El rayo de energía se estrelló contra mi libro de Historia, haciéndole un agujero. Se apagó antes de que pudiera tocarme, pero la víctima libresca me dijo lo que necesitaba saber.
Carissa no era una chica amistosa.
Y esa pequeña demostración de la Fuente no era una advertencia.
Dejé caer el libro y me lancé a la izquierda mientras se abalanzaba sobre mí. El zumo de naranja se derramó por encima del borde del vaso, cubriéndome los dedos. ¿Por qué seguía sosteniéndolo? Mi cerebro no estaba asimilando ese giro de los acontecimientos.
Carissa se lanzó hacia mí e hice lo único que se me ocurrió en ese momento. Le tiré el vaso a la cara. El cristal se hizo añicos y ella retrocedió tambaleándose mientras se llevaba las manos a los ojos. Tenía las mejillas cubiertas de líquido pegajoso y cristal, que se mezclaban con diminutas manchitas de sangre.
Seguro que escocía una barbaridad.
—Carissa —dije retrocediendo—. No tengo ni idea de cómo ha pasado esto, pero soy tu amiga… ¡Puedo ayudarte! Tú, cálmate. ¿Vale?
Se limpió los ojos, salpicando las paredes de líquido. Cuando su mirada se encontró con la mía, no vi ni un ápice de reconocimiento en ella. Sus ojos me resultaron aterradoramente vacíos e inmensos. Como si todos esos meses se hubieran borrado y yo no fuera nadie para ella. Ninguna emoción se agitaba detrás de aquellos ojos.
La vista tenía que estar engañándome o tal vez estaba soñando, porque no cabía duda de que Carissa era un híbrido y eso no tenía sentido. Ella no sabía nada acerca de los extraterrestres. No era más que una chica normal. Una chica tranquila y puede que un poquito tímida.
Pero había estado en cama con gripe…
Ay, madre del amor hermoso… La habían mutado.
Mi amiga ladeó la cabeza, entrecerrando los ojos.
—Carissa, por favor, soy yo, Katy. Me conoces —le supliqué. Choqué de espaldas con el escritorio mientras echaba un vistazo hacia la puerta abierta situada detrás de ella—. Somos amigas. No quieres hacer esto.
Se acercó a mí con paso amenazador, como esa terminator psicópata que iba a por John Connor.
Y yo era John Connor.
Tomé aire, pero se me cerró la garganta.
—Vamos al mismo instituto… estamos en la misma clase de Trigonometría y siempre comemos juntas. Llevas gafas… unas gafas chulísimas. —No sabía qué decir, pero seguí parloteando con la esperanza de llegar a ella de alguna manera, porque ni por lo mejor del mundo quería hacerle daño—. Carissa, por favor.
Pero, al parecer, ella no tenía reparos en hacerme daño a mí.
El aire volvió a cargarse de electricidad estática. Me lancé a un lado al tiempo que ella liberaba de nuevo la Fuente. El extremo de la descarga me chamuscó el jersey. Un olor a pelo y algodón quemados flotó en el aire mientras me giraba hacia el escritorio. Se oyó un zumbido bajo proveniente de la mesa y luego salió humo de mi portátil cerrado.
Me quedé mirando boquiabierta.
Mi precioso y nuevísimo portátil al que adoraba como si fuera mi bebé.
«Hija de…»
Amiga o no, eso era la guerra.
Arremetí contra Carissa, derribándola. Le agarré el pelo con las manos y tiré. Un mar de mechones oscuros ondeó y luego le estrellé la cabeza contra el suelo. Se oyó un satisfactorio porrazo y mi adversaria dejó escapar un pequeño chillido de dolor.
—Serás imbécil… —me espetó.
Carissa levantó la pelvis, me rodeó las caderas con las piernas y giró, haciéndose con el control en cuestión de segundos. Era como una maldita ninja… ¿Quién iba a decirlo? A continuación, me golpeó la cabeza contra el suelo mucho más fuerte de lo que lo había hecho yo (joder, la venganza era un asco). Una explosión de color me nubló la vista y un dolor agudo me recorrió la mandíbula, dejándome aturdida un momento.
Y entonces algo dentro de mí despertó.
Una virulenta rabia me invadió, cubriéndome la piel y prendiéndole fuego a cada célula de mi cuerpo. Una embriagadora ráfaga de poder brotó del centro de mi pecho. Me fluyó como lava por las venas hasta llegar a las puntas de mis dedos. Un velo de color rojo blanquecino me cubrió los ojos.
El tiempo fue ralentizándose de manera infinita. El aire caliente que salía de las rejillas de ventilación movió las cortinas y el finísimo material se extendió hacia nosotras y luego se detuvo, suspendido en el aire. Las pequeñas volutas de humo gris y blanco se quedaron congeladas. En el fondo de mi mente, me di cuenta de que no estaban congeladas de verdad, sino que yo me movía tan rápido que todo parecía haberse quedado inmóvil.
No quería hacerle daño, pero iba a detenerla.
Arqueé la espalda y la golpeé en el pecho con ambas manos. Carissa salió volando contra mi cómoda. Los botes de loción se sacudieron y se cayeron, dándole en la cabeza.
Me levanté de un salto, jadeando. La Fuente rugía en mi interior exigiendo que la aprovechara, que volviera a usarla. Contenerla era como intentar no respirar.
—Mira —dije con voz entrecortada—. Vamos a tomarnos un momento para calmarnos, ¿vale? Podemos hablar de esto, averiguar qué está pasando.
Carissa se puso en pie lenta y dolorosamente. Nuestros ojos se encontraron y la mirada ausente que vi en los suyos me hizo estremecer hasta lo más hondo de mi ser.
—Para —le advertí—. No quiero hacerte da…
Extendió una mano, veloz como el rayo, y me alcanzó en la mejilla, haciéndome girar. Me golpeé en la cadera con la cama y me deslicé hasta el suelo. Noté un sabor metálico en la boca. Me ardía el labio y me zumbaban los oídos.
Carissa me agarró por el pelo y tiró de mí hasta ponerme en pie. Sentí un dolor abrasador en el cuero cabelludo y dejé escapar un grito ronco. Me obligó a ponerme de espaldas y me rodeó el cuello con las manos. Unos dedos finos se hundieron en mi tráquea, dejándome sin aire. La sensación de no poder respirar me hizo recordar mi primer encontronazo con los Arum, revivir la desesperación y la impotencia que me invadieron mientras mis pulmones se veían privados de oxígeno.
Pero ya no era la misma chica de entonces, demasiado asustada para oponer resistencia.
A la mierda.
Permití que la Fuente aumentara en mi interior y la liberé. Se produjo un estallido de estrellas en mi cuarto, con un efecto deslumbrante, y la explosión arrojó a Carissa contra la pared. El yeso se agrietó, pero ella se mantuvo de pie. De su jersey carbonizado manaban volutas de humo.
Madre mía, no había manera de derrotar a esa tía.
Me puse en pie con un giro y traté de llegar hasta ella una vez más.
—Carissa, somos amigas. No quieres hacer esto. Por favor, escúchame. Por favor.
La energía crepitó sobre sus nudillos, formando una bola. En cualquier otra situación, habría sentido celos de lo rápido que había llegado a dominar esa habilidad, prácticamente en un nanosegundo, porque la semana pasada… la semana pasada todavía era normal.
Y ahora no sabía qué o quién estaba delante de mí.
Noté como si la boca del estómago se me llenara de hielo, formando afilados fragmentos alrededor de mis entrañas. No se podía razonar con ella. Era imposible, y comprenderlo me costó caro. Distraída, no me moví lo bastante rápido cuando lanzó la bola de energía.
Levanté las manos y grité:
—¡Para!
Proyecté todo lo que tenía en aquella única palabra, imaginando que las diminutas partículas de luz suspendidas en el aire respondían a mi llamada y formaban una barrera.
El aire relució a mi alrededor como si hubieran derramado una bañera de purpurina formando una línea perfecta. Cada mota brillaba con la energía de mil soles. Y, en el fondo de mi mente, supe que fuera lo que fuera lo que estaba pasando debería haber sido capaz de detener la bola.
Pero la atravesó, haciendo añicos el muro resplandeciente, que la frenó pero no la detuvo.
La energía me golpeó en el hombro y sentí una explosión de dolor que me privó momentáneamente de vista y oído a la vez que me derribaba, con las piernas por encima de la cabeza. Caí boca abajo en la cama con un estruendo. Me quedé sin aire en los pulmones, pero sabía que no tenía tiempo para dejar que el dolor se hiciera sentir.
Levanté la cabeza y eché un vistazo a través de los mechones de pelo enmarañado.
Carissa avanzó con paso decidido. Sus movimientos eran fluidos y luego… no tanto. La pierna izquierda empezó a temblarle y después a sacudirse violentamente. El estremecimiento le subió por el costado izquierdo del cuerpo, y únicamente por ese. Agitó el brazo y se le contrajo la mitad de la cara.
Me incorporé casi sin fuerza en los brazos y me deslicé por la cama hasta que me caí por un lado.
—¿Carissa?
Empezó a temblarle todo el cuerpo como si la tierra se estremeciera solo bajo ella. Pensé que quizá estuviera sufriendo un ataque epiléptico y me puse en pie.
Le saltaron chispas de la piel. Un hedor a tela y piel quemándose me chamuscó las fosas nasales. Seguía sacudiéndose y la cabeza le daba bandazos sobre un cuello carente de huesos.
Me cubrí la boca con una mano mientras daba un paso hacia ella. Tenía que ayudarla, pero no sabía cómo.
—Carissa…
El aire que la rodeaba implosionó.
Una onda expansiva se abrió paso por mi cuarto. La silla del escritorio se volcó, la cama se levantó por un extremo y quedó suspendida, y la onda siguió avanzando. La ropa salió volando del armario. Los papeles se arremolinaron y cayeron como copos de nieve.
Cuando la onda me alcanzó, me levantó en el aire y me lanzó hacia atrás como si no pesara más que uno de aquellos papeles flotantes. Choqué contra la pared junto a la pequeña mesita de noche que había al lado de la cama y me quedé allí colgando mientras la onda expansiva seguía su curso.
No podía moverme ni respirar.
Y Carissa… Ay, Dios mío, Carissa…
La piel y los huesos se le hundieron como si alguien le hubiera conectado una aspiradora a la espalda y la hubiera encendido. Se encogió centímetro a centímetro hasta que una explosión de luz con la fuerza de una tormenta solar iluminó la habitación… toda la casa y, probablemente, toda la calle, cegándome.
Se oyó un chasquido fuerte y ensordecedor y, a medida que la luz se desvanecía, también lo hizo la onda expansiva. Me deslicé hasta el suelo y me desplomé entre las montañas de ropa y papeles, jadeando. No podía conseguir suficiente oxígeno, porque la habitación estaba vacía.
Clavé la mirada en el lugar donde había estado Carissa. No había nada salvo una mancha oscura en el suelo, como la que había dejado Baruck al morir.
No quedaba nada, absolutamente nada, de la chica… de mi amiga.
Nada.