una sola pieza, a cuadros, y una mujer, probablemente su esposa, delgada y con aspecto de enferma hormonal. Conversaban animadamente y el hombre hacía gestos acalorados. Se preguntó por qué habrían salido tan temprano por la mañana.
Pensó que la imagen del gordo que parloteaba como una urraca nerviosa y con sus manos gordinflonas trazaba dibujos en el aire, era graciosa.
Notó que su vaso estaba vacío, de modo que se levantó y se acercó a la barra. Se acomodó en un taburete y pidió otro whisky.
—Lo destrozaré —decía el hombrecillo con voz alta y aguda—. Consolidación o no…
—George —le interrumpió la mujer ásperamente—, no deberías beber por la mañana.
—Sabes muy bien que…
—George, hoy quiero ver las ruinas.
Matt… Matt…
—En la tienda de la esquina tienen la cerámica más hermosa que puedas imaginarte. De las ruinas. Esas pequeñas figuras enanas… Ya sabes, los marcianos.
Pero lo pronunció «mar-chanos», como escupiendo el sonido de la ch.
Es la grande, Matt. El «Stargazer». Se acerca. Tal vez la vea combarse. Hermosa… Deberías ver el modo en que los lados captan la luz del faro de la estación. Como una gran aguja de plata pura.
—Disculpe —dijo la mujer, y giró en el taburete hacia él—. ¿Sabe a qué hora comienzan las visitas a las ruinas?
Él intentó sonreír. Le respondió y ella agregó:
—Gracias. Supongo que ustedes se hartan de los turistas —le miró con grandes ojos inquisitivos.
—No seas tonta —intervino George—. Tienes que ser práctica. Los turistas significan mucho dinero.
—Eso es verdad —afirmó.
Matt…
—Bueno —dijo la mujer—, cuando uno no sale de la Tierra con mucha frecuencia, tiene que verlo todo.
Matt…, dijo inquieta.
—Eso es cierto —respondió a la mujer en voz alta mientras intentaba beber y preguntar silenciosamente: ¿Qué anda mal?
Matt, algo anda mal en la nave. Tal como lo describió Art aquella vez… El campo…, parpadea…
Ella comenzó a apagarse.
Regresa, le gritó mudamente.
Silencio.
—Trabajo en el negocio de los Manta —explicó George.
—¿Los Manta? —Levantó cuidadosamente una ceja mecánica.
—Ya sabe, los aviones a chorro de plano aerodinámico. Manta es el nombre de nuestro modelo. Porque se parecen a un pez, a la raya. Los chorros arrojan un torrente de aire directamente encima del plano aerodinámico. Vuelan como un helicóptero. ¿Y la velocidad? Jamás se ha visto tanta velocidad en un helicóptero.
—No los conozco —dijo.
Beth… Beth…, gritó su voz silenciosa. Durante un instante sintió deseos de gritar en voz alta, pero un férreo control acalló su voz.
—Ah, le diré algo —afirmó George—, dentro de cinco años atestaremos realmente el mercado. El aire está demasiado ocupado para dar lugar a los helicópteros. Ya no son seguros. Bueno, la turbulencia sobre Rochester es algo…
—Nosotros somos de Rochester —explicó la mujer con aspecto de enferma hormonal.
Matt, escucha. Creo que se trata del generador de campo…, la radiación debió atascar la sinapsis del piloto. No puedo levantarlo. Y no hay nadie más a bordo. Sólo instrumentos…
¿A qué distancia de la estación?
A ochocientos metros.
Dios mío, si la cosa estalla…
¡Yo estallaré con ella! Él podía sentir el temor de sus palabras.
—Por eso decidimos que ahora era el momento, antes de la nueva fusión. Después George nunca tendría tiempo…
Intenta levantar el piloto.
Matt…, estoy asustada.
¡Inténtalo!
—¿Le ocurre algo? —preguntó la mujer.
Sacudió la cabeza, negando.
—Necesita un trago —aseguró George mientras llamaba al tabernero.
Beth, ¿cuál es la cuenta?
Oh, Matt, estoy asustada.
La cuenta…
—Buen whisky —comentó George.
Asciende… No puedo levantar el piloto.
—En la nave en que vinimos sirvieron el peor whisky que he tomado en mi vida. Esas cosas me alteran.
—George, cállate.
Beth, ¿dónde estás?
¿A qué te refieres?
¿Cuál es tu posición? ¿Es central o hacia un costado?
Estoy a quinientos metros del centro de la estación.
—Te dije que no bebieras por la mañana —le recriminó la mujer.
¿Alguna máquina motriz secundaria? ¿Manipuladoras de robots?
Sí, tendré que manipular las unidades del mecanismo de impulsión.
De acuerdo, echa abajo tu pila de energía auxiliar.
Pero…
Recoge los ladrillos y apílalos contra la pared más lejana de la estación. Estarás bastante protegida contra la radiación. Después tendrás que girar la masa de la estación hasta que quede entre ti y la nave.
Pero, ¿cómo…?
El uranio es denso. Te protegerá de la radiación cuando la nave estalle y salga de órbita. Aléjate tanto como puedas.
No puedo. La estación no tiene tanta potencia.
Si no lo haces…
No puedo…
Después, el silencio.
La mujer y George le miraban expectantes. Se llevó el vaso a los labios y se maravilló por la serenidad de sus manos.
—Lo siento —dijo en voz alta—. No oí lo que decían.
Beth, las unidades del mecanismo de impulsión…
¿Sí?
¿Puedes activarlas?
Habrá que equiparlas provisionalmente en su sitio. Con soldadura rápida.
¿Cuánto tiempo?
Cinco, quizá diez minutos. Pero el campo…, caerá del mismo lado en que lo está haciendo la nave.
Si ni siquiera tú puedes hacerlo… De todos modos, tendrás que arriesgarte. De lo contrario…
—Le preguntaba —repitió George con voz gruesa—, si alguna vez viajó en una de esas naves robots.
—¿Naves robots?
—Bueno, ya sabe, no son exactamente robots.
—He viajado en una —replicó—. Después de todo, si no lo hubiese hecho, no estaría en Marte.
George parecía confundido.
—A veces, George es un poco aburrido —comentó la mujer.
Beth…
Está casi terminado. La cuenta aumenta.
Date prisa…
Si el campo se derrumba…
No pienses en ello.
—Esas naves me espantan —insistió George—. Es como viajar en una nave visitada por aparecidos.
—El piloto está muy vivo —explicó—. Y es muy humano.
Matt, los ladrillos están apilados en su sitio. Dentro de pocos minutos…
Date prisa…, date prisa…, date prisa…
—George habla demasiado —se justificó la mujer.
—Oh, diablos —exclamó George—, sólo se trata de…, bueno, en realidad esas cosas ya no son humanas.
Matt, estoy preparada… Asustada…
¿Puedes controlar tu empuje?
Con las unidades de control remoto. Como si yo fuera el «Stargazer».
Su voz sonaba fría…, asustada.
De acuerdo, entonces…
La cuenta asciende rápidamente… Yo… ¡Matt! Resulta cegador…, una bola de fuego…, es…
Beth…
Silencio.
—Me importa un bledo —dijo George petulantemente a la mujer—. Un hombre tiene derecho a decir lo que siente.
Beth…
—George, haz el favor de callarte y marchémonos.
Beth…
Miró el bar y pensó en las llamas que florecían en la oscuridad total y…
—Ya no son hombres —le dijo a George—. Y tal vez ni siquiera sean totalmente humanos. Pero tampoco son máquinas.
Beth…
—George no se refería…
—Lo sé —afirmó—. En cierto sentido, George está en lo cierto. Pero ellos poseen algo normal que los hombres nunca tendrán. Han encontrado un modo de participar en el sueño más grandioso que el hombre se ha atrevido a concebir. Y eso exige valor…, el valor de ser lo que ellos son. No son hombres, pero forman parte de la cosa más grandiosa que los hombres han alcanzado.
Beth…
Silencio.
George se bajó del taburete.
—Es posible —agregó—. Pero…, bueno… —ofreció su mano y continuó—: Supongo que volveremos a vernos por aquí.
Retrocedió cuando la mano de Freck apretó la suya y, durante un instante, la conciencia súbita brilló en sus ojos. Musitó algo con voz confundida y se dirigió hacia la puerta.
Matt…
Beth, ¿te encuentras bien?
Sí, yo estoy bien, pero la nave…, el «Stargazer»…
Olvídalo.
Pero, ¿habrá otra? ¿Se atreverán a intentarlo de nuevo?
Estás a salvo y eso es lo único que importa.
La mujer decía:
—George no suele ver más allá de sus narices —sus labios delgados sonrieron con incomodidad—. Tal vez por eso se casó conmigo.
Matt…
Aguanta. Llegarán hasta ti.
No, yo no necesito ayuda. La aceleración me atontó durante un minuto. Pero, ¿no te das cuenta?
¿Darme cuenta?
He instalado el mecanismo de impulsión. Yo soy un sistema independiente.
No, no puedes hacerlo. Quítatelo de la cabeza.
Alguien tiene que demostrar que se puede hacer. De lo contrario, nunca construirán otro.
Te llevará años. Y no podrás hacer que regrese.
—Lo supe en seguida —explicaba la mujer—. Me refiero a usted.
—No tenía intención de incomodarla —dijo.
Beth, regresa…, Beth.
Me alejo…, cada vez más rápido. Matt, estaré allí antes que nadie. La primera. Pero tendrás que venir a buscarme. En la estación no tengo potencia suficiente para regresar.
—No me incomodó —afirmó la mujer con aspecto de enferma hormonal.
Sus grandes ojos estaban empañados.
—Es algo nuevo —agregó ella— conocer a alguien con un objetivo en la vida.
Beth, regresa.
Muy lejos ahora…, acelero en todo momento… Ven a buscarme, Matt. Te esperaré aquí afuera…, trazando círculos alrededor de Centauro.
Tenía la vista fija en la mujer situada junto a la barra, pero sus ojos apenas la veían.
—¿Sabe una cosa? —preguntó la mujer—. Creo que podría enamorarme perdidamente de usted.
—No —le aseguró—. No, no le gustaría.
—Tal vez —agregó—, pero usted tenía razón. Me refiero a lo que le explicó a George. Exige mucho valor ser lo que usted es.
Después giró y siguió a su marido. Antes que la puerta se cerrara, miró nostálgicamente hacia atrás.
No te preocupes, Beth. Iré. Tan rápido como pueda.
Y entonces percibió los sonidos de los demás, los preocupados sonidos que se filtraban por la oscuridad espacial desde las quemadas llanuras de Mercurio hasta los océanos de nitrógeno del oscuro Plutón.
Y les dijo lo que ella estaba haciendo.
Por momentos, su audición interna quedaba poblada por el crujido de asombro de todos los demás.
Entonces se produjo una unidad. Él supo qué debía hacer, cuál debía ser su próximo paso.
Estamos todos contigo, le dijo al tiempo que se preguntaba si ella todavía podía oír su voz. A partir de ahora, siempre lo estaremos.
Y se estiró, sintiéndose unido con todos los otros cientos de mentes en un deseo silencioso, extendiéndose en una hermandad de metal a través de los espacios infinitos.
Se estiró en una apretada banda de metal, un organismo único que se extendía…
Se extendía hacia las estrellas.