Estoy contigo en Rockland
Jack Dann

En este relato, Dann presenta una unión cyborg reversible en la cual la fusión definitiva mediante el enlace mioeléctrico no ha tenido lugar. Pero el acrecentador de fuerza que describe posee características homeostáticas en virtud que cuenta con complejos mecanismos de retroalimentación. En la Introducción hicimos referencia a la potencia sexual que se atribuye a las máquinas poderosas. Aquí aparece la expresión última de esta identificación: un acrecentamiento maquinal global llevado a su conclusión sexual lógica.

* * *

Estoy contigo en Rockland

donde despertamos electrizados y salimos del coma

mediante nuestros propios aeroplanos del alma.

Estoy contigo en Rockland

en mis sueños caminas chorreante después del viaje por mar

sobre la autopista que atraviesa Norteamérica bañada en llanto

hasta la puerta de mi cabaña en la noche del oeste.

¡Aullido! - Allen Ginsberg

Flaccus disminuyó la presión en el pedal del acelerador, y la aguja del cuentakilómetros retornó a los ciento cincuenta kilómetros por hora. «Así es mejor», pensó. La lluvia nocturna hacía resbaladizo el camino. Miró a la autostopista sentada a su lado y reclinó la espalda contra el asiento acolchado, con un brazo apoyado sobre la pierna y la palanca de dirección sostenida distraídamente con el pulgar y el índice. Tenía los ojos entrecerrados. Podía sentir el cemento aspirado debajo del coche, a pocos centímetros de sus pies. Casi sentía que sus pies se fundían con el suelo mientras él mismo intentaba fundirse con el coche.

Así era como mejor conducía. No necesitaba mirar al costado para calcular la distancia; podía sentirla. Caminaba con un nuevo cuerpo que era mejor y más fuerte que el propio. Pero esto no era suficiente. El coche no podía satisfacer a Flaccus; sólo lograba recordarle un cuerpo más fuerte y mejor.

Durante las últimas dos horas, Flaccus había trabajado mucho apilando travesaños de acero. Usaba un arnés dermatoesquelético, una armazón de metal ligero provista de sensores que captaban todos sus movimientos y los transmitían a los músculos artificiales. Con el arnés, Flaccus podía sostener más de mil kilos en cada mano.

Flaccus realizó uniformemente su trabajo, inclinándose y empujando, levantando y arrastrando, con movimientos regulares y sencillos. Imaginó que sus músculos se rizaban a medida que se balanceaba de un lado a otro. Extendió los brazos. El arnés le caía bien. Lo rodeaba por completo: delgadas y ligeras cintas de armadura corporal que le proporcionaban todo el poder y la seguridad que necesitaba. Él era de tejido fino y estaba rodeado por un caparazón de acero y plástico. A quince metros de distancia se alzaba el nuevo proyecto de construcción, un esqueleto serrado de plástico y acero.

—Claro que te quiero —afirmó Flaccus mientras miraba por la ventana el perfil de Nueva York.

La reciente inversión térmica había recubierto la ciudad de una bruma invisible. Sería difícil respirar ese aire saturado de contaminantes. Y los medios de comunicación manipularían el aumento de muertes por asfixia y enfisemas. La humedad extrema exacerbaba los nervios de Flaccus.

—Bueno, te aseguro que no lo demuestras —respondió Clara, y se puso el camisón de seda sintética.

Flaccus siguió mirando a través de la ventana. Veía la imagen de ella reflejada en los cristales: llevaba otro camisón con adornos superfluos y extravagantes. Él detestaba los camisones de encaje y floridos. Clara se había convertido, precisamente, en el tipo de mujer que los usaba. A través de la imagen de su rostro distinguió una hilera de luces próximas al río. El pesado smog desdibujaba la ciudad, fundía la definida interacción de luz y sombra en un mar gris. Sólo las luces más brillantes se veían claramente.

—Sencillamente, no puedo. No puedo amarte de ese modo. Yo soy así. No me molesta que tengas un amante. Comprendo que tienes necesidades y que yo no puedo satisfacerlas.

—Pero yo no quiero un amante. Eres tú quien me interesa —rodeó con sus brazos la cintura de Flaccus.

Flaccus la ignoró, simuló que no sentía las manos de ella masajeándole el estómago. Percibió la ciudad que lo rodeaba. Podía sentir que él mismo se fundía con el smog gris, y caía lentamente hacia el cemento de la calle. El piso era una cárcel que le impedía llegar al exterior, le obligaba a hacer comedia con esta desconocida atrapada.

—¿Podrías poner en marcha la calefacción? Realmente, me estoy congelando.

Flaccus desconectó el Control de Adelantamiento y adelantó dos coches. La divisoria luminiscente de la carretera se deslizaba de un lado a otro y Flaccus aferró con más fuerza la palanca. Las delgadas cintas de metal de su mano reflejaban las luces camineras. Flaccus aumentó la corriente de aire y subió ligeramente la calefacción.

«No debí subir a una autostopista —se dijo—. Pero, ¡qué demonios!, estaba de fiesta.» La miró: cabello castaño hasta los hombros, rostro quemado por el sol, nariz aguileña. Su blusa onduló mientras su cuerpo buscaba una postura más natural. La rodilla tocaba el tablero de mandos, la mano reposaba en su regazo.

«Esfuérzate. Intenta conversar con ella, necesitas hablar. Tienes que hablar.» Pero había olvidado su nombre o quizá no se lo había preguntado. «Bueno, podrías preguntárselo —pensó—. Podrías decirle: ¿Puedes decirme otra vez cómo te llamas?Después agregarías: Nunca recuerdo los nombres, y seguirías a partir de ese punto.» Pero Flaccus la ignoró.

«Prueba con un árbol —pensó—. Podría ser más sencillo. Si lograras sentirte cómodo junto a un árbol, eso podría ser un buen principio.» Rió entre dientes. La muchacha enarcó las cejas —evidentemente, una costumbre adquirida— y se acurrucó contra la portezuela.

Los árboles formaban una muralla a ambos lados de la carretera. Bajo la luz artificial, aparecían preternaturalmente verdes. Aunque a cada kilómetro podía ver las salidas a la ciudad, Flaccus todavía sentía que se encontraba en el páramo. No le gustaba estar fuera de Nueva York.

«¿A quién demonios le importa? —pensó—. No necesitas de Nueva York. Necesitas unas vacaciones.» Un anuncio de una salida de la carretera guiada parpadeaba intermitentemente por encima de la carretera. Tomó la salida siguiente. Flaccus no lograba concentrarse en la conducción: estaba demasiado atento a la muchacha.

Se detuvo en la estación de control, insertó su tarjeta de crédito en el contador del borde de la carretera y luego siguió al coche delantero por la rampa de acceso. Frenó el vehículo, desconectó el motor y accionó un botón del tablero de instrumentos para poner en marcha el brazo guía.

—Por la carretera guiada es mejor —comentó la muchacha—. Quiero decir que no debes estar atento al camino que escoges, siempre y cuando vayamos en la dirección general.

«Respóndele.» Pensó acercar la mano a su regazo, pero encendió un cigarrillo. «Es demasiado joven; no, no es eso», pensó. Pensó en sus pechos apretados contra su rostro. La masturbación sería mejor.

Fijó la vista en el coche de delante. Un pequeño brazo retráctil surgió del costado y se aferró a uno de los dos rieles laterales de la carretera guiada. Después, el coche aceleró y se internó en el tráfico de la carretera guiada principal.

Flaccus recordó que llevaba puesto el arnés. Podía sentir que estaba fuertemente arrollado alrededor de su cuerpo, aguardando una señal que transmitiría a sus propios músculos. Pero durante los últimos veinte minutos, Flaccus se había olvidado del arnés. Era su propia fuerza la que empujaba y equilibraba los travesaños de acero; era su toque firme y delicado el que lo dirigía todo hasta su lugar correcto: vigas, enormes planchas de cristal, maquinaria pesada. Nada necesitaba salvo a sí mismo. Pero experimentó el temor claustrofóbico de ser tragado cuando pensó en el arnés que le envolvía. Se encogió de hombros para olvidarlo e intentó recuperar el ritmo de su tarea. Para Flaccus, el arnés tenía que ser su libertad.

—Vamos —dijo Clara—, duerme esta noche conmigo. No tenemos que hacer nada, sólo estar juntos.

Lo apartó de la ventana y lo ayudó a meterse en la cama. Él seguía pensando en el exterior. El aire frío y reciclado le provocaba dolor de cabeza. Quiso sudar; prefería estar en el trabajo.

Clara se acurrucó junto a él y apoyó la pierna en su muslo. Su cuerpo se había tornado fofo y suave allí donde otrora fuera lozano y erguido. Dejó que ella lo tocara; era mejor que oírla gritar durante la mitad de la noche. Flaccus intentó lograr una erección. Clara sabía tocarlo, pero él no podía responder. Intentó pensar en otras mujeres. Se imaginó en un coche con una muchacha de cabellos castaños. Ella le rogaba que se detuviera, echaba la cabeza hacia atrás y gemía. Pero él era tan fuerte, tan potente… Con frecuencia fantaseaba que hacía el amor en un coche.

Clara estaba debajo de Flaccus; él sostuvo su peso con los codos. «¿También ella simula?», se preguntó. Ahora tenía que hacerlo. Podía hacerlo. Clara se acomodó debajo de él. «Si logro entrar —pensó—, me sentiré bien.»

Se relajó. Ella dijo:

—Vamos, por favor…

«Piensa en el arnés, piensa en el trabajo, en los edificios. Eres fuerte, potente. Tienes que hacerlo. Piensa en la muchacha del coche, en sus pechos apretados contra ti. Estás rodeado de acero, aplastas su vida.»

—Dios, ¡qué frío hace! —dijo la autostopista. Acababa de despertar después de dormir a intervalos durante una hora—. Cristo, puedes ver tu propio aliento. —Elevó la temperatura sin pedir permiso.

Flaccus encendió las luces del tablero de mandos y miró a la muchacha que tiritaba a su lado, con los brazos apretados contra el pecho para entrar en calor.

—¿Cómo puedes soportar tanto frío? —preguntó.

«En el coche sería más fácil —se dijo Flaccus—. Sobre todo ahora. Sería mucho más erótico si sólo pudiera tocarla, acariciar sus pechos, sin hablar ni entrar en juegos de seducción.»

Se estiró y le tocó un pecho. Ella estudió las delgadas cintas de metal de sus manos, pero no lo detuvo.

—¿Te lastimaste el brazo en un accidente? —inquirió. Flaccus no respondió. Ella apoyó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos—. ¿Por qué no reclinas los asientos? —propuso.

No intentó acercarse cuando él se estiró para acariciar su otro pecho.

Flaccus no quería que ella se acercara. Sólo deseaba que permaneciera inmóvil mientras la tocaba. Y no le preguntaría el nombre. Ella estaba allí y así era como él quería las cosas.

Y ella accedió. Aguardó el tiempo adecuado para quitarse la blusa y entablar una conversación.

—No me has explicado por qué bajaste tanto la temperatura. Creo que ahora tengo neumonía —se quitó los pantalones.

Flaccus limpió las ventanillas y vio que las sombras trazaban dibujos en su rostro y en su pecho. Siguió con el dedo los rayos de luz que, intermitentemente, la dividían en pedazos. La muchacha se tocó a sí misma, pero no intentó tocarlo.

Era casi la hora de salida. Dentro de cinco minutos, alrededor de dos mil obreros se marcharían a casa a comer, pero Flaccus no sería uno de ellos. Esperó mientras los demás operarios con arnés se despojaban de su equipo en la barraca de construcción.

Flaccus permaneció oculto el tiempo suficiente para que Tusser, el guardián, se impacientara lo necesario. Cuando finalmente Flaccus decidió entrar en la barraca, Tusser maldecía y caminaba de un lado a otro. Flaccus le dijo que se ocuparía de cerrar. Conocía el sistema de alarma y otrora había sido, durante algún tiempo, guardián. Cuando Tusser tenía hambre, no le molestaba quebrantar las reglas con sus amigos.

En cuanto Tusser salió, Flaccus desconectó el sistema de alarma. Se quitó el arnés y lo colocó sobre los ganchos de apoyo, por lo que colgaba de la pared como un esqueleto en una mazmorra. No se quitó el paquete energético. Después, Flaccus se quitó la ropa de trabajo y volvió a calzarse el arnés. Nuevamente se sintió fuerte y auténtico, y también limpio, como si acabara de descansar y lavarse. Se puso la ropa de calle. Había algunos salientes, pero no eran demasiado evidentes. Ahora el arnés formaba parte de sus músculos y sus huesos; era tan familiar como su piel. Flaccus metería las manos en los bolsillos cuando saliera de la barraca.

Era fin de semana. Flaccus contaría con tres días de tiempo. Las únicas personas del recinto serían los vigilantes nocturnos, y no se darían cuenta de las anomalías.

Clara dormía. Flaccus la tocó, se sintió más osado, la besó. Ella gimió y comenzó a despertar. Flaccus se levantó y caminó hasta la ventana para observar la ciudad. El smog lo cubría todo con un gel gris. Flaccus imaginó que su edificio era una palanca de acero envuelta en algodón de azúcar de color gris.

—¿Vas a reclinar los asientos o prefieres hacerlo así? —La autostopista se inclinó hacia Flaccus—. No me importa cómo sea, pero hagámoslo. —Puso una música suave pero dejó en blanco la pantalla.

El parabrisas se cubrió de vaho, pero después se despejó. Flaccus observó las líneas divisorias del camino. «Directo a la ciudad», pensó. Experimentó una sensación de poder. «Directo a la ciudad», se repitió. Había coches a su alrededor y todos avanzaban a la misma velocidad. Pero no lograba ver a mucha distancia: todo estaba cubierto por el smog o la bruma. El smog significaba la ciudad.

—Vamos —dijo ella.

Se acercó a sus ingles y tocó la parte carnosa de su pierna. Encontró una cinta de metal y siguió al borde con el dedo. Flaccus le apartó la mano.

—Y eso es todo —dijo Clara mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior—. Hace más o menos seis meses que le veo y no supe cómo decírtelo antes. De modo que viviré un tiempo con unos amigos hasta que decida qué hacer. ¿Estás de acuerdo?

Había decidido hablar con él en el salón en lugar de hacerlo en el dormitorio. Llevaba el pelo recogido y bastante maquillaje. Repentinamente, a Flaccus le pareció deseable.

—Creo que esto es lo mejor. Es lo que tú siempre quisiste, ¿no? —Hizo una pausa. Su respiración era agitada—. ¿No te altera lo que estoy diciendo?

Flaccus no encontró motivos para tranquilizarla.

Ahora Flaccus podría poseerla. Era bastante fuerte. El arnés ya no era una extensión de Flaccus: era Flaccus. Tocó con suavidad el hombro de la autostopista, luego lo retorció y lo aplastó entre sus dedos. La muchacha chilló y se desmayó. Flaccus sacudió salvajemente la cabeza, buscando una salida. Golpeó el picaporte, pero se quebró en su mano. Destrozó la ventana y miró a Clara.

Ella respiraba en forma agitada y emitía ruiditos estúpidos.

—Métela —dijo Clara con los dientes apretados. Clara le recordó el gato de Cheshire, que le sonreía y lo miraba burlonamente.

Sintió que él mismo desaparecía hasta que no quedó nada salvo su pene, y éste se redujo cada vez más hasta que también desapareció.