Me quedé alucinada cuando Daemon se pasó por casa el sábado por la tarde y me invitó a dar una vuelta. Propuso que nos enfrentáramos a las resbaladizas carreteras llenas de nieve e hiciéramos algo normal. Que tuviéramos una cita. Como si pudiéramos permitirnos el lujo de hacer algo así. Y no pude evitar recordar lo que me había dicho cuando estaba en su cama preparada para llegar hasta el final con él.
Daemon quería hacer las cosas bien. Salir por ahí, ir al cine…
Dee estaba haciendo de niñera de su hermano en ese momento y Daemon se sentía lo bastante seguro como para dejarla con él.
Rebusqué en el armario unos vaqueros oscuros y un jersey rojo de cuello alto. Dediqué un par de minutos a maquillarme y luego bajé la escalera dando saltitos. Me costó casi media hora despegar a Daemon de mi madre.
Puede que no tuviera que preocuparme de que mamá volviera con Will. Puede que tuviera que preocuparme de que se encaprichara de Daemon. Asaltacunas.
Una vez en el cómodo interior de Dolly, su todoterreno, encendió la calefacción y me dedicó una sonrisa.
—Bueno. Hay ciertas reglas en esta cita.
—¿Ah, sí? —pregunté enarcando las cejas.
—Sí. —Hizo girar a Dolly despacio y bajó por el camino de entrada, evitando con cuidado las gruesas placas de hielo negro—. Regla número uno: prohibido hablar de cualquier cosa relacionada con el Departamento de Defensa.
—Vale —contesté, y luego me mordí el labio inferior.
Daemon me miró de reojo, como si supiera que intentaba reprimir una estúpida sonrisita de enamorada.
—Regla número dos: prohibido hablar de Dawson o de Will. Y regla número tres: nos centraremos en lo asombroso que soy.
Dejé de contener la sonrisa, que se me extendió de oreja a oreja.
—Creo que puedo seguir esas reglas.
—Más te vale, porque serás castigada si las incumples.
—¿Y se puede saber en qué consistiría ese castigo?
Daemon se rió entre dientes.
—Probablemente en algo con lo que disfrutarías.
Un calor me inundó por las mejillas y las venas. En lugar de responder a ese comentario, estiré la mano hacia el equipo de música a la misma vez que él. Nuestros dedos se rozaron y una descarga de electricidad estática me bajó por el brazo y saltó hasta su mano. Me aparté bruscamente y él se rió otra vez. El sonido ronco hizo que el espacioso todoterreno pareciera demasiado pequeño.
Daemon puso una emisora de rock, pero mantuvo el volumen bajo. El viaje al centro transcurrió sin incidentes, pero estuvo bien… porque no pasó nada raro. Eligió un restaurante italiano y nos sentaron ante una mesita iluminada con unas velas parpadeantes. Eché un vistazo a nuestro alrededor y comprobé que no había velas en las demás mesas, que estaban cubiertas con cursis salvamanteles a cuadros rojos y blancos. En nuestra mesa de madera, sin embargo, no había nada salvo las velas y dos copas con agua. Incluso las servilletas parecían de lino de verdad.
Consideré las probabilidades mientras nos sentábamos y el corazón me dio un vuelco.
—¿Has…?
Daemon apoyó los codos sobre la mesa y se inclinó hacia delante. Unas suaves sombras le acariciaron el rostro, resaltando el arco de sus pómulos y la curva de sus labios.
—¿Qué?
—¿Has organizado todo esto? —Señalé las velas con un gesto de la mano.
Daemon se encogió de hombros.
—Puede.
Me aparté el pelo de la cara, sonriendo.
—Gracias. Es…
—¿Asombroso?
Solté una carcajada.
—Romántico. Es muy romántico. Y también asombroso.
—Bueno, siempre y cuando te parezca asombroso, habrá merecido la pena.
Daemon levantó la mirada cuando la camarera llegó a nuestra mesa. Según su chapa identificativa se llamaba Rhonda.
Cuando la camarera se volvió hacia Daemon para anotar su pedido, se quedó embobada. Estaba descubriendo que era un efecto secundario habitual cuando estabas ante el «señor Asombroso».
—¿Y tú qué vas a tomar, cielo?
—Espaguetis a la boloñesa —respondí mientras cerraba el menú y se lo entregaba.
Rhonda miró a Daemon y me pareció que suspiraba.
—Os traeré unos colines enseguida.
Cuando nos quedamos solos, le sonreí a mi acompañante.
—Creo que van a ponernos una ración extra de albóndigas.
Daemon se rió.
—Sirvo para algunas cosas.
—Sirves para muchas cosas.
Me puse colorada en cuanto lo dije. Madre mía. Aquello se podía interpretar de muchas formas.
Sorprendentemente, Daemon lo dejó pasar y empezó a tomarme el pelo por un libro que había visto en mi cuarto. Era una novela romántica con la típica cubierta de un cachas sin camiseta enseñando los abdominales. Cuando llegó nuestra montaña de colines, casi lo había convencido de que él quedaría perfecto en la cubierta de uno de esos libros.
—Yo nunca me pondría pantalones de cuero —dijo mientras mordía aquella delicia con ajo y mantequilla.
Pues era una pena.
—Aun así, tienes la pinta adecuada.
Daemon puso los ojos en blanco.
—Solo te gusto por mi cuerpo. Admítelo.
—Vale, me has pillado…
Levantó la vista y sus ojos relucieron como diamantes.
—Me siento como un hombre objeto.
Solté una carcajada, pero entonces me hizo una pregunta inesperada.
—¿Vas a ir a la universidad?
Me quedé asombrada. ¿La universidad? Me recosté en la silla y me quedé mirando la llamita de la vela.
—Pues no lo sé. A fin de cuentas, no puedo a menos que vaya a una situada cerca de un montón de cuarzo…
—Acabas de romper una regla —me recordó con una media sonrisa.
Solté un suspiro de exasperación.
—¿Y tú? ¿Vas a ir?
—Todavía no lo he decidido —contestó encogiéndose de hombros.
—Se te está acabando el tiempo —le dije como si fuera Carissa, a la que le encantaba recordármelo cada vez que hablábamos.
—En realidad, a los dos se nos ha acabado el tiempo, a menos que nos admitan a última hora.
—Un momento. Dejando de lado lo de romper las normas, ¿cómo es posible? ¿Estudiando por Internet? —Él volvió a encogerse de hombros y me dieron ganas de clavarle el tenedor en el ojo—. A menos que sepas de una universidad con un… entorno adecuado.
Nuestra comida llegó y la conversación se vio interrumpida mientras la camarera rallaba queso sobre el plato de Daemon. Al rato, me ofreció un poco. En cuanto se marchó, insistí:
—Bueno, ¿entonces?
Cuchillo y tenedor en mano, Daemon empezó a cortar un trozo de lasaña del tamaño de un camión.
—Las Flatirons.
—¿Las qué?
—Las Flatirons son unas montañas a las afueras de Boulder, Colorado. —Se puso a cortar la comida en trozos minúsculos. Daemon tenía unos modales muy remilgados para comer, mientras que yo removía los espaguetis por todo el plato—. Están llenas de cuarcita. Estos filones no son tan conocidos ni tan visibles como en otros sitios, pero están ahí, bajo varios metros de sedimento.
—Vale. —Intenté comerme los espaguetis con más delicadeza—. ¿Y eso qué tiene que ver?
Daemon me observó a través de sus oscuras pestañas.
—La Universidad de Colorado está a unos tres kilómetros de las Flatirons.
—Ah. —Mastiqué despacio y, de pronto, perdí el apetito—. ¿Tú… quieres ir a esa universidad?
Se encogió de hombros de nuevo.
—Colorado no está mal. Creo que te gustaría.
Me quedé mirándolo, olvidando por completo la comida. ¿Había querido decir lo que yo creía? No quería sacar conclusiones precipitadas y no me atrevía a preguntar, porque podría estar sugiriendo que era un lugar que me gustaría visitar y no invitándome a vivir allí… con él. Y eso sería superhumillante.
Dejé el tenedor, con las manos frías. ¿Y si Daemon se marchaba? Por algún motivo, había dado por sentado que él nunca se iría de aquí. Y había aceptado, inconscientemente, quedarme aquí atrapada; sobre todo porque no me había planteado buscar otro lugar que estuviera protegido de los Arum.
Clavé la mirada en mi plato. ¿Me había resignado a quedarme aquí por Daemon? ¿Eso estaba bien? «Nunca te ha dicho que te quiere», me susurró una voz molesta e insidiosa. «Ni siquiera después de que tú se lo dijeras».
Aquella estúpida voz tenía algo de razón.
Un colín salió de la nada y me dio un golpecito en la punta de la nariz. Levanté la cabeza bruscamente, esparciendo una lluvia de sal de ajo. Daemon sostenía el colín con dos dedos, con las cejas fruncidas.
—¿En qué estabas pensando?
Me sacudí las migas. Notaba un nudo en el estómago, pero me obligué a sonreír.
—–Co… Colorado suena genial.
«Mentirosa», parecía decir la expresión de Daemon, pero siguió comiendo. Entre nosotros se hizo un tenso silencio, algo que nunca nos había ocurrido. Me esforcé por disfrutar de la comida y, entonces, sucedió algo muy curioso. Entre las pullas suaves de Daemon y un cambio en los temas de conversación (como su obsesión con todo lo relacionado con fantasmas), empecé a pasármelo bien otra vez.
—¿Crees en fantasmas? —le pregunté mientras intentaba atrapar el último espagueti.
Daemon dejó el plato limpio, se recostó en la silla y dio un sorbo de su copa.
—Sí, creo que existen.
Aquello me sorprendió.
—¿En serio? Vaya, pensaba que solo veías esos programas de fantasmas por pura diversión.
—Bueno, sí. Me gusta ese en el que el tío no para de gritar «¡tronco!, ¡colega!» cada cinco segundos. —Sonrió cuando me reí—. Pero, hablando en serio, no es imposible. Hay demasiada gente que ha visto cosas inexplicables.
—Igual que hay demasiada gente que ha visto extraterrestres y ovnis —contesté con una sonrisa.
—Exactamente. —Dejó la copa sobre la mesa—. Solo que lo de los ovnis es una estupidez. El Gobierno es el responsable de todos esos objetos voladores no identificados.
Me quedé boquiabierta. Aunque ¿de qué me sorprendía?
Rhonda apareció con la cuenta, pero a mí no me apetecía marcharme. Esa cita había sido un momento de normalidad demasiado breve que a ambos nos hacía muchísima falta. Mientras nos dirigíamos a la puerta del restaurante, sentí el impulso de cogerle la mano y entrelazar nuestros dedos, pero me contuve. Daemon hacía un montón de locuras en público, pero ¿ir cogido de la mano?
No parecía de esos tíos.
Había unos chicos del instituto sentados junto a la puerta, que se quedaron asombrados cuando nos vieron. Su sorpresa era comprensible, teniendo en cuenta que Daemon y yo nos habíamos estado tirando los trastos a la cabeza la mayor parte del año.
Había empezado a neviscar mientras estábamos dentro y un fino manto de nieve cubría el aparcamiento y los coches. Aquel polvillo blanco todavía seguía cayendo. Me detuve junto al lado del pasajero, eché la cabeza hacia atrás y abrí la boca para atrapar un minúsculo copo con la punta de la lengua.
Daemon me miró con los ojos entrecerrados y la intensidad de su mirada me provocó un revoloteo en la boca del estómago. Sentí la imperiosa necesidad de dar un paso al frente y acortar la distancia que nos separaba, pero no podía moverme. Tenía los pies clavados al suelo y me faltaba el aire.
—¿Qué pasa? —susurré.
Daemon separó los labios.
—Estaba pensando que podíamos ir a ver una peli.
—Ah. —Tenía calor a pesar de que estaba nevando—. ¿Y?
—Pero has roto las reglas, gatita. Y muchas veces, además. Te mereces un castigo.
Se me aceleró el corazón.
—He sido una chica mala.
Daemon esbozó una sonrisa torcida.
—Así es.
Se movió rápido como una centella y lo tuve delante de mí antes de poder añadir nada más. Me colocó las manos en las mejillas y me hizo inclinar la cabeza hacia atrás mientras bajaba la suya. Sus labios rozaron los míos, provocándome un escalofrío. El contacto inicial fue suave como una pluma e increíblemente tierno, pero luego cambió con la segunda pasada de sus labios y los míos se abrieron para recibirlo.
Esa forma de castigo estaba muy bien.
Daemon deslizó las manos hasta mis caderas y me apretó contra él a la vez que retrocedíamos hasta que mi espalda chocó contra el metal frío y húmedo de su vehículo (o, por lo menos, esperaba que fuera el suyo; dudo mucho que nadie quisiera que una pareja hiciera eso contra su coche).
Porque nos estábamos besando, morreándonos más bien, y no había ni un centímetro de distancia entre nuestros cuerpos. Le rodeé el cuello con los brazos y deslicé los dedos entre los sedosos mechones cubiertos por una ligera capa de nieve. Encajábamos en todas las partes importantes.
—¿Una peli? —murmuró, besándome de nuevo—. ¿Y luego qué, gatita?
Su sabor y su tacto no me dejaban pensar. Ni la forma en la que el corazón me martilleaba mientras sus dedos se deslizaban debajo de mi jersey y se extendían sobre mi piel desnuda. Deseaba estar desnuda… del todo y solo con él, siempre con él. Daemon sabía lo que implicaba aquel «¿y luego qué?». Habíamos acordado hacer las cosas bien… pero, santo cielo, yo quería hacer esas cosas en ese mismo instante.
Puesto que no conseguía articular palabra entre sus adictivos besos, opté por demostrarle lo que quería. Llevé las manos hasta sus caderas, enganché los dedos en las trabillas de sus vaqueros y tiré de él hacia mí.
Daemon dejó escapar un gruñido y el pulso se me desbocó. Sí, me había entendido. Subió una mano, rozó el encaje de mi sujetador con los dedos y…
Su móvil empezó a sonar en el bolsillo con un ruido tan estridente como una alarma contra incendios. Durante un milisegundo, pensé que iba a ignorarlo, pero se apartó jadeando.
—Espera un momento.
Me dio un beso rápido y mantuvo una mano donde la tenía mientras sacaba el móvil con la otra. Me acurruqué contra su pecho, con la respiración agitada. Daemon conseguía descontrolarme los sentidos de una forma deliciosa.
Tenía la voz ronca cuando habló:
—Más vale que sea realmente importante…
Noté que se ponía tenso y se le aceleraba el pulso, y supe al instante que había ocurrido algo malo. Me aparté para mirarlo a la cara.
—¿Qué pasa?
—Vale —dijo por el teléfono mientras se le iluminaban las pupilas—. No te preocupes, Dee. Yo me encargo. Te lo prometo.
El miedo apagó el fuego que ardía en mi interior. Se me hizo un nudo en el estómago mientras Daemon bajaba el móvil y volvía a guardárselo en el bolsillo.
—¿Qué pasa? —pregunté de nuevo.
Todos los músculos del cuerpo se le agarrotaron.
—Se trata de Dawson. Se ha escapado.