Crufixius Etiam
Walter M. Miller, Jr.

El tema de la alienación aparece una y otra vez en los cuentos de los cyborgs. En este relato, Miller nos habla en forma conmovedora de un cyborg adaptado a la atmósfera marciana, que lucha por seguir siendo humano, por mantener abierto ese tenue sendero a través del cual quizá pueda volver a reunirse con la raza humana. La resolución definitiva de este conflicto, lejos de ser trágica, es casi un himno a la alegría al concepto de la Nueva Humanidad. Al fin hay exaltación cuando encuentra su lugar en el universo y da el paso fatal que lo aparta para siempre de la corriente principal de la raza. El lector se siente tentado de preguntarse si, en lugar de apartarse de esa corriente principal, tal vez no se unió finalmente a ella.

* * *

Manue Nanti se unió al proyecto para ganar dinero. Cinco dólares a la hora era una buena paga, incluso en el año 2134 de nuestra era, y mientras se trabajaba no había modo de gastarlo. Le proporcionarían todo: casa, comida, ropas, artículos de tocador, medicamentos, cigarrillos e incluso una ración diaria de alcohol bebible de noventa grados, destilado localmente de los musgos marcianos fermentados como combustible para los vehículos del proyecto. Calculó que si no jugaba a los dados, terminaría su contrato de cinco años con cincuenta mil dólares en el banco, regresaría a la Tierra y se jubilaría a la edad de veinticuatro años. Manue deseaba viajar, ver los lejanos rincones del mundo, las culturas extrañas, los pueblos sencillos, las aldeas, desiertos, montañas, selvas…, porque hasta que llegó a Marte, nunca había estado a más de ciento cincuenta kilómetros de Cerro de Pasco, su lugar de nacimiento, en Perú.

Una gran melancolía se apoderaba de él en la fría noche marciana, cuando la neblina escarchada se resquebrajaba y mostraba el cielo negro y tachonado de estrellas y el astro-Tierra verde azulado de su nacimiento. «El mundo de mi carne, de mi alma», pensó. Pero había visto tan poco que la mayoría de los lugares le resultarían más extraños que las vistas homogéneamente feas de Marte. Esto era lo que anhelaba ver: los volcanes del Pacífico Sur, las montañas monstruosas del Tíbet, los cíclopes de cemento de Nueva York, los cráteres radiactivos de Rusia, las islas artificiales del mar de la China, la Selva Negra, el Ganges, el Gran Cañón…, pero, sobre todo, las obras de arte humanas, las pirámides, las catedrales góticas de Europa, Notre Dame de Chartres, San Pablo, los maravillosos azulejos de Anacapri. Pero el sueño estaba muy lejos de hacerse realidad.

Manue era un joven corpulento, de huesos fuertes y conformado para el trabajo, inteligente de un modo sencillo y mecánico y con un buen humor melancólico que le ayudaba a aceptar las carcajadas de los capataces que apestaban a whisky y de los ingenieros de ojos de lince que ganaban diez dólares a la hora y buscaban modos de obtener más, legítimamente o no. Más bien no.

Sólo llevaba un mes en Marte y sufría. Cada vez que dirigía el pesado pico hacia el césped rojo castaño, su rostro se contraía de dolor. Las válvulas del aireador de plástico, cosidas quirúrgicamente a su pecho, tiraban, se contraían y parecían rasgarse con cada movimiento de su cuerpo. El oxigenador mecánico cumplía las funciones de un pulmón, absorbía sangre a través de una red de venas y tubos de plástico injertada artificialmente, la congelaba con aire que provenía de un generador químico y la devolvía a su sistema circulatorio. Respirar era innecesario, salvo para tener aire para hablar, pero Manue respiraba el aire marciano de 4.0 psi a tragos desesperados; había visto los pechos atrofiados y desperdiciados de los hombres que llevaban cuatro o cinco años allí, y sabía que cuando regresaran a la Tierra —si es que lo hacían— seguirían necesitando el equipo del oxigenador auxiliar.

—Si no dejas de respirar —le explicó el cirujano—, todo saldrá bien. Por la noche, al acostarte, baja el oxigenador…, ponlo tan bajo que te parezca que jadeas. Existe un punto crítico que es exacto para dormir. Si lo pones demasiado bajo, te despertarás llorando y sentirás claustrofobia. Si está demasiado alto, tus mecanismos reflejos se perderán y no respirarás; después de un tiempo, se te secarán los pulmones. Cuídate.

Manue tuvo mucho cuidado, a pesar que los viejos se reían de él…, con sus risitas secas y resollantes. Algunos de ellos apenas podían pronunciar más de dos o tres palabras por inhalación.

—Respira a fondo, muchacho —le decían—. Disfruta mientras puedas. Muy pronto olvidarás cómo se hace. A menos que seas ingeniero.

Se enteró del hecho que las cosas eran más fáciles para los ingenieros. Dormían en una barraca a presión, donde el aire era de 10 psi y tenía un 25 % de oxígeno, por lo que desconectaban los oxigenadores y dormían en paz. Sus oxigenadores eran incluso de regulación automática, y controlaban la salida según el contenido de bióxido de carbono de la sangre entrante. Pero la Comisión no podía permitirse esos lujos con las cuadrillas de trabajo. La carga útil de un cohete de transporte de la Tierra sólo era alrededor del dos por ciento de la masa total de la nave y no podían llevar nada superfluo. Las naves transportaban las cosas esenciales, el equipo industrial básico, los grandes reactores, los generadores, los motores, las herramientas pesadas.

Era necesario fabricar en Marte las herramientas pequeñas, los materiales de construcción, los alimentos y los combustibles no nucleares. En la barriga de Syrtis Major aparecía el pozo abierto de una mina, en el que un «lago» de óxido de hierro casi puro era trasladado a un fundidor y procesado hasta convertirlo en diversos grados de acero para la construcción, las herramientas y la maquinaria. Una cantera de Flathead Mountains producía grandes cantidades de roca de cemento, que quemaban y aplastaban para preparar hormigón.

Se rumoreaba incluso que Marte se disponía a desarrollar su propia fuerza laboral. Un veterano le dijo que la Comisión había trasladado quinientos matrimonios a una nueva ciudad subterránea de Mare Erythraeum, supuestamente como personal para la central de una comisión local pero, según el veterano, recibirían un bono de tres mil dólares por cada niño que naciera en el planeta rojo. Pero Manue sabía que los viejos atrofiados solían inventar estas cosas, y conservaba cierto grado de escepticismo.

En cuanto a su participación en el Proyecto, sabía —y necesitaba saber— muy poco. El campamento se encontraba en el extremo norte del Mare Cimmerium, rodeado por el lúgubre paisaje marrón y verde de las rocas y los líquenes gigantes, que se extendía hacia horizontes claramente definidos con excepción de una cadena montañosa situada en la lejanía y que colgaba de un cielo azul tan oscuro que, en ocasiones, el astro-Tierra resultaba ligeramente visible durante el pálido día. El campamento se componía de una docena de barracas de piedra de paredes dobles, sin ventanas y techadas con piedras planas cubiertas por una resina alquitranada extraída de las plantas espinosas parecidas a los cactos. El campamento era horrible, solitario y estaba dominado por la delgada armazón de una perforadora montada en el medio.

Manue se unió a la cuadrilla de excavación en la tarea de cavar una zanja de cimiento de un metro de ancho y metro ochenta de profundidad en un cuadrado de cien metros que rodeaba el aparejo de la perforadora y que día y noche trazaba en la corteza de Marte un corte seco cada vez más profundo que exigía interrupciones frecuentes para cambiar las barrenas de rotación. Supo que los geólogos habían previsto una bolsa subterránea de hielo de óxido de tritio, a una profundidad de cuatro mil ochocientos metros, y que por ese motivo estaban perforando. Los cimientos que contribuía a excavar serían los de algún tipo de estación de control.

Trabajaba demasiado como para mostrar mucha curiosidad. Marte era una pesadilla, un mundo torvo, sin mujeres, gélido y desinteresadamente perverso. Su compañero de excavación era un tibetano de ojos negros apodado «Jee» que, en el mejor de los casos, hablaba la omnalingua torpemente. Iba dos pasos detrás de Manue con una pala, revolvía el terreno quebrado y tarareaba un cántico monótono en su propia lengua. Manue rara vez escuchaba su propio idioma y lo extrañaba; uno de los ingenieros, un chileno arrogante, hablaba castellano moderno, pero no con personas como Manue Nanti. La mayoría de los trabajadores apelaban al inglés básico o a la omnalingua. Él hablaba ambos idiomas, pero anhelaba oír la lengua de su pueblo. Aunque trataba de conversar con Jee, el abismo cultural era tan grande que una comunicación satisfactoria resultaba prácticamente imposible. Las bromas peruanas no resultaban divertidas para los oídos tibetanos, a pesar del hecho que Jee se doblaba con ventarrones de risa cada vez que Manue estaba a punto de destrozarse el pie con un mal golpe del pico.

No tenía amigos íntimos. Su capataz era un bajo alemán de ojos pequeños y cejas naranja, llamado Vögeli, que por lo general estaba medio borracho y decidido a conservar la energía de sus pulmones lanzando gritos a su cuadrilla. Era un hombre carnoso y rubicundo que caminaba lentamente por el borde de la excavación y se detenía para mirar lentamente a cada pareja de trabajadores, que si se atrevían a levantar la mirada recibían un cultural azote verbal por esa pausa de un instante. Cuando discutía con un excavador, hacía un alto lanzando una pequeña avalancha de tierra a la zanja, alrededor de los pies del hombre.

Manue conoció el temperamento de Vögeli antes de terminar su primer mes allí. Los tubos del aireador se habían vuelto casi insoportables; la piel, que intentaba sujetarse al plástico, comenzaba a formar un pequeño y apretado cuello en donde los tubos ingresaban en su carne, por lo que se estiraba, ardía y escocía con cada movimiento del tronco. Se sintió súbitamente enfermo. Trastabilló mareado contra un costado de la zanja, dejó caer el pico y se meció pesadamente, aferrándose para no caer. La conmoción y la náusea le estremecieron mientras Jee le miraba y reía estúpidamente.

—¡Eh! —chilló Vögeli desde el otro lado del pozo—. ¡Recoge ese pico! ¡Eh, allí! ¡Recupéralo…!

Manue se acercó mareado para recuperar la herramienta, vio manchones negros que nadaban ante sus ojos y cayó pesadamente hacia atrás, hasta jadear con bocanadas superficiales. El escozor continuo de las válvulas era un infierno portátil que siempre lo acompañaba. Luchó contra el impulso de arrancárselas; si se soltaba una válvula, moriría desangrado en pocos minutos.

Vögeli se acercó pisoteando el montón de tierra fresca y se irguió sobre Manue, caído en la zanja. Lo miró un instante y le rozó la nuca con una pesada bota.

—¡Vuelve al trabajo!

Manue levantó la mirada y movió los labios sin emitir sonidos. A pesar que la temperatura estaba muy por debajo de cero, la humedad de su frente resplandecía bajo el débil sol.

—Recoge ese pico y ponte en actividad.

—No puedo —jadeó Manue—. Las mangueras…, duelen.

Vögeli gruñó una maldición y saltó hasta la zanja, detrás de él.

—Ábrete la chaqueta —ordenó.

Débilmente, Manue intentó obedecer, pero el capataz le apartó la mano y la bajó. Desabotonó torpemente la camisa del peruano y sometió el pecho moreno al gélido frío.

¡No!