Prefacio

Esta obra se ha convertido inevitablemente en la víctima de los muchos propósitos del autor. El más sencillo consiste simplemente en proporcionar una perspectiva y antecedentes históricos para la lectura de esos textos escogidos que forman el núcleo central del estudio de la ética en la mayor parte de las universidades británicas y norteamericanas. En particular, deseaba dar alguna información sobre el pensamiento griego a los estudiantes no graduados limitados a la rutina de Hume, Kant, Mill y Moore. Pero este propósito aparentemente simple se complica a causa de mis puntos de vista sobre la naturaleza de la ética. Una exposición que se limite a un informe sobre temas filosóficos y que omita toda referencia a los conceptos morales para cuya elucidación y reconstrucción se elaboraron las teorías sería absurda, y una historia no sólo de las filosofías morales sino también de los conceptos morales y de las conductas morales que dan cuerpo a estos conceptos y se definen a través de ellos ocuparía treinta volúmenes y treinta años. Por lo tanto, he transigido continuamente, y nadie estará satisfecho con el resultado. Yo, por cierto, no lo estoy.

Nadie podría escribir en inglés acerca de la historia de la ética sin reverenciar el ejemplo de la obra de Henry Sidgwick, Outlines of the History of Ethics, publicada en 1886 como revisión de su artículo en la Enciclopedia Británica, y destinada primariamente a los ordenados de la Iglesia escocesa. La perspectiva de mi libro necesariamente difiere mucho de la de Sidgwick, pero mi experiencia como escritor ha aumentado mi admiración por él. Sidgwick escribió en su diario: «Fui ayer a Londres para ver a Macmillan por una estúpida equivocación en mis reseñas. Había hecho figurar a un hombre sobre quien debería saberlo todo —sir James Mackintosh— como si hubiera publicado un libro en 1836, ¡cuatro años después de su muerte! La causa de la equivocación es un mero descuido, y de un tipo que ahora parece increíble». En esta obra seguramente habrá más de un ejemplo de descuidos semejantes. No tendrán que ver, sin embargo, con sir James Mackintosh, a quien no se menciona. Porque, al igual que Sidgwick, además de abreviar, he debido seleccionar. Desgraciadamente me doy cuenta, también, de que en muchos puntos de interpretación discutida he tenido que tomar una posición sin poder justificarla. No podría estar más seguro de que estudiosos de autores y periodos particulares podrán encontrar muchas fallas.

Mis deudas son numerosas: en general con colegas y alumnos de filosofía en Leeds, Oxford, Princeton y otras partes, y en especial con el señor P. F. Strawson, la señorita Amélie Rorty y el profesor H. L. A. Hart, quienes leyeron total o parcialmente el manuscrito, e hicieron de este libro algo mejor de to que hubiese sido de otro modo. A ellos estoy profundamente agradecido. Tengo especial conciencia de lo mucho que debo a la Universidad de Princeton y a los integrantes del Departamento de Filosofía, donde fui miembro titular del Consejo de Humanidades en 1962-3 y profesor visitante en 1965-6. Esta obra es indigna en todo sentido de cualquiera de las deudas contraídas. También debo agradecer a la señorita M. P. Thomas por su ayuda como secretaria.

ALASDAIR MACINTYRE.