Henry Kuttner y C. L. Moore formaron un famoso equipo de escritores de ciencia ficción hasta la muerte repentina del primero, acaecida en 1958. Ambos también fueron famosos y muy célebres individualmente. La perspectiva positiva hacia los cyborgs en los cuentos de uno y de otro que aparecen en este volumen permiten una comparación interesante con los puntos de vista de otros autores.
* * *
Talman sudaba copiosamente cuando llegó al número 16 de Knobhill Road. Tuvo que hacer un esfuerzo para tocar la placa anunciadora. Se oyó un zumbido suave mientras las células fotoeléctricas comprobaban y daban el visto bueno a sus huellas digitales; después, la puerta se abrió y Talman se internó en el oscuro pasillo. Miró hacia atrás, más allá de las colinas, donde las luces del puerto espacial creaban un nimbo pálido y palpitante.
Avanzó, bajó por una rampa y entró en una habitación cómodamente amueblada en la que un hombre gordo y canoso, sentado en un sillón, jugaba con un vaso de cóctel. La tensión dominaba la voz de Talman cuando dijo:
—Hola, Brown. ¿Todo anda bien?
Una sonrisa estiró las mejillas hundidas de Brown.
—Seguro —afirmó—. ¿Por qué no? ¿Acaso la policía te persiguió?
Talman se sentó y comenzó a prepararse un trago en la bandeja cercana. Su rostro delgado y sensible estaba ensombrecido.
—Uno no puede discutir con sus glándulas. De todos modos, eso es lo que el espacio me provoca. Durante todo el camino desde Venus esperaba que alguien se acercara y me dijera: «Se le busca para interrogarlo».
—Nadie lo hizo.
—Yo no sabía qué encontraría aquí.
—La policía no esperaba que nos dirigiéramos a la Tierra —agregó Brown, y revolvió su cabellera gris con una garra informe—. Y la idea te pertenece.
—Sí. Psicólogo consultor para…
—… para criminales. ¿Quieres largarte?
—No —replicó Talman honestamente—. No con los beneficios que ya tenemos a la vista. Esto es grande.
Brown sonrió.
—Claro que sí. Hasta ahora, nunca nadie organizó el delito de este modo. Hasta que nosotros comenzamos, no hubo un solo delito que valiera la pena.
—Pero, ¿dónde estamos ahora? Huyendo.
—Fern ha encontrado un escondite infalible.
—¿Dónde?
—En el Cinturón de Asteroides. Pero necesitamos una cosa.
—¿Qué?
—Una planta de energía atómica.
Talman pareció sorprendido. Pero vio que Brown no bromeaba. Un momento después dejó el vaso y frunció el ceño.
—Yo diría que es imposible. Una planta de energía es demasiado grande.
—Sí —reconoció Brown—, con excepción de aquella que va por el espacio hasta Callisto.
—¿Un secuestro? No tenemos hombres suficientes…
—La nave se encuentra bajo el mando de un Trasplante.
Talman ladeó la cabeza.
—Ah. Eso está fuera de mi especialidad…
—Lógicamente, habrá una tripulación reducida. Pero nos encargaremos de ellos…, y ocuparemos sus sitios. Entonces será una simple cuestión de desenganchar al Trasplante y conectar los mandos manuales. No está tan fuera de tu especialidad. Fern y Cunningham se ocuparán del material técnico, pero primero nosotros tenemos que averiguar cuán peligroso puede ser un Trasplante.
—Yo no soy ingeniero.
Brown ignoró el comentario y prosiguió:
—El Trasplante que conduce este transporte a Callisto es Bart Quentin. Tú lo conociste, ¿no?
Talman asintió, sorprendido.
—Seguro. Hace años. Antes…
—En lo que a la policía se refiere, estás limpio. Tienes que ver a Quentin. Sonsacarle algo. Y averiguar… Cunningham te dirá qué tienes que averiguar. Después, podremos continuar. Eso espero.
—No lo sé…, no estoy…
Brown frunció el ceño.
—¡Tenemos que encontrar un escondite!. Ahora eso es vital. De lo contrario, daría lo mismo que entráramos en la comisaría de policía más cercana y extendiéramos las manos para que nos pusieran las esposas. Hemos sido astutos, pero ahora…, tenemos que escondernos. ¡Y rápido!
—Bueno…, lo comprendo. Pero, ¿sabes qué es en realidad un Trasplante?
—Un cerebro libre. Uno que puede utilizar artilugios artificiales.
—Técnicamente, sí. ¿Viste alguna vez un Trasplante manipulando una excavadora de fuerza? ¿O una draga marina venusiana? ¿Esos mandos terriblemente complicados que sólo una docena de hombres puede manipular?
—¿Estás diciendo que un Trasplante es un superhombre?
—No —replicó Talman lentamente—, no dije eso. Pero sospecho que sería más fácil habérselas con una docena de hombres que con un Trasplante.
—Bueno —agregó Brown—, márchate a Québec y visita a Quentin. He descubierto que ahora se encuentra allí. Pero primero habla con Cunningham. Resolveremos los detalles. Lo que necesitamos es conocer los poderes de Quentin y sus puntos vulnerables. Y si es o no telépata. Tú eres un viejo amigo de Quentin y, por añadidura, psicólogo, de modo que eres idóneo para la tarea.
—Sí.
—Tenemos que conseguir esa planta de energía. ¡Tenemos que escondernos, ahora>
Talman pensó que, probablemente, Brown había planeado esto desde el principio. El gordo era muy astuto; había sido lo bastante inteligente para comprender que los delincuentes comunes no tendrían posibilidades en un mundo altamente tecnificado y cuidadosamente especializado. Las fuerzas policiales podrían recurrir a la ayuda de las ciencias. Las comunicaciones eran excelentes y rápidas, incluso entre los planetas. Existían artilugios… La única posibilidad de cometer un delito con éxito consistía en hacerlo rápido y realizar después una fuga casi instantánea.
Pero era necesario planear el delito. Cuando se compite con una unidad social organizada, como hace todo criminal, conviene crear una unidad semejante. Una cachiporra no tiene posibilidades ante un rifle. Un bandido de mano dura estaba condenado a un rápido fracaso por un motivo semejante. Las huellas que dejara serían analizadas; la química, la psicología y la criminología lo rastrearían; se le haría confesar. Se le haría confesar, y sin utilizar métodos de baja categoría. De modo que…
De modo que Cunningham era un ingeniero electrónico. Fern era astrofísico. Talman, psicólogo. El corpulento y rubio Dalquist era cazador, por elección y profesión, un cazador maravillosamente integrado y terriblemente veloz con las armas. Cotton era matemático…, y Brown el coordinador. La combinación había funcionado con éxito en Venus, durante tres meses. Después, inevitablemente, la red se cerró y la unidad retornó a la Tierra, preparada para dar un nuevo paso del plan a largo plazo. Hasta ese momento, Talman no lo conocía. Pero podía comprender rápidamente su necesidad lógica.
Si era necesario, podrían ocultarse para siempre en el vasto yermo del Cinturón de Asteroides y salir para dar un golpe siempre que se presentara la oportunidad. A salvo, podrían formar una organización delictiva clandestina, con un sistema de espías diseminado entre los planetas… Sí, era el camino inevitable. De todos modos, dudaba en poner a prueba su talento ante el de Bart Quentin. El hombre ya… no era… humano…
La preocupación lo dominó durante el viaje a Québec. Aunque era cosmopolita, no podría dejar de experimentar tensión y turbación cuando se encontrara con Quent. Tratar de ignorar ese…, accidente…, resultaría demasiado obvio. Pero recordaba que…, siete años atrás, Quentin había poseído un hermoso físico musculoso y había estado orgulloso de su capacidad como bailarín. En cuanto a Linda, se preguntó qué había ocurrido con ella. Bajo esas circunstancias, resultaba imposible que aún fuera la señora de Bart Quentin. ¿O lo era?
Miró el San Lorenzo, una barra de plata opaca que se extendía debajo del avión a medida que éste se inclinaba. Pilotos robots…, un delgado haz de luz. Sólo durante las tormentas violentas los pilotos normales asumían el mando. En el espacio, la cuestión era distinta. Y había otros trabajos, terriblemente complicados, que sólo los cerebros humanos podían abordar. Mejor dicho, un tipo muy especial de cerebro.
Un cerebro como el de Quentin.
Talman se rascó la puntiaguda mandíbula y sonrió débilmente, mientras intentaba localizar la fuente de su preocupación. Entonces encontró la respuesta. ¿Acaso Quent, en su nueva encarnación, poseía más de cinco sentidos? ¿Podía detectar reacciones que un hombre normal no percibiría? Si era así, Van Talman estaba definitivamente hundido.
Miró a su compañero de asiento, Dan Summers, de Wyoming Engineers, por intermedio del cual se había puesto en contacto con Quentin. Summers, un joven rubio con arrugas alrededor de los ojos, producidas por el sol, sonrió afablemente.
—¿Nervioso?
—Puede ser —repuso Talman—. Me preguntaba cuánto habrá cambiado.
—Los resultados varían en cada caso.
El avión, controlado por haces de luz, se deslizó por las pendientes del aire del anochecer en dirección al puerto. Las torres iluminadas de Québec formaban un telón de fondo irregular.
—¿Entonces cambian?
—Supongo que, psíquicamente, se ven obligados a hacerlo. Usted es psicólogo, señor Talman. ¿Cómo se sentiría si…?
—Tal vez existan compensaciones.
Summers rió.
—Ésa es una afirmación incompleta. Compensaciones…, ¡bueno, la inmortalidad sólo es una de esas compensaciones…!
—¿La considera una bendición? —inquirió Talman.
—Sí, así es. Permanecerá en la cumbre de sus poderes durante sabrá Dios cuánto tiempo. No habrá deterioro. Los venenos de la fatiga son automáticamente eliminados mediante la irradiación. Obviamente, las células cerebrales no pueden reemplazarse a sí mismas del mismo modo…, digamos…, que el tejido muscular; pero no es posible dañar el cerebro de Quent en su caja especialmente construida. La arteriosclerosis no es un problema gracias a la solución plasmática que empleamos…, no hay calcio que se deposite en las paredes arteriales. El estado físico de su cerebro está automática y perfectamente controlado. Las únicas enfermedades que Quent puede contraer son mentales.
—¿Claustrofobia? No. Usted dice que tiene lentes oculares. Se produciría una sensación automática de extensión.
Summers agregó:
—Si usted percibe algún cambio…, al margen del cambio perfectamente normal del crecimiento mental en siete años…, me interesaría que me lo comunicara. Para mí…, bueno, yo crecí con los Trasplantes. Ya no soy consciente de sus cuerpos mecánicos e intercambiables, del mismo modo que un médico no piensa que un amigo es un conjunto de nervios y venas. Lo que cuenta es la facultad de razonar, que no se ha alterado.
Talman comentó pensativamente:
—De todos modos, usted es una especie de médico para los Trasplantes. Un lego podría experimentar otro tipo de reacción. Sobre todo si estuviese acostumbrado a ver un rostro…
—Nunca tengo conciencia de esa falta.
—¿Y Quent?
Summers vaciló.
—No —replicó por último—. Estoy seguro que no es así. Está maravillosamente adaptado. La readaptación a la vida de Trasplante lleva un año. Después, todo marcha sobre ruedas.
—He visto a los Trasplantes que trabajan en Venus, aunque desde lejos. Pero no hay muchos destinados fuera de la Tierra.
—No tenemos suficientes técnicos entrenados. Exige literalmente la mitad de una vida el entrenar a un hombre para que se ocupe de los Trasplantes. Antes que comience, es necesario que incluso sea un ingeniero electrónico calificado. —Summers rió—. Pero las compañías de seguros cubren gran parte de los gastos iniciales.
Talman estaba asombrado.
—¿Cómo es eso?
—Los aseguran. Gajes del oficio, inmortalidad. ¡Amigo mío, trabajar en la investigación atómica es peligroso!
Salieron del avión hacia el fresco aire nocturno. Mientras caminaban hacia el coche que los esperaba, Talman dijo:
—Quentin y yo crecimos juntos. Pero sufrió el accidente dos años después que yo dejara la Tierra y no he vuelto a verlo desde entonces.
—¿Como Trasplante? Vaya. Bueno, es una palabra desdichada. Algún imbécil le puso esa etiqueta cuando son los expertos en propaganda los que debieron ocuparse de ello. Desgraciadamente, la palabra prendió. A la larga, tenemos la esperanza de popularizar los…, los Trasplantes. Todavía no. Acabamos de comenzar. Hasta ahora, sólo tenemos doscientos treinta, los exitosos.
—¿Muchos fracasos?
—Ahora no. Al principio… Es complicado. Desde la primera trepanación hasta la última activación y readaptación, se trata de la tarea técnica más desquiciadora, exigente y difícil que el cerebro humano haya realizado. La reconciliación de un mecanismo coloide con un acoplamiento electrónico…, pero el resultado merece la pena.
—Tecnológicamente. Pero me pregunto por los valores humanos.
—¿Psicológicamente? Bueno…, Quentin le hablará de ese aspecto. Y tecnológicamente, usted no sabe ni la mitad. Jamás se ha desarrollado una máquina coloide, como el cerebro…, hasta ahora. Y no es puramente mecánica. Se trata simplemente de un milagro, de la síntesis del tejido vivo e inteligente con una maquinaria delicada y receptiva.
—Pero obstaculizada por las limitaciones de la máquina…, y del cerebro.
—Veremos. Ya hemos llegado. Cenaremos con Quent…
Talman le clavó la mirada.
—¿Cenaremos?
—Sí. —Los ojos de Summers mostraban una expresión burlona—. No, él no come virutas de acero. A decir verdad…
La conmoción de volver a encontrarse con Linda tomó por sorpresa a Talman. No esperaba verla. Ahora no; no en esas condiciones alteradas. Pero ella no había cambiado demasiado; todavía era la misma mujer cálida y amistosa que recordaba, un poco mayor, pero muy hermosa y graciosa. Siempre había sido encantadora. Era delgada y alta, un estrafalario peinado de espirales de color miel ambarina coronaba su cabeza, y sus ojos castaños no mostraban la tensión que Talman podía haber esperado.
Él le tomó las manos.
—No lo digas —le pidió—. Sé cuánto tiempo ha pasado.
—No contaremos los años, Van —le sonrió—. Seguiremos a partir del mismo punto en que lo dejamos. Con un trago, ¿de acuerdo?
—A mí tampoco me vendría mal un trago —intervino Summers—, pero tengo que presentarme en la central. Sólo veré a Quent un minuto. ¿Dónde está?
—Allí dentro. —Linda señaló una puerta y volvió a dirigirse a Talman—. ¿Así que has estado en Venus? Se te ve bastante desteñido. Cuéntame cómo te ha ido.
—Muy bien. —Tomó la coctelera de sus manos y agitó cuidadosamente los martinis. Se sentía incómodo.
Linda levantó una ceja.
—Sí, Bart y yo seguimos casados. Pareces sorprendido.
—Un poco.
—Él sigue siendo Bart —agregó serenamente—. Tal vez no lo parezca, pero es el hombre con quien me casé. Así que puedes relajarte, Van.
Talman sirvió los martinis. Sin mirarla, murmuró:
—Mientras estés satisfecha…
—Sé en qué estás pensando. Que sería como tener una máquina por marido. Al principio…, bueno, superé esa sensación. Después de un tiempo, ambos la superamos. Había reservas, supongo que las sentirás cuando lo veas. Pero eso, en realidad, carece de importancia. Él es… Bart. —Empujó un tercer vaso hacia Talman y él la miró sorprendido.
—No me…
Ella asintió.
Los tres cenaron juntos. Talman observaba el cilindro de sesenta por sesenta centímetros apoyado en la mesa, frente a él, y trataba de discernir personalidad e inteligencia en los lentes dobles. No podía dejar de imaginar a Linda como a una sacerdotisa que adoraba cierto tipo de imagen de una deidad extraña, concepto que lo perturbaba. En ese momento, Linda introducía camarones congelados y empapados en salsa en el compartimiento metálico, y los recogía cuando el amplificador emitía una señal.
Talman había esperado una voz monótona y sin tono, pero la sonovox daba profundidad y timbre cada vez que Quentin hablaba.
—Esos camarones son totalmente utilizables, Van. Sólo la costumbre hace que tiremos la comida después que la he tenido en mi caja alimenticia. Es verdad que degusto los alimentos…, pero no tengo jugos salivares.
—Tú…, los degustas.
Quentin rió ligeramente.
—Mira, Van, no intentes simular que esto te parece natural. Tendrás que acostumbrarte.
—A mí me llevó mucho tiempo —contó Linda—. Pero después de un período descubrí que pensaba que era el tipo de tontería que Bart siempre solía hacer. ¿Recuerdas la vez en que te pusiste esa armadura para la reunión de la Junta, en Chicago?
—Bueno, demostré lo que quería —afirmó Quentin—. Ahora he olvidado de qué se trataba, pero…, estábamos hablando del gusto. Van, puedo degustar esos camarones. Faltan ciertos matices, es verdad. Las sensaciones muy sutiles están perdidas para mí. Pero se trata de algo más que dulce y agrio, salado y amargo. Hace años, las máquinas ya podían degustar.
—No hay digestión…
—Y tampoco espasmos del píloro. Lo que he perdido en refinamientos degustativos lo compenso con el verme libre de las enfermedades gastrointestinales.
—Ahora tampoco eructas —agregó Linda—. Gracias a Dios.
—También puedo hablar con la boca llena —agregó Quentin—. Pero, compañero, no soy el cerebro-encarnado-en-una-supermáquina en el que inconscientemente estás pensando. Yo no escupo rayos letales.
Talman sonrió incómodo.
—¿Acaso pensaba en eso?
—Apostaría a que sí. Pero… —El timbre de su voz cambio—. No soy súper. En mi interior soy muy humano, y no creas que a veces no añoro los viejos tiempos. Echarse en la playa y sentir el sol sobre la piel, y ese tipo de cosas. Bailar siguiendo el ritmo de la música y…
—Querido —suplicó Linda.
La voz volvió a cambiar.
—Sí, son los detalles nimios y triviales los que componen una vida completa. Pero ahora tengo sustitutos…, factores paralelos. Reacciones imposibles de describir porque son…, digamos…, vibraciones electrónicas en lugar de las conocidas vibraciones neurales. Claro que tengo sensaciones, pero a través de los órganos mecánicos. Cuando los impulsos llegan a mi cerebro, son automáticamente traducidos a símbolos conocidos o… —titubeó—. Pero ahora no tanto…
Linda introdujo un fragmento de pescado aplastado en el compartimiento alimentario.
—Delirios de grandeza, ¿no?
—Delirios de alteración…, pero no son delirios, amor mío. Verás, Van, cuando me convertí en un Trasplante, carecía de una pauta de comparación salvo la pauta arbitraria que ya conocía. Y ésa estaba adaptada a un cuerpo humano…, únicamente. Más tarde, cuando sentía el impulso de un artilugio excavador, automáticamente experimentaba la misma sensación que si tuviese el pie apoyado en el acelerador de un coche. Ahora esos viejos símbolos se desvanecen. Ahora…, siento…, más directamente, sin traducir los impulsos a las imágenes de los viejos tiempos.
—Eso debe ser más rápido —comentó Talman.
—Lo es. No tengo que pensar en el valor de pi cuando recibo una señal pi. No necesito desmembrar la ecuación. Comienzo a sentir qué significa la ecuación.
—¿La síntesis con una máquina?
—Pero no soy un robot. Esto no afecta la identidad, la esencia personal de Bart Quentin. —Se produjo un breve silencio, y Talman notó que Linda observaba concentradamente el cilindro. Quentin prosiguió con el mismo tono—. Resolver problemas me produce una enorme alegría. Siempre fue así. Pero ahora no se limita al papel. Yo mismo llevo a cabo toda la tarea, desde su concepción hasta el fin. Organizo el plan de utilización y…, Van, ¡yo soy la máquina!
—¿Máquina? —preguntó Talman.
—Mientras conducías o pilotabas, ¿notaste alguna vez cómo te identificas con la máquina? Es una prolongación de ti mismo. Yo voy un paso más lejos. Y resulta satisfactorio. Supongamos que pudieras llevar la empatía hasta el límite y ser uno de tus pacientes mientras resuelves su problema. Es un éxtasis…
Talman vio que Linda echaba vino blanco en una cámara separada.
—¿Ya no te emborrachas? —preguntó.
Linda se atragantó.
—Con alcohol, no…, ¡pero es indudable que Bart se marea!
—¿Cómo?
—Adivínalo —dijo Quentin, ligeramente presuntuoso.
—El torrente sanguíneo absorbe el alcohol y de allí llega al cerebro… ¿Tal vez el equivalente a las intravenosas?
—Antes preferiría poner veneno de cobra en mi sistema circulatorio —afirmó el Trasplante—. Mi equilibrio metabólico es demasiado delicado, está organizado a la perfección y demasiado alterado por la introducción de sustancias extrañas. No, utilizo estímulos eléctricos…, una corriente de alta frecuencia inducida que me pone como a un gatito.
Talman mantenía fija la mirada.
—¿Y eso es un sustituto?
—Sí, Van, el tabaco y la bebida son irritantes. ¡En este sentido, también el pensar! Cuando siento la necesidad física de una borrachera, cuento con un artilugio que suministra la irritación estimulante…, y te apostaría que obtienes más placer con ello que con un cuarto de mescal.
—Él cita a Housman —intervino Linda—. Y hace imitaciones animales. Bart es una maravilla con su control tonal. —Se puso de pie—. Si me perdonan, tengo un K. P. Automatic en la cocina y todavía falta apretar los botones.
—¿Puedo ayudar? —se ofreció Talman.
—No, gracias. Quédate aquí con Bart. Querido, ¿quieres que te levante los brazos?
—No —replicó Quentin—. Van puede ocuparse de mi dieta líquida. Auméntala, Linda… Summers dice que tendré que volver muy pronto al trabajo.
—¿Está lista la nave?
—Casi.
Linda se detuvo en el umbral y se mordió los labios.
—Jamás me acostumbraré a que conduzcas tú solo una nave espacial y, menos todavía, esa cosa.
—Tal vez esté provisionalmente equipada, pero llegará a Callisto.
—Bueno…, también hay una tripulación reducida, ¿no?
—En efecto —respondió Quentin—, aunque no es necesaria. Las compañías de seguros exigen una tripulación de emergencia. Summers realizó un buen trabajo al equipar la nave en seis semanas.
—Con chicle y grapas —comentó Linda—. Espero que aguante.
Se marchó mientras Quentin sonreía. Se produjo un silencio. Talman sintió que su compañero era…, estaba…, había cambiado. Porque sentía que Quentin lo miraba…, y Quentin no estaba allí.
—Coñac, Van —dijo la voz—. Echa un poco en mi caja.
Talman comenzó a obedecer, pero Quentin lo retuvo.
—De la botella, no. Ha pasado mucho tiempo desde que mezclé ron y Coca-Cola en mi boca. Utiliza el inhalador. Eso es. Está bien. Bebe tú también un trago y dime cómo te sientes.
—¿A qué…?
—¿No lo sabes?
Talman caminó hasta la ventana y se detuvo a mirar los brillos fluorescentes que se reflejaban en el San Lorenzo.
—Siete años, Quent. Es difícil acostumbrarse a ti…, en esta forma.
—No he perdido nada.
—Ni siquiera a Linda —afirmó Talman—. Tienes suerte.
Con voz serena, Quentin dijo:
—Ella quiso quedarse conmigo. El accidente que tuve hace cinco años me destrozó. Estaba realizando una investigación atómica y existían algunos riesgos que era necesario correr. La explosión me destrozó, me liquidó. No creas que Linda y yo no lo habíamos pensado antes. Conocíamos los gajes del oficio.
—Pero tú…
—Calculamos que el matrimonio podría durar, a pesar de… Pero después, prácticamente insistí en el divorcio. Ella me convenció del hecho que todavía podíamos hacer algo. Y así es.
Talman asintió.
—Yo diría que sí.
—Eso…, durante un tiempo, evitó que enloqueciera… —agregó Quentin suavemente—. Sabes lo que siento por Linda. Siempre ha sido una ecuación perfecta. Aunque los factores han cambiado, nos hemos adaptado. —La risa súbita de Quentin hizo girar al psicólogo—. No soy un monstruo, Van. ¡Intenta superar esa idea!
—Nunca pensé que lo fueras —protestó Talman—. Eres…
—¿Qué?
Nuevamente, el silencio. Quentin gruñó:
—En cinco años he aprendido a percibir cómo reaccionan las personas ante mí. Dame un poco más de coñac. Todavía imagino que lo degusto con mi paladar. Es extraño cómo persisten las viejas asociaciones.
Talman vertió el coñac en el inhalador.
—De modo que piensas que, salvo físicamente, no has cambiado.
—Y tú me consideras un cerebro puro en un cilindro de metal. No como el muchacho con el que solías emborracharte en la Tercera Avenida. Oh, claro que he cambiado. Pero se trata de un cambio normal. No hay nada implícitamente extraño en los miembros que son extensiones metálicas. Es un paso más allá de la conducción de un coche. Si yo fuera el tipo de superartilugio que inconscientemente supones que soy, sería un introvertido total y dedicaría mi tiempo a resolver ecuaciones cósmicas. —Quentin empleó una palabrota vulgar—. Y si hiciera eso, enloquecería. Porque no soy un superhombre. Soy un muchacho común, un buen físico, y he tenido que adaptarme a un nuevo cuerpo. Y éste, naturalmente, tiene sus desventajas.
—Por ejemplo, ¿cuáles?
—Los sentidos. O la falta de ellos. He contribuido al desarrollo de muchos aparatos compensadores. Leo literatura de evasión, me emborracho mediante una irritación eléctrica, degusto incluso aunque no pueda comer. Miro los espectáculos de televisión. Intento conseguir el equivalente de todos los placeres sensitivos puramente humanos que puedo. Esto conforma un equilibrio muy necesario.
—Puede ser. Pero, ¿funciona?
—Mira, tengo ojos sumamente sensibles a los matices y gradaciones de color. Poseo dispositivos en los brazos que pueden perfeccionarse hasta el punto de manejar aparatos microscópicos. Puedo dibujar…, y, con seudónimo, soy un caricaturista bastante popular. Eso lo hago como cosa secundaria. Mi verdadero trabajo sigue siendo la física. Y todavía es un buen trabajo. ¿Conoces la sensación de placer puro que se siente cuando se resuelve un problema de geometría, electrónica, psicología o cualquier otra cosa? Ahora puedo resolver problemas infinitamente más complicados, que además de cálculos exigen reacciones en fracciones de segundo. Como la conducción de una nave espacial. Más coñac. En una habitación caliente, se convierte en material volátil.
—Sigues siendo Bart Quentin —afirmó Talman—, pero me siento más seguro de ello cuando tengo los ojos cerrados. Conducir una nave espacial…
—No he perdido nada humano —insistió Quentin—. Los elementos emocionales básicos no han cambiado. En realidad…, no es agradable que entres y me mires claramente horrorizado, pero puedo comprender por qué lo haces. Hemos sido amigos durante mucho tiempo, Van. Tal vez tú lo olvides antes que yo.
Súbitamente, la transpiración se heló en el estómago de Talman. A pesar de las palabras de Quentin, ya se sentía seguro de tener una parte de la respuesta que había ido a buscar a Québec. El Trasplante no tenía poderes anormales…, no había funciones telepáticas.
Evidentemente, tendría que hacer más preguntas.
Sirvió más coñac y sonrió al cilindro que brillaba opacamente sobre la mesa. Podía oír a Linda, que cantaba con voz suave en la cocina.
La nave espacial no tenía nombre, por dos motivos. Primero, porque sólo realizaría un viaje, hasta Callisto; el segundo motivo era más extraño. No era, básicamente, una nave con un cargamento, sino un cargamento con una nave.
Las plantas de energía atómica no son dínamos comunes que puedan desarmarse y colocarse en un cajón de embalaje. Son enormemente grandes, poderosas, voluminosas y colosales. Completar una estructura atómica lleva dos años y después la activación inicial debe tener lugar en la Tierra, en la inmensa planta de control de patrones que ocupa siete distritos de Pennsylvania. El Departamento de Pesos, Medidas y Energía, de Washington, tiene un trozo de metal en una caja de cristal controlada por termostatos: se trata del metro patrón. De modo semejante, existe en Pennsylvania, bajo increíbles medidas de precaución, el único desintegrador atómico clave del Sistema Solar.
Sólo había una exigencia en cuanto al combustible: lo mejor era filtrarlo por una pantalla de alambre de un calibre de aproximadamente dos centímetros y medio. Y era una cuestión arbitraria, conveniente para la preparación de un patrón de combustibles. Por lo demás, la energía atómica lo consumía todo.
Pocas personas se ocupaban de la energía atómica; por su cualidad violenta. Los ingenieros investigadores operaban según un sistema simulado. A pesar de ello, sólo el seguro de inmortalidad —el Trasplantidae— evitaba que las neurosis se convirtieran en psicosis.
La planta de energía destinada a Callisto era demasiado grande para cargarla en la nave mayor de las líneas comerciales, pero tenía que llegar a Callisto. Por eso los técnicos construyeron una nave alrededor de la planta de energía. Aunque no estaba equipada de modo precario, sin duda alguna no cumplía las normas. En ocasiones, las cuestiones de diseño diferían exorbitantemente de la norma. Las exigencias especiales se satisfacían con destreza, frecuentemente de manera heterodoxa, a medida que surgían. Puesto que el mando total reposaría en las manos del Trasplante Quentin, sólo se organizaron adaptaciones provisionales para la comodidad de la reducida tripulación auxiliar. Ésta no recorrería toda la nave a menos que una avería los obligara a hacerlo, pero era prácticamente imposible que se produjera una avería. A decir verdad, la nave casi era una entidad viviente. Pero no del todo.
El Trasplante contaba con extensiones —instrumentos— en las diversas secciones de la gran nave. Estaban especializadas para hacer frente al trabajo que realizarían. No había acoplamientos sensitivos, salvo los auditivos y oculares. Por el momento, Quentin era, simplemente, el mando de vuelo de una supernave espacial. El cilindro cerebral fue trasladado a la nave por Summers, que lo insertó —¡en algún lugar!—, lo conectó y así puso fin al trabajo de construcción.
La planta móvil de energía despegó hacia Callisto.
A una tercera parte del camino hacia la órbita marciana, seis hombres vestidos con trajes espaciales entraron en una inmensa cámara que constituía la pesadilla de los técnicos.
Desde un amplificador mural, la voz de Quentin dijo:
—¿Qué haces aquí, Van?
—Está bien —dijo Brown—. Ya está. Ahora trabajaremos velozmente. Cunningham, localiza la conexión. Dalquist, mantén el arma preparada.
—¿Qué tengo que buscar? —preguntó el rubio corpulento.
Brown miró de soslayo a Talman.
—¿Estás seguro del hecho que carece de movilidad?
—Estoy seguro —replicó Talman mientras movía los ojos. Se sentía expuesto a la mirada de Quentin y eso no le gustaba.
Cunningham, delgado, arrugado y con el ceño fruncido, agregó:
—La única movilidad corresponde al mecanismo de transmisión propiamente dicho. Estaba seguro de ello antes que Talman lo comprobara por partida doble. Cuando se conecta un Trasplante para una tarea, queda limitado a los instrumentos que necesita para ello.
—Bueno, no perdamos tiempo charlando. Desconecta el circuito.
Cunningham observó a través de su visor.
—Espera un momento. Éste no es un equipo normalizado, sino experimental…, accidental. Tendré que rastrear algunos…
Subrepticiamente, Talman intentaba divisar las lentes oculares del Trasplante, pero sin éxito. Sabía que, desde algún punto de ese laberinto de tubos, espirales, cables, redes y embrollo mecánico, Quentin lo observaba. Sin duda alguna, desde diversos puntos, contaría con una visión global, con los ojos dispuestos estratégicamente alrededor de la habitación.
Esa cámara central de mandos era muy amplia. La luz era de color amarillo brumoso. Debido a su altura vacía e imponente, parecía una extraña catedral sobrenatural, y su inmensidad empequeñecía a los seis hombres. Las redes al descubierto, anormalmente grandes, zumbaban y chispeaban; los grandes tubos al vacío llameaban extrañamente. Alrededor de las paredes, por encima de sus cabezas, se extendía una plataforma de metal, a seis metros de altura, con una barandilla de metal protectora. Se llegaba a ella por dos escaleras, situadas en las paredes opuestas de la habitación. En lo alto pendía un globo celeste, y el apagado palpitar de la poderosa energía murmuraba en la atmósfera clorada.
El amplificador dijo:
—¿Qué es esto? ¿Un acto de piratería?
Brown afirmó indiferentemente:
—Llámelo así, si quiere. Y relájese. No le haremos daño. Tal vez le enviemos de regreso a la Tierra, cuando encontremos un modo seguro de hacerlo.
Cunningham investigaba un engranaje y tenía buen cuidado de no tocar nada.
Quentin agregó:
—Este cargamento no merece un secuestro. Saben que no transmito por radio lo que transporto.
—Necesito una planta de energía —comentó Brown secamente.
—¿Cómo se metieron a bordo?
Brown levantó una mano para limpiarse el sudor de la frente, pero después, sonriente, se contuvo.
—Cunningham, ¿has encontrado algo?
—Dame tiempo. Sólo soy especialista en electrónica. Este tinglado es un embrollo. Fern, échame una mano con esto.
La incomodidad de Talman iba en aumento. Comprendió que, después del primer comentario de sorpresa, Quentin le había ignorado. Una compulsión indefinible le llevó a echar hacia atrás la cabeza y a pronunciar el nombre de Quentin.
—Sí —respondió Quentin—. ¿Y bien? ¿De modo que estás con esta pandilla?
—Sí.
—Y en Québec me sonsacaste, para cerciorarte del hecho que yo era inofensivo.
Talman agregó inexpresivamente:
—Teníamos que estar seguros.
—Comprendo. ¿Cómo se metieron a bordo? El radar esquiva automáticamente las masas que se acercan. No pudieron acercar vuestra nave en el espacio.
—No fue eso lo que hicimos. Nos quitamos de encima la tripulación auxiliar y tomamos sus trajes.
—¿Se la quitaron de encima?
Talman dirigió la mirada hacia Brown.
—¿Qué otra cosa podíamos hacer? No podemos permitirnos acciones a medias en un juego tan grande como éste. Más tarde, cuando nuestro plan comenzara a funcionar, se habrían convertido en un peligro para nosotros. Nadie sabrá nada de esto, salvo nosotros. Y tú. —Talman volvió a mirar a Brown—. Quent, creo que será mejor que te pongas de nuestra parte.
El amplificador ignoró la amenaza que esa sugerencia implicaba.
—¿Para qué quieren la planta de energía?
—Hemos elegido un asteroide —respondió Talman, y echó la cabeza hacia atrás para estudiar el enorme hueco atestado de la nave, que nadaba ligeramente en la neblina de su atmósfera venenosa. Había esperado que Brown lo interrumpiera, pero el gordo no abrió la boca. Pensó que era muy difícil hablar persuasivamente con alguien cuya situación ignoraba—. El único problema es que carece de atmósfera. Con la planta, podremos fabricar nuestra propia atmósfera. Sería un milagro que alguien nos encontrara en el Cinturón de Asteroides.
—¿Y después, qué? ¿Piratería?
Talman no respondió.
La caja de la voz agregó pensativamente:
—Es posible que fuera una buena opción. Al menos, durante un tiempo. El suficiente para acumular bastantes beneficios. Nadie espera algo semejante. Sí, tal vez la idea dé resultado.
—Bien, si eso piensas —dijo Talman—, ¿cuál es el paso lógico siguiente?
—No lo que tú piensas. No les seguiría la corriente. Esto no se debe a motivos morales, sino a cuestiones de autoconservación. Yo sería inútil para ustedes. La necesidad de los Trasplantes sólo existe en una civilización altamente compleja y extendida. Me convertiría en exceso de equipaje.
—Si te diera mi palabra…
—Tú no eres el mandamás —le interrumpió Quentin.
Instintivamente, Talman dirigió otra mirada inquisitiva a Brown. De la caja de la voz de la pared surgió un extraño sonido parecido a una risa ahogada.
—Está bien —dijo Talman, y se encogió de hombros—. Naturalmente, no te decidirás a favor nuestro de inmediato. Piénsalo. Recuerda que ya no eres Bart Quentin, aunque tienes ciertas desventajas mecánicas. Aunque no tenemos mucho tiempo, podemos perder un poco, digamos diez minutos, mientras Cunningham estudia las cosas. Entonces…, bueno, Quent, no estamos jugando a las canicas —apretó los labios—. Si te pones de nuestro lado y guías la nave según nuestras órdenes, podremos permitir que vivas. Pero debes decidirte rápidamente. Cunningham te encontrará y se hará cargo de los mandos. Después…
—¿Por qué estás tan seguro de encontrarme? —preguntó Quentin serenamente—. Sé cuánto valdría mi vida en cuanto aterrizara donde quieren. Ustedes no me necesitan. Aunque quisieran, no podrían proporcionarme el mantenimiento adecuado. No, terminaría reuniéndome con los tripulantes que se quitaron de encima. Ahora yo les daré un ultimátum.
—Tú…, ¿qué?
—Quédense quietos, no manoseen nada y yo aterrizaré en una parte aislada de Callisto y dejaré que se escapen —propuso Quentin—. Si no lo aceptan, que Dios les ayude.
Por vez primera, Brown demostró que había reparado en esa voz lejana. Se volvió hacia Talman.
—¿Es una jugada falsa?
Talman asintió lentamente.
—Tiene que serlo. Él es inofensivo.
—Un engaño —afirmó Cunningham sin abandonar la tarea.
—No —le comunicó serenamente el amplificador—, no estoy diciendo falsedades. Y tenga cuidado con esa tabla. Forma parte del acoplamiento atómico. Si toca incorrectamente las conexiones, es probable que nos desintegre a todos en el espacio.
Cunningham se apartó del laberinto de cables que sobresalían de la baquelita. Fern, que se encontraba a cierta distancia, giró su rostro moreno para mirar.
—Tranquilo —aconsejó—. Tenemos que estar seguros de lo que hacemos.
—Cállate —gruñó Cunningham—. Yo sé. Tal vez el Trasplante tenga miedo a esto. Seré muy cuidadoso y me mantendré alejado de las conexiones atómicas, pero… —calló, a fin de estudiar la maraña de cables—. No. Creo…, que esto no es atómico. Tampoco son los plomos de mando. Supongamos que corto esta conexión… —su mano enguantada esgrimía una cortadora forrada en goma.
La caja de la voz dijo:
—Cunningham…, no lo haga.
Cunningham acomodó la cortadora.
El amplificador suspiró:
—Entonces, usted primero. ¡Ahí va!
Talman sintió que la placa transparente de la cara golpeaba dolorosamente su nariz. La enorme habitación se bamboleó vertiginosamente mientras él resbalaba hacia atrás, incapaz de detenerse. A su alrededor vio grotescas figuras vestidas con traje espacial que se tambaleaban y trastabillaban. Brown perdió el equilibrio y cayó pesadamente.
Cunningham había quedado enganchado en los cables cuando la nave disminuyó bruscamente la velocidad. Ahora colgaba como una mosca atrapada en la maraña; sus miembros, su cabeza y todo su cuerpo se sacudían y se contraían con espasmódica violencia. La furia de la diabólica danza aumentó.
—¡Sáquenlo de allí! —chilló Dalquist.
—¡Esperen! —gritó Fern—. Cortaré la energía…
Pero no sabía cómo hacerlo.
Talman, con la garganta seca, vio que el cuerpo de Cunningham se estiraba, se arqueaba y temblaba con espasmódica agonía. Los huesos crujieron súbitamente.
Ahora, Cunningham se sacudía con más flaccidez, y su cabeza caía pesadamente.
—Bájenlo —ordenó Brown.
Pero Fern sacudió negativamente la cabeza.
—Cunningham está muerto y ese acoplamiento es peligroso.
—¿Cómo? ¿Muerto?
Bajo el delgado bigote, los labios de Fern se separaron en una sonrisa carente de humor.
—Cualquiera puede romperse el cuello durante un ataque epiléptico.
—Sí —afirmó Dalquist, notoriamente conmovido—. Es verdad que tiene el cuello roto. Miren cómo se le mueve la cabeza.
—Pasa una corriente alterna de veinte ciclos a través de tu cuerpo y también sufrirás convulsiones —advirtió Fern.
—¡No podemos dejarlo allí!
—Podemos —aseguró Brown, con el ceño fruncido—. Se mantendrán alejados de las paredes. —Miró con furia a Talman—. ¿Por qué no…?
—Claro, lo sé. Pero Cunningham debió ser lo bastante sensato para mantenerse apartado de los cables pelados.
—Por aquí hay muy pocos cables aislados —gruñó el gordo—. Tú dijiste que el Trasplante era inofensivo.
—Dije que carecía de movilidad. Y que no era telépata. —Talman notó que su voz parecía a la defensiva.
Fern agregó:
—Se supone que suena una señal cada vez que la nave aumenta o disminuye la velocidad. Esta vez no sonó. El Trasplante debió desconectarla para que no nos avisara.
Levantaron la mirada hacia ese vacío zumbante, enorme y amarillo. La claustrofobia se apoderó de Talman. Las paredes parecían a punto de unirse…, de replegarse, como si él estuviera en la mano ahuecada de un titán.
—Podemos destrozar sus células oculares —propuso Brown.
—Encuéntralas. —Fern señaló el laberinto del equipo.
—Todo lo que tenemos que hacer es desconectar al Trasplante. Interrumpir su conexión. Entonces está liquidado.
—Por desgracia —dijo Fern—, Cunningham era el único ingeniero electrónico con el que contábamos. ¡Yo sólo soy astrofísico!
—No te preocupes. Tiramos de un enchufe y el Trasplante se desmaya. ¡Y eso puedes hacerlo!
La ira aumentó. Pero Cotton, un hombrecillo de parpadeantes ojos azules, quebró la tensión.
—Las matemáticas…, la geometría…, deberían ayudarnos. Queremos localizar al Trasplante y… —levantó la mirada y quedó helado—. ¡Hemos cambiado de rumbo! —exclamó por último, y se humedeció los labios resecos—. ¿Ven ese indicador?
En lo alto, Talman podía divisar el enorme globo celeste. Un punto de luz roja se distinguía claramente en su superficie oscura.
El rostro moreno de Fern mostró una expresión burlona.
—Seguro. El Trasplante corre a protegerse. Y la Tierra es el lugar más próximo en el que puede conseguir ayuda. Pero nosotros tenemos tiempo de sobra. No soy un técnico de la capacidad de Cunningham, pero tampoco soy un imbécil. —No miró el cuerpo que se balanceaba rítmicamente sobre los cables—. No es necesario que comprobemos todas las conexiones de la nave.
—De acuerdo; entonces, hazlo —gruñó Brown.
Incómodo dentro del traje, Fern se acercó a una abertura cuadrada del suelo y observó el emparrillado de tela metálica que se extendía veinticinco metros más abajo.
—Correcto. Aquí está el tubo de alimentación. No es necesario que rastreemos las conexiones por toda la nave. El combustible sale por ese tubo delantero de allí arriba. Ahora miren. Aparentemente, todo lo relacionado con la energía atómica está marcado con lápiz de cera de color rojo. ¿Ven?
Lo vieron. En diversos lugares, en las placas y las tablas sin aislar, había extrañas marcas rojas. Y otros símbolos en color azul, verde, negro y blanco.
—Nos basaremos en ese supuesto —agregó Fern—. Al menos, por ahora. El rojo es la energía atómica. Verde…, azul…
Súbitamente, Talman dijo:
—No veo nada que se parezca a la caja cerebral de Quentin.
—¿Esperabas verla? —preguntó irónicamente el astrofísico—. Se encuentra en algún hueco acolchado. El cerebro puede soportar más atmósferas que el cuerpo, pero siete suele ser el máximo en ambos casos. Lo cual, dicho sea de paso, nos viene bien. Sería inútil otorgar un potencial de alta velocidad a esta nave. El Trasplante no podría soportarlo, al igual que nosotros.
—Siete atmósferas —murmuró Brown.
—Que también harían que el Trasplante se desmayara. Tendrá que permanecer consciente para pilotar la nave al atravesar la atmósfera terrestre. Tenemos tiempo de sobra.
—Ahora vamos muy despacio —intervino Dalquist.
Fern echó una rápida mirada al globo celeste.
—Eso parece. Trabajaré con esto. —Tomó una cuerda de su cinturón y se ató a una de las columnas centrales—. Así estaré protegido contra cualquier accidente.
—El rastreo de un circuito no puede ser tan difícil —comentó Brown.
—Normalmente no lo es. Pero en esta cámara todo está mezclado: el control atómico, el radar, el fregadero de la cocina. Y esas etiquetas sólo sirvieron para la construcción. No existió un anteproyecto de esta nave. Es un modelo único. Puedo encontrar el Trasplante, pero llevará tiempo. Así que cállense y déjenme trabajar.
Brown frunció el ceño, pero no dijo nada. La calva de Cotton estaba empapada en sudor. Dalquist rodeó con el brazo una columna metálica y aguardó. Talman volvió a mirar la galería que colgaba de las paredes. En el globo celeste aparecía un disco de luz roja que reptaba.
—Quent —dijo.
—Sí, Van —la voz de Quentin sonaba ligeramente distante.
Brown se llevó indiferentemente una mano hasta el desintegrador que colgaba de su cinturón.
—¿Por qué no cedes?
—¿Por qué no ceden ustedes?
—No puedes luchar con nosotros. El hecho que atraparas a Cunningham fue una casualidad. Ahora estamos en guardia…, no puedes dañarnos. Encontrarte sólo es una cuestión de tiempo. Y entonces no esperes piedad, Quent. Nos ahorrarás problemas si nos dices dónde estás. Estamos dispuestos a pagar por eso. Después que te encontremos, por nuestra iniciativa, no podrás negociar. ¿Qué me dices?
—No —respondió Quentin sencillamente.
Hubo unos minutos de silencio. Talman observaba a Fern, que desenrollaba cautelosamente la cuerda e investigaba la maraña de la que el cadáver de Cunningham todavía pendía.
Quentin dijo:
—No encontrará la respuesta allí. Estoy perfectamente camuflado.
—Pero estás desvalido —agregó Talman rápidamente.
—Y ustedes también. Pregúntale a Fern. Es posible que destruya la nave si manipula incorrectamente las conexiones. Analiza vuestro problema. Regresamos hacia la Tierra. He adoptado un nuevo rumbo que concluirá en el amarradero. Si ceden ahora…
—Nunca se modificaron los viejos estatutos —afirmó Brown—. La pena por piratería es la muerte.
—Hace cien años que no hay un caso de piratería. Si se juzgara un caso real, tal vez fuera distinto.
—¿Encarcelamiento? ¿Readaptación? —preguntó Talman—. Antes prefiero estar muerto.
—Perdemos velocidad —gritó Dalquist, y se aferró con más fuerza a la columna.
Al mirar a Brown, Talman pensó que el gordo sabía lo que él mismo estaba pensando. Si los conocimientos técnicos fracasaban, tal vez no ocurriera lo mismo con la psicología. Y Quentin, después de todo, era un cerebro humano.
«En primer lugar, hacer que el sujeto baje la guardia.»
—Quent.
Pero Quent no replicó. Brown hizo una mueca y giró para mirar a Fern. El sudor caía por el rostro moreno del físico mientras se concentraba en los acoplamientos y trazaba diagramas en un bloc que llevaba sujeto en el antebrazo.
Poco después, Talman comenzó a marearse. Sacudió la cabeza, notó que la velocidad de la nave era casi nula y se sujetó con más fuerza a la columna más próxima. Fern lanzó una maldición. Tenía dificultades para mantener su postura.
Después, cuando la nave se liberó, la perdió por completo. Cinco figuras cubiertas con trajes espaciales se sujetaron a los asideros convenientes. Fern espetó:
—Tal vez estemos en un punto muerto, pero eso tampoco ayuda al Trasplante. Yo no puedo trabajar sin gravedad…, él no puede llegar a la Tierra sin aceleración.
La caja de la voz dijo:
—He enviado un SOS.
Fern rió.
—Hablé de eso con Cunningham…, y usted también conversó demasiado con Talman. Con un radar que evita meteoros, no es necesario un aparato de señales, y usted no lo tiene. —Miró los aparatos que acababa de dejar—. Pero tal vez me haya acercado demasiado a la solución, ¿no? ¿Es por eso que…?
—No estaba ni siquiera cerca —afirmó Quentin.
—Da lo mismo…
Fern dio una patada para alejarse de la columna y soltó la cuerda a sus espaldas. Se pasó un lazo por la muñeca izquierda y, colgado en medio del aire, se dedicó a estudiar el acoplamiento.
Brown perdió el asidero en la columna resbaladiza y flotó libremente, como un globo demasiado inflado. Talman llegó de un impulso hasta la barandilla de la galería. Se aferró la barra de metal con las manos enguantadas, saltó como un acróbata y miró hacia abajo —aunque no era realmente hacia abajo—, a la cámara de mandos.
—Creo que será mejor que cedan —insistió Quentin.
Brown flotaba para reunirse con Fern.
—Jamás —afirmó y, simultáneamente, cuatro atmósferas sacudieron la nave con el impacto de un martinete.
No se trataba de una aceleración hacia delante. Iba en otra dirección, prevista de antemano. Fern se salvó a costa de una muñeca casi dislocada…, pero el lazo lo salvó de una zambullida fatal en los cables sin aislamiento.
Talman chocó contra la galería. Vio que los demás caían a plomo y golpeaban duramente contra las duras superficies. Sin embargo, nada detuvo a Brown.
Había rondado el agujero del tubo de alimentación cuando se produjo la aceleración.
Talman vio que el cuerpo voluminoso desaparecía por la abertura. Se oyó un sonido indescriptible.
Dalquist, Fern y Cotton forcejearon hasta ponerse de pie. Se acercaron cautelosamente al agujero y miraron.
Talman gritó:
—¿Está…?
Cotton se había alejado. Dalquist permanecía en el mismo sitio, aparentemente fascinado, según pensó Talman, hasta que lo vio levantar los hombros. Fern miró hacia la galería.
—Atravesó la pantalla del filtro —explicó—. Es una red metálica de dos centímetros y medio de grosor.
—¿La rompió?
—No —respondió Fern decididamente—. No la rompió. La atravesó.
Cuatro atmósferas y una caída de veinticinco metros equivalen a algo terrible. Talman cerró los ojos y gritó:
—¡Quent!
—¿Ceden?
Fern estalló:
—¡Ni por su vida! Nuestra unidad no es tan interdependiente. Podemos arreglarnos sin Brown.
Talman se sentó en la galería, se sostuvo de la barandilla y dejó que sus pies colgaran en el vacío. Miró hacia el globo celestial, que se encontraba a su izquierda, a doce metros. El punto rojo que representaba a la nave se encontraba inmóvil.
—Creo que ya no eres humano, Quent —afirmó.
—¿Porque no utilizo un desintegrador? Ahora tengo otras armas con las que luchar. No me engaño a mí mismo, Van. Estoy luchando por mi vida.
—Todavía podemos negociar.
—Te dije que olvidarías nuestra amistad antes que yo —agregó Quentin—. Debiste saber que este secuestro sólo podía terminar con mi muerte. Pero, evidentemente, no te importó.
—No esperaba que tú…
—Sí —lo interrumpió la voz de la caja—. Me pregunto si habrías estado tan dispuesto a continuar con el plan si yo todavía tuviera forma humana. En cuanto a la amistad…, utiliza tus propios trucos psicológicos, Van. Tú ves mi cuerpo mecánico como un enemigo, como una barrera entre tú y el verdadero Bart Quentin. Es posible que, inconscientemente, lo odies y, en consecuencia, estás dispuesto a destruirlo. A pesar que incluso así me destruirías a mí. No lo sé…, tal vez lo racionalizas creyendo que así me rescatarías de la cosa que ha levantado la barrera. Pero olvidas que, básicamente, no he cambiado.
—Solíamos jugar juntos al ajedrez —agregó Talman—, pero no destrozábamos los peones.
—Estoy en jaque —respondió Quentin—. Sólo puedo luchar con los caballos. Y tú todavía tienes torres y alfiles. Puedes avanzar en línea recta hacia tu meta. ¿Cedes?
—¡No! —exclamó Talman. Tenía la mirada fija en la luz roja. Vio que un temblor la movía y se aferró frenéticamente a la barandilla de metal. Su cuerpo se balanceó mientras la nave se sacudía. Una mano enguantada perdió su asidero. Pero la otra aguantó. El globo celeste se agitaba violentamente. Talman pasó una pierna por encima de la barandilla, trepó hasta su percha precaria y miró hacia abajo.
Fern seguía sujeto a su cuerda auxiliar. Dalquist y el pequeño Cotton resbalaban por su suelo y finalmente chocaron estrepitosamente contra una columna. Alguien gritó.
Talman bajó con cautela y bañado en sudor. Cuando llegó junto a Cotton, el hombre ya estaba muerto. Las resquebrajaduras radiactivas de la placa de su rostro y sus facciones contorsionadas y descoloridas ofrecían la respuesta.
—Chocó conmigo. —Dalquist tragó saliva—. Su placa se estrelló contra la parte de atrás de mi casco…
La atmósfera clorada de la nave herméticamente cerrada había puesto fin a la vida de Cotton, no fácil sino rápidamente. Dalquist, Fern y Talman intercambiaron miradas.
El gigante rubio dijo:
—Quedamos tres. Esto no me gusta. No me gusta nada.
Fern mostró los dientes.
—De modo que seguimos subestimando esa cosa. A partir de ahora, sujétense a las columnas. No se muevan sin un anclaje seguro. Manténganse apartados de todo lo que podría crear problemas.
—Aún nos dirigimos hacia la Tierra —dijo Talman.
—Sí —admitió Fern—. Podríamos abrir una portilla y salir al espacio libre. ¿Y entonces, qué? Pensábamos utilizar esta nave. Y ahora tenemos que hacerlo.
—Si cediéramos… —comenzó a decir Dalquist.
—La ejecución. —Fern le interrumpió de plano—. Todavía tenemos tiempo—. He localizado algunas conexiones. También eliminé muchos acoplamientos.
—¿Crees que todavía puedes hacerlo?
—Creo que sí. Pero no se separen de los asideros ni un solo instante. Encontraré la respuesta antes que entremos en la atmósfera.
Talman hizo una sugerencia:
—El cerebro emite pautas vibrátiles reconocibles. ¿Tal vez un detector direccional?
—Si estuviéramos en medio del Mojave, funcionaría. Pero aquí, no. La nave está repleta de corrientes y radiaciones. ¿Cómo podríamos desenmarañarlas sin aparatos?
—Trajimos algunos aparatos. Y hay montones más en las paredes.
—Enganchados. Y tendré mucho cuidado antes de alterar el status quo. Ojalá Cunningham no hubiera caído por el desagüe.
—Quentin no es tonto —comentó Talman—. Primero se libró del ingeniero electrónico y después de Brown. Luego te buscó a ti. Alfil y reina.
—¿Y eso en qué me convierte?
—En torre. Si puede, te atrapará. —Talman frunció el ceño e intentó recordar algo. Entonces lo supo. Se agachó sobre el bloc del brazo de Fern y, con el cuerpo, ocultó lo que escribía de toda célula fotoeléctrica que pudiera encontrarse en las paredes o en el techo. Escribió: «Se emborracha con altas frecuencias. ¿Puedes hacerlo?»
Fern arrugó el trozo de papel y lo rompió torpemente con las manos enguantadas. Guiñó un ojo a Talman y asintió.
—Bueno, seguiré intentándolo —dijo, y desplegó la cuerda hacia el equipo de aparatos que él y Cunningham habían subido a bordo.
Dalquist y Talman se sujetaron a las columnas y esperaron. Nada podían hacer. Talman ya había hablado con Fern y Cunningham acerca de esta cuestión de la irritación por altas frecuencias; entonces, esa información no les había parecido valiosa. Ahora podía ser la solución, con la psicología práctica aplicada que complementaría a la tecnología.
Mientras tanto, Talman deseaba un cigarrillo. Sudoroso dentro del incómodo traje, sólo pudo manipular un artilugio incorporado que le permitió ingerir una gragea de sal y unos tragos de agua. El corazón le latía fuertemente y sentía un dolor sordo en las sienes. El traje espacial era incómodo; no estaba acostumbrado a un encierro tan personal.
A través del artilugio receptor incorporado, podía oír el silencio zumbante, interrumpido tan sólo por el crujido acolchado de las botas revestidas cuando Fern se movía. Talman parpadeó ante el caos de herramientas y cerró los ojos; la insoportable luz amarilla, que no estaba destinada a la visión humana, emitía pequeños latidos que palpitaban nerviosamente en algún punto de sus órbitas oculares. Pensó que Quentin estaba en algún lugar de esta nave, probablemente en esa misma cámara. Pero camuflado. ¿Cómo?
¿Material epistolar robado? Muy improbable. Quentin no había tenido motivos para esperar secuestradores. Un accidente puro había intervenido para proteger al Trasplante en un escondite tan magnífico. Eso y los métodos rústicos de los técnicos que construían una pieza única de equipo con la precaria comodidad de un palo enjabonado.
Pero si lograba que Quentin revelara su situación…, pensó Talman.
¿Cómo? ¿A través de una irritación cerebral inducida…, de una intoxicación?
¿Mediante una apelación a las cuestiones básicas? Pero un cerebro no podía perpetuar la especie. La autoconservación era la única constante. Talman deseó haber llevado a Linda. Así habría tenido una ventaja.
Si Quentin hubiese tenido un cuerpo humano, no habría sido tan difícil encontrar la solución. Y no necesariamente a través de la tortura. Las reacciones musculares automáticas, ese viejo recurso de los magos profesionales, podría haber conducido a Talman hasta su meta. Por desgracia, el mismo Quentin era la meta: un cerebro sin cuerpo en un cilindro de metal aislado y acolchado. Y su médula espinal era un cable.
Si Fern lograba localizar un aparato de alta frecuencia, las radiaciones debilitarían las defensas de Quentin…, tanto en un sentido como en otro. Por el momento, el Trasplante era un contrincante muy peligroso. Y estaba perfectamente camuflado.
Bueno, perfectamente, no. Era evidente que no. Talman comprendió con un súbito destello de entusiasmo que Quentin no estaba sentado, ignorando a los piratas y escogiendo el camino más rápido de retorno a la Tierra. El hecho de desandar el rumbo en lugar de seguir hacia Callisto demostraba que Quentin deseaba conseguir ayuda. Y mientras tanto, a través del asesinato, hacía todo lo que podía para distraer a sus inesperados invitados.
Porque, evidentemente, era posible encontrar a Quentin.
Con tiempo.
Cunningham habría podido hacerlo. Hasta Fern era una amenaza para el Trasplante. Eso significaba que Quentin tenía miedo…
Talman absorbió una bocanada de aire.
—Quent —dijo—, te voy a hacer una propuesta. ¿Me escuchas?
—Sí —replicó la voz lejana y dolorosamente conocida.
—Tengo una solución para todos nosotros. Tú quieres seguir con vida. Nosotros queremos esta nave, ¿no es así?
—Correcto.
—Supongamos que te lanzamos en paracaídas al entrar en la atmósfera terrestre. Después podemos tomar los mandos y volver a salir. De ese modo…
—Y Bruto es un hombre honrado —comentó Quentin—. Claro que no lo era. Yo no puedo confiar en ti, Van. Los psicópatas y los delincuentes son demasiado amorales. Y despiadados, porque consideran que el fin justifica los medios. Van, eres un psicólogo psicópata y precisamente por eso nunca creería en tu palabra.
—Corres un gran riesgo. Sabes que si encontramos a tiempo el acoplamiento preciso, no habrá negociación.
—Si lo encuentran.
—Hay un largo camino hasta la Tierra. Ahora tomamos precauciones. No podrás matar a ninguno más. Seguiremos trabajando hasta encontrarte. ¿Qué me dices ahora?
Después de una pausa, Quentin dijo:
—Prefiero correr riesgos. Conozco los valores tecnológicos mejor que los humanos. Mientras dependa de mi propia esfera de conocimientos, estaré más seguro que si intento meterme con la psicología. Sé de coeficientes y cosenos, pero no conozco mucho acerca de la máquina coloide de tu cráneo.
Talman bajó la cabeza; las gotas de sudor cayeron de su nariz al interior de la placa de la cara. Experimentó una repentina claustrofobia; temor al ceñido espacio del traje y temor a la mazmorra que eran la cámara y la nave propiamente dicha.
—Estás limitado, Quent —afirmó con voz demasiado alta—. Tus armas son limitadas. No puedes adaptar aquí dentro la presión atmosférica porque, de lo contrario, ya la habrías comprimido, aplastándonos.
—Y al mismo tiempo destruiría el equipo vital. Además, esos trajes soportan una gran presión.
—Tu rey sigue en jaque.
—Y el tuyo también —replicó Quentin serenamente.
Fern dirigió a Talman una lenta mirada que denotaba aprobación y ligero triunfo. El acoplamiento comenzaba a tomar forma bajo los guantes torpes que manipulaban los delicados instrumentos. Afortunadamente, fue una tarea de conversión más que de construcción, que habría exigido demasiado tiempo.
—Que te diviertas —agregó Quentin—. Pondré todas las atmósferas que podamos resistir.
—No siento nada —aseguró Talman.
—He dicho todas las que podamos resistir y no todas las que podría dar. Adelante y que se diviertan. No pueden ganar.
—¿No?
—Bueno…, calcúlalo. Mientras permanezcan sujetos en un sitio, estarán relativamente a salvo. Pero si comienzan a moverse, podré destruirles.
—Eso significa que tendremos que movernos…, hasta algún sitio…, a fin de alcanzarte, ¿no?
Quentin rió.
—No he dicho eso. Estoy bien camuflado. ¡Desconecta esa cosa!
El grito retumbó y volvió a retumbar contra el techo abovedado, agitando el aire ambarino. Talman se sacudió nerviosamente. Se topó con la mirada de Fern y vio la sonrisa del astrofísico.
—Lo está alcanzando —dijo Fern.
Durante varios minutos reinó el silencio.
La nave saltó bruscamente. Pero el inductor de frecuencias estaba fuertemente anclado y los hombres también estaban sujetos por sus cuerdas.
—Desconéctenlo —repitió Quentin. No controlaba plenamente su voz.
—¿Dónde estás? —inquirió Talman.
No obtuvo respuesta.
—Quent, podemos esperar.
—¡Entonces, sigan esperando! El temor personal no…, no me distrae. Es una de mis ventajas.
—Un alto valor irritante —murmuró Fern—. Funciona rápidamente.
—Vamos, Quent —agregó Talman persuasivamente—. Aún posees el instinto de autoconservación. Y esto no te puede resultar agradable.
—Es…, demasiado agradable —dijo Quentin con voz quebrada—. Pero no funcionará. Siempre pude aguantar los tragos que bebía.
—Esto no es alcohol —afirmó Fern. Tocó un cuadrante.
El Trasplante rió; satisfecho, Talman notó que había comenzado a perder el dominio verbal.
—No funcionará, digo. Soy demasiado inteligente para ustedes…
—¿Sí?
—Sí. No son imbéciles…, ninguno de ustedes lo es. Quizá Fern sea un buen técnico, pero no lo suficiente. Van, ¿recuerdas que en Québec me preguntaste si se había producido algún cambio…? Te respondí que no. Pero ahora descubro que me equivoqué.
—¿Cómo?
—La ausencia de distracción. —Quentin hablaba demasiado: un síntoma de intoxicación—. Un cerebro en un cuerpo nunca puede concentrarse plenamente. Es demasiado consciente del cuerpo. Lo cual es un mecanismo imperfecto. Demasiado especializado para resultar eficaz. La respiración, la circulación…, todos los sistemas interfieren. Hasta la costumbre de respirar es una distracción. Por el momento, la nave es mi cuerpo…, pero se trata de un mecanismo perfecto. Funciona con eficacia absoluta. Mi cerebro es igualmente mejor.
—Superhombre.
—Supereficaz. En general, la mejor mente gana al ajedrez porque puede prever los gambitos. Yo puedo prever todo lo que podrían hacer. Y ustedes tienen una desventaja terrible.
—¿Por qué?
—Son humanos.
«Egotismo —pensó Talman—. ¿Era éste el talón de Aquiles? Evidentemente, el anticipo de triunfo había cumplido su tarea psicológica y el equivalente electrónico de la borrachera había liberado inhibiciones. Bastante lógico. Después de cinco años de trabajo rutinario, por muy novedoso que pudiera ser, esa situación súbitamente alterada (ese cambio de activo a pasivo, de máquina a protagonista) podría haber sido el catalizador. Ego. Y el pensamiento turbio.»
Porque Quentin no era un supercerebro. Definitivamente, no lo era. Cuanto mayor es el coeficiente intelectual, menor es la necesidad de autojustificación, sea directa o indirecta. Extrañamente, de pronto Talman se sintió absuelto de todo remordimiento persistente. El verdadero Bart Quentin jamás habría sido culpable de pautas de pensamiento paranoico.
De modo que…
La articulación de Quentin era clara, no había omisiones. Pero ya no hablaba con un paladar mullido, la lengua, los labios y a través de una columna de aire. Ahora el control tonal estaba perceptiblemente alterado y la voz del Trasplante iba de un susurro sostenido hasta casi un grito.
Talman sonrió. De algún modo, ahora se sentía mejor.
—Somos humanos —afirmó—, pero seguimos sobrios.
—Tonterías. Mira el indicador. Nos acercamos a la Tierra.
—Acaba de una vez, Quentin —dijo Talman cansinamente—. Estás diciendo falsedades y ambos lo sabemos. No puedes soportar una cantidad indefinida de alta frecuencia. Ahorra tiempo y entrégate ya.
—Cedan ustedes —replicó Quent—. Puedo ver todo lo que hacen. De todos modos, la nave es un laberinto de trampas. Desde aquí arriba, lo único que tengo que hacer es mirar hasta que se acerquen a una de ellas. Planeo mi jugada de antemano, y cada gambito está preparado para dar jaque mate a uno de ustedes. No tienen ninguna posibilidad. No tienen ninguna posibilidad.
«Desde aquí arriba», pensó Talman. ¿Arriba, dónde? Recordó que el pequeño Cotton había comentado que podían recurrir a la geometría para localizar al Trasplante. Claro que sí. Geometría y psicología. Dividir la nave en dos, en cuatro y seguir bisecando los restos…
No era necesario. Arriba era la palabra clave. Talman se aferró a ella con una ansiedad que su rostro no exteriorizó. Arriba, aparentemente, reducía a la mitad la zona que tendrían que escudriñar. Podrían excluir la parte inferior de la nave. Ahora tendría que dividir en dos la sección superior y utilizaría el globo celeste como línea divisoria.
Como es lógico, el Trasplante poseía células oculares en toda la nave, pero provisionalmente Talman decidió que Quentin se consideraba situado en un lugar determinado, y no diseminado por toda la nave, localizado en todo lugar donde estuviera incorporado un ojo. En su opinión, una cabeza de hombre en su lugar.
Quentin podía ver el punto rojo del globo celeste, pero eso no significaba, necesariamente, que estuviera situado en la pared frente a ese hemisferio del globo. Mediante trampas, tendría que lograr que el Trasplante diera referencias sobre su relación física real con los objetos de la nave…, y sería difícil, porque el mejor modo de hacerlo era por referencias visuales, el enlace más importante del individuo normal con lo que le rodea. Y la vista de Quentin era casi omnipotente. Podía verlo todo.
De algún modo, tenía que existir una localización…
Un test de asociación de palabras serviría. Pero eso implicaba su cooperación y Quentin no estaba tan borracho.
Nada obtendría sabiendo lo que Quentin podía ver porque su cerebro no se encontraba necesariamente cerca de alguno de sus ojos. Existiría una comprensión sutil e intrínseca de localización por parte del Trasplante; el conocimiento que él —ciego, sordo y mudo a no ser por sus distantes mecanismos sensitivos extensores— se encontraba en determinado lugar. A no ser por un interrogatorio reveladoramente directo, ¿cómo se podría lograr que Quentin diera las respuestas adecuadas?
«Es imposible», pensó Talman, con una desesperanzada sensación de ira frustrada. La ira aumentó. Le provocó sudor en el rostro y le despertó un odio sordo y doloroso por Quentin. Y la culpa del hecho que Talman estuviera encarcelado en ese odioso traje espacial y en esa enorme nave muy peligrosa era de Quentin. Culpa de una máquina…
Repentinamente, divisó el camino.
Era claro que dependería del grado de borrachera de Quentin. Miró a Fern, lo interrogó con la mirada y éste, como respuesta, accionó un cuadrante y asintió.
—Malditos sean —susurró Quentin.
—Mentiras —afirmó Talman—. Diste a entender que ya no tienes el instinto de autoconservación.
—Yo…, no…
—¿No es cierto?
—No —replicó Quentin en voz muy alta.
—Quent, olvidas que soy psicólogo. Tendría que haber visto antes los matices. El libro estaba abierto, listo para leer, incluso antes que te viera. Cuando vi a Linda.
—¡No menciones a Linda!
Talman experimentó una visión momentánea y enfermiza del cerebro borracho y torturado oculto en algún lugar de las paredes, una pesadilla surrealista.
—Seguro —agregó—. No quieres pensar en ella.
—Cállate.
—Tampoco quieres pensar en ti mismo, ¿no?
—Van, ¿qué intentas? ¿Enloquecerme?
—No —respondió Talman—. Simplemente estoy harto, podrido y asqueado de todo este asunto. De simular que eres Bart Quentin, que todavía eres humano, que podemos tratar contigo en los mismos términos.
—No habrá trato…
—No me refería a eso y lo sabes. Acabo de comprender qué eres —dejó las palabras suspendidas en el aire sutil. Imaginó que escuchaba la respiración dificultosa de Quentin, aunque sabía que sólo era una ilusión.
—Van, por favor, cállate —pidió Quentin.
—¿Quién me pide que me calle?
—Yo.
—¿Y eso qué es?
La nave pegó un salto. Talman estuvo a punto de perder el equilibrio. La cuerda atada a la columna lo salvó. Rió.
—Quent, te compadecería si tú fueras tú… Pero no lo eres.
—No caeré en ningún truco.
—Tal vez sea un truco, pero también es la verdad. Y tú mismo te lo has preguntado. Estoy seguro de ello.
—¿Qué es lo que me he preguntado?
—Ya no eres humano —agregó Talman suavemente—. Eres una cosa. Una máquina. Un artilugio. Un trozo de carne esponjosa y gris en una caja. ¿Creíste realmente que me acostumbraría a ti…, ahora? ¿Que podría identificarte con el viejo Quent? ¡Ni siquiera tienes rostro!
La caja sonora emitió ruidos. Parecían metálicos.
—Cállate —volvió a decir Quentin después, casi quejumbrosamente—. Sé lo que intentas hacer.
—Y no quieres hacerle frente. Pero, tarde o temprano, tendrás que hacerlo, tanto si nos matas como si no lo haces. Este asunto es secundario. Pero los pensamientos seguirán creciendo y creciendo en tu cerebro. Y tú seguirás cambiando y cambiando. Ya has cambiado muchísimo.
—Estás loco —aseguró Quentin—. No soy un monstruo…
—Eso esperas, ¿no? Analízalo lógicamente. No te has atrevido a hacerlo, ¿verdad? —Talman levantó su mano enguantada y chasqueó las puntas de sus dedos revestidos—. Intentas, con desesperación, seguir aferrado a algo que se aleja…, la humanidad, la herencia con la que naciste. Te aferras a los símbolos, con la esperanza que éstos equivalgan a la realidad. ¿Por qué finges comer? ¿Por qué insistes en beber coñac de una copa? Sabes que se te podría arrojar a chorros desde una lata de petróleo.
—No. ¡No! Se trata de una cuestión estética…
—Tonterías. Vas a los espectáculos de televisión. Lees. Simulas que eres tan humano como para ser caricaturista. Todas estas simulaciones son una adhesión desesperada y sin solución a algo que ya ha desaparecido de ti. ¿Por qué sientes la necesidad de emborracharte? Estás mal adaptado porque simulas que sigues siendo humano y ya no lo eres.
—Soy…, bueno, algo mejor…
—Tal vez…, si hubieses nacido como máquina. Pero fuiste humano. Tuviste un cuerpo humano. Tuviste ojos, pelo y labios. Y Linda debe recordarlo, Quent. Tendrías que haber insistido en el divorcio. Mira…, si sólo hubieses quedado mutilado por la explosión, ella podría haberte cuidado. La habrías necesitado. Pero eres una unidad autosuficiente y autocontenida. Ella cumple un buen trabajo de simulación, lo reconozco. No intenta pensar en ti como en un helicóptero en vuelo. Un aparato. Una gota de tejido celular húmedo. Debe resultarle difícil. Te recuerda tal como eras.
—Me ama.
—Te compadece —afirmó Talman implacablemente.
En la quietud zumbante, el punto rojo se arrastró por el globo. Fern sacó la lengua y se humedeció los labios. Dalquist observaba serenamente, con los ojos entrecerrados.
—Sí —agregó Talman—, hazle frente. Y piensa en el futuro. Existen compensaciones. Obtendrás un gran placer en mezclar tus palancas. Finalmente, dejarás de recordar que fuiste humano. Entonces serás más feliz. Porque no puedes aferrarte a ello, Quent. Se aleja. Durante un tiempo podrás seguir simulando pero, a la larga, ya no importará. El hecho de ser un aparato te dará satisfacción. Verás belleza en una máquina y no en Linda. Tal vez eso ya ha ocurrido. Quizá Linda sabe que ha ocurrido. Por ahora no necesitas ser honesto contigo mismo. Eres inmortal. Pero yo no aceptaría como regalo ese tipo de inmortalidad.
—Van…
—Yo sigo siendo Van. Pero tú eres una máquina. Adelante, mátanos si quieres, y si puedes. Después regresa a la Tierra y, cuando veas nuevamente a Linda, mírala a los ojos. Mira su rostro cuando ella no sabe que la observan. No te resultará difícil hacerlo. Aparéjate a la célula fotoeléctrica de una lámpara o a algo así.
—¡Van…, Van!
Talman dejó caer las manos a los costados.
—De acuerdo. ¿Dónde estás?
El silencio creció mientras un problema inaudible recorría la inmensidad amarilla. Tal vez el problema estaba en la mente de todos los Trasplantes. El problema de un precio…
¿Qué precio?
La soledad total, la certeza enfermiza que los viejos lazos se rompían uno a uno y que en lugar de una humanidad viva y cálida quedaría…, ¿un monstruo mental?
Sí, se lo había preguntado…, este Trasplante que había sido Bart Quentin lo había hecho. Se lo había preguntado mientras las orgullosas y enormes máquinas que conformaban su cuerpo seguían preparadas para saltar hacia una vida vibrante.
«¿Estoy cambiado? ¿Todavía soy Bart Quentin?»
«¿O acaso ellos, los humanos…, me consideran como a un…? ¿Y ahora Linda qué opina realmente de mí? ¿Soy yo…?»
«¿Soy yo… eso?»
—Sube a la galería —dijo Quentin. Su voz sonaba extrañamente apagada y muerta.
Talman hizo un gesto rápido. Fern y Dalquist se pusieron en actividad. Cada uno subió por una de las escaleras situadas en los lados opuestos de la habitación, con cuidado, sujetando las cuerdas a cada peldaño.
—¿Dónde está? —preguntó Talman delicadamente.
—La pared sur… Oriéntate según la esfera celeste. Puedes alcanzarme… —la voz se apagó.
—¿Sí?
Silencio.
—¿Se ha desmayado? —gritó Fern hacia abajo.
—¡Quent!
—Sí…, aproximadamente en el centro de la galería. Te lo diré cuando llegues.
—Tranquilo —advirtió Fern a Dalquist. Pasó una vuelta de la cuerda por la barandilla de la galería y avanzó lentamente, escudriñando la pared con la mirada.
Talman utilizó una mano para limpiarse la placa del rostro, que se había empañado. El sudor caía por su cara y por sus costados. La persistente luz amarilla y la quietud zumbante de las máquinas que tendrían que atronar portentosamente sometieron sus nervios a una tensión insoportable.
—¿Aquí? —preguntó Fern.
—¿Dónde estás, Quent? —preguntó Talman—. ¿Dónde estás?
—Van —dijo Quentin, con un tono agónicamente horrible y apremiante—. No es posible que hablaras en serio. No puede ser. Esto es…, ¡tengo que saberlo! ¡Estoy pensando en Linda!
Talman tembló. Se humedeció los labios.
—Quent, eres una máquina —afirmó con voz pausada—. Eres un aparato. Sabes que nunca habría intentado matarte si todavía fueras Bart Quentin.
Entonces, con asombrosa violencia, Quentin rió.
—¡Ahí va, Fern! —gritó y los ecos entrechocaron y rugieron por la cámara abovedada.
Fern intentó aferrarse a la barandilla de la galería.
Fue un error fatal. La cuerda que lo sujetaba a esa barandilla se convirtió en una trampa…, porque no vio el peligro a tiempo para desatarse.
La nave dio un salto.
Estaba maravillosamente evaluado. Fern salió disparado hacia la pared, pero la cuerda lo detuvo. Simultáneamente, el enorme globo celeste se soltó del soporte y trazó un arco pendular con el impulso de una palmeta de las proporciones de un gigante. El impacto destrozó instantáneamente la cuerda de Fern.
La vibración resonaba en las paredes.
Talman se aferró a una columna y mantuvo la vista fija en el globo. Se balanceaba en un arco decreciente a medida que la inercia superaba el impulso. Del globo chorreaba un líquido.
Vio que el casco de Dalquist aparecía por encima de la barandilla. El hombre gritó:
—¡Fern!
No obtuvo respuesta.
—¡Fern! ¡Talman!
—Estoy aquí —le informó Talman.
—¿Dónde…? —Dalquist giró la cabeza y clavó la mirada en la pared. Lanzó un grito.
De su boca surgieron obscenidades múltiples. Se arrancó el desintegrador del cinturón y apuntó al laberinto de aparatos que se extendían debajo.
—¡Dalquist! —gritó Talman—. Espera.
Dalquist no oía.
—Destrozaré la nave —gritaba—. Des…
Talman sacó su desintegrador, apoyó el cañón contra la columna y disparó a la cabeza de Dalquist. Vio que el cuerpo sobrepasaba la barandilla, caía y se estrellaba contra las placas del suelo. Después rodó boca arriba y permaneció así, emitiendo sonidos enfermizos y pesarosos.
—Van —dijo Quentin.
Talman no replicó.
—¡Van!
—¡Sí!
—Desconecta el inductor.
Talman se irguió, caminó con paso inseguro hasta el aparato y arrancó los cables. No se molestó en buscar un método más sencillo.
La nave aterrizó largo rato después. La vibración zumbante de las corrientes se apagó. Ahora la oscura y enorme cámara de mandos parecía extrañamente vacía.
—He abierto una portilla —dijo Quentin—. Denver se encuentra aproximadamente a setenta y cinco kilómetros en dirección norte. A unos seis kilómetros hay una carretera en esa dirección.
Talman se levantó y miró a su alrededor. Su rostro parecía arrasado.
—Nos engañaste —musitó—. En todo momento jugaste con nosotros. Mi psicología…
—No —aseguró Quentin—. Estuviste a punto de triunfar.
—¿Qué…?
—En realidad, no me consideras un aparato. Fingiste hacerlo, pero una ligera cuestión semántica me salvó. Cuando comprendí lo que habías dicho, recuperé mi sentido.
—¿Qué dije?
—Bueno, que nunca habrías intentado matarme si yo todavía fuera Bart Quentin.
Talman luchaba lentamente por salir del traje espacial. El aire fresco y limpio ya había reemplazado a la atmósfera venenosa de la nave. Sacudió la cabeza, embotado.
—No comprendo.
La risa de Quentin resonó y ocupó la cámara con sus vibraciones cálidas y humanas.
—Van, es posible detener o destruir una máquina —explicó—. Pero no se la puede… matar.
Talman permaneció en silencio. Ya se había liberado del pesado traje y se dirigió vacilante hacia una puerta. Miró hacia atrás.
—La puerta está abierta —afirmó Quentin.
—¿Me dejas marchar?
—En Québec te dije que olvidarías nuestra amistad antes que yo. Será mejor que te apresures, Van, mientras haya tiempo. Probablemente ya han enviado helicópteros desde Denver.
Talman recorrió con una mirada inquisitiva a la enorme cámara. En algún lugar, perfectamente camuflado entre las poderosas máquinas, había un pequeño cilindro de metal, protegido y acunado en su hueco oculto. Bart Quentin…
Tenía seca la garganta. Tragó saliva, abrió la boca y volvió a cerrarla. Salió.
A solas en la nave silenciosa, Bart Quentin aguardaba a los técnicos que volverían a acomodar su cuerpo para el vuelo a Callisto.