Hombres de Hierro es un relato de transición. El protagonista y su máquina son hibridados mediante un proceso místico. Endore —más que cualquiera de los autores de esta antología— considera a la máquina como una personalidad consciente, cuyo poder supera al de su operador humano. De este modo, reitera el temor y el respeto a las máquinas de los primeros obreros explotados en los albores de la Revolución Industrial. El temor a la deshumanización industrial que inspiró a tantos escritores y que suscitó la crítica de Chaplin en Tiempos Modernos, se convierte en realidad. Endore sugiere, incluso, que en esta rendición final está implícita una satisfacción y realización perversas.
* * *
—Ya no confiamos en la mano del hombre —afirmó el ingeniero mientras agitaba el rollo con los dibujos de ejecución. Era un enano, un grueso sujeto de diminutos y rechonchos dedos que arrugaban los dibujos con familiar frialdad.
El director frunció el ceño, apretó los labios, ladeó la cabeza, elevó un lado de la cara en un guiño de incredulidad y se rascó reflexivamente la barbilla con la uña del pulgar. Tras las grotescas gesticulaciones, rememoró los días en que era fabricante por derecho propio y no, simplemente, el jefe nominal de una empresa industrial cuyos propietarios se expandían en complejas e invisibles ramificaciones. En sus tiempos, se confiaba en la mano del hombre.
—Tome ese torno —indicó el ingeniero, e hizo una dramática pausa con una mano extendida hacia el torno mientras sus ojos oscuros, enmarcados por erizadas cejas, miraban fijamente al director—. ¡Escuche esto!
—¿Y bien? —preguntó el director, algo perplejo.
—¿Oye?
—Sí, por supuesto.
El ingeniero bufó:
—Pues no debería ocurrir.
—¿Por qué no?
—Porque se supone que no debe hacer ruido. El ruido es un indicio que hay partes sueltas, inadaptación, una velocidad de operación incorrecta. Esa máquina está averiada. Es ineficaz. Su ruido destruye la eficacia del operador.
El director rió:
—Ese operador ya tendría que estar acostumbrado a ello. Es el empleado más antiguo de la empresa. Comenzó con mi padre. ¿Ve la media luna dorada en su pecho?
—¿Qué media luna dorada?
—El alfiler dorado en la hombrera de su traje.
—¡Ah, eso!
—Sí. Bueno, sólo están autorizados a usarlo los operarios que trabajan hace cincuenta años, o más, en nuestra empresa.
El ingeniero echó la cabeza hacia atrás y rió a carcajadas.
El director se sintió ofendido.
—¿Son muchos los que llevan el alfiler? —preguntó el ingeniero cuando se recuperó de su ataque de risa.
—Actualmente, Anton es el único. Antes había otro.
—¿Cuántos alfileres malgasta?
—Bien —dijo el director—, reconozco que ya no es tan bueno… Pero es un hombre al que nunca despediría —agregó con firmeza.
—No es necesario —coincidió el ingeniero—. Una buena máquina es automática e infalible. La habilidad del asistente no es primordial.
Durante un instante, los dos hombres observaron a Anton que escogía un grueso alfiler de un cubo que estaba a sus pies y lo acomodaba en el mandril. Con la ayuda de la regla y el calibrador, colocó el alfiler en la posición correcta, delante del taladro que utilizaba para agujerearlo.
Anton se movió pesada y prudentemente. Su cuerpo tenía el contorno pero no la solidez de un viejo tronco: se sacudía con temblores constantes. Las herramientas vacilaron en sus manos. Una tos mucosa surgía intermitentemente de su pecho, tensando los tendones de su cuello y enrojeciendo la tirante piel amarilla de sus mejillas. Entonces se detuvo para escupir y luego se frotó el bigote que semejaba una cinta de plata sobre un trozo de latón. Los pulmones de Anton se relajaron y su estructura recuperó la calma, pero durante un momento permaneció inmóvil, contemplando las herramientas que tenía en las manos como si no pudiera recordar exactamente qué hacía, y luego reanudó la tarea interrumpida para volver a abandonarla poco después. Por último, con el eje y la herramienta correctamente alineados, Anton puso la máquina en funcionamiento.
—¿La siente? —gritó el ingeniero con tono triunfalista.
—¿Si siento qué? —inquirió el director.
—¡La vibración! —exclamó disgustado el ingeniero.
—Bueno, ¿qué me quiere decir?
—Hombre, piense en la energía que se pierde y que sacude al edificio todo el día. ¿Hay alguna razón por la que quiera que los suelos y las paredes dancen todo el tiempo mientras usted paga al flautista? —No se proponía decir una frase tan grandilocuente. La conclusión le pareció tan pertinente que la repitió—: Su edificio danza mientras usted paga al flautista con un gasto creciente de energía.
Como el director permaneció en silencio, el ingeniero reforzó su punto de vista:
—En lugar de expandirse, esa energía debería concentrarse en la punta cortante de la herramienta. ¿Qué pensaría usted de un fontanero que sólo lleva el cincuenta por ciento del agua a la boquilla y permite que el resto se cuele a través del edificio? —Como el director no respondió, continuó—: No sólo hay pérdida de energía, sino un desgaste creciente de las piezas. ¡Esa máquina tiene escalofríos!
Cuando concluyó la jornada laboral, la larga línea de máquinas se detuvo al unísono; los operarios corrieron hacia los lavabos y un repentino y palpitante silencio invadió la enorme sala. Únicamente Anton, a solas en un rincón, continuó manejando su torno —sin notar que la fábrica quedaba vacía— hasta que la oscuridad lo obligó a detenerse. Retiró una pesada lona de debajo del torno y cubrió su máquina.
Durante un momento permaneció junto al torno, aparentemente perdido en sus pensamientos pero luchando, quizá, con la tenaz torpeza de sus miembros, afectados por movimientos incorrectos e involuntarios que no respondían a sus deseos, pues él, al igual que las máquinas imperfectas de la fábrica, no podía impedir que su energía se desbordara en inútiles vibraciones.
El viejo guardián abrió el portal para que Anton saliera. Los dos hombres permanecieron próximos un instante, separados por la verja de hierro, e intercambiaron unos gruñidos reconfortantes. Luego, cada uno se encaminó a su destino: el guardián a sus rondas y Anton a su casa.
La casa de Anton era una choza gris de madera que se alzaba sobre un solar desnudo. Durante el día, una entusiasta pandilla de niños pisoteaba el terreno de consistencia gomosa y destrozaba toda la vegetación, excepto unas pocas zarzas polvorientas que se adherían a la casa para protegerse o se apiñaban alrededor de las ruinas del porche que, en otra época, había adornado la fachada. Los pies de los niños no podían llegar a las zarzas, cuyas hojas ásperas y desdeñosas se esparcían en un amargo crecimiento de ismaelitas.
La choza tenía varias habitaciones, pero sólo había una habitable. Su rasgado y descascarado empapelado revelaba los sucesivos dibujos que otrora habían despertado la fantasía de los propietarios. En la repisa de mármol y en la ventana de vidrios de colores —a través de la cual la luz de arco voltaico de la calle arrojaba frías escamas de color— se perpetuaba un vestigio de ostentación.
Ella permaneció inmóvil cuando Anton entró. Permaneció tendida en la cama, no tanto a causa del trabajo del día como por el paso de los años. Oyó que él caminaba ruidosamente, arrastrando los pies, oyó sus gemidos, su tos, su pecho resollante, y también percibió el olor acre del aceite de máquina. Estaba satisfecha porque él hubiera llegado y se hundió en un ligero sueño. A través del ensueño oyó que se movía por la habitación y lo sintió cuando se dejó caer a su lado y se acurrucó junto a ella en busca de calor y consuelo.
El ingeniero no estaba satisfecho con el agregado de un alimentador y un mandril automáticos.
—Todo el mecanismo debe ponerse en marcha por sí mismo, automáticamente —declaró—. En conjunto, la calibración manual provoca un desgaste mayor.
Anteriormente, Anton seleccionaba los alfileres de un cubo y los colocaba correctamente en el mandril. Ahora una tolva enviaba uno a uno los alfileres al mandril, que los tomaba por sí mismo.
Anton suspiraba sentado en un rincón, con la espalda apoyada contra la pared, mientras comía un bocadillo. Sus torpes manos dejaron caer el bocadillo y perdió algo, la carne o el pan, mientras el café temblaba tempestuosamente dentro de la taza. Sus pocos dientes amarillos, desgastados, dejaban escapar la comida por los intersticios. Sus muelas no coincidían. Harto de esfuerzos inútiles, mojó el pan en el café y chupó las gachas.
Luego se tendió para descansar y tuvo un sueño.
En el sueño de Anton, el ingeniero entraba anunciando que tenía una nueva tolva y un mandril automáticos para las manos y la boca de Anton. Eran de acero brillante, con diversas varas y ruedas que se movían con firmeza, siguiendo un complicado modelo. Y ahora que el bocadillo estaba hecho de alfileres, de duros alfileres de acero, el nuevo mandril era de gran utilidad para Anton. Tomó el bocadillo de alfileres sin dificultad. Su nueva dentadura de acero devoraba los alfileres, los deshacía, los masticaba y volvía a escupirlos con vehemencia. Cuanto más rápido aparecían los alfileres, a mayor velocidad los atrapaba el mandril con sus retenes de acero, jugaba con ellos, se divertía, los mordía, los masticaba…
Un fuerte ataque de tos despertó a Anton. Durante un instante experimentó la sensación de tener que escupir los alfileres de acero, pero sólo escupió la flema y la baba habituales.
—Antes de ajustar un dispositivo autorregulado, debemos eliminar el ruido y la vibración —explicó el ingeniero—. Por ejemplo éste, ¿lo ve? No se mueve correctamente. Escuche el golpe seco y el roce. Esto no es bueno.
Anton permaneció allí mientras el ingeniero y su asistente se ponían manos a la obra. El resultado de su tarea originó un delicado mecanismo que ronroneaba suavemente. Un débil crujido que provenía de sus diversas piezas y un tenue bufido era lo único que se escuchaba cuando el filo cortante luchaba con un alfiler.
—Ahora no puede oír su tos, el chisporroteo ni el crujido, ¿no es cierto? —preguntó el ingeniero al director—. Y el suelo ya no se mueve. Sí, estoy empezando a sentirme orgulloso de esa máquina. Ahora me parece que podremos montar una leva graduable aquí y lograr que toda la operación sea automática. Todas las máquinas deberían ser completamente automáticas. Una máquina que necesita de un operario —declaró retóricamente— es como un inválido.
Pronto fueron agregadas las levas, y el vagón que llevaba las máquinas cortantes avanzó y retrocedió por sí mismo, sin fallar una sola vez al tomar el alfiler en el ángulo y en la velocidad de rotación correctos.
Todo cuanto Anton tenía que hacer consistía en detener la máquina en caso de dificultad. Pero muy pronto hasta su tarea se volvió innecesaria. Nunca más surgiría una dificultad. Los tubos electrónicos instalados en diversos puntos operaban los mecanismos destinados a expulsar los alfileres defectuosos antes que éstos entraran en la tolva o una vez que salían del torno.
Anton permanecía junto a la máquina y miraba. No tenía otra tarea, ya que la máquina realizaba todas las operaciones de las que antaño él se había ocupado. Los alfileres inconclusos entraban y salían, perfectamente perforados. Los ojos miopes de Anton apenas podían seguir la corriente que, por separado, arrojaba los alfileres en la máquina. De vez en cuando, un alfiler era implacablemente expulsado de la línea y arrojado tristemente en el cubo. ¡Arrojado! Anton se inclinó con esfuerzo y recuperó el alfiler. «Éste era aprovechable», pensó.
«Crr-clic, crr-clic», rugía el alimentador, mientras el eje y el taladro hacían zzz-sntt, zzz-sntt, zzz-sntt, y la cinta que retiraba los alfileres de una ruidosa máquina que se encontraba más lejos giraba suavemente sobre las ruedas de transmisión produciendo el sonido semejante al de la brisa contra una vela. La máquina ya había perforado diez alfileres perfectos mientras Anton se dedicaba a examinar uno imperfecto.
A última hora de la tarde se presentaron varios hombres importantes. Rodearon la máquina, la examinaron y la admiraron.
—Es una belleza —declararon.
La reunión adquirió carácter más oficial. Pronunciaron varios discursos breves. Luego un hombre de aspecto imponente extrajo una media luna dorada de una pequeña caja de piel.
—La Crescent Manufacturing Company —comenzó— se enorgullece y se complace en conceder una media luna dorada a este torno automático.
A un lado de la máquina habían hecho sitio para poner la condecoración.
Ahora le tocaba hablar al ingeniero:
—Caballeros —comenzó impetuosamente—, tengo entendido que, con anterioridad, la Crescent Company sólo concedía la media luna dorada a los trabajadores que cumplían cincuenta años de servicio en la empresa. Al conceder una media luna dorada a una máquina, vuestro presidente ha reconocido, tal vez inconscientemente, una nueva era…
Mientras el ingeniero desarrollaba su tesis, el director se acercó a su asistente y susurró:
—¿Alguna vez oyó la historia que cuenta por qué el mar es salado?
—¿Por qué el mar es salado? —murmuró el asistente—. ¿Qué quiere decir?
El director continuó:
—Cuando era pequeño escuché muchas veces esta historia, pero hasta hace un momento no la consideré importante. La recuerdo más o menos así: Antaño, el mar era de agua dulce y la sal era escasa y cara. Un mago entregó a un molinero una máquina maravillosa que producía sal incesantemente. Al principio, el molinero se consideró el hombre más afortunado del mundo, pero poco después todas las aldeas contaban con sal para varios siglos y la máquina seguía produciendo sal. El molinero no tuvo más remedio que abandonar su casa y su tierra. Finalmente, decidió arrojar la máquina al mar y librarse de ella. Pero el molino molía a tal velocidad que bote, molinero y máquina se hundieron simultáneamente y, como el molino siguió moliendo en el fondo del mar, por este motivo el mar es salado.
—No lo comprendo —dijo el asistente.
Mientras los oradores continuaban pronunciando sus discursos, Anton permaneció sentado en el suelo, en un rincón oscuro, con la espalda cómodamente apoyada contra la pared. El grupo se retiró cuando el crepúsculo ya había caído, pero Anton continuó en su sitio, pues el suelo de piedra y la pared nunca habían sido tan acogedores. Después, con gran esfuerzo, irguió su fatigada estructura, cojeó hasta su máquina y recogió la lona para cubrirla.
Anton había prestado poca atención a la ceremonia y, en consecuencia, se sorprendió al descubrir la media luna creciente en su máquina. Sus débiles ojos se esforzaron por penetrar el crepúsculo. Dejó que sus dedos jugaran con el galardón, y tuvo conciencia de las lágrimas que brotaban de sus ojos, pero no logró descubrir a qué se debían.
El misterio lo aburrió. Su cuerpo deteriorado y tembloroso buscó el atractivo suelo. Se echó y suspiró, y ése fue su último suspiro.
Cuando la luz del día se desvaneció totalmente, la máquina comenzó a zumbar con suavidad. Hizo cuatro veces zzz-sntt, zzz-sntt y cada vez que zumbaba separaba cuidadosamente una pierna del suelo.
Se irguió junto al cuerpo de Anton. Luego se inclinó y cubrió a Anton con la lona. Salió de la sala y caminó majestuosamente sobre sus enérgicas piernas. Sus ojos electrónicos atravesaron claramente la oscuridad, sus miembros de hierro respondieron al instante a sus necesidades. Ningún sonido atormentaba su interior, donde sus órganos funcionaban uniformemente y sin un solo estremecimiento. Cuando el guardián saludó con su gruñido habitual, sin elevar la mirada, no respondió. Siguió caminando con amplias zancadas, rápida y confiadamente, atravesando a oscuras las calles…, hacia la casa de Anton.
La esposa de Anton esperaba tendida en la cama, semidormida, en la habitación a través de cuya ventana con vidrios de colores se filtraba la luz de arco voltaico. Ella pensó que algo maravilloso ocurría: su Anton volvía a su lado, libre de toses y temblores; su Anton volvía a ella con todo el orgullo y la insensatez de su juventud, respirando como el viento susurra en las copas de los árboles, con sus brazos de músculos de acero.