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Reformadores, utilitaristas, idealistas

Un rasgo altamente sorprendente de las controversias morales y políticas del mundo moderno es el grado en que los innovadores, los radicales y los revolucionarios reviven las viejas doctrinas, mientras que sus oponentes conservadores y reaccionarios son los inventores de las nuevas. Así, los teóricos del contrato y los partidarios de los derechos naturales en el siglo XVII resucitaban rasgos de doctrinas medievales, mientras que la doctrina del derecho divino de los reyes era esencialmente una invención de los siglos XVI y XVII. Así también, en la época de la Revolución Francesa, Tom Paine hace revivir a Locke y Burke e inventa una forma bastante nueva de llamado a la tradición. Paine no es en sí mismo una fuente de discusión filosófica; su importancia yace en la forma en que él, y más especialmente sus asociados franceses, ayudaron a separar las tradiciones morales de la oligarquía gobernante inglesa de la doctrina de los derechos naturales. ¿Cómo hicieron esto?

El peligro de toda invocación personal a principios generales en alguna ocasión particular es que uno queda sujeto a que esos mismos principios sean invocados en contra de uno en alguna ocasión ulterior. Esto es precisamente lo que le sucedió a la clase gobernante inglesa; los principios de 1688 fueron invocados en contra de ella por los americanos en 1776, y por los revolucionarios contra sus colegas franceses en 1789. Éste fue el hecho que apuntaló el llamado de Tom Paine a los derechos del hombre, y que también fue puesto de relieve por Richard Price —ya mencionado en su papel de partidario de una intuición racional de los primeros principios morales— en su sermón de noviembre de 1789 en la casa disidente de reuniones en Old Jewry. Paine puso énfasis en la proclamación en 1689 del derecho de elegir y deponer soberanos, y sobre todo, el derecho de elaborar de nuevo la constitución; y reiteró la validez de esta proclamación. Así, tuvo su parte en incitar la furia y la réplica de Edmund Burke. La actitud de Burke hacia la masa de los hombres queda bien expresada en su frase: «una multitud marrana»; y su actitud hacia los derechos del hombre es totalmente coherente con esto. Niega primero, como hecho histórico, que la revolución whig de 1688 haya implicado la proclamación de derechos señalada por Price. La remoción de Jacobo II se debió al temor de que sus críticos debilitaran la corona y el principio hereditario. De ahí la preferencia por la siguiente línea de sucesión, aunque fuera la línea alemana de Hanover, con el fin de que ese principio no fuera desacreditado. Pero Burke no se preocupaba solamente por la historia. No sólo no hubo en 1689 una invocación a los derechos naturales, sino que éstos no existen. Son ficciones metafísicas.

Burke afirma que los escritores de la Revolución Francesa están tan «dominados por sus teorías sobre los derechos del hombre que se han olvidado por completo de la naturaleza humana». Por naturaleza, Burke no alude a un estado anterior a un contrato social, sino a la sociedad tal como es, y sobre todo, tal como ha llegado a ser. Los planes teóricamente fundamentados para la reforma de la sociedad constituyen violaciones de una historia de la evolución social que responde a un ordenamiento divino. Así, Burke puede hablar del desarrollo social como «la marcha conocida de la ordinaria providencia de Dios». Por eso las instituciones establecidas son tan apreciadas por Burke como despreciadas por Rousseau. Ambos invocan la «naturaleza», pero mientras que para Rousseau la naturaleza se contrapone a la sociedad, para Burke la naturaleza incluye la sociedad. Sin embargo, Burke no la considera simplemente como la totalidad de lo existente; porque si la naturaleza abarcara todo, no se podría luchar contra ella como hacen los revolucionarios. Burke identifica, en efecto, la naturaleza con ciertas normas y procedimientos establecidos, incluso el procedimiento de confiar más bien en las costumbres dominantes que en los razonamientos. «La política debe adecuarse, no a los razonamientos humanos, sino a la naturaleza humana, de la que la razón no es más que una parte, y de ninguna manera la parte más importante.»61 Ésta no es sólo una doctrina política, sino una doctrina sobre la vida moral en general. De ahí la defensa que hace Burke de lo que denomina «prejuicio». «El prejuicio tiene una aplicación inmediata en caso de emergencia; compromete previamente a la mente en un curso firme de sabiduría y virtud, y no deja al hombre vacilante en el momento de la decisión, escéptico, perplejo e irresoluto. El prejuicio convierte al hábito en la virtud del hombre, y no en una serie de actos inconexos.»62

Las ideas de Burke son importantes, aunque sólo sea por su influencia consiguiente. La valoración de ellas hace frente a una dificultad inicial, a saber: si Burke tiene razón, la discusión racional sobre estos temas está fuera de lugar. De ahí que por sólo aventuramos a discutir con él resulta que presuponemos la verdad de lo que estamos tratando de establecer. Pero la dificultad no es en realidad nuestra sino de Burke. Pues negar la posibilidad de que un examen racional decida las cuestiones significa que al presentar los propios puntos de vista no se puede apelar a ningún criterio que permita establecerlos. Pero en este caso, no sólo no se puede argumentar en defensa de la propia posición sino que se ha vuelto difícil comprender lo que significa decir que las propias opiniones son «verdaderas» o «falsas». La aplicación de estos predicados siempre implica la referencia a algún criterio. Podríamos ocuparnos aquí más bien de la práctica argumentativa de Burke que de su principio de condenar los razonamientos. En tal caso encontraremos dos errores en su razonamiento. Ambos fueron diagnosticados por el anarquista William Godwin en su obra Political Justice, que constituye de hecho una réplica a las Reflections on the Revolution in France, de Burke.

En primer lugar, Burke confunde la sociedad con el Estado. Identifica las formas particulares de las instituciones políticas con las instituciones en general. De premisas que establecen meramente la necesidad de un ordenamiento social estable y establecido trata de inferir la conclusión de que Luis XVI no debe ser decapitado. Las raíces de esta confusión son más interesantes que la confusión misma. Burke entiende que la invocación a normas morales y de otro tipo presupone una forma establecida de vida social. Intenta describir al teórico revolucionario como un hombre que desea destruir la misma vida social que es necesaria para dar significado a las normas en nombre de las cuales quiere efectuar su acto de destrucción. Pero así identifica la noción de una forma establecida de vida social con la noción de un conjunto establecido de ordenamientos institucionales. En realidad, las instituciones de una sociedad bien pueden estar en pugna con sus normas. Mantener estas instituciones puede ser un hecho fatalmente destructivo. Burke nunca advirtió que las revoluciones son extremadamente difíciles de llevar a cabo. Los teóricos se convierten en revolucionarios únicamente cuando sus teorías son capaces de articular una profunda insatisfacción que ellos no han inventado. Y en este punto, la negativa de destruir y recrear instituciones sociales es lo que resulta destructivo para la vida social. Los verdaderos nihilistas de la historia fueron todos reyes: Carlos I, Luis XVI y el zar Nicolás. Los revolucionarios en sus sociedades tuvieron que salvar el orden social del mantenimiento destructivo del orden existente por parte de los gobernantes.

En segundo lugar, la defensa que hace Burke del prejuicio y el hábito contra la crítica reflexiva se asienta sobre un análisis inadecuado de la noción de obediencia a las reglas. En mi conducta puedo guiarme por reglas que nunca he explicitado, y las violaciones de esas reglas pueden avergonzarme y chocarme sin que elabore una fórmula que exprese adecuadamente la regla. Pero semejante conducta está tan gobernada por leyes como la conducta de un hombre que conscientemente invoca máximas explícitas. Y evidentemente es el tipo de conducta que Burke quiere exaltar: usamos palabras como hábito y prejuicio para indicar no que esa conducta no está gobernada por leyes, sino que nuestra actitud hacia las reglas es irreflexiva. Burke tiene razón cuando supone que la vida moral sería destruida por una reflexión sobre las reglas de conducta anterior a cada una de las acciones. La acción tiene que depender en su mayor parte de nuestras disposiciones habituales a hacer esto o aquello. Pero si, por consiguiente, la reflexión sólo puede ser ocasional, la importancia de tales ocasiones aumenta y no disminuye. El hecho de tener razón al no examinar continuamente nuestros principios, no quiere decir que estemos equivocados al hacerlo alguna vez. Así, Godwin alude correctamente a la necesidad de articularlos y examinarlos «con el fin de apartar el manto de prejuicio y no dejar más que la razón al desnudo».

Godwin, que se casó con Mary Wollstonecraft —la madre de la emancipación femenina—, y que fue el padre de la segunda esposa de Shelley, fue el prototipo del moralista innovador en el mundo moderno. Las injurias que se lanzarían luego contra un Bertrand Russell o un Wilhelm Reich cayeron sobre Godwin. De Quincey recuerda en sus memorias que «la mayor parte de la gente sentía la misma enajenación y horror frente al señor Godwin que frente a un fantasma, un vampiro desangrado o el monstruo creado por Frankenstein». Godwin fue, en realidad, un hombre humano y sensible que se dedicó al problema clásico de la teoría moral del siglo XVIII. Tomó de Hume la idea de que el sentimiento y no la razón nos impulsa hacia la acción, y de Locke la idea de que las distinciones morales son discernidas por la razón. Así, su posición es más compleja que la de la mayor parte de los escritores del siglo XVIII. Nuestros sentimientos nos impulsan a la acción, pero sólo nos impulsarán a la acción correcta si tenemos una visión clara y racional de los hechos. Una visión semejante incluye la consideración de las consecuencias de nuestras acciones, y debe incluir también la aplicación a éstas de principios como el de imparcialidad, es decir, el de no hacer excepciones a las reglas generales en interés propio o ajeno. Godwin no desarrolla nunca con suficiente claridad su idea de que hay principios morales racionales a los que no se puede escapar. Pero es, tanto como cualquier otro desde Aristóteles, el padre de la noción de que en el fundamento de la moral yace el principio de que si la moral ha de ser demostrada, entonces el peso de la justificación descansa sobre aquellos que proponen una visión diferente del hombre. El mismo proceso de razonamiento moral presupone el principio de que todos deben ser tratados de igual modo hasta que se demuestre lo contrario. Este principio es formal en el sentido de que no ordena cómo ha de ser tratado alguien en particular. Pero tiene importantes consecuencias prácticas, ya que obliga a presentar una justificación del trato diferente a los hombres a causa de su edad, sexo, inteligencia o color. La igualdad en su forma mínima está encarnada en una sociedad en que ocurre esto.

Godwin mismo extendió el alcance de los principios de razón mucho más allá de esto. Pensó que la razón demuestra que hay más valor en la felicidad de un conjunto de hombres que en la de uno solo, y que esto es verdad con independencia de que ese único hombre sea el propio yo, un amigo o pariente, o un extraño. Por eso debo preferir la felicidad general a la propia. A la réplica que señale que hago esto sólo porque estoy constituido psicológicamente de tal manera que me sentiré mucho más infeliz si no tomo en cuenta la felicidad general de los demás que si no tomo en cuenta la mía, Godwin responde que el dolor que siento al no tomar en cuenta la infelicidad de los demás lo siento sólo porque reconozco que debo ser benevolente. El dolor no puede ser la razón de mi acción, porque sólo en virtud de que tengo una razón muy distinta para ésta estoy expuesto a sentir el dolor característico. Sólo a la luz de mis principios generales, por ejemplo, mis propias acciones inspirarán en mí satisfacción o culpa.

Si los hombres tienen dentro de sí mismos principios generales que establecen el bien general, ¿por qué desconocen ese bien? Godwin responde que el medio social y, sobre todo, la influencia del gobierno nos corrompe. El gobierno reclama una autoridad que pertenece sólo a la recta razón. Y la recta razón sólo es captada por los individuos, ayudados por la persuasión racional de otros individuos. La esperanza del hombre yace en la perfectibilidad de la naturaleza humana. Godwin cree que las influencias de las formas sociales y gubernamentales pueden ser superadas y reemplazadas por una comunidad libre de seres racionales en que pesarán más las opiniones de quienes están informados y son objetivos.

Godwin es una figura que curiosamente se asemeja y se contrapone a la vez a Bentham. Si Godwin es utópico en sus propuestas políticas, Bentham es un cuidadoso reformador que busca escapar a la acusación de utopía al estar preparado para sugerir el tamaño exacto de las camas que han de ser empleadas en las prisiones o las reformas precisas necesarias en las leyes de evidencia. Si Godwin cree que la naturaleza humana está comprometida au fond con el desinterés, Bentham piensa que el interés privado siempre necesita ser apreciado y orientado si ha de servir al interés común. Sin embargo, su criterio sobre la mayor felicidad para el mayor número es esencialmente el mismo que el de Godwin. Ambos tuvieron una simpatía limitada por la Revolución Francesa, y ambos representan más bien el futuro que el pasado. La situación puede expresarse así: si se extrae el conjunto de clisés y trivialidades liberales típicamente modernos, uno se encuentra en un mundo del que son predecesores tanto Godwin como Bentham. Para ambos, la sociedad no es más que una colección de individuos; el bien del individuo concierne a su felicidad, y esta felicidad puede ser sumada y calculada. En Godwin, las nociones de bien y mal todavía retienen parte de su fuerza tradicional; en Bentham han de ser redefinidos en términos de placer y dolor.

La tesis de Bentham no fue, por cierto, que palabras tales como bueno y justo eran o habían sido usadas por la mayoría de la gente para significar «productivo de la mayor felicidad para el mayor número» o alguna frase equivalente. Bentham ni siquiera propuso siempre la misma tesis. A veces parece preocuparse no por el significado de los términos en el vocabulario moral, sino sólo por el establecimiento de un criterio moral y político. A veces nos ofrece, por cierto, una definición, pero más bien bajo la forma de una propuesta que de una elucidación. Señala, en efecto, que podemos o no definir bueno y justo en términos del concepto de la mayor felicidad para el mayor número, pero a menos que aceptemos esa definición caemos en el absurdo. Y a veces no parece distinguir estas tareas. Ni es necesario para sus objetivos que las distinga. Pues su proposición central se reduce a la afirmación de que el único criterio racional y consistente de que disponemos para guiar la acción es la evaluación de las consecuencias placenteras y dolorosas de cualquier acción particular, y que el significado de las expresiones valorativas sólo puede entenderse en este contexto. No hay otro criterio racional posible en virtud, por lo menos, de dos razones.

La primera es que teorías tales como las que se basan en una creencia en la ley natural o en los derechos naturales, y suponen que hay derechos, deberes y obligaciones independientes y anteriores a los que se encarnan en el derecho positivo, descansan, según Bentham, sobre un error lógico. Para él, son el producto de la creencia de que palabras como deber y obligación son nombres que tienen un sentido y una referencia muy independientes de su uso en cualquier contexto particular. Las opiniones personales de Bentham sobre este punto constituyen una mezcla de verdad y error. Por una parte, advirtió correctamente que una expresión denominadora, descriptiva o denotadora sólo tiene sentido en el contexto de una oración, apreciación que sólo se convertiría en un lugar común gracias a Frege y Wittgenstein. Por otra parte, no resulta claro que los partidarios de las teorías de la ley natural y el derecho natural estén necesariamente obligados a caer en el error lógico de efectuar otro tipo de suposición. Una crítica más seria de tales teorías está conectada íntimamente con uno de los motivos más importantes que tiene Bentham para atacarlas. Podríamos suponer que alguien afirma que los hombres poseen derechos naturales o están obligados por leyes naturales. En ese caso, se lo puede invitar a hacer una lista de tales derechos o leyes. Es notable que los partidarios de tales teorías ofrecen listas que difieren sustancialmente una de otra. Por lo tanto, ¿existe algún criterio que determine la inclusión correcta de un ítem en una prueba semejante? La convicción de Bentham sobre la inexistencia de un criterio de ese tipo se dirigió en primer término contra la santificación reaccionaria del statu quo legal y penal efectuada por Blackstone, en sus Commentaries on the Law of England, mediante el empleo de la teoría del derecho natural. Pero Bentham fue completamente imparcial en la aplicación de sus dudas escépticas, y a pesar de su simpatía por la Revolución Norteamericana y, al menos, por la fase inicial de la Revolución Francesa, hace una crítica mordaz de la doctrina revolucionaria de los derechos del hombre, a la que considera un disparate, y de la doctrina de los derechos naturales imprescriptibles, a la que llama «un pomposo disparate».

Si la pretendida imposibilidad lógica de una teoría metafísica de la moral constituye, por lo tanto, un primer motivo para sostener que sólo el principio de utilidad —el principio de la mayor felicidad para el mayor número— nos proporciona un criterio para la acción, un segundo motivo está dado por el fundamento que la psicología humana ofrece al principio. Los hombres están constituidos de tal manera que se encuentran bajo el dominio de «dos amos soberanos»: el dolor y el placer. La psicología de Bentham, cuya fuente es la de Hartley, es mecanicista y asociacionista. No podemos sino perseguir el placer y huir del dolor, y como la posibilidad de cualquiera de ellos puede asociarse con otra cosa, nos veremos atraídos o repelidos por aquello con lo que se asocia el placer o el dolor. Bentham da por supuesto que placer y dolor son términos correlativos, y que ambos son igualmente conceptos simples y unitarios. Da cincuenta y ocho sinónimos de placer, y su sofisticación lógica sobre la denominación en otras ocasiones no le impide proceder como si felicidad, gozo y placer nombraran o caracterizaran todos a la misma sensación. Diferentes fuentes de placer pueden ser medidas y comparadas en relación con la intensidad y duración de la sensación derivadas de ellas, con la certeza o no de tener la sensación, y con el carácter cercano o remoto del placer. Al elegir entre diversas posibilidades, la cantidad de placer es el único criterio: «Si la cantidad de placer es la misma, un juego de niños es tan bueno como la poesía,»63 Además, al sumar los placeres de un conjunto de personas, cada una tendrá el valor de una unidad y nadie podrá valer más que una unidad.

Si cada individuo es impulsado en realidad por las propias posibilidades de placer y dolor, ¿qué sucede con el altruismo? El pensamiento de Bentham no es del todo coherente sobre este punto. Por un lado, en sus propuestas políticas y legislativas, reconoce el conflicto entre el interés público y privado, y la necesidad de moldear la naturaleza humana. Su deseo de construir una sociedad en que coincidan la búsqueda del placer personal y la búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número descansa claramente en la suposición de que la sociedad no está organizada de tal forma en el presente. Pero en otras partes, y especialmente en la Deontology, Bentham identifica implícitamente la mayor felicidad del individuo con la que ha de encontrarse en la búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número. El único motivo por el que se obedecen las reglas necesarias para la vida social es el placer que se encuentra en la obediencia o el dolor que resulta de la desobediencia.

No hay ningún problema planteado por el utilitarismo de Bentham que no haya sido planteado dentro de la tradición del utilitarismo, y el peso de estos problemas cayó sobre John Stuart Mill. Su padre, James Mill, fue un colaborador entusiasta de Bentham, y también un psicólogo en la tradición de Hartley, que una vez escribió que deseaba hacer de la mente humana algo tan simple como el camino entre la Catedral de San Pablo y Charing Cross. Este espíritu de confianza en sí mismo apenas fue heredado por su hijo. En la tardía adolescencia, después de una educación que le había impuesto tareas de adulto desde la edad más temprana posible, dejó de preocuparse por los planes de reforma social para pasar a indagar si él sería feliz en caso de que todos esos proyectos se llevaran a cabo. El decaído corazón con el que respondió «no» presagiaba un colapso nervioso del que fue rescatado en gran medida por las poesías de Wordsworth y Coleridge. Pero más allá de la vida personal de Mill tendría significación el hecho de que la coincidencia entre la felicidad personal y la del mayor número hubiera fracasado tan temprano para los mismos utilitaristas. Todo el temor del pensamiento de Mill es el de un utilitarista que no puede evitar las dificultades que plantea la doctrina, pero que tampoco puede pensar en abandonar la doctrina. ¿Cuáles son las dificultades?

En primer lugar, Mill abandona la idea de que la comparación entre los placeres es o puede ser puramente cuantitativa. Introduce una distinción cualitativa entre placeres «superiores» e «inferiores». Se han de preferir los placeres superiores: un Sócrates insatisfecho es mejor que un tonto satisfecho. ¿Cómo podemos asegurarnos de esto? Sólo el que ha experimentado ambos tipos de placer está calificado para juzgar, y sólo el sabio que prefiere la clasificación socrática tiene esta experiencia. Sin embargo, aquí surge necesariamente una duda: así como el tonto no puede saber lo que es ser un Mill, ¿cómo podría Mill saber lo que es ser un tonto satisfecho? El punto en cuestión se extiende más allá de la duda sobre una simple aseveración de Mill. Pone de relieve que Mill todavía está implicado, como lo estaba Bentham, en el intento de colocar todos los objetos y metas del deseo humano bajo un único concepto —el del placer—, y dé mostrar que todos son conmensurables con los demás en una única escala de valoración. Además, lo mismo que Bentham, Mill trata al placer como un concepto unitario.

Puede hacerlo porque el concepto de placer ha tendido a degenerar, justamente como ha sucedido con el concepto de deber. Ya he indicado que, en el caso del deber, un concepto muy específico, asociado a la noción de los deberes del que ocupa una determinada posición, se desvanece en la noción general de «lo que un hombre debe hacer». Así, el placer como concepto de una cierta especie de meta se transforma en el concepto de cualquier tipo de meta. Tanto los hedonistas como los puritanos contribuyen a la historia de esta degeneración. Los hedonistas, que comienzan alabando al placer frente a otras metas, se ponen luego a la defensiva e insisten en que no alaban meramente al vino, a las mujeres y al canto, sino a los placeres superiores como la lectura de la Crítica de la razón pura. Los puritanos insisten en que no se oponen al placer en cuanto tal, sino sólo a los placeres inferiores o falsos. Ellos también son partidarios de placeres verdaderos y perdurables, como los que sólo conocen los hijos de Sión. Así, conceptos como «placer» y «felicidad» se dilatan y extienden en todas direcciones hasta que se usan simplemente para designar cualquier meta de los hombres. Y con esta amplitud dejan de ser útiles para propósitos valorativos y morales. Pues en la valoración, y especialmente en la valoración moral, no sólo tenemos que calificar las diversas alternativas que ya deseamos y elegir entre ellas, sino que tenemos que calificar el cultivo de distintos deseos y disposiciones, y elegir entre éstos. Cuando la felicidad recibe el sentido amplio e indiferenciado que le dan Bentham y Mill, el mandato «busca la felicidad» se reduce meramente a «trata de alcanzar lo que deseas». Es un mandato vado que no dice nada con respecto a los objetos rivales del deseo, o a deseos excluyentes y antagonistas. Y esto también es verdad en el caso de que la felicidad que se ha de cultivar sea la propia o la del mayor número.

Frente a la objeción de que hay muchos casos en que no se puede determinar cuáles de los cursos posibles de acción producirán la mejor felicidad para el mayor número, Mill afirma que lo único que ordena el utilitarismo es que en los casos en que sí pueden determinarse las consecuencias de la acción se debe utilizar el principio de utilidad como criterio. Pero esta concesión es más fatal que lo que él cree, pues está obligado a admitir implícitamente que hay otros criterios valorativos. Nunca aclara cuáles son y cuál puede ser su relación con el principio de utilidad. Pero podemos aceptar la concesión de Mill en el espíritu en que se la ofrece, si reconocemos que, cuando se refieren a la mayor felicidad, los utilitarios frecuentemente aluden en la práctica a metas muy precisas para la acción y no a un concepto general sobre sus apetitos teóricos. Estas metas son las del bienestar público, y son metas particularmente importantes en aquellas áreas de acción en las que Bentham se interesaba especialmente. Prisiones y hospitales, códigos penales y procesos constitucionales, son campos en los que es posible formular y contestar adecuadamente, aunque sólo sea con crudeza, preguntas sobre el número de favorecidos y perjudicados por tales o cuales medidas. Pues contamos con criterios obvios y establecidos sobre el éxito y el fracaso en estas áreas. ¿Aumentará o disminuirá la enfermedad? Si se establece esta penalidad y no aquélla, ¿disminuirá o aumentará la frecuencia de un cierto crimen? Aun en estos casos deben efectuarse opciones en las que no puede guiamos ninguna versión del principio de utilidad: por ejemplo, la opción entre dedicar recursos a los servicios de salud o dedicarlos a la reforma penal. Pero es necesario poner de relieve que la defensa utilitaria del criterio de felicidad pública no es sólo un error. Que nos parezca en forma tan indudable el criterio que ha de tenerse en cuenta en ciertas áreas de acción es algo que debemos a Bentham y a Mill.

El concepto de felicidad es, sin embargo, moralmente peligroso en otro sentido, pues ya tenemos a esta altura plena conciencia de la maleabilidad de los seres humanos, es decir, del hecho de que pueden ser condicionados de diversas maneras para aceptar prácticamente cualquier cosa y sentirse satisfechos con ellos. Que los hombres estén satisfechos con su suerte nunca implica que su suerte sea lo que debe ser. Siempre puede plantearse una pregunta sobre la magnitud del precio que se paga por la felicidad. Así, el concepto de la mayor felicidad para el mayor número puede ser usado para defender cualquier sociedad paternalista o totalitaria en que el precio de la felicidad es la libertad de los individuos para efectuar sus propias opciones en esa sociedad. La libertad y la felicidad pueden ser en ciertas circunstancias valores radicalmente incompatibles. Podemos descubrir un legítimo descendiente del utilitarismo, para el que la libertad se sacrifica en aras de la felicidad, en la historia del socialismo fabiano. El socialismo fabiano consistió en planes de reforma iniciados desde arriba por la minoría esclarecida para el bienestar de la mayoría ignorante. En la historia del socialismo se encuentra en el polo opuesto al de la democracia revolucionaria de Rosa Luxemburgo o de la Asociación Obrera Internacional, para los cuales el socialismo consistía en que los obreros se liberaran de la dominación ajena y se convirtieran en dueños y directores de sus tareas y sus vidas.

Por otra parte, el concepto de la mayor felicidad para el mayor número sólo es aplicable con algún tipo de legitimidad moral en una sociedad en la que se supone que existen normas no utilitarias de conducta decente. El concepto de la felicidad pública indudablemente tiene aplicación legítima en una sociedad en que el consenso es que aquélla consiste en más y mejores hospitales y colegios; pero ¿qué aplicación tiene en una sociedad donde hay acuerdo general con respecto a que la felicidad común se encuentra en el asesinato en masa de los judíos? Si en una sociedad de doce personas hay diez sádicos que obtienen un gran placer de la tortura de los dos restantes, ¿prescribe el principio de utilidad que los dos sean torturados? Nada puede estar más lejos del pensamiento de Bentham y Mill. Pero esto no hace más que poner de manifiesto que no son utilitaristas consistentes, y que dependen de una invocación implícita a otras normas que emplean en forma encubierta para definir la mayor felicidad.

Este carácter de tamiz que tiene el concepto utilitario de placer o felicidad hace que la prueba de Mill del principio de utilidad cause tan poca impresión. Esta prueba es la siguiente. Mill comienza admitiendo que en un sentido estricto no puede obtenerse una prueba de lo que concierne a los fines últimos. Sin embargo, podemos alegar ciertas razones capaces de influir en el intelecto. La argumentación afirma luego que así como la única manera de demostrar que algo es visible es mostrar que los hombres pueden verlo, así también la única manera de demostrar que algo es deseable es mostrar que los hombres lo desean. Como todos los hombres desean el placer, éste es universalmente deseable. A Mill no se le plantean problemas con respecto a la transición del deseo de mi propio placer al deseo de la mayor felicidad para el mayor número, y la realiza mediante la escueta aseveración de que el placer del otro es naturalmente placentero para mí. Cuando Mill quiere demostrar que sólo el placer es deseado, su método consiste en tomar metas aparentemente excluyentes y mostrar que originalmente son deseadas por el placer que las acompaña y sólo secundariamente llegan a ser deseadas en virtud de sí mismas. Desde luego, este método de razonamiento es necesariamente ineficaz. En el mejor de los casos sólo demuestra que hay otras metas diferentes del placer. Pero la crítica a Mill se ha centrado en aquella parte de su razonamiento en que pasa de la aseveración de que el placer es deseado a la aseveración de que es deseable. Lo que han sostenido, en efecto, los críticos de Mill, a partir de G. E. Moore, es que trata de deducir ilegítimamente la conclusión de que el placer debe ser deseado de la premisa de que es deseado efectivamente. Se alega que ésta es necesariamente una indiferencia falaz: un es no puede por sí mismo implicar un debes. No es necesario entrar en un examen general del hecho y el valor para dar cuenta de tales críticos. Por supuesto, tienen razón al afirmar que la inferencia en cuestión es falaz si se la entiende como una implicación. Pero simplemente se han equivocado en su interpretación de Mill.

Lo que Mill dice sobre la prueba pone de manifiesto que no tiene la intención de emplear la aseveración de que todos los hombres desean de hecho el placer como una premisa que implique la conclusión de que deben desearlo. Quizá no resulte del todo claro cuál es la forma de su razonamiento. Pero una forma de interpretación, más acorde con el texto del Utilitarismo, sería la siguiente. Mill considera la tesis de que todos los hombres desean el placer como una afirmación fáctica que garantiza el éxito de un llamamiento ad hominem a cualquiera que niegue su conclusión. Si alguien niega que el placer es deseable, se le puede preguntar: «¿Acaso no lo desea?». Y sabemos de antemano que debe responder afirmativamente, y que, por consiguiente, debe admitir que el placer es deseable. Pero esta interpretación de Mill —y por cierto, cualquier otra interpretación— tiene que suponer que él considera que la aseveración de que todos los hombres desean el placer es una aseveración fáctica contingente. Ahora bien, sólo puede ser así si placer es tratado como el nombre de un posible objeto del deseo entre otros; pues si simplemente es una expresión equivalente a «cualquier cosa que deseen los hombres», entonces la aseveración es una tautología vacua y no sirve para los propósitos argumentativos de Mill. Sin embargo, si placer es la denominación de un determinado objeto del deseo (el vino, las mujeres y el canto) —como frecuentemente sucede—, sin duda es falso que todos los hombres lo desean (los puritanos no lo desean) o que es la única meta deseada. Así, la teoría de Mill se desploma a causa de la vaguedad de su concepto central y no por la transición del ser al deber ser.

En el curso de las consideraciones anteriores ha surgido otra dificultad. Es evidente que incluso con la mejor y mis benigna interpretación del concepto de mayor felicidad para el mayor número, hay ocasiones en que su empleo como criterio nos llevaría a aconsejar cursos de acción que entran en agudo conflicto con lo que ordinariamente consideramos que debemos hacer. Un caso típico fue propuesto por E. F. Carritt, un crítico posterior del utilitarismo. Colgar a un hombre inocente bien puede contribuir a la felicidad común en el caso de que se crea públicamente —aunque no lo creamos nosotros, sus titulados verdugos— que es culpable, por ejemplo, de asesinato, y que esta ejecución servirá como disuasivo para evitar la muerte de varias personas inocentes en el futuro. Desde un punto de vista utilitario, seguramente debemos ahorcarlo. Hay dos posibles respuestas utilitarias a esta crítica. La primera consiste simplemente en negar que haya algo aborrecible en esta situación. Es indudable que un utilitarista tenaz podría decir que esto es lo que a veces debemos hacer. No hay nada filosóficamente criticable en esta respuesta cuando se la aísla del resto de la acusación contra el utilitarismo. Pero se comprende el peligro que acarrea cuando se la combina con el proteico concepto utilitario de placer. Pues al permitir que el principio de utilidad anule nuestros actuales principios —como, por ejemplo, el de que un hombre no debe ser colgado por un crimen que no ha cometido—, removemos un obstáculo más contra un uso del concepto de felicidad general que autoriza cualquier enormidad. Que puede ser usado así ha quedado ampliamente demostrado en este siglo; en especial, los arrogantes tienen una propensión a usar el totalitarismo como justificativo para excusar la responsabilidad que les cabe por estar comprometidos en crímenes en gran escala en sus sociedades, como los de Auschwitz o Hiroshima. Pero se podría replicar que ésta es seguramente una objeción moral y no filosófica al utilitarismo. La contestación es sencilla: el utilitarismo, que aparece con el pretexto de ofrecer un criterio que sirve, entre otras cosas, para distinguir el bien del mal, nos está ofreciendo de hecho una revisión de esos conceptos en forma tal que si la aceptamos, podríamos admitir que ninguna acción, por vil que sea, es mala en sí misma o está prohibida en cuanto tal. Todas las acciones tienen que ser evaluadas en función de sus consecuencias, y si las consecuencias de una acción han de ser favorables para la felicidad general, esa acción —sea la ejecución de inocentes, o el asesinato o la violación de niños— estaría justificada. Así, el utilitarismo es un análisis revisionista de nuestras actitudes y conceptos, y viene al caso preguntar si resguarda lo que valoramos en esas actitudes y conceptos.

Una segunda respuesta —la del mismo Mill— consiste en sostener que el utilitarismo bien entendido no autoriza las acciones que ordinariamente detestamos. Así, Mill sostiene que sólo el mantenimiento de un sistema judicial imparcial, en que los inocentes y los culpables reciben su merecido, podría contribuir a la felicidad general. Y afirma, de modo más general, que permitir excepciones a reglas comúnmente beneficiosas implica un debilitamiento de la autoridad y siempre ha de tener, por consiguiente, consecuencias dañinas. Posteriores utilitaristas han sostenido también que el principio de utilidad no es en todos los casos un criterio para juzgar las acciones particulares; frecuentemente es más bien un criterio para juzgar los principios. Esta posición ha sido defendida en su forma más sofisticada en términos de una distinción entre dos tipos lógicamente distintos de reglas: reglas sumarias, que son lógicamente posteriores a las acciones que prescriben o prohíben, y reglas prácticas, que definen clases de acción y son lógicamente anteriores a las acciones en cuestión. Un ejemplo del primer tipo de regla serla una que prohibiera caminar sobre el pasto. Las acciones —caminar o no caminar sobre la hierba— son lógicamente anteriores a cualquier regla sobre ellas. Un ejemplo del segundo tipo de regla sería la que establece las formas en que un bateador puede ser puesto fuera de juego en el cricquet. El concepto de «ser puesto fuera de juego» y las acciones asociadas sólo son determinables en función de las reglas que definen la práctica que constituye el juego de cricquet. El primer tipo de regla puede ser representado como un sumario o generalización de lo que se ordena o prohíbe según un criterio general en muchos casos particulares. El segundo tipo de regla no puede entenderse de esta manera. Su aplicación en casos particulares debe —y debe lógicamente— ser posterior a su formulación general. Se ha sostenido que si aplicamos esta distinción al problema que se plantea al utilitarismo, advertimos que sólo puede surgir el problema en el caso del primer tipo de regla, y que en este caso es fácilmente soluble. Si en muchas ocasiones particulares advertimos que el efectuar o abstenerse de efectuar una determinada acción produce mayor felicidad, entonces podemos resumir nuestro descubrimiento en una regla general que prescribe o prohíbe esa acción. Si posteriormente descubrimos un caso en que la realización de lo que ordena la regla no produce mayor felicidad, no tenemos que vacilar en cuanto al abandono de la regla en esta ocasión, porque ella no tiene ningún poder o autoridad excepto el que deriva del principio de la mayor felicidad. Pero esto sólo se aplica al primer tipo de regla.

El segundo tipo de regla constituye o constituye parcialmente una práctica que como un todo y a la larga puede justificarse con la invocación al principio de la mayor felicidad, pero no se puede pedir que una regla particular sea dejada de lado porque en una ocasión particular su aplicación viola él principio. Pues se adhiere a la regla en virtud de su conexión con la práctica, y no porque directamente y por sí misma promueva el principio de la mayor felicidad. Así, es lógicamente incorrecto preguntar si una determinada regla de un juego debe ser repudiada en una ocasión particular porque su aplicación viola el principio de la mayor felicidad, y es lógicamente incorrecto pedir el repudio de una determinada regla de justicia en una ocasión particular porque la aplicación de esa regla viola el principio de la mayor felicidad. Es todo el sistema judicial el que subsiste o se derrumba ante el obstáculo del principio de utilidad, y no los pormenores de los casos particulares. En consecuencia, el acto de ejecutar a un hombre inocente en una ocasión particular con el fin de contar con un disuasivo particular no está, después de todo, autorizado por una justificación utilitaria de la justicia. Es toda la práctica judicial con su protección sistemática de la inocencia, y nada menos que eso, lo que recibe una justificación utilitaria.

¿Bastará esta defensa? ¿Consigue mostrar que el utilitarismo es compatible con nuestra creencia ordinaria en la justicia? Lo que ignora es el hecho de que a menudo repudiamos realmente los principios de la justicia en interés de la felicidad humana, y nos consideramos justificados al hacerlo. Así, alguien puede dejar de informar acerca de un crimen o dejar de castigar a un criminal a causa de las consecuencias que ello traería para su familia. El hecho de que la justicia es un conjunto sistemático de prácticas —justificable como un todo en términos utilitarios— no es incompatible con la existencia de choques entre aplicaciones particulares del principio de justicia y la aplicación del principio de la mayor felicidad. Entonces tenemos que decidir qué importancia daremos a los principios de justicia, y no tendríamos que tomar una decisión semejante si no se tratara nada más que de la aplicación de un único principio último. Por lo tanto, el valor que asignamos a la justicia no se deriva íntegramente de nuestra adhesión al principio de utilidad.

Por lo tanto, el intento de apuntalar en esta forma al utilitarismo es en sí mismo un intento erróneamente concebido de dar una unidad falsa a nuestros valores. Se comprende fácilmente que se intente tal cosa. El individualismo de la sociedad moderna y el tipo cada vez más rápido y destructivo de cambio social produce una situación en que para un número cada vez mayor de personas no hay una configuración total de la vida moral sino sólo un conjunto de principios aparentemente arbitrarios y heredados de una diversidad de fuentes. En tales circunstancias, la satisfacción de la necesidad de un criterio común para ser utilizado en la solución de los desacuerdos y conflictos morales y valorativos se hace tanto más urgente y difícil. El criterio utilitario, que encarna, al parecer, la idea liberal de la felicidad, aparentemente no tiene rivales, y el hecho de que el concepto de felicidad que encarna es tan amorfo y adaptable no lo hace menos sino mucho más grato a aquellos que buscan una corte de apelaciones para las cuestiones valorativas en la que tengan la seguridad de una decisión favorable.

Ningún filósofo expresó la situación moral de la Inglaterra del siglo XIX —y en cierta medida todos estamos todavía en el siglo XIX— mejor que Henry Sidgwick. Sidgwick es una figura conmovedora cuyos defectos generalmente son los defectos de su época. Se preocupó por la pérdida de su propia fe cristiana en una forma que nos resulta extraña. Su psicología moral exhibe toda la crudeza de la psicología de su tiempo. Y en su filosofía moral también refleja a su época. Para Sidgwick, la historia de la filosofía moral en el siglo anterior se había centrado en el choque entre el utilitarismo y lo que él llamaba intuicionismo. Por esto último entendía la doctrina de que los principios morales son conocidos intuitivamente, es decir, la doctrina de Price, y previamente la de Locke. Dentro del utilitarismo se presenta además la discusión sobre la relación entre la búsqueda de la propia felicidad y la búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número. Sidgwick examinó cuidadosamente todas las formas posibles de asimilar el intuicionismo al utilitarismo, o de salvar el abismo entre las metas de la felicidad pública y privada. Pero al final subsisten tres fuentes distintas de moralidad. En su exposición de los métodos de la ética, Sidgwick no ve otras cuestiones más allá de las que examina explícitamente. El fondo de su exposición es la conciencia moral de su tiempo, a la que considera como algo dado. La filosofía se muestra esencialmente como una actividad de esclarecimiento y no de crítica. En este sentido, el fantasma de Sidgwick acecha a muchos escritos recientes. En su aceptación de la conciencia utilitaria de su época se contrapone agudamente a sus contemporáneos T. H. Green y F. H. Bradley.

Green y Bradley a menudo son clasificados juntos como idealistas de Oxford. Sin embargo, es importante recordar que esta denominación común es la obra de sus críticos posteriores. Ellos mismos trabajaron independientemente, y las semejanzas en sus escritos son el resultado de la similitud de las tareas que se impusieron. Ambos fueron penetrantes estudiosos de Kant y Hegel, y ambos querían encontrar en éstos materiales para efectuar una crítica a Hume y a Mill. Ambos se inspiraron en la filosofía griega, lo mismo que en la alemana. Pero Green quizás haya sido influido por Rousseau tanto como por cualquier otro autor, mientras que son pocas las huellas de Rousseau en Bradley. Y las preocupaciones filosóficas de Green estaban íntimamente relacionadas con su dedicación a la reforma social y educacional, mientras que Bradley vivió en un retiro filosófico.

Tanto Green como Bradley se apartan del individualismo de los utilitaristas. La representación del utilitarismo de la sociedad es de una colección de individuos, cada uno con sus propios deseos determinados y metas consiguientes. Las normas y objetivos compartidos por la sociedad son el producto de los compromisos y acuerdos de los individuos: el bien público es una suma total de bienes privados. Green y Bradley se apartan de este cuadro, sea en su variante utilitaria o de contrato social. Ambos admiten que el individuo descubre sus metas y deseos desde dentro de un conjunto de relaciones que lo vinculan con los otros y que están gobernadas por leyes. El individuo se encuentra a sí mismo y se identifica a sí mismo a través de un conjunto de relaciones que determinan en parte sus metas. Entonces tiene que decidirse, y puede evaluar sus deseos de diversas maneras. Pero su naturaleza, incluso sus deseos, no es presocial.

Si se siguiera este razonamiento, tendría que plantearse con más seriedad y detalle el problema de la relación de la moralidad con el marco social. Tanto Green como Bradley, sin embargo, colocan al individuo no en un mero contexto social sino en un contexto metafísico. O más bien parecen efectuar un análisis social en un estilo muy metafísico. Para poner en claro lo que esto significa, es necesario examinar separadamente los temas claves de cada uno. Bradley, por ejemplo, plantea la pregunta: «¿Por qué debo ser moral?» —pregunta que utiliza como título de uno de sus Ethical Studies— tan sólo para responder que es incorrecta en la forma en que se la presenta, pues sugiere que hay una meta más allá de la moralidad en relación con la cual el ejercicio de la virtud no es más que un medio. Pero desde dentro de la conciencia moral podemos discernir que la moralidad tiene un fin, y un fin que no está más allá de ella sino que está constituido por ella misma en su más alta realización: la comprensión del propio yo como un todo. Comprendo mi propio yo como un todo a través de acciones que expresan el movimiento del yo para convertirse en algo mejor y más elevado que lo que ya es, de modo que los principios a los que aspiro a ajustarme llegan a ser los principios expresados en mi conducta efectiva. Comprendo mi propio yo en cualquier elección entre alternativas: primero, en la medida en que tengo conciencia de mí mismo con independencia de las dos alternativas y frente a ellas, y, segundo, al elegir conscientemente una alternativa e identificarme con ella, con lo cual llevo toda la mismidad a la existencia en forma concreta. Bradley da a esto la denominación de «universal concreto». Es el juicio de alcance universal que se vuelve concreto en la actividad comprendida del individuo concreto.

El propio yo se desarrolla hasta el punto en que se comprende totalmente a sí mismo al considerarse como una parte en un todo infinito y al transcender así sus propios límites finitos. «Al ser limitado y no ser una totalidad, la dificultad reside en cómo extenderse de modo que se llegue a ser un todo. La solución está en ser miembro de un todo. Aquí, el yo personal, la propia finitud, deja de existir como tal y se convierte en la función de un organismo. No se debe ser un mero fragmento sino un miembro de un todo; y uno debe conocerse y quererse a sí mismo en cuanto tal».

¿Cuál es el todo en que debe comprenderse el yo individual? No obtenemos una respuesta completamente coherente a esta pregunta, pero sí, por lo menos, una respuesta parcial en el último capítulo de Ethical Studies: «Mi puesto y sus deberes». En ensayos anteriores, Bradley ya había atacado la opinión de que el fin que la conciencia moral pone delante de nosotros pueda ser el placer o el deber en virtud de sí mismo. Los motivos de su ruptura con el utilitarismo de Bentham y con el kantismo en parte se asemejan y en parte difieren. Sostiene, por ejemplo, que el placer sobreviene a un fin deseado, y que, por lo tanto, no puede ser el bien, y sostiene que el deber —según la visión kantiana— se propone como fin a un yo constituido por deseos e inclinaciones tales que el deber no puede interesarlo y ser un fin para él. Pero en ambos casos sostiene que el fin propuesto es demasiado general y abstracto: las fórmulas de Kant y Bentham tratan por igual de colocar bajo una única caracterización los variados fines que los hombres persiguen en diversas circunstancias y momentos, y al hacerlo presentan una fórmula que de hecho carece de contenido. Puesto que incluye todo lo que un hombre podría perseguir, no establece nada que deba perseguir si ha de ser fiel a los dictados de su conciencia moral.

El fin determinado por Bradley es el de encontrar mi puesto y cumplir con sus deberes. Estos deberes serán precisos y concretos. Bradley admite que se pueda tener alguna elección con respecto al puesto que se ha de ocupar; pero una vez que se ha elegido un puesto, el problema de qué deberes se vinculan con él no depende de una elección. Que esto sea así tiene alguna importancia, pues sólo en la medida en que el fin es un fin objetivo, y no un fin elegido por mí, puedo tener la esperanza de comprender mi individualidad a través de él. No está del todo claro lo que Bradley quiere decir con esto, pero en cierto modo está expresando la idea fundamental de que cualquier criterio por el que he de juzgar mi propio progreso moral debe ser un criterio cuya autoridad no derive de mis propias elecciones. Pues si mi propia elección es lo único que tiene autoridad, al final me muevo dentro de un juego arbitrario que se encierra en sí mismo, una variante de solitario espiritual en que si las cartas no salen la primera vez, puedo, si quiero, barajarlas de nuevo una cantidad indefinida de veces. Además, para ocupar mi puesto en la vida, puedo utilizar cualquier parte de mi naturaleza. Con ello se supera la división kantiana entre deber e inclinación.

Bradley presupone aquí sin afirmarlo que el vocabulario moral sólo puede recibir un sentido coherente dentro del contexto de una forma de vida social con papeles y funciones bien definidos, y en la que, además, los hombres viven la parte fundamental de sus vidas en términos de esos papeles y funciones. Pero ¿existe aún una sociedad semejante? Los sociólogos han puesto de relieve frecuentemente la diferencia entre una moderna sociedad individualista en que la vida y la posición de un hombre pueden diferir de sus diversos papeles y funciones, y las formas sociales anteriores y más integradas en que un hombre puede ocupar su puesto en la vida en forma muy parecida a la representada por Bradley. Que Bradley pueda dejar de plantearse este tipo de pregunta se debe quizás a su habilidad para pasar a un discurso de estilo metafísico en que sus tesis sobre la moralidad están garantizadas nada menos que por la naturaleza de la realidad en cuanto tal.

Aunque en menor grado, esto es todavía verdad con respecto a T. H. Green. Green tiene más conciencia de que sus ideas morales exigen un cierto tipo de sociedad. Pero su modalidad metafísica le permite pasar de la idea de que la sociedad debe ser el lugar de una voluntad general racional al modo de Rousseau, a la idea de que en el fondo la sociedad es realmente esto último. Green tiene una mayor conciencia social que Bradley a causa de su propia actuación política. Apareció en el escenario filosófico como un educador en un período en que los jóvenes liberales de la clase gobernante, que tenían un gran fervor moral a causa de su educación en hogares evangélicos y por maestros inspirados en Arnold, y que no podían participar del conservadurismo romántico de Disraeli, buscaban un marco que diera significado a sus vidas. Los discípulos de Green en Balliol llevaron al servido civil, a la Iglesia, a la política y hasta al mismo gabinete —uno de ellos fue primer ministro de un gobierno liberal— la creencia de que el individualismo liberal podía ser superado dentro de un marco liberal. Green fue el apóstol de la intervención estatal en asuntos relacionados con el bienestar social y la educación, y fue capaz de serlo porque pudo ver en el Estado una encarnación de ese yo superior cuya comprensión constituye nuestra meta moral.

Los Prolegomena to Ethics, de Green, apoyan sus argumentos en un extenso análisis de la naturaleza humana, destinado a mostrar que la existencia humana no puede ser explicada íntegramente en función de las leyes de la naturaleza. La reflexión sobre el carácter intencional y consciente de la existencia humana nos da un conocimiento de nosotros mismos como seres inteligentes, y miembros de una sociedad de seres inteligentes, cuya satisfacción final no puede ser algo físico o perecedero. Por lo tanto, ¿cuál es el bien humano? Sólo lo conocemos parcialmente, porque nuestras facultades para comprenderlo sólo han sido comprendidas ellas mismas parcialmente. Pero la conciencia moral contemporánea es un testimonio de nuestra más alta realización de este bien hasta la fecha. Kant tenía razón al pensar que el único bien incondicional es la buena voluntad; pero se equivocó en su caracterización demasiado abstracta de ella. La buena voluntad se manifiesta en su deseo de trascender la conciencia moral existente en la creación de un bien mayor, y toda expresión de la buena voluntad es la creación de una forma de vida determinable según los lineamientos de «la clasificación griega de las virtudes». La buena voluntad se define como «la voluntad de saber lo que es verdadero, de hacer lo que es hermoso, de soportar el dolor y el temor, de resistir las tentaciones del placer, en interés de algún tipo de sociedad humana».

Aun cuando sea muy abstracta la especificación que hace Green del bien en términos de una forma de vida social le permite al menos evitar los enigmas individualistas sobre el egoísmo y el altruismo. «La idea de un verdadero bien no admite la distinción entre el bien para el propio yo y el bien para los demás», precisamente porque consiste en una forma de vida social en que diferentes individuos representan sus partes. El individuo encuentra su bien a través de una forma de vida que existe antes que él.

Sin embargo, ¿describe Green en este punto lo que realmente sucede? Evidentemente, no. ¿Se dedica a precisar un estado de cosas ideal que debe ser llevado a la existencia? Sólo en parte, porque cree que el ideal está implícito en lo real. Lo mismo que Bradley, pone en claro que el vocabulario moral no puede ser comprendido, excepto sobre el fondo de un cierto tipo de vida social; y lo mismo que Bradley, su estilo metafísico le permite evadirse del problema de la relación entre esa forma de vida social y la vida social tal como se vive realmente en la Europa occidental del siglo XIX. Pero al menos Bradley y Green nos obligan a pensar en estas cuestiones. Sus inmediatos sucesores en el siglo XX escribirían como si la moralidad, y con ella la filosofía moral, existieran con independencia de toda forma social específica.