Fragmentos de una Época
J. J. Coupling

El ser de este relato podría ser un robot pensante, artificialmente creado, o una personalidad duplicada. Cuando la ilusión de la personalidad se torna tan real, la ilusión es la realidad. En su introducción aThe Best Science Fiction Stories: 1949 (Frederick Fell, Nueva York, 1949), Bleiler y Dikty sugirieron que ésta recapitula la herejía de Valentino al Gnóstico en el sentido que un ser creado sufre las imperfecciones que un creador imperfecto le ha incorporado. En su cuento Woman’s Rib, Scortia ha propuesto el argumento contrario: las perfecciones reflejan la perfección del creador. Como muchos de los relatos de esta antología, el tema importante es la alienación, la conciencia creciente del divorcio de la humanidad. Se trata de un estado tan común para el hombre del siglo XX, sobre todo para los norteamericanos, que el descubrimiento definitivo que el héroe hace de su propia naturaleza se produce casi como un alivio físico. ¿Qué mejor modo de resolver el sentimiento de alienación que el descubrimiento decisivo del hecho que uno es un ser alienado?

* * *

Fue en esa fiesta específica en casa de Cordoban cuando comenzó realmente a tener dudas, dudas reales. Antes, habían existido la perplejidad y cierta confusión. Pero ahora, entre esas personas espléndidas, en ese apartamento magníficamente amueblado, él se preguntó quién era y dónde estaba.

Después que su amigo —¿o su guardián?— Gavin le presentara al anfitrión, se había desarrollado una breve conversación sobre el siglo XX. Cordoban, un hombre canoso, digno y diligente, hizo las preguntas de costumbre, y en todo momento se dirigió a Smith con el antiguo título de «señor», al que parecía considerar una excentricidad. A Smith le pareció que Cordoban escuchaba las respuestas con el tipo de atención extasiada que un niño podría dedicar a un juguete mecánico ingenioso.

—Dígame, señor Smith —pidió Cordoban—; algunos de los científicos de su época también debieron de ser filósofos, ¿no es así?

Smith no lograba recordar que le hubiesen hecho precisamente esa pregunta con anterioridad. Durante un instante, no pudo pensar en nada. Después, súbitamente, como siempre, el conocimiento desbordó su mente. Descubrió que, casi automáticamente, pronunciaba un ordenado discurso de tres minutos de duración. Los datos parecían acomodarse por sí mismos mientras él hablaba y explicaba que Einstein obligó al abandono del concepto de la simultaneidad, de la idea de Eddington respecto a que el universo conocido es simplemente lo que el hombre es capaz de percibir y medir, de las dos escalas de tiempo de Milne y de las extrañas ideas de Rhine y Dunne relativas a la precognición. Siempre había sido un orador inteligente, incluso en la escuela secundaria, pensó.

—Naturalmente —se oyó concluir—, fue sólo más tarde, en el mismo siglo, cuando Chandra Bhopal demostró lo disparatado del viaje en el tiempo.

Cordoban le observaba de manera extraña. Durante un instante, Smith apenas fue consciente de lo que había dicho. Después formuló sus pensamientos:

—Pero el viaje en el tiempo debe ser posible, puesto que yo soy un hombre del siglo veinte y aquí estoy, en el treinta y uno.

Para cerciorarse, paseó la mirada por la agradable habitación, ligeramente iluminada y con huecos profundos de color, y por las hermosas personas reunidas, de pie o sentadas, en brillantes charcos de iluminación perlina.

—Claro que está aquí, compañero —afirmó Cordoban en forma tranquilizadora.

El comentario era tan real y tan trivial, que Smith apenas lo oyó. Sus pensamientos avanzaban a tientas. Armaba lentamente un argumento:

—Pero el viaje en el tiempo es absurdo.

Cordoban parecía algo molesto e hizo un movimiento con la cabeza, que Smith no captó.

—En el siglo veinte se demostró que era absurdo —agregó Smith.

«Pero, ¿lo habían demostrado en su época del siglo veinte?», se preguntó.

Cordoban miró a su izquierda.

—Sabemos muy poco sobre el siglo veinte —comentó.

«Gavin tiene muchos conocimientos sobre el siglo veinte», pensó Smith.

Después siguió la mirada de Cordoban y vio que una joven se había separado de un grupo y avanzaba hacia ellos. Un segmento de la iluminación perlina la acompañó y la convirtió, ciertamente, en un ser radiante.

—Myria —dijo Cordoban sonriente—, tenías interés especial en conocer al señor Smith.

Myria sonrió a Smith.

—Claro que sí —afirmó—. El siglo veinte siempre ha despertado mi curiosidad. Y usted debe hablarme de su música.

Cordoban hizo una ligera reverencia y se retiró; la luz que lo había bañado, aparentemente surgida de la nada, se separó del charco que formaba en torno a Myria y a Smith. Y las dudas de Smith volaron hasta el fondo de su mente y quedaron casi excluidas por un torrente de pensamientos relativos a la música. Y Myria era un ser encantador.

A la mañana siguiente, mientras se levantaba y se bañaba, Smith se sintió muy alegre. El siglo XX no podía ofrecerle nada semejante, reflexionó. Frunció el entrecejo un instante e intentó recordar cómo había sido su habitación, pero en ese momento la alacena zumbó suavemente y de allí retiró el vaso de suave líquido que constituía su desayuno. Su mente vagabundeó mientras bebía. Sólo después de bajar por el pasillo y sentarse en el despacho frente a Gavin, las mismas dudas que había abrigado en casa de Cordoban retornaron a su mente.

Gavin recitaba monótonamente el programa:

—Tenemos un día muy completo, Smith —afirmó—. En primer lugar, un par de horas en la finca de Lollards. Al volver, podemos pasar por casa de Primus. Estaremos toda la tarde en una fiesta ofrecida por el Consejo de decoradores. Por la noche…

—Gavin —le interrumpió Smith—, ¿por qué vemos a todas esas personas?

—Bueno —replicó Gavin, algo desconcertado—, todos quieren ver a un hombre del siglo veinte.

—Pero, ¿por qué esas personas? —insistió Smith—. Todas hacen las mismas preguntas. Y nunca vuelvo a verlas. Siempre me repito a mí mismo.

—¿Somos demasiado frívolos, según las pautas del siglo veinte? —preguntó Gavin, sonrió y se reclinó en la silla.

Smith le devolvió la sonrisa. Luego, sus pensamientos volvieron a perturbarlo. Cordoban no había sido frívolo.

—Gavin, ¿cuánto sabes tú sobre el siglo veinte? —preguntó, e intentó mantener un tono despreocupado.

—Prácticamente lo mismo que tú —replicó Gavin.

¡Pero eso no era posible! Gavin parecía una especie de tutor social y organizador de las cosas. Por lo que Smith recordaba, la mayor parte de la información había pasado de Gavin a él y no a la inversa. Decidió profundizar el tema, y cuando Gavin se inclinó hacia delante para mirar nuevamente el programa, Smith volvió a hablar:

—A propósito, Gavin, ¿quién es Cordoban?

—Es el director del Instituto Histórico. Te lo dije antes que fuéramos allí —replicó Gavin.

—¿Quién es Myria? —inquinó Smith.

—Una de sus secretarias —contestó Gavin—. Un hombre de su posición siempre se hace acompañar por una secretaria.

—Cordoban afirmó que no se sabe mucho acerca del siglo veinte —comentó Smith moderadamente.

Gavin se sorprendió como si le hubiese picado un bicho. Se echó hacia atrás y abrió la boca. Tardó un momento en encontrar las palabras.

—Los directores… —murmuró, y agitó la mano como dejando de lado la cuestión.

Smith estaba realmente perplejo.

—Gavin —agregó—, ¿es posible el viaje en el tiempo?

Si Gavin se había sorprendido, ahora se encontraba totalmente a sus anchas.

—Tú estás aquí —afirmó—, no en el siglo veinte.

Gavin hablaba de un modo tan encantador y persuasivo que, por un instante, Smith se sintió como un tonto. Se disponía a pensar nuevamente en el programa cuando comprendió que eso no era una respuesta. Ni siquiera había sido expresada como tal. Pero esto también era una estupidez. Aunque no fuera una respuesta, sólo se trataba de lo que uno diría.

Pero volvería a intentarlo.

—Gavin —insistió—, Cordoban…

—Escucha —le interrumpió Gavin, sonriente—, con el tiempo te acostumbrarás a nosotros. Si no salimos ahora mismo, haremos esperar a los Lollards y a sus invitados. No es pedirte demasiado que los veas ahora, ¿no? Además, te gustará. Tienen un hermoso jardín chino del siglo quince, con un dragón en una caverna.

Después de todo, pensó Smith, tenía una deuda con sus anfitriones colectivos del siglo XXXI. Y era divertido.

El jardín de los Lollards era divertido, y el dragón que exhalaba humo y rugía, también. Se aburrió en casa de Primus, pero el Consejo de decoradores tenía una exposición muy excepcional de telas que tintineaban cuando se las tocaba, y de luces individuales de colores. La tarde fue igualmente divertida y deliciosa, a pesar que personas extrañas hicieron las mismas preguntas frívolas. Smith se divirtió lo suficiente para que sus dudas no retornaran hasta más tarde, esa misma noche.

Cuando Gavin se despidió de él en la puerta, Smith no se fue a la cama y a su acostumbrado descanso sin sueños. Se sentó en una silla, cerró los ojos y meditó.

¿Qué sabían esas personas acerca del siglo XX? Gavin le había dicho que lo que él, Smith, sabía. Pero en ese caso tendría que ser muchísimo. Un hombre adulto —por ejemplo, él— poseía un enorme almacén de recuerdos acumulados con el correr de los años. Notó que pensaba que el cerebro humano cuenta con alrededor de diez mil millones de células nerviosas. Si se las utilizaba para almacenar palabras según una base binaria, contendrían alrededor de cuatrocientos millones de palabras: una cantidad prodigiosa de aprendizaje. En el 2117, Tokayuki había…

¡Qué extraño, no recordaba haber hablado con Gavin ni con nadie de Tokayuki! Y no podía acordarse de un hombre que había vivido un siglo después que él. Pero más tarde ahondaría ese tema.

Volvió a lo esencial de la cuestión y se repitió que Cordoban había dicho que sabía muy poco acerca del siglo XX. Pero Cordoban no se había mostrado ansioso por interrogarlo en profundidad. Unas pocas palabras acerca de la filosofía de la ciencia, un tema bastante árido, y había llamado a su secretaria Myria…, sí, en ese momento Smith se dio cuenta que Cordoban había llamado a Myria para liberarse de su presencia. Cordoban era un hombre evidentemente astuto y un historiador que renunciaba a la oportunidad de obtener conocimientos acerca de una era de la que se declaraba ignorante.

«Bueno, supongo que un hombre no entrenado sabe muy poco de una era, aunque sea la propia», pensó Smith. Es decir, poco según las pautas del siglo XXXI. «Pero, ¿cómo es que ellos saben que yo sé? —se preguntó—. Nadie me ha hecho una pregunta perspicaz.»

¡Ahora, Gavin y sus programas! Todas las reuniones eran puramente sociales. ¡Qué extraño! La mayoría de las personas no pertenecían al tipo de las que probablemente mostrarían un interés minucioso por otra época. Algunos decoradores, como los Lollards, que en apariencia se dedicaban exclusivamente al ocio, tal vez lo tuvieran. De todos modos, la conversación contenía demasiadas habladurías sociales.

A pesar del hecho que ni siquiera se había mostrado curioso, Cordoban era un historiador. Pero también había sido una reunión puramente social. ¡Y el mismo Gavin! Sólo una especie de guía para un hombre de otra época. Indudablemente, no era un hombre curioso. ¿Por qué no? ¿Aquí eran tan comunes los hombres del siglo XX? Pero seguramente le habían puesto en contacto con otros. ¡Además, el viaje en el tiempo era absurdo!

Pero eso era desviarse del camino. Él estaba aquí. No necesitaba que Cordoban ni Gavin lo corroboraran. Al estar aquí, esperaría preguntas serias por parte de un grupo pequeño…, no todas esas fiestas que, aunque deliciosas, eran frívolas. Seguramente podría decirles muchas cosas que ellos no habían preguntado.

Bien, por ejemplo, ¿qué podía contarles? Sus experiencias personales. Qué había ocurrido día a día. Pero, ¿qué había ocurrido día a día? Su educación, en primer lugar. Y, en particular, la escuela secundaria. Mientras pensaba en las escuelas secundarias, en su mente surgió rápidamente una secuencia de datos relativos a su organización y a los planes de estudio. Era como si reseñara un programa sobre el tema.

Dedujo que las conversaciones de tres minutos comenzaban a hacer mella en él. Estaba tan acostumbrado a esas síntesis impersonales, que llegaban automáticamente a su mente. En ese momento, seguramente estaba cansado. Por la mañana dedicaría más tiempo a pensar.

En cuanto Smith se fue a la cama, pensó un poco en los acontecimientos del día, incluido el divertido dragón de los Lollards, que vomitaba fuego, y se durmió rápidamente.

A la mañana siguiente, Smith no se sentía alegre. Por un sentido del deber y la rutina, se levantó y se bañó. Pero después se sentó e ignoró el zumbido de la alacena, que anunciaba su desayuno. De la noche a la mañana, una pauta había cristalizado en su mente. Sin duda alguna, la incertidumbre de sus pensamientos había preparado el terreno para ello. Pero lo que había en su mente no era una conclusión incierta.

¡Él, Smith, no era un hombre del siglo XX! Tenía recuerdos cuidadosamente implantados, tesis factuales relativas a su pasado, síntesis de la historia del siglo XX. ¡Pero no un pasado real! Faltaban los pequeños detalles que configuraban un pasado. El viaje en el tiempo era absurdo. ¡Él era un fraude! ¡Un impostor!

Pero, ¿a quién engañaba? A Gavin, no, comprendió en ese momento. Tampoco a hombres como Cordoban. ¿Acaso engañaba a alguien? Todas esas personas parecían ansiosas por hablar con él. El mismo Cordoban se había mostrado deseoso de conversar con él. Cordoban no había fingido. Cordoban no se había dejado engañar. Parecía probable que el mismo Smith fuera el único engañado.

Pero, ¿por qué? Era un truco estúpido para personas tan evidentemente inteligentes. ¿Qué obtenían de ese juego tonto? Él apenas poseía alguna cualidad personal…, algún encanto. Todos ellos eran tan encantadores…

Por ejemplo, Myria, la secretaria de Cordoban. Una mujer hermosa. Guapa, serena, hermosamente vestida. Repentinamente, en la mente de Smith se formó una breve charla de tres minutos acerca de las mujeres del siglo XX. Mejor dicho, en una parte de su mente. En cierto sentido, vio cómo se desplegaba. Y con sorpresa.

Había pensado en Myria simplemente como una mujer bonita y elegantemente vestida. Pero, incluso a través de los siglos…, no, debía recordar que él no era del siglo XX. A través de cualquier abismo existente, pudo haber algo más que eso. ¿Exactamente en qué se diferenciaba él, Smith, del resto de los hombres?

Bueno, ¿qué sabía de la humanidad? Reseñó las cuestiones en su mente y recorrió breves síntesis de psicología, antropología y fisiología. Fue en medio de este último tema cuando sintió una horrible convicción que lo llevó a cambiar el pensamiento por la acción.

Su primera acción consistió en enrollar fuertemente alrededor de la punta del dedo índice una pequeña cadena de oro que formaba parte de su ropa. La punta del dedo continuó suave y morena.

Dejó caer la cadena y se hundió en la yema del dedo la punta filosa de un instrumento para escribir, ignorando el dolor. La punta atravesó la carne parecida a la goma. ¡No había sangre! Pero se produjo un ligero fogonazo y una bocanada de vapor y el dedo se embotó.

¡Al igual que el dragón de los Lollards, Smith representaba los fragmentos ingeniosamente construidos de una época! ¡Como el ruiseñor de un reloj de cuco! Por eso, aquellas personas le habían admirado fugazmente, por lo que era: ¡un encantador juguete mecánico!

Smith apenas pensó. La breve reseña de psicología del siglo XX volvió a su mente y, automáticamente, abrió la puerta de la terraza y pasó por encima de la barandilla. Consecuente hasta el final, pensó con embotado dolor mientras caía hacia el suelo, veinte pisos más abajo.

Pero no fue el final. Se produjo un terrible choque, un estruendo y una confusión. Después, persistían la visión y la audición. A decir verdad, el mundo se encontraba en un ángulo raro. Vio que el edificio se inclinaba delirantemente hacia el cielo. De la breve sinopsis de fisiología dedujo que su sentido psicoquinético estaba anulado. Ya no sentía hacia dónde se dirigían sus ojos y su cabeza. Salvo la visión y la audición, los demás sentidos también habían desaparecido y, cuando intentó moverse, descubrió que no podía hacerlo. «Chatarra que yacía allí —pensó con amargura—. ¡Ni siquiera la liberación!» En ese momento, pudo ver que Gavin estaba inclinado sobre él, junto a un hombre que parecía un mecánico.

—Chatarra —afirmó el mecánico—. Por suerte no pudimos meter el cerebro en eso, porque también se habría hecho pedazos. No será tan difícil hacer un cuerpo nuevo —agregó.

—Supongo que tendremos que desconectar el cerebro y reformar los acondicionamientos —meditó Gavin.

—De todos modos, habrías tenido que hacerlo —agregó el mecánico—. Debiste incorporarle algo inconsistente porque, de lo contrario, no habríamos tenido este fracaso.

—Pero es una vergüenza —dijo Gavin—. Terminó por gustarme. Una estupidez, ¿no te parece? Pero parecía tan vivo… Pasamos mucho tiempo juntos. Ahora todo lo que ha ocurrido, todo lo que él aprendió, tendrá que borrarse.

—¿Sabes una cosa? —preguntó el mecánico—. A veces, esto me horroriza. Me refiero a pensar en mí mismo como en un cuerpo conectado por un delgado rayo a un cerebro que se encuentra en otro sitio. Y si cuando el cuerpo se destruyera, el cerebro…

—Tonterías —lo cortó Gavin.

Señaló el cuerpo desplomado de Smith y después hacia lo alto del edificio donde, probablemente, se encontraba el cerebro de éste.

—Sólo te falta pensar que esa cosa tenía conciencia —agregó—. Vamos, desconectemos el cerebro.

Smith miraba insensible el edificio locamente inclinado, a la espera que ellos desconectaran su cerebro.