La filosofía moral moderna
La filosofía moral moderna se inicia con una nota calladamente apocalíptica. Los filósofos morales no han logrado hasta ahora —así se interpreta— responder satisfactoriamente a las preguntas que se plantearon, porque no han llegado a poner en claro las preguntas mismas. En particular, no han distinguido entre la pregunta: «¿Qué clase de acciones debemos realizar?» y la pregunta: «¿Qué clase de cosas deben existir en virtud de sí mismas?». La distinción es efectuada al fin, o al menos así se proclama, en el prefacio a la obra Principia Ethica, de G. E. Moore. La suposición implícita es que los problemas serán ahora resueltos. La fecha es 1903.
La respuesta a la pregunta: «¿Qué clase de acciones debemos realizar?» indica que son aquellas «que producirán un mayor bien en el universo que cualquier otra alternativa posible». Así se nos incita a preguntar qué estados de cosas son buenos, es decir, qué clase de cosas deben existir en virtud de sí mismas. Moore supone que las cosas que deben existir en virtud de si mismas son aquellas que llamamos intrínsecamente buenas. ¿Cómo sabemos que algo es intrínsecamente bueno? La respuesta es que no podemos dejar de reconocer la propiedad de la bondad intrínseca cuando nos enfrentamos a ella. Las proposiciones sobre lo que es intrínsecamente bueno —en contraposición a lo que es bueno sólo porque es un medio para algo intrínsecamente bueno— no son susceptibles de prueba ni de refutación. Esto se debe a que bueno es el nombre de una propiedad simple y no analizable, a la que Moore llama «no natural» porque no puede ser identificada con ninguna propiedad natural. Moore sostiene que bueno es indefinible, en parte en virtud de una analogía que propone entre bueno y amarillo, y en parte a causa de un razonamiento sobre las consecuencias de sostener que bueno es definible. Pero tanto la analogía como el razonamiento dependen parcialmente del curioso sentido que asigna al término definición.
Según Moore, definir es fragmentar un todo complejo en sus partes constituyentes. Así, la definición de caballo será un enunciado que diga que tiene cuatros patas, una cabeza, un corazón, un hígado, etcétera, todos ordenados entre sí según relaciones precisas. (Moore reconoce otros sentidos de definición, pero, deliberadamente los deja de lado). Ahora bien, si esto es lo que se entiende por definición, no es difícil estar de acuerdo en que bueno es indefinible; pero este sentido de definición es tan idiosincrásico que no se ha logrado nada. Moore también trata de fortalecer sus argumentos mediante una invocación a lo que supuestamente debemos admitir cuando tenemos «ante» nuestras mentes una noción dada. Afirma que si consideramos bueno y, por ejemplo, agradable, o cualquier otra noción que podamos confundir con bueno, podemos advertir que «tenemos dos nociones diferentes ante nuestras mentes». Esta técnica de exponer a la luz, por así decirlo, los propios conceptos se ve fortalecida por la tranquilidad con que Moore presenta sus aseveraciones. Quizá se efectúen más aseveraciones injustificadas e injustificables en Principia Ethica que en cualquier otro libro de filosofía moral, pero se efectúan con una certidumbre acompañada por buenos modales —aunque levemente intimidatoria— que un desacuerdo parece casi una falta de cortesía. Pero, entonces, ¿cuál es la causa que defiende Moore?
Moore originalmente fundamenta su analogía entre amarillo y bueno en su noción de definición. «Sostenemos que amarillo y bueno no son complejos: son nociones de las que se componen las definiciones y con las que surge la posibilidad de nuevas definiciones». Además, así como no podemos identificar el significado de amarillo con las propiedades físicas de la luz que producen el efecto de ver amarillo, tampoco podemos identificar el significado de bueno con las particulares propiedades naturales que se asocian con bueno. Podría darse el caso de que todo lo «bueno» fuera agradable, así como toda la luz amarilla tiene una cierta longitud de onda; pero así como no se infiere que amarillo significa lo mismo que «luz de una cierta longitud de onda», tampoco se infiere que bueno significa lo mismo que agradable.
Moore emplea un genuino razonamiento personal para demostrar que bueno no puede ser el nombre de un todo complejo. En relación con un todo semejante, comoquiera que se lo defina, siempre podemos preguntar significativamente si es en sí mismo bueno. Este razonamiento puede ser utilizado no sólo contra el intento de definir bueno como el nombre de un complejo, sino también contra el mero intento de definirlo. Supóngase que realmente identifico bueno con agradable. Mi error puede ser exhibido mostrando que siempre puedo preguntar significativamente con respecto al placer o algo agradable: «¿Es bueno?». Pero si bueno designara la misma propiedad que designa agradable, la pregunta: «¿Es bueno lo agradable?» sería equivalente a la pregunta: «¿Es agradable lo agradable?», es decir, sería vacuamente tautológica.
Moore elabora este razonamiento con el fin de refutar a los hedonistas. Considera que éstos sostienen dos posiciones incompatibles: sostienen que el placer es bueno, realmente el bien, en un sentido significativo y no tautológico; y pretenden demostrar esto último argumentando que bueno no significa nada más que lo que significa agradable. Pero la primera posición exige que «el placer es bueno» sea considerado como analítico. Sin embargo, no puede ser las dos cosas. Así se derrumba la posición hedonista. Desde luego, sólo se derrumba para aquellos hedonistas que son tan imprudentes como para intentar defender ambas posiciones.
Los filósofos a los que Moore critica principalmente son J. S. Mill y Herbert Spencer. En el caso de Mill, las críticas de Moore están mal dirigidas, aunque sólo sea porque atribuye a Mill una definición de bueno con el significado de agradable, mientras que todo lo que dice Mill, a lo sumo, es que el placer nos proporciona nuestro único criterio de bondad. Ya es casi un lugar común decir que Moore tergiversó a Mill; y es un ejemplo de la forma en que los filósofos contemporáneos leen a Mill, pero no a Spencer, el que no se perciba que Moore también tergiversó a Spencer. Moore acusa a Spencer de haber pensado que bueno significa lo mismo que «más evolucionado». Aunque poco plausible, la posición de Spencer fue, sin embargo, mucho más compleja. Spencer sostuvo, en primer lugar, que la sociedad humana ha evolucionado, lo mismo que ha evolucionado la especie humana, y que la evolución de Ja especie y la de la sociedad pueden ser colocadas en una única escala continua. En segundo lugar, consideró que cuanto más elevada es una sociedad de acuerdo con esta escala, tanto más ideal es su moralidad. Y en tercer lugar, sostuvo que la conducta tiende más y más hacia el fin de preservar la vida, y se supone que en la vida hay, especialmente a medida que se asciende hacia el ideal, más placer que dolor. Como ocurre con Mill, Spencer pudo haber dado en un momento de descuido la impresión de que estaba definiendo el vocabulario moral. Pero el verdadero Herbert Spencer está tan lejos de ser un títere de Moore, como lo está el verdadero J. S. Mill64.
Moore dio el nombre de «falacia naturalista» a la doctrina de que bueno es el nombre de una propiedad natural. Para Moore, esta falacia se comete en el curso de todo intento de tratar a bueno como el nombre de una propiedad identificable bajo cualquier otra descripción. Bueno no puede significar «ordenado por Dios», lo mismo que no puede significar agradable. Por las mismas razones la expresión «falacia naturalista» ha sido adoptada desde entonces por los partidarios de la idea de que no se puede derivar lógicamente el deber ser del ser. Pero si bien esta última doctrina es una consecuencia de la de Moore, no se identifica con ella.
¿Es bueno, entonces, el nombre de una propiedad simple y no analizable? Hay, por lo menos, dos objeciones decisivas contra la doctrina que responde afirmativamente. La primera es que sólo podemos emplear inteligiblemente el nombre de una propiedad simple cuando conocemos un modelo ejemplar de ella por referencia al cual podemos darnos cuenta si está presente o ausente en otros casos. En el caso de una propiedad simple como el amarillo podemos emplear modelos ejemplares del color para reconocer otros casos de amarillo. Pero si hemos aprendido a reconocer a un buen amigo, ¿cómo puede esto ayudarnos a reconocer un buen reloj? Si Moore tiene razón, la misma propiedad está presente en ambos casos. Un discípulo de Moore podría decir que oscurecemos el problema con nuestro ejemplo. Un buen reloj no es «intrínsecamente» bueno. Pero, entonces, ¿cómo reconocemos lo intrínsecamente bueno? La única respuesta que nos ofrece Moore es que simplemente lo reconocemos. Esto puede expresarse de otra forma: la explicación de Moore sólo podría alcanzar un nivel de inteligibilidad si estuviera complementada por una explicación sobre la forma en que se aprende el significado de bueno, y una explicación de la relación entre aprenderlo en conexión con algunos casos y saber cómo aplicarlo en otros.
La segunda objeción es que la explicación de Moore deja sin explicar y hace inexplicable por qué el carácter bueno de algo nos proporciona un motivo para la acción. La analogía con amarillo constituye, en este punto, una dificultad para su tesis, en la misma forma en que es una ayuda en otras ocasiones. Uno puede imaginarse un conocedor con una afición especial por los objetos amarillos y para quien el carácter amarillo de una cosa le proporciona una razón para adquirirla; pero apenas se puede suponer que el carácter «bueno» de algo proporciona un motivo para la acción sólo a aquellos que tienen un interés de conocedores en la bondad. Toda explicación de bueno que pretenda ser adecuada debe conectarlo íntimamente con la acción, y explicar por qué llamar bueno a algo proporciona siempre un motivo para actuar con respecto a ello más bien en una forma que en otra.
La conexión entre bueno y la acción es la virtud principal de otra influyente filosofía moral del siglo XX, la de John Dewey. Para Dewey, la trampa principal en toda epistemología es la tendencia a abstraer nuestro conocimiento tanto de los métodos con que fue adquirido como de los usos a que puede aplicarse. Sólo adquirimos el conocimiento que ahora tenemos porque teníamos ciertos propósitos, y la finalidad de este conocimiento es inseparable para nosotros de nuestros futuros propósitos. Toda razón es razón práctica. El conocimiento moral no es una rama separada del conocimiento; simplemente es el conocimiento que tenemos —en física, biología, historia o lo que sea—, considerado en relación con esos propósitos. Caracterizar como algo bueno es decir que nos dará satisfacción en nuestros propósitos. ¿Como medio o como fin? En ambos sentidos, y Dewey se preocupa por poner de relieve lo que considera como el carácter interrelacionado del bien-como-medio y del bien-como-fin. Nos encontramos lo más lejos posible de la idea de Moore sobre lo «intrínsecamente bueno» con su aguda separación entre medios y fines. Dewey se concentra en el agente, mientras que Moore se concentra en el espectador. Dewey casi borra la distinción entre el hecho y el valor, entre el ser y el deber ser, mientras que Moore la pone de relieve. Dewey piensa que en nuestras elecciones nos guiamos por consideraciones que expresamos en enunciados de un tipo empírico ordinario, es decir, enunciados que presuponen el gobierno de los propósitos e intereses del agente, pero que no difieren de lo que de hecho son los enunciados de nuestros estudios empíricos. Que Dewey no haya tenido mayor influencia, especialmente en Inglaterra, quizá pueda explicarse por el hecho de que raras veces se ocupa explícitamente del problema que ha estado en el centro de la filosofía moral anglosajona de este siglo: el del significado de los predicados morales. Y fue indirectamente, en una discusión que emana de Moore, donde Dewey ejerció una mayor influencia.
Moore tuvo dos clases de herederos inmediatos. Hubo quienes desarrollaron una filosofía moral del mismo tipo que la de Moore: los llamados intuicionistas como Prichard, Ross y Carritt. Se debe poner de relieve que estos escritores no tomaron sus ideas de las de Moore, sino que las adquirieron independientemente, y que el valor de sus escritos no depende solamente de la forma convincente con que presentaron sus opiniones. Carritt, por ejemplo, será recordado por su importancia como crítico del utilitarismo (lo mismo que por sus escritos sobre estética). Esta serie particular de escritores fue anunciada por un texto tan dramático a su manera como Principia Ethica: un escrito de H. A. Prichard, en 1908, titulado: «¿Descansa la filosofía moral sobre un error?». Prichard considera que la tarea que se ha impuesto la filosofía moral es la de proporcionar una justificación para sostener que lo que se supone que es nuestro deber es realmente nuestro deber. Pero afirma que la exigencia de una justificación semejante es completamente errónea. Ofrece dos razones en defensa de esta posición. Puedo tratar de justificar la idea de que algo es mi deber mostrando que conviene a mis intereses o conduce a mi felicidad. Pero si esto es lo que me proporciona una justificación, entonces no estoy tratando de ninguna manera a lo que considero que es mi deber como si fuera un deber. Lo que se hace en virtud de un interés personal no se hace como un deber. O bien puedo tratar de justificar la idea de que algo es mi deber mostrando que su realización equivale a la producción de un bien. Pero, según Prichard, el hecho de que algo sea bueno no implica que yo esté obligado a realizarlo. La primera argumentación comienza con una lista de lo que Prichard presumiblemente considera como los únicos tipos posibles de una pretendida justificación. La segunda consiste en invocar aquello de lo que todos supuestamente tenemos conciencia. Se dice que la captación del deber es inmediata e incuestionable, y que, por lo tanto, no puede apoyarse en razones.
La característica saliente de Prichard, compartida con Moore lo mismo que con otros intuicionistas, es el tratamiento de bueno, justo, deber, obligatorio, y el resto del vocabulario moral, como si fuera una acuñación de valores permanentemente fijos y un simple examen cuidadoso. Indudablemente se debe a esto que la proporción de aseveraciones con respecto a los razonamientos sea tan elevada en Prichard. En otros autores intuicionistas, como sir David Ross, quien sostiene que tenemos intuiciones independientes de la «corrección» y la «bondad», la proporción de razonamientos es mucho más elevada. Pero todos los autores intuicionistas adolecen de un defecto: de acuerdo con sus propias ideas, nos están informando acerca de algo que todos ya conocemos. El hecho de que algunas veces disientan sobre qué es lo que todos ya conocemos sólo los hace menos aburridos a costa de hacerlos aun menos convincentes.
Los dos críticos más poderosos del intuicionismo fueron R. G. Collingwood y A. J. Ayer. Collingwood, cuyo ataque se extendió a muchos otros escritores recientes que se ocuparon de la ética, los censuró por su falta de sentido histórico y por su tendencia a considerar que Platón, Kant y ellos mismos contribuían a una única discusión con un único tema y un vocabulario permanente e inmutable. En su Autobiography señala que se parecen a aquellos que traducen la palabra griega τριήρης por buque de vapor, y que, cuando se les indica que las características que los escritores griegos asignan al τρίηρης no son de ninguna manera las características de un buque de vapor, responden que esto simplemente indica las extrañas y erróneas ideas que tenían los escritores griegos sobre los buques de vapor. Más bien debemos, de acuerdo con Collingwood en su Autobiography, comprender los conceptos, entre ellos los morales, en términos de un desarrollo histórico. Lo que esto puede implicar se considerará más adelante en este capítulo.
La crítica de Ayer al intuicionismo tiene raíces muy distintas. En Lenguaje, verdad y lógica retomó algunas de las posiciones de Hume, pero lo hizo en el contexto de la teoría positivista lógica del conocimiento. Así, los juicios morales se comprenden en términos de una clasificación tripartita de los juicios en lógicos, fácticos y emotivos. En la primera clase entran las verdades de la lógica y la matemática, consideradas como analíticas, y en la segunda entran las verdades empíricamente verificables y falsificables de las ciencias y del conocimiento de los hechos propio del sentido común. La tercera clase aparece necesariamente como una categoría residual, una bolsa en la que cae todo lo que no es ni lógica ni ciencia. Tanto la ética como la teología se encuentran en esta categoría, y este hecho basta por sí solo para hacernos sospechar de la clasificación. Pues según lo que se ve, los enunciados sobre las intenciones y los actos de un ser omnipotente y los juicios sobre el deber o lo que es bueno evidentemente no pertenecen a la misma clase. Sin embargo, podemos separar fácilmente la teoría emotiva del juicio moral de esta dudosa clasificación. Todo lo que necesitamos conservar, de ella es el contraste entre lo fáctico y lo emotivo. El más poderoso exponente del emotivismo en esta forma ha sido C. L. Stevenson. Los escritos de Stevenson muestran muchas influencias, sobre todo las de Moore y Dewey, y su posición quizá pueda exponerse con mayor facilidad si se vuelve a Moore.
Ya he señalado que Moore tuvo dos clases de herederos, la primera de las cuales está representada por los intuicionistas. Los intuicionistas mantienen la invocación filosófica a aquello que se supone que todos reconocemos en materia moral. Pero el mismo Moore quería ante todo aclarar las confusiones filosóficas sobre el concepto de bondad con el fin de poder dedicarse a una segunda tarea: la de indicar qué cosas son efectivamente buenas. En su capítulo sobre la conducta pone en claro que la acción correcta es valiosa sólo como un medio para llegar a lo que es bueno. En su capítulo sobre el ideal, Moore se refiere a lo que es bueno. «Una vez que se comprende claramente el significado de la pregunta, la respuesta resulta ser, en sus lineamientos generales, tan obvia que corre el riesgo de parecer una trivialidad. Las cosas más valiosas que conocemos o podamos imaginarnos son ciertos estados de conciencia que pueden describirse de un modo general como los placeres del trato humano y el gozo de los objetos hermosos». J. M. Keynes nos ha narrado cómo esta visión de la supremacía de las relaciones personales y de lo hermoso irrumpió sobre la generación inmediatamente más joven que Moore con toda la fuerza de una revelación. Casi medio siglo después Keynes pudo escribir: «No veo ningún motivo para apartarme de las intuiciones fundamentales de Principia Ethica, si bien son demasiado escasas y demasiado estrechas para adecuarse a la experiencia real. El hecho de que proporcionan una justificación de la experiencia totalmente independiente de los hechos exteriores ha llegado a ser una satisfacción adicional, aun cuando hoy uno no puede vivir seguro en el sereno individualismo que fue la extraordinaria realización de los primeros tiempos del reinado de Eduardo». Todo dependía, por supuesto, de quién era «uno» y a qué clase social pertenecía. Los valores que exalta Moore pertenecen más bien al reino de la vida privada que al de la vida pública, y, con la importancia suprema que tienen, excluyen todos los valores relacionados con la investigación intelectual y el trabajo. Los valores de Moore son los del ocio protegido, aunque el carácter estrecho y clasista de sus actitudes aparece en lo que excluye y no en lo que valora. Vale la pena comentar este rasgo de las ideas de Moore simplemente para poner de relieve que no se encuentran —como él aparentemente lo supuso— al margen de la controversia. Pues Moore combina opiniones morales muy controvertibles con una invocación a la evidencia del simple reconocimiento con el fin de establecerlas. Keynes, en My Early Beliefs, las memorias anteriormente citadas, nos ofrece una penetrante exposición de la consiguiente conducta de los discípulos de Moore. Comparaban posibles situaciones excluyentes y solemnemente indagaban en cuál había más bien, inspeccionando a todas a su turno y comparándolas. Entonces anunciaban lo que «veían».
En un grupo extremadamente homogéneo, como el de los discípulos inmediatos de Moore, es probable que la coincidencia entre lo que «ven» diferentes personas sea bastante elevada. Pero la aparición en escena de D. H. Lawrence, que reaccionó contra las actitudes de este grupo con toda la pasión de que disponía, pudo haberlos impulsado a tomar conciencia de que, en caso de ser atacados, su propia posición no les permitía hacer uso del razonamiento, sino sólo de la reexaminación y la refirmación. Puesto que de hecho no hay ninguna propiedad simple y no natural que sea designada por bueno, todo el proceso es un mero juego estudiado de hacer alarde de lo que no se tiene. Y no sería injusto afirmar que lo que hizo este grupo fue invocar la teoría filosófica de Moore con el fin de dotar a la expresión de sus actitudes de una autoridad que de otra forma no hubiera tenido.
Pero si no hay una propiedad tal como la que propone Moore, entonces lo único que pueden estar haciendo es expresar sus propios sentimientos. Quizás en una reacción semejante en contra de Moore reside uno de los gérmenes del emotivismo. Moore mismo comprometió toda su teoría en la invocación a la objetividad. En un argumento que utilizó en un ensayo escrito después de Principia Ethica sostuvo que los juicios morales no pueden ser informes sobre nuestros sentimientos, porque en ese caso dos hombres que expresaran juicios aparentemente contradictorios sobre una cuestión moral no estarían de hecho en desacuerdo. Un hombre que dice: «Debes hacer X» no está más en desacuerdo con un hombre que dice: «No debes hacer X», que aquel que dice: «Ayer amontoné mi heno» con respecto a otro que dice: «Ayer no amontoné mi heno». La réplica de Stevenson a este argumento fue que no es necesario que dos hombres que están en desacuerdo sobre una cuestión moral estén implicados en un desacuerdo fáctico. Sólo es necesario que estén implicados en un desacuerdo sobre los hechos del caso, y la cuestión entre ellos a este nivel puede solucionarse mediante una investigación empírica. Pero, además, pueden disentir en sus actitudes, y este desacuerdo sólo puede ser resuelto por el cambio de actitud de una de las partes. La función primaria de las expresiones morales, según Stevenson, es dar una nueva dirección a las actitudes de los demás con el fin de que concuerden más plenamente con las propias. Al ocuparse de la función dinámica de las expresiones morales, Stevenson muestra la influencia de Dewey, y es principalmente a través de Stevenson como Dewey influyó sobre los posteriores filósofos morales.
Las palabras morales pueden tener una función dinámica a la que alude Stevenson porque son emotivas. «El significado emotivo de una palabra es la tendencia de esa palabra, que surge a través de la historia de su modo de uso, a producir (resultar de) respuestas afectivas en las personas». Ayer, en su versión de la teoría emotiva, se concentra en la expresión de los propios sentimientos y actitudes, y Stevenson, en la suya, se concentra en el intento de influir sobre los sentimientos y actitudes de los otros. En lo que se refiere al significado de las palabras morales claves, Stevenson ofrece dos modelos e insiste en cada caso en que la naturaleza del significado emotivo no nos permite llegar más allá de una grosera aproximación. Su primer modelo es uno en que «esto es bueno» se elucida como equivalente en líneas generales a: «Me gusta esto. Haz lo mismo». En su segundo modelo se ocupa de aquellas expresiones que encarnan lo que denomina «definiciones persuasivas». Tales expresiones tienen un significado descriptivo y asocian a éste un significado emotivo. Por eso se las puede siempre analizar según sus dos elementos componentes. En una controversia dos hombres pueden, por ejemplo, usar justo en forma tal que cada uno asocia diferentes significados descriptivos al elemento emotivo en el significado de esa palabra.
El punto de vista de Stevenson sobre las expresiones morales conduce a una serie de otras posiciones. Se infiere de su punto de vista, por ejemplo, que no se puede dar una definición completa en términos descriptivos de bueno y otras expresiones valorativas. Así, Stevenson está de acuerdo con Moore en que bueno no puede funcionar como el nombre de una propiedad natural (empíricamente descriptiva). Los hechos se encuentran, para Stevenson, tan lógicamente divorciados de las valoraciones como para Moore. En segundo lugar, Stevenson adhiere a la idea de que la ética filosófica es una actividad moralmente neutral. Las doctrinas que sustentamos sobre el significado de las expresiones morales no pueden comprometernos con ninguna visión moral particular. Es evidente que la misma teoría emotiva, en caso de ser verdadera, parece ser, al menos en la superficie, moralmente neutral. Pues presumiblemente podemos usar palabras emotivas para elogiar cualquier tipo de acción. Además, si Stevenson tiene razón, el desacuerdo valorativo siempre puede ser interminable. No hay límite para las posibilidades de desacuerdo, y no hay ni puede haber un conjunto de procedimientos para resolver los desacuerdos. No es sorprendente que esto sea una consecuencia de la posición de Stevenson, puesto que él mismo estableció inicialmente como uno de los requisitos previos de una teoría satisfactoria la estipulación de que el desacuerdo es interminable. Finalmente, según las ideas de Stevenson, las razones que mencionamos en apoyo de nuestros juicios valorativos, y más específicamente de nuestros juicios morales, no pueden tener ninguna relación lógica con la conclusión que derivamos de ellas. No pueden ser más que refuerzos psicológicos. Se deduce que palabras como porque y por lo tanto, no funcionan como lo hacen en otras partes del discurso.
Con respecto al emotivismo pueden suscitarse diversos tipos de dificultades. La noción de «significado emotivo» no es clara en sí misma. Ciertos enunciados se convierten en guías o directivas para la acción no porque tengan algún otro significado aparte del significado fáctico o descriptivo, sino porque la expresión de ellos en una ocasión específica tiene sentido o importancia para los intereses, deseos o necesidades del hablante o del oyente. «La Casa Blanca se está incendiando» no tiene más o menos significado cuando se expresa en un boletín radiofónico en Londres que cuando se expresa como advertencia al Presidente en cama, pero su función como guía para la acción es muy diferente. O sea: el emotivismo no se ocupa suficientemente de la distinción entre el significado de un enunciado que permanece constante entre diferentes usos y la variedad de usos que puede tener un mismo y único enunciado. (Por supuesto, el significado y el posible campo de uso se relacionan íntimamente pero no se identifican).
Por otra parte, Stevenson no sólo tiende a combinar el significado y el uso, sino que el uso primario que asigna a las expresiones no es ni puede ser el uso primario de ellas. Pues el uso del que se ocupa es el uso en segunda persona en que tratamos de impulsar a otras personas a aceptar nuestros puntos de vista. Todos los ejemplos de Stevenson muestran un mundo extremadamente desagradable en que cada uno trata de entremeterse con los demás. Pero, de hecho, uno sólo está en situación de intentar convertir a los demás a las propias opiniones morales cuando tiene opiniones formadas; y, sin embargo, no figuran en la exposición inicial de Stevenson ninguno de esos usos del lenguaje moral necesarios para la formación y expresión de las propias opiniones con vistas a las propias acciones.
Finalmente, resulta justificada la queja de que la teoría emotiva no sólo es errónea sino también opaca. Pues sus defensores tratan de elucidar las expresiones morales en función de las nociones de actitud y sentimiento, y viene al caso exigir una mejor caracterización de las actitudes y sentimientos en cuestión. Por ejemplo, ¿cómo hemos de identificar estas actitudes y sentimientos con el fin de que puedan distinguirse de otras actitudes y sentimientos? Los emotivistas guardan un gran silencio sobre este punto; pero se tiene la fuerte sospecha de que estarían obligados a caracterizar las actitudes y sentimientos en discusión como aquellas actitudes y sentimientos que reciben su expresión definitiva en actos de juicio moral. En este caso, toda la teoría queda prisionera en una circularidad no informativa.
No obstante, algunos de sus rasgos centrales son mantenidos por sus sucesores inmediatos. Quedan en escena la neutralidad moral del análisis filosófico, la brecha lógica entre hecho y valor, y el carácter interminable del desacuerdo. Lo que se altera en los autores posteriores es la atención prestada a dos temas íntimamente relacionados: la cuestión de los criterios empleados al llamar buenos o malos a cosas, actos o personas, y la cuestión de la naturaleza del razonamiento moral. Si digo que algo es bueno o lo elogio de algún otro modo, siempre se me puede preguntar sobre el criterio en que me apoyo. Si afirmo que debo hacer algo, siempre se me puede preguntar: «¿Y qué sucede si no lo hace?» y «¿en virtud de qué debe hacerlo?». ¿Cuál es la relación entre mis respuestas a estas preguntas y mis creencias con respecto a lo que es bueno y lo que debo hacer?
Una respuesta sistemática a estas preguntas puede encontrarse en The Language of Morals de R. M. Haré, visión que se amplía y aclara en Freedom and Reason. Hare especifica la naturaleza del lenguaje moral mediante una distinción inicial entre el lenguaje prescriptivo y el lenguaje descriptivo. El lenguaje prescriptivo es imperativo en el sentido de que nos dice que hagamos eso o aquello. Se subdivide en dos clases: la que comprende los imperativos en el sentido ordinario y la que comprende las expresiones propiamente valorativas. Todos los juicios de valor son prácticos aunque en diferentes formas. Las sentencias con un debes, por ejemplo, si son genuinamente valorativas, implican imperativos dirigidos a cualquiera que esté en la situación pertinente, y cualquiera incluye aquí a la persona que pronuncia la sentencia. El criterio de la expresión sincera de una sentencia con un debes es que, en la ocasión pertinente y si le es posible, el hablante actúa efectivamente obedeciendo al imperativo implicado por el debes que él se da a si mismo. Bueno, por lo contrario, se usa para elogiar: llamar bueno a X es decir que es la clase de X que elegiríamos si quisiéramos un X. Los criterios que empleo al decir que algo es bueno son criterios que yo he elegido —en caso de estar comprometido en genuinas valoraciones—, y que respaldo por el mismo hecho de usarlos. Así, las expresiones valorativas y las reglas morales son a la vez expresiones de las elecciones fundamentales del agente. Pero el papel de la elección en el prescriptivismo de Hare es mucho más claro y mucho menos objetable que el papel de las actitudes o los sentimientos en el emotivismo. A diferencia de este último, no excluye el uso de razonamientos en la ética.
Haré fue, en efecto, un pionero en la investigación lógica de los imperativos. Señaló que en el discurso imperativo se pueden inferir conclusiones de premisas en forma perfectamente legítima, sin violar ninguna de las reglas ordinarias de implicación. Porque y por lo tanto tienen sus significados habituales, y un genuino razonamiento moral es posible. Pero Haré sostiene además que el significado de las expresiones valorativas prescriptivas es tal que ninguna conclusión valorativa o prescriptiva puede deducirse de premisas que no incluyan al menos una premisa valorativa o prescriptiva. En otras palabras, Haré reitera la tesis de que ningún deber ser se infiere meramente de un ser. Hasta donde llega la doctrina de The Language of Morals, parecía inferirse que el modelo del razonamiento moral es el paso de una premisa mayor moral y una premisa menor táctica a una conclusión moral. Dondequiera que haya un paso del hecho al valor («debo ayudar a este hombre porque está hambriento»), hay una brecha en el razonamiento, esto es, una encubierta premisa mayor («debo ayudar a los hambrientos»)’. Esta misma premisa mayor puede figurar como la conclusión de algún otro silogismo, pero en algún punto la cadena de razonamientos debe terminar en un principio que no puedo justificar con razonamientos ulteriores y al que simplemente debo adherirme mediante una elección. Una vez más parece inferirse —como en el caso del emotivismo— que en lo relacionado con los principios últimos, la aseveración no puede ser refutada por el razonamiento sino sólo por otra aseveración contraria.
En Freedom and Reason, Hare sostiene que esto no estaba implicado en sus ideas, y que la posibilidad de universalizar los juicios morales provee un arma argumentativa contra aquellos que defienden principios morales inaceptables. Por ejemplo, siempre podemos preguntar a un hombre que sostiene que otros hombres deben ser tratados en ciertas formas desagradables por el mero hecho de tener la piel negra, si él estaría dispuesto a aceptar el mismo trato en el caso de que tuviera la piel negra. Y Hare cree que sólo una minoría, a la que denomina fanática, estaría dispuesta a aceptar las consecuencias de una respuesta afirmativa. Esta última aseveración es una cuestión de hecho a la que no considero confirmada por la historia social reciente. Pero no me interesa tanto discutir este aspecto de las ideas de Hare como poner de relieve que todavía es verdad, según la opinión de Hare, que lo que llamo bueno y lo que considero que debo hacer dependen —de acuerdo con la lógica y los conceptos implicados— de mi elección en materia de valoraciones fundamentales, y que no hay ningún limite lógico para las valoraciones que pueda elegir. En otras palabras, el prescriptivismo de Hare es, al fin y al cabo, una refirmación de la idea de que detrás de las valoraciones morales no hay ni puede haber mayor autoridad que la de mis propias elecciones. Comprender los conceptos valorativos es comprender que nuestro uso de estos conceptos no nos compromete por sí mismo con ningún conjunto particular de creencias morales. Los criterios para una opinión verdadera en cuestiones de hecho son independientes de nuestras elecciones, pero nuestras valoraciones no están gobernadas por otros criterios que los que nosotros elegimos imponerles. Ésta es una repetición de la idea kantiana del sujeto moral como legislador, pero una repetición que convierte a éste en un soberano arbitrario que es el autor de la ley que pronuncia y que la constituye en ley dándole la forma de una prescripción universal.
Aquí adquiere importancia una ambigüedad en toda la empresa de Hare, la cual ha sido indicada por Mary Wamock65. Cuando Hare caracteriza la valoración y la prescripción, ¿está definiendo, de hecho, estos términos en forma tal que su tesis quede protegida frente a posibles contraejemplos? Si presentamos un ejemplo de debes que no implica un imperativo en primera persona, o un ejemplo de bueno en que los criterios no dependen de una elección, ¿podrá Haré replicar que son simplemente usos no prescriptivos y no valorativos de debes y bueno? Hare reconoce, por cierto, que hay algunos usos no prescriptivos y no valorativos. Pero si simplemente ha legislado en forma tal que las valoraciones y las prescripciones tengan las características que él les atribuye, ¿por qué tenemos que estar de acuerdo con su legislación? Si no está legislando, entonces la clase de las expresiones valorativas y prescriptivas debe estar delimitada para nosotros con independencia de la caracterización de Hare y en una forma en que el mismo Hare nunca la delimita. Hare se atiene, al parecer, a una comprensión casi intuitiva de lo que ha de ser incluido u omitido en la dase de las expresiones valorativas.
¿Por qué es esto importante? Es importante en parte porque Philippa Foot66 y Peter Geach67 han atacado a Hare con contraejemplos que a primera vista resultan convincentes. La atención de Philippa Foot se ha concentrado en expresiones valorativas conectadas con virtudes y vicios, tales como grosero y valiente, y la de Geach sobre bien y mal. Según la señora Foot, los criterios para la aplicación correcta de grosero y valiente son fácticos. La satisfacción de ciertas condiciones fácticas basta para mostrar que estos epítetos se aplican, y su aplicación sólo podría ser negada por quienes no comprenden su significado. Así, un hombre es, sin duda, grosero si durante un concierto escupe en la cara de un conocido que no ha hecho nada hostil contra él y con el que mantiene una cierta relación. Igualmente, un hombre es, sin duda, valiente si sacrifica su propia vida cuando hay una posibilidad razonable de salvar vidas ajenas con ese sacrificio. Pero en cada uno de estos casos, cuando mostramos que las condiciones necesarias y suficientes se aplican para justificar el epíteto, podríamos presentar en otra forma nuestras afirmaciones con el fin de que las condiciones necesarias y suficientes aparezcan como premisas que, en virtud del significado de grosero y valiente, impliquen la conclusión «de esta manera fue grosero», o «de esta manera fue valiente». Pero sí hay conclusiones valorativas, éstas lo son. Así, algunas premisas fácticas implican, al parecer, conclusiones valorativas.
Es evidente, asimismo, que por lo menos en muchos casos en que llamo bueno a algo o a alguien, los criterios apropiados están determinados por el tipo de situación de que se trata y no están sujetos a elección. Los criterios para llamar a algo «un buen X» dependen, como lo ha señalado Geach, de la naturaleza de X. «Un buen reloj», «un buen granjero», «un buen caballo» son ejemplos que vienen al caso. Pero ¿qué ocurre con «un buen hombre»? Podría sostenerse que aquí seguramente usamos una variedad de criterios y que tenemos que elegir entre ellos. Aquí seguramente un razonamiento como el de Hare es el que resulta convincente. No quiero seguir adelante con su hasta aquí inconcluso razonamiento. Más bien prefiero indagar qué clase de razonamiento es y por qué surge.
Es importante advertir que aquí está implicada toda una gama de interconectadas diferencias de opinión. Por una parte se sostiene que los hechos nunca pueden implicar valoraciones, que la investigación filosófica es neutral entre las valoraciones, y que la única autoridad que poseen las opiniones morales es la que nosotros les otorgamos en cuanto agentes individuales. Este punto de vista es la conceptualización final del individualismo que ha sido mencionado periódicamente en esta historia: el individuo se convierte en su propia autoridad final en el sentido más riguroso posible. Según el otro punto de vista, comprender nuestros conceptos morales y valorativos fundamentales es reconocer que hay ciertos criterios que no podemos dejar de admitir. La autoridad de estas normas tiene que ser aceptada por nosotros, pero de ninguna manera se origina en nosotros. La investigación filosófica que revela esta situación no es, por lo tanto, moralmente neutral. Y es cierto que premisas fácticas ocasionalmente implican conclusiones valorativas.
Cada visión se aísla sistemáticamente de la otra por la elección de sus ejemplos. Y ninguna admite que la cuestión existente entre ambas puede ser solucionada por una investigación empírica sobre la forma en que realmente se usan los conceptos valorativos. Pues cada una está dispuesta a admitir que la influencia de una engañosa teoría filosófica puede ocasionalmente oscurecer, e incluso pervertir, el modo ordinario de uso en la moral. Sin embargo, esta controversia quizá sea una que no puede ser resuelta, y quizá se advierta la razón por la que no puede ser resuelta si tratamos de colocar en una perspectiva histórica los conceptos que la generan. Pero antes de que podamos ocuparnos de esto, debemos considerar ciertos temas muy poco sofisticados que hacen que esta controversia no pertenezca meramente a los filósofos, sino a todos los agentes morales de hoy en día.
Nos apartamos inicialmente del emotivismo y el prescriptivismo porque sus explicaciones del lenguaje valorativo en función de las nociones de sentimiento, gusto, elección e imperativo, nos dejan con la pregunta sobre la razón por la que debe existir un lenguaje específicamente valorativo además del lenguaje ordinario de los sentimientos, los gustos, las elecciones y los imperativos. Cuando digo: «Debes hacer esto», o cuando digo: «Esto es bueno» quiero poner en claro que digo algo más y algo distinto que cuando digo: «Usted o algún otro: haga esto», o: «Me gusta esto. Haz lo mismo». Pues eso es lo que podría decir y diría en caso de que quisiera decirlo. Si eso es lo que digo efectivamente, entonces lo que digo no tendrá, por cierto, ninguna otra autoridad que la que le confiero al pronunciarlo. Mis actitudes y mis imperativos tienen autoridad para mí precisamente porque son míos. Pero cuando invoco palabras tales como debes y bueno trato al menos de apelar a una norma que tiene una autoridad distinta y mayor. Si uso estas palabras al dirigirme a alguien, trato de llamar su atención en nombre de esas normas y no de las mías. Pero aunque esto quizá sea lo que trate de hacer, no se sigue necesariamente que tendré éxito. ¿En qué condiciones podría tener éxito? ¿En qué condiciones debo fracasar?
Supóngase una sociedad del tipo que traté de caracterizar cuando examiné la sociedad griega, en la cual la forma de vida presupone un acuerdo sobre los fines: Aquí hay criterios consentidos para el uso de bueno, no sólo cuando hablamos de «buen caballo» o «buen granjero», sino también cuando hablamos de «buen hombre». En esta sociedad hay una lista admitida de virtudes, un conjunto establecido de reglas morales, y una conexión institucionalizada entre la obediencia a las reglas, la práctica de las virtudes y el logro de los fines. En una sociedad semejante, el contraste entre el lenguaje valorativo y el lenguaje del gusto o la elección será muy claro. Puedo informar a alguien acerca de lo que me gusta o elijo y puedo informarlo acerca de lo que debe hacer, pero en el segundo caso establezco una pretensión con respecto a él que no aparece en el primero. Por enojo o negligencia se puede no tomar en cuenta lo que se debe hacer; pero no se puede usar el vocabulario moral y consistentemente negar la fuerza del debes, y no se puede permanecer dentro de la relación social de la comunidad y abandonar el vocabulario moral.
¿Es imposible la crítica moral en una sociedad semejante? De ninguna manera, pero debe proceder mediante una extensión del vocabulario moral establecido y no mediante una ruptura total con él. ¿Significa esto que la autoridad de la moralidad no se extiende más allá de la comunidad a cuyas prácticas sociales nos referimos? Se siente la tentación de responder preguntando si la autoridad de las reglas aritméticas se extiende más allá de la comunidad en que está establecida la práctica de contar. Esta pregunta tiene la intención de ser genuina y no retórica, y merecedora de una respuesta más completa. Pero por lo menos, conectar de este modo las reglas y la práctica sociales no es evidentemente conferir a las reglas morales una menor influencia sobre nosotros que la matemática, excepto por el hecho de que ninguna sociedad podría ir muy lejos sin el mismo tipo de numeración simple, mientras que puede haber amplias variaciones en la práctica social en relación con la cual son relevantes las reglas morales.
Al examinar la sociedad griega insinué lo que podría pasar cuando se derrumbara una forma tan bien integrada de vida social. En nuestra sociedad, los ácidos del individualismo han corroído nuestras estructuras morales durante cuatro siglos, tanto para bien como para mal. Pero además no vivimos con la herencia de una, sino de varias moralidades bien integradas. El aristotelismo, la simplicidad del cristianismo primitivo, la ética puritana, la ética aristocrática de la consunción, y las tradiciones de la democracia y el socialismo han dejado su marca sobre nuestro vocabulario moral. Dentro de cada una de estas moralidades hay un fin o fines propuestos, un conjunto de reglas, una lista de virtudes. Pero los fines, las reglas y las virtudes difieren. Para el aristotelismo, desprenderse de todo lo que se posee y darlo a los pobres sería absurdo y propio de un espíritu inferior; para el cristianismo primitivo, en cambio, es improbable que el hombre de alma noble pase por el ojo de la aguja que representa la puerta que conduce al cielo. Un católico conservador consideraría la obediencia a la autoridad establecida como una virtud; un socialismo democrático como el de Marx acusa de servilismo a la misma actitud y la considera el peor de los vicios. Para el puritanismo, el ahorro es una virtud fundamental y la pereza es uno de los grandes vicios; para el aristócrata tradicional, el ahorro es un vicio; etcétera.
Se deduce que estamos expuestos a encontrar dos clases de personas en nuestra sociedad: aquellas que hablan desde dentro de una de estas moralidades sobrevivientes y aquéllas que se encuentran fuera de ellas. Entre los partidarios de moralidades rivales, y entre los partidarios de una moralidad y los que no adhieren a ninguna, no existe una corte de apelaciones o una neutral e impersonal. Para aquellos que hablan desde el interior de una moralidad dada, la conexión entre el hecho y la valoración queda establecida en virtud del significado de las palabras que usan. Aquellos que hablan desde fuera consideran que los que hablan desde dentro meramente pronuncian imperativos que expresan sus propios gustos y sus elecciones privadas. La controversia entre el emotivismo y el prescriptivismo, por una parte, y sus críticos, por la otra, expresa así la situación moral fundamental de nuestra propia sociedad.
Podemos ubicar provechosamente en la historia de la filosofía a ciertos autores en función de esta explicación. Kant, por ejemplo, se encuentra en el punto en que la pérdida de la unidad moral significa que la moralidad sólo puede ser especificada en términos de la forma de sus reglas y no por un fin al que éstas puedan servir. De ahí su intento de derivar el contenido de las reglas morales de su forma.
Kant se encuentra también en el punto en que las reglas morales y las metas de la vida humana se han divorciado hasta tal grado que parece a la vez que la conexión entre el acatamiento a las reglas y la realización de las metas es meramente contingente; y que en caso de ser así, la situación resulta intolerable. La captación de lo primero —y de la vaguedad sobre las metas que habla convertido la noción de felicidad en algo vago e indefinido— lleva a Kant a ordenar que no tratemos de ser felices sino de merecer la felicidad. Y la captación de lo segundo lo lleva a invocar a Dios como un poder que coronará finalmente la virtud con la felicidad. Kant trata de mantener unidas una visión previa y una visión posterior de la moral, y la tensión entre ambas es evidente.
Los moralistas ingleses del siglo XVIII y los utilitaristas del siglo XIX se expresan desde el interior de una sociedad en que se ha impuesto el individualismo. Por eso presentan la vida social no como un marco en que el individuo tiene que desarrollar su vida moral, sino como una mera suma de voluntades e intereses individuales. Una cruda psicología moral convierte las reglas morales en instrucciones relacionadas con los medios efectivos para alcanzar los fines de la satisfacción personal. Hegel, Green, y en menor grado Bradley, no sólo critican esta visión de la moral sino que tratan de especificar el tipo de comunidad en que el vocabulario moral puede tener un conjunto de usos característicos y privativos. Pero el análisis filosófico de la forma, necesaria de esa comunidad no es un sustituto para el hecho de recrearla; y sus sucesores naturales son los emotivistas y prescriptivistas que nos dan una falsa explicación de lo que es el auténtico discurso moral, pero una verdadera explicación de los significados empobrecidos que han llegado a tener las expresiones valorativas en una sociedad en que el vocabulario moral cada vez está más vacío de contenido. Marx se asemeja a Hegel y a los idealistas ingleses al ver que la moralidad presupone un marco comunitario, pero a diferencia de ellos advierte que ese marco ya no existe, y pasa a caracterizar toda la situación como una en que la actividad moralizadora ya no puede desempeñar un papel genuino en la solución de las diferencias sociales. Sólo puede ser el intento de invocar una autoridad que ya no existe y de enmascarar las sanciones de la coerción social.
Todo esto no implica, desde luego, que el vocabulario moral tradicional ya no pueda usarse; pero sí implica que no puede esperarse que encontremos en nuestra sociedad un conjunto único de conceptos morales y una interpretación compartida del vocabulario. El conflicto conceptual es endémico en nuestra situación a causa de la profundidad de nuestros conflictos morales. Por lo tanto, cada uno de nosotros tiene que elegir a aquellos con quienes quiere vincularse moralmente, y los fines, reglas y virtudes por los que quiere guiarse. Estas dos elecciones están inextricablemente unidas. Al dar importancia a ese fin, o a esa virtud, establezco ciertas relaciones morales con algunas personas y hago que otras relaciones morales con otras personas sean imposibles. Al hablar desde dentro de mi propio vocabulario moral me veré comprometido por los criterios que se manifiestan en él. Estos criterios serán compartidos por aquellos que hablan el mismo lenguaje moral.
Y debo adoptar algún vocabulario moral si he de tener alguna relación social. Sin reglas, sin el cultivo de virtudes, no puedo compartir fines con nadie más y estoy condenado al solipsismo social. Pero debo elegir para mí a aquellos con quienes he de vincularme moralmente. Debo elegir entre formas posibles de práctica social y moral. No es que me encuentre moralmente desnudo hasta que haya elegido. Nuestro pasado determina que cada uno de nosotros tiene un vocabulario con el que puede concebir y efectuar su elección. Tampoco puedo considerar la naturaleza humana como un modelo neutral y preguntar qué forma de vida social y moral le dará su más adecuada expresión. Pues cada forma de vida lleva consigo su propia imagen de la naturaleza humana, y la elección de una forma de vida y la elección de una visión de la naturaleza humana van de la mano.
Cada una de las posiciones dentro de la controversia filosófica contemporánea replicará en sus propios términos a este punto de vista. Los emotivistas y prescriptivistas pondrán énfasis sobre el papel de la elección en mi exposición. Sus críticos pondrán de relieve la forma en que el agente debe llegar al acto de elección con un vocabulario valorativo ya existente. Cada una tratará mediante la elección de sus ejemplos de eliminar al oponente a través de la redefinición. Y el mismo intento ya se presenta en otras controversias en otras partes. Encontramos, por cierto, un apoyo para la idea de que esta controversia filosófica es una expresión de nuestra situación social y moral en el hecho de que se haya presentado en un contexto muy distinto en los debates producidos en Francia entre moralistas católicos, estalinistas, marxistas, y existencialistas sartreanos.
Tanto para los católicos como para los stalinistas, el vocabulario moral se define en términos de algunos pretendidos hechos. Cada posición tiene su propia lista característica de virtudes. Para Sartre, por lo menos para el Sartre del período inmediatamente posterior a la guerra, por lo contrario, vivir dentro de un vocabulario moral ya elaborado implica necesariamente una abdicación de la responsabilidad, un acto de mala fe. La existencia auténtica ha de encontrarse en la captación autoconsciente de una absoluta libertad de acción. Sartre separa la visión kierkegaardiana del acto de elección de su contexto teológico, y la convierte en la base de la decisión política y moral. Así como no ocurre con Kierkegaard, Sartre tampoco coloca la fuente de la necesidad del acto de elegir en la historia moral de nuestra sociedad. La coloca en la naturaleza del hombre: un ser consciente, être-pour-soi, difiere de una cosa, être-en-soi, en su libertad y en la conciencia de la libertad. De ahí las características experiencias de angustia que tienen los hombres ante el abismo del futuro no realizado, y sus típicos intentos de pretender que no son responsables. Así, lo, mismo que los católicos o los marxistas, Sartre coloca la base de su visión moral en una metafísica de la naturaleza humana.
Como Sartre, los prescriptivistas y los emotivistas no derivan la fuente de la necesidad de elegir, o de asumir, las propias actitudes, de la historia moral de la sociedad. La atribuyen a la naturaleza de los conceptos morales en cuanto tales. Y en esta forma, lo mismo que Sartre, tratan de dar un carácter absoluto a su propia moralidad individualista, y a la de la época, mediante una invocación a conceptos, en la misma medida en que sus críticos tratan de atribuir un carácter absoluto a sus propias moralidades mediante una apelación a consideraciones conceptuales. Pero estos intentos sólo podrían tener éxito si los conceptos morales fueran intemporales y ahistóricos, y si sólo hubiera un único conjunto disponible de conceptos morales. Una de las virtudes de la historia de la filosofía moral es mostrarnos que esto no es verdad y que los mismos conceptos morales tienen una historia. Comprender esto es liberarse de toda falsa pretensión absolutista.